Christine, de John Carpenter, y Amiga mortal, de Wes Craven

28 octubre, 2023

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 Especial Halloween 2023

Es curioso, podemos transferir sentimientos a algunos objetos, como un oso de peluche. A unos soldaditos de plomo, los warhammers, bobbleheads y otras figuras de acción. Son algo más que materia inerte; nunca inerme. En las películas de dibujos animados la personificación de algunos animales es un buen recurso para identificarnos más con ellos. Un coche visto como un ser humano es algo más complejo o, mejor dicho, menos frecuente, pero también se da el caso, desde Herbie en Ahí va ese bólido (The Love Bug, Robert Stevenson, 1968) hasta El coche fantástico (Knight Rider, Glen A. Larson, 1982-1986) o Cars (íd., John Lasseter & Brian Fee, 2006). Yo mismo no podría vivir sin mi moto. No creo que valiera la pena la existencia. Me lleva a todas partes y no me discute jamás. Cuando le cuesta arrancar, le cambio la bujía, y ambos quedamos satisfechos. Si la tocas sin mi permiso, atente a las consecuencias.

A todos estos instrumentos queridos les ponemos nombre. ¿Por qué no Christine?


Además de un centro cultural de primer orden, la ciudad de Detroit es uno de esos espacios reinventados a sí mismos que cuenta con uno de los mejores núcleos de manufactura de vehículos de Norteamérica. Sin embargo, algo sucedió allí en 1957, en una de las fábricas Plymouth. En la ficción, claro está. El realizador John Carpenter (1948) nos lo cuenta en los prolegómenos de Christine (íd., Columbia Pictures, 1983), con su concreción habitual y extraordinario dominio del formato en cinemascope. Y lo hace al estilo clásico, de los grandes maestros, sin subrayados innecesarios, presentando al protagonista no humano (¿o sí?) del relato. En primer lugar, lo distingue del resto, al ser el único vehículo de color rojo dispuesto en la cadena de montaje. En segundo lugar, muestra uno de sus espejos retrovisores, que refleja a un mecánico que se le acerca, como si fuera el ojo de una persona o animal. Para después anticipar un comportamiento revanchista estrictamente humano (y como comprobaremos después, con capacidad de auto regenerarse, de “sanar las heridas”), hacia todo aquel que lo agrede, aún de forma no intencionada. Todo esto se desarrolla a modo de una escena muda, es decir, eminentemente visual, con su correspondiente acompañamiento musical; para la ocasión, Bad to the Bone (1982) de George Thorogood (1950). Rock de los años cincuenta hecho en los ochenta.

Del Detroit de 1957 saltamos a Rockbridge, California, en 1978. Arnold Cunningham, Arnie (Keith Gordon), es un chaval sobreprotegido por sus padres que cuenta diecisiete años y que, junto a los acostumbrados vaivenes en la apariencia física, une una propensión a la baja autoestima. Pero, aunque aún no ha dado el salto a la madurez, se las apaña bien y parece responsable en sus quehaceres. Su mejor amigo es el atractivo Dennis Linder (John Stockwell), que se desenvuelve mejor en los avatares del instituto. Por desgracia, este nuevo curso, Arnie va a sufrir el acoso de los peores integrantes de la escuela, en forma de cuatro matones, con Buddy Repperton (William Ostrander) a la cabeza descerebrada. Sus secuaces son Moochie Well (Malcolm Danare), Richard Tennant (Steven Tash), y el pelirrojo Ron Vandenberg (Stuart Charno). Los típicos chulos más preocupados en esgrimir su ignorancia que su instrucción, con el complejo de tener siempre algo que demostrar. Salido de este trance con la ayuda de Dennis, y estando hasta la coronilla de todo el planeta, Arnie descubre a Christine, el Cadillac rojo de 1957, arrinconado en uno de esos jardines-chatarrerías tan al gusto de algunos de los habitantes de la Norteamérica más rural.


El coche está hecho unas bragas, es una auténtica cochambre. Pero de forma instintiva, entre tanto polvo y abolladura, Arnie vislumbra que se podría arreglar. A lo que el actual dueño, tan destartalado como el propio vehículo, el viejo George LeBay (Roberts Blossom), asegura sin el menor asomo de duda, que por supuesto arrancará.

Comienza la obstinación de Arnie. Restaurar al magullado Christine, símbolo de su recién adquirida independencia, en lo que podemos considerar amor a primera vista o atracción fatal, es su meta vital. De persona vapuleada a objeto vapuleado, de amigo a amigo (de los que se hablan y se compenetran).

Pero, ¿por qué se presenta Christine a Arnie con este aspecto tan funesto, testigo fiel de las correrías del pasado? Desconozco lo explicitado en la novela de Stephen King (1947), en la que se basa el fenomenal guión de Bill Phillips (1949) para la película, pero la conclusión que me parece más razonable, habida cuenta de sus habilidades intrínsecas, es que el coche desea ser arreglado. Que se le demuestre el cariño pertinente, para así corresponder como el diablo manda. Justa reciprocidad en lo que podemos considerar, como ya he señalado, un acto de amor del dueño hacia la máquina; o mejor cabría decir hacia la inteligencia artificial. Verosímil retroalimentación que no tarda en arrojar un saldo negativo de cara al poseedor del objeto poseído. Aunque en apariencia las cosas le van a ir mejor. La transformación es, por consiguiente, al alimón. De Arnie y Christine. Mecánica, pero también psicológica. El paso a la adolescencia del muchacho se reviste de tintes maniacos, poco perceptibles al principio. Así, cuanto más mejora el aspecto físico del vehículo, más parece insensibilizarse Arnie, degradarse moralmente. Una nueva dimensión del Do It Yourself (Hágalo usted mismo), que pregona uno de los carteles anunciadores de William Darnell (Robert Prosky), el dueño del enorme taller donde Arnie preserva su más preciada adquisición (y viceversa). La vieja técnica del trabajo duro, sintetiza Arnie, ante los asombrosos resultados que ofrece su progresiva y patológica dedicación a Christine. De este modo, el terror no emerge únicamente de los futuros asesinatos que se van a suceder, sino también de la inquietud ofrecida por detalles en apariencia triviales, como el que Christine solo ofrezca música de los años cincuenta en su aparato de radio, como le hace notar Leigh Cabbott (Alexandra Paul) a Arnie. Leigh es la chica nueva más deseada del instituto, que finalmente ha recalado en los fortalecidos brazos del renacido Patito Feo.


Este flamante magnetismo del protagonista electrifica la narración, de la que sabiamente no se ofrece explicación racional al uso. John Carpenter sabe manejarse en el ámbito de la incertidumbre, que cuando cobra carta letal de naturaleza, no pierde un ápice de capacidad motivadora a través de la imagen y la planificación. Sirva como ejemplo el segmento medular, en lo visual y argumental -para sus intervinientes-, de la escena en el autocine. Un espacio de los de antaño, y como las canciones que componen la banda sonora de la película, nuevo hermanamiento de los años cincuenta con los setenta y ochenta. En esta escena, cuando los novios riñen, John Carpenter fracciona el plano integrador que ha venido empleando hasta ese momento, hasta separarlos en el interior del vehículo.

Por otro lado, el realizador juega con la labor espacial a lo largo de la película. A medida que el carácter de Arnie se va enclaustrando, el director no renuncia a enfrentar esa claustrofobia, mental y del vehículo, con espacios abiertos como el del citado autocine o el taller de Darnell. Que es el típico desguace que, más allá de su apariencia de estercolero vetusto, resulta un escenario fascinante, pues es inmenso, y en él se agazapan codiciadas piezas de recambio. Un lugar no exento de recovecos, en todas sus dimensiones. Y en cualquier caso, refugio para Christine, ya que los padres de Arnie (Robert Darnell y Christine Belford), se niegan a que lo guarde en casa. Pese a ser presentados como algo manipuladores e intransigentes, estos son finalmente sobrepasados –atropellados- por el inesperado y radical cambio de carácter de su apocado hijo, el cual supera al de cualquier adolescente ordinario. El enfrentamiento con los progenitores es otra de esas zonas borrascosas de la narración.

John Carpenter dispone siempre una puesta en escena elegante, que sabe sacar partido al mencionado formato ancho, no confundiendo acción con confusión o atrofia visual. Cuando los primeros crímenes son cometidos, no se sabe si por el vehículo o su conductor, o ambos, tal cual sucedía con el camión de El diablo sobre ruedas (Duel, Steven Spielberg, 1971), las pesquisas prosiguen de la mano del detective de la policía Rudolph Junkins (el siempre eficaz Harry Dean Stanton). Otro buen ejemplo de honestidad y concreción narrativa lo hallamos cuando Leigh se esconde de Arnie tras un árbol, después de salir de la casa de Dennis, al que ha acudido para pedir consejo. No es un ocultamiento porque estos últimos anden juntos ahora, sino porque Arnie ha dejado de ser él mismo, para pasar a convertirse en otra persona. El citado cambio adolescente hasta sus más drásticas y dramáticas consecuencias.


Christine posee una particularidad ya señalada. Me refiero a los momentos en que el suspense se crece. Todo eso que, por lo general, se elimina hoy de una película por no aburrir a un público que ha dejado de sentir la intriga para arrinconarse en el reverso tenebroso de la acción más gráfica, apabullante, digitalizada y, con harta frecuencia, grosera. Lo llaman, por error, espacios muertos, cuando son precisamente los que afirman y redefinen lo expuesto. Verbigracia, Dennis haciendo una visita clandestina al taller de Darnell, de noche, para ver a Christine más de cerca, y la transformación que este ha sufrido. Un objeto de deseo que trata de explicarse. O la excelente transición que supone la aparición del vehículo, totalmente restaurado, durante la celebración de un partido de rugby, en compañía de Leigh. Arnie ya posee el coche y la chica. Pero solo uno de ellos lo posee a él.

El hombre y la máquina. Una bienvenida diatriba de la que el cine ha querido, bastantes veces, sacar partido, aunque no siempre lo haya conseguido. El propio Stephen King lo intentó más tarde con La rebelión de las máquinas (Maximun Overdrive, DEG para Paramount, 1986), con resultados nefastos, tanto dentro como fuera de la pantalla. Porque dirigir una buena película, como escribir un buen libro, es asunto serio. Quien mostró más pericia, fortuna y conocimiento de causa, fue el por lo general estimulante Wes Craven (1939-2015), con otra película que me encantó en su día, y que me sigue pareciendo más que apreciable, pese a que, en principio, su mezcolanza de humor y horror pueda dar la impresión de desincronizarla. No lo está, como veremos a continuación, al margen de ser esta mixtura una imposición del estudio, y en última instancia, es característica que insufla vida a cómo está narrada la historia, que es lo que a mí más me interesa, incluso por encima de lo que se cuenta.


Amiga mortal (Deadly Friend, Warner Bros., 1986), está basada en otra novela, esta vez de Diana Hanstell (1936-2017), adaptada por Bruce Joel Rubin (1943), responsable de la espléndida Proyecto Brainstorm (Brainstorm, Douglas Trumbull, 1983), La escalera de Jacob (Jacob’s Ladder, Adrian Lyne, 1990) y Ghost (íd., Jerry Zucker, 1990). Un autor que se sabe desenvolver entre los márgenes de lo sobrenatural, para proporcionar una contenida emoción o desbordante humanidad, según el caso. Bajo los ropajes del cine de género, Amiga mortal no es una excepción a esta pretensión reconfortante.

Jeannie Conway (Anne Twomey) y su hijo Paul (Matthew Labyorteaux) son nuevos en Welling, una bonita localidad emplazada en Los Ángeles, California (en realidad Monrovia, en idéntica geografía, junto a los estudios en exteriores de la Warner Bros.). ¿Qué diablos era eso?, se pregunta estupefacto el ladrón de coches (Robin Nuyen) que ha salido escaldado de su último intento de robo. Algo tienen guardado Jeannie y Paul en su furgoneta, camino de ese nuevo destino. No tardaremos en averiguar que se trata de una inteligencia artificial en forma de robot. Un asombroso mecanismo proyectado y ensamblado por Paul, al que ha puesto el escueto nombre de B.B. (¿en honor a la Bardot [1934]?, volveremos sobre este punto). Hasta corta el césped. Con el agravante de rigor de que el robot comienza pronto a evidenciar cierto desorden de conducta y a desarrollar sus propios sentimientos y decisiones. A cobrar vida, en definitiva. Una vez instalados, Paul se hace amigo de Tom (Michael Sharrett), un vecino cercano, y de Samantha (Kristy Sawnson), que de forma alusiva, vive enfrente de él. Algo a lo que habrá de enfrentarse Paul, ya que, por desgracia, Samantha sufre los maltratos de su desaprensivo padre (Richard Marcus), el auténtico monstruo de la película.

Como lumbrera, Paul entra a formar parte del equipo pedagógico del doctor Johanson (Russ Marin), en un politécnico. Aparte de seguir recibiendo clases en determinadas materias, el avispado Paul las imparte.

Todo parece marchar bien. Hay una fiesta de Halloween y los chicos, ya compenetrados, y siempre en compañía de su llamativo y amistoso robot, lo pasan genial embadurnando de nata montada uno de los infelices vehículos aparcados por los contornos (menos mal que no se trataba de Christine). Hasta que Ann Ramsey (1929-1988) les agua la fiesta. Es la vecina cascarrabias y brujeril del barrio. Uno de esos preciosos entornos tan caros al cine de aventuras… o de terror. Cuando esta vecina, la señora Elvira Parker, hace acto de imponente presencia, haciendo alarde de sus malas pulgas, ¿por qué B.B. no obedece las órdenes de Paul, tal y como este se pregunta? Aquí pasa algo raro, pero como los acontecimientos se precipitan, el inventivo creador no dispone de excesivo tiempo para sopesarlo. El caso es que el robot ya hace “cosas raras” obrando por su cuenta. Nada preocupante de momento. Tal vez un desajuste en la programación. Si se le hace daño a Paul, al estilo de lo que le sucedía a Arnie con Christine, el robot reacciona. Y si es él el damnificado, para Paul es como si hubieran agredido, incluso matado, a un ser vivo. A partir de la citada noche, las cosas se (re)tuercen.


Amiga mortal contó con la fotografía del sensacional Philip Lathrop (1912-1995), y con una composición musical de Charles Bernstein (1943), en nueva colaboración con Wes Craven, que ya combinaba, en amplitud de presupuesto, los arreglos orquestales con el sintetizador (en la anterior y ergonómica Pesadilla en Elm Street [A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984], solo cupo el sintetizador, con notables resultados, no cabe duda).

Relato sombrío con toques de comedia, donde Paul ejerce de moderno Víctor Frankenstein, Amiga mortal sobresale por su pericia argumental y goyesca (Samantha no deja de atraer la mirada), en vistoso retruécano de la animosa D.A.R.Y.L. (íd., Simon Wincer, 1985) o la jacarandosa Re-Animator (íd., Stuart Gordon, 1985). Otro ejemplo de esta destreza lo hallamos en un recurso manido; más viniendo de quien viene: Paul tiene una pesadilla, bien justificada dadas las circunstancias. Sin embargo, en este caso, está agravada por su injerencia en las habituales leyes de la naturaleza. Es un sueño que podemos extrapolar a la conclusión de la película, donde nos preguntamos si el final es verídico o igualmente pesadillesco. Quién sabe.

Algunas claves extra las hallamos en la estupenda novela casi homónima (Friend, 1985; Diorama, 1989), que concluida su lectura, y se diga lo que se diga, no difiere tanto de lo que debía haber sido el resultado inicial ofrecido por Wes Craven. Porque en la novela se encadenan los asesinatos de igual modo que en la película, cambiando un certero balonazo por una bañera repleta de agua. Lo que sí llama más la atención es la diferencia de edad y físico entre los tres jóvenes protagonistas. Paul Conway es rubio y gordinflón, al punto de ser apodado Piggy (incluso por su propia madre), y tiene trece años. Más joven que en la adaptación, donde se muestra especialmente adulto y consciente de sus actos, aparte de más integrado en su nuevo entorno educativo; si bien, en ambos casos, resulta igual de compungido y con nobles aspiraciones. No era la escuela lo que le preocupaba. Como siempre, eran los demás chicos (capítulo II). Como Arnie en Christine, el Paul de Amiga mortal es otro muchacho que no acaba de encajar y se mueve en las sombras. Ser un genio era para él tan natural como el color de su pelo (íd.). Por su parte, Thomas Toomy, cuyo mote es Slim, es pequeño y de cara chupada (íd.). Su padre es el funerario del pueblo. Ambos se conocen en el instituto, y su relación pronto se afianza, con el telón de fondo del acoso escolar para ambos, por parte de algunos alumnos y de un celoso maestro, como es el profesor Johanson (V), en nada similar al de la película. A Paul no se le trata con deferencia (VI), al contrario de lo que sucede en la adaptación. No pasa nada, son dos vertientes de un mismo recorrido.


¿Y qué hay de Samantha, apodada Sam? Es aún más joven que ellos, tan solo tiene once años (XI). En cualquier caso, no existe asomo de perversión o procacidad en la relación de Paul con Sam; por ejemplo, cuando una vez realizada la “operación de salvamento”, Paul baña -purifica- a Sam (XXV). O cuando Sam y Paul se precipitan a un helado río (XXVIII). Curiosamente, no se muestran sincronizados en esta tarea; no lo hacen a un mismo tiempo. Pese a su amor incipiente, el entendimiento entre ambos no está a la par, habida cuenta de que Sam precisa de un estricto aprendizaje. Al final, este cariño se torna en deseo de pervivencia más allá de la muerte, en un remate diferente al de la película solo en apariencia.

La ineludible referencia a la obra Frankenstein (XII), que cobra un sentido más estricto en la novela, se completa con otra al científico Robert Oppenheimer (1904-1967) (XIII).

Igual de llamativa es la sensación de extrañeza y asilamiento que invade a Paul, por parte de las obtusas gentes del pueblo (IV). Su creación responde al apodo onomatopéyico de Bip-Bip (I) y concita tanto admiración como desconfianza y envidia en los habitantes de Welling. El desorden de la máquina va a responder a un conflicto previo, no del robot, como sucede en la película, sino del propio Paul. Ha de ver con la muerte “accidental” de un anterior compañero de curso, llamado Bertram Lennard. No es la inteligencia que se desarrolla en el mecanismo la que funciona mal, sino la excepcionalidad de Paul, sus engramas (XVI). De la misma manera que los seres humanos somos irrepetibles, aunque nos repitamos de continuo en nuestras idioteces, para Paul, los robots tienen personalidad, igual que las personas (X). No se pueden duplicar. Cuando se produce el distanciamiento con Tommy, un sostén capital para Paul, el chico se sentirá completamente aislado, a pesar de poseer el coeficiente intelectual más elevado de quienes le rodean (XVII).

Paul, Tommy, Sam, Elvira Williams, Harry Pringle (el padre de Sam) … el destino de todos ellos es el mismo que hemos contemplado en la película, a veces con distinta ejecución. El libro muestra menos sentido del humor, eso es verdad. Pero yo me pregunto. Si las personas nos resultan tan decepcionantes, ¿por qué despreciar la Inteligencia Artificial? ¡Salvo que la hagamos a nuestra imagen y semejanza, claro está! Todos necesitamos un buen amigo. ¿Por qué no un robot?


Lo he dicho en alguna otra ocasión y lo reitero. Qué buen y novedoso cine para adolescentes tuvimos. Cosas nunca vistas hasta ese momento. Con un gran nivel de realismo y partituras indelebles. En todos los géneros. En este caso, en la estela de los robots que en el cine han sido, desde el Robby de Planeta prohibido (Forbidden Planet, Fred McLeod Wilcox, 1956), a Cortocircuito (Short Circuit, John Badham, 1986) y los escuderos de La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), qué se yo. Pero Amiga mortal ofrece además el aliciente de una estructura dimensional, que permite la reflexión, siquiera escueta, de nuestra relación con los artefactos que nos rodean, y a veces acorralan, junto a unas actuaciones frescas y convincentes. Resultado tenebroso, sazonado con esos toques de negra comedia amical, finalmente bienhallados, pero siempre a falta de conocer el corte original filmado por Wes Craven, cuya realización, en cualquier caso, resulta ilesa y efectiva. Sería interesante poder comparar ambos acabados. Por cierto que el realizador se suma a la tendencia de homenajear algún título previo en la pantalla de televisión del dormitorio del protagonista. En esta ocasión, las imágenes corresponden a La mala semilla (The Bad Seed, 1956), de Mervyn LeRoy (1900-1987). El cine de aquel momento se daba la mano con el pasado clásico, asimilando el concepto de modernidad. Nuevas vueltas de tuerca, como Megan (íd., Gerard Johnstone, 2022), no resultan tan perturbadoras, o al menos, tan novedosas como se pretende.



El autocine (CXV): La casa infernal, de Richard Matheson, y adaptación de John Hough

12 octubre, 2023

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No os quiero hacer daño, pero debo hacerlo (Daniel Belasco).

Hay sitios donde se ha cortocircuitado la bondad. No, no me refiero al Palacio de Congresos. A otros sitios. Como la Casa Infernal. El apelativo se lo dio el estupendo autor norteamericano Richard Matheson (1926-2013), también guionