Las dos
películas que voy a comentar hoy tienen en común no solo a su realizador, el
cada vez más reivindicable John Huston (1906-1987),
sino la idea del juego. Uno con aspecto más lúdico, pero igual de peligroso que
el otro; ambos mortales, en definitiva. Y los dos toman como base argumentativa
las falsas apariencias, el artificio con la identidad. Ese hacernos pasar por
otros, o descubrir que quienes nos rodean no son lo que dicen ser. Las
películas de espías toman esta característica como inevitable y humana referencia.
Pero en cada buena historia, el resultado es distinto y sorprendente. Dentro
del ámbito de la comedia, del que participa nuestro primer título, estamos en
la línea de las posteriores La huella (Sleuth,
Joseph L. Mankiewicz, 1972), El fin de Sheila
(The Last of Sheila, Herbert Ross, 1973), Un cadáver a los postres (Murder by Death, Robert Moore, 1976), El
juego de la muerte (Deathtrap, Sidney Lumet, 1982) o Cluedo, el juego de la sospecha (Clue, Jonathan Lynn, 1986), por citar las más reseñables.
Un hombre
pasea solo por una calle de cualquier ciudad centroeuropea, de noche.
Atisbando. Muere en un desgraciado accidente de ascensor. ¿Casualidad o un acto
premeditado? Se trataba de una persona normal, pero la esencia de El último de la lista (The List of Adrian Messenger, Universal,
1963), es la convención narrativa del whodunit
(¿quién lo hizo?), característico de
un tipo de novela policiaca, donde nada es lo que parece. La historia fue muy
bien escrita por Anthony Veiller (1903-1965), en torno a un relato de Philip
McDonald (1901-1980). Veiller volvería a trabajar para Huston en la adaptación
de La noche de la iguana (The Night of the Iguana, 1964), pero
anteriormente ya había demostrado su valía con la escritura de Damas del teatro (Stage Door, Gregory LaCava, 1937), Gunga Din (íd., George
Stevens, 1939), El extraño (The Stranger, Orson Welles, 1946), Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946), El estado de la Unión (State
of the Union, Frank Capra, 1948) o Salomón y la reina de Saba (Solomon and Sheba,
King Vidor, 1959). De nuevo, por citar algunos ejemplos.
Aparte su notabilísima labor de productor. Un currículum envidiable. A su vez,
Philip McDonald no se quedó atrás, firmando trabajos como La patrulla perdida (The Lost
Patrol, John Ford, 1934), Ladrones de cadáveres (The Body Snatcher, Robert Wise, 1945) y Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940).
Filmada en
escenarios naturales, a pie de calle o en pleno campo, y con el apoyo de unos decorados
magníficos, en El último de la lista
destaca así mismo la labor de maquillaje -de ocultación- de los rostros de una
serie de artistas invitados, por parte de John Chambers (1922-2001) y Bud
Westmore (1918-1973). Westmore participó en películas como Tarántula (Tarantula, Jack Arnold, 1955), Escrito sobre el viento (Written on the Wind,
Douglas Sirk, 1956), El hombre de las mil caras (Man
of a Thousand Faces, Joseph Pevney, 1957), El increíble hombre menguante (The Incredible
Shrinking Man, Jack Arnold, 1957), Sed
de mal (Touh of Evil, Orson
Welles, 1958), Espartaco
(Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), El mundo está loco, loco, loco (It´s a Mad, Mad, Mad World, Stanley Kramer, 1963), la mítica serie La familia Monster
(The Munsters, CBS,
1964-66), El señor de la guerra (Lord of the War, Franklin J. Schaffner, 1966), Brigada
homicida (Madigan, Don Siegel, 1968), y cien mil más. Y Chambers es
recordado por Silbido de muerte (Sssssss,
Bernard L. Kowalski, 1973), El fantasma
del paraíso (Phantom of the Paradise,
Brian de Palma, 1974), El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J.
Shaffner, 1968), Matadero cinco (Slaughterhouse Five,
Herbert Ross, 1972). En fin, para qué seguir.
Este trastoque
del rostro de algunos de los actores célebres que participan en la trama es
parte del gracejo de la propuesta, pero es algo que siempre queda en un segundo
plano. Lo fundamental está en la investigación policial. Las respectivas identidades
se desvelan al final de la película.
Entre los
decorados naturales sobresale una hermosa mansión en plena campiña inglesa. La solariega
y ancestral vivienda de la familia Barrett (Bruttenholm en el original), Gleneyre, que data del siglo XV.
El cabeza de familia, por así decirlo, es el marqués Lewis Barrett (Clive Brook),
que dice tener un hermano desaparecido en América. El cual dejó descendencia en
George Barrett (Kirk Douglas). Allí también viven el joven lord Derek (Anthony Huston), heredero al título, y cuya vida va a
estar en peligro a tenor de los acontecimientos, y su hermana mayor, Jocelyn
Barrett (Dana Wynter), casada con un escritor de cierto éxito, Adrian Messenger
(John Merivale). Parece que este se ha librado de un extraño accidente tras la
no menos ancestral cacería del zorro. Pero antes de rendir cuentas con su
destino, consigna en una meticulosa lista a sus compañeros desaparecidos en tan
variopintos infortunios, esto es, a los ya fallecidos. Es la única pista que
tiene la policía. Diez nombres, diez ocupaciones distintas, diez direcciones.
Sin aparente relación entre sí.
El general
Anthony Gethryn (George C. Scott) es comisionado para resolver el misterio de
estas muertes, en apariencia inconexas. Este contará con la ayuda del
superintendente francés Raoul Le Borg (Jacques Roux), que es además uno de los
supervivientes de un atentado perpetrado por el desconocido criminal; en cuanto
a su identidad real se refiere. Accidentes en los que no solo salen perjudicados
los implicados en el asunto (sea el que sea), es decir, los integrantes de la
fatídica lista, sino otras personas inocentes, en lo que es un rasgo de
crueldad inédito. A Gethryn y Le Borg los visita la esposa de Adrian, lady Jocelyn, que les proporciona ayuda.
También cuentan con la del inspector Pike (Bernard Archard), mano derecha del
comisario sir Wilfrid Lucas (Frank
Herbert).
Es George
C. Scott (1927-1999) quien sostiene el argumento con su excelente interpretación.
Hasta la fecha, Joe Slattery (no podemos desvelar su identidad), un modesto
ultramarino, es el último nombre de la lista que aún sigue con vida. Pero el
asesino enseguida se pone al día. No pretendo adelantar más de la cuenta, pero
los investigadores policiales logran descubrir que el responsable de estos
asesinatos tan crueles como imaginativos es un antiguo sargento canadiense que
vendió a los demás cuando estaban a punto de escapar de un campo de
concentración en Birmania, durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Lo
extraordinario del caso es que, en lugar de ocultarse, procede con la
eliminación de los posibles testigos molestos, habida cuenta del futuro cara al
público que le aguarda (que tampoco revelaré). Quiero decir que, a partir de
ahora, se puede convertir en una figura más conocida. A lo largo de dicha
investigación, cobran significativa importancia detalles tan caros al género detectivesco,
como el tipo de letra de una máquina de escribir. Entre los invitados que
asisten a la cacería final, en toda la extensión de la palabra, distinguimos,
esta vez sin que medie disfraz alguno, sino a modo de cameo, al realizador John
Huston, interpretando a lord Ashton. Resulta
inolvidable, más allá de lo sencillo, el mortífero ardid, disfrazado nuevamente
de accidente, que emplea nuestro asesino con la ayuda de sus múltiples
caracterizaciones, a fin de asegurarse un futuro sin complicaciones.
John Huston
compone una puesta en escena ejemplar a través de escenas largas, gratificantes
para el actor, que se ve libre de vivir su interpretación y diálogos, y para el
espectador, que asiste a la continuidad del misterio, casi al modo de
planos-secuencia. El ambiente inglés también queda muy bien retratado. Lo cual
incluye todo “lo inglés”, como el particular y flemático sentido del humor. En
los decorados y exteriores destaca la fotografía en blanco y negro de Joseph Mc
Donald (1906-1968), auspiciado por Edward Ted
Scaife (1912-1994) en las tomas filmadas en el resto de Europa, y por supuesto,
la música del irrepetible Jerry Goldsmith (1929-2004).
La mencionada
caza del zorro depara un momento sostenido de tensión, e incorpora al personaje
de una activista defensora de los animales (identidad que tampoco hemos de desvelar).
Sin duda, fue la posibilidad de plasmar en imágenes este curioso deporte, un
poderoso aliciente a la hora de que John Huston se decantara por el material.
Por otra parte, nada más agradable –y simbólico- que una velada de juego de
cartas en la mansión de los Barrett, junto a la chimenea, mientras se saborea
un oporto en grata compañía, y alguien toca el piano al otro extremo del salón.
Figura a la que se añade otra, para interpretar la pieza a cuatro manos. Una de
las muchas formas de hacer el amor para Jocelyn y George.
De nuevo en
tierras inglesas, John Huston realiza la igualmente notable El hombre de Mackintosh (The Mackintosh Man, Warner
Bros., 1973), una película mezcla de género
de espías y thriller policiaco, que
se ha revalorizado con el tiempo, y que a mí me trae particulares recuerdos de
la infancia. Durante años estuve tratando de averiguar el nombre de la película
en la que, tras una sugestiva persecución, uno de los coches se precipita al
vacío. Aunque no he localizado la fecha, el pase de TVE
debió de ser a finales de los setenta o inicios de los ochenta.
Pues bien.
La acción comienza con un desatado sir
George Wheeler (el fenomenal James Mason) en pleno Parlamento inglés. Es el
corazón y cerebro de la nación. Que no siempre bombea o transmite de forma
adecuada al resto de organismos. Podemos describir a George como un político
taimado, carente de escrúpulos y, nuevamente, portador de una doble faz. De
carácter más reaccionario que conservador, es en realidad un revolucionario en los métodos que
emplea, haciendo de su forma de pensar y actuar, la coartada de aquellos a
quienes representa. En su vida pública muestra una de las caras, mientras
esconde la verdadera. Toma el nombre de su patria en vano, y convierte los
valores de la nación en intereses personales (cámbienlo por uno de los auto
proclamados mesías progresistas de la actualidad y ya lo tienen). El enemigo a combatir
es nuestra transigencia, señala. Él
es el elegido, principalmente por él mismo, para liderar los futuros y
trascendentales cambios del país. Por algo es todo un Sir.
Entre esos
organismos señalados, está la Sociedad Anglo Escocesa (Anglo-Scottish LTD),
una tapadera dirigida por Angus Mackintosh (Harry Andrews) y su secretaria, la
señorita Smith (Dominique Sanda). El norteamericano Joseph Rearden (Paul
Newman, en su segunda colaboración con Huston), acude allí para que se le
encargue un trabajo relacionado con el tráfico de piedras preciosas; en
concreto, de diamantes. El trabajo responde a un plan preestablecido que, sin
entrar en detalles, acaba con Rearden como huésped de la prisión de Chelmsford,
en Essex (en realidad, se trata de la entonces clausurada Kilmainham, la misma
penitenciaría de Un trabajo en Italia [An Italian
Job, Peter Collinson, 1969]). Allí el
protagonista entra en contacto con Ronald Slade, un espía comunista (Ian
Bannen), que será el segundo fugado de la cárcel, aunque el primero en interés
de los traficantes (esta vez de poder, no de diamantes). A ello les ayuda el versado
preso Soames Trevelyan (un estupendo Nigel Patrick), que está en contacto con
esa otra organización experta en fugas y trasvase de espías. Producida la
escapada, Rearden recala en un caserón reconvertido en pabellón psiquiátrico, a
las afueras de no se sabe dónde (luego averiguaremos que se trata de Irlanda, a
donde los contactos de sir George
llegan). Es decir, que pasa de un encierro a otro, barrotes incluidos. El
lugar, totalmente aislado, está regentado por el doctor Brown (Michael Hordern),
y sus ayudantes, los enfermeros Taafe (Percy Herbert) y Gerda (Jenny Runacre).
Bajo esta nueva cobertura, Brown es además el responsable de la red de fugas.
Es decir, de sacar del país a los personajes útiles a los manejos del gobierno,
o de introducirlos, según haga falta.
Rierden se
ve obligado por las circunstancias a escapar de nuevo. Sobreviene la
persecución antes citada. Después, el escenario cambia, y la acción se sitúa en
Malta, donde está George Wheeler. Su propósito es completar la huida de Slade
del país, por eso lo oculta en su yate, de nombre Antina. Sin salir del
archipiélago, la trama confluye en una despoblada iglesia de la capital,
Valletta. Allí quedarán al descubierto las distintas imposturas, y boca arriba
las camufladas cartas de este peligroso juego de espías y política.
Uno de los
mejores momentos de la película estriba en el plano final. La señorita Smith desaparece
envuelta en las sombras de un callejón que no está muy claro a dónde conduce. El
mismo camino que a continuación va a tomar Joseph Rearden. Ambos son personajes
decididos. Quizá el destino que les aguarda no sea tan infeliz como parece.
El guión de
El hombre de Mackintosh fue obra del
futuro realizador Walter Hill (1940), que un
año antes había entregado otro trabajo espléndido con La huida (The Getaway, Sam Peckinpah, 1972).
El presente se basa en la novela The
Freedom Tap (1971), de Desmond Bagley (1923-1983), no editada en español.
La fotografía corrió a cargo de otro de esos nombres señeros en la historia de
la cinematografía, que también me lleva a recuerdos infantiles, pues muy pronto
averigüé que fue el responsable, en este apartado, de Cristal oscuro (The Dark Crystal, Jim Henson & Frank Oz, 1982), Oswald Morris (1915-2014).
La música, estilo pizpireta y retentivo, la proporcionó el no menos destacable
Maurice Jarre (1924-2009). Siempre fue de mis compositores favoritos, sobre
todo desde que tuve constancia de que solía ser ninguneado por los críticos que
menos me interesaban. Incluyo toda la época y textura del sintetizador, por
supuesto. De todo ello, de proporcionar una película tan entretenida como
personal, se encargaron tanto Huston como su productor, John Foreman (1925-1992).
Escrito por Javier Comino Aguilera
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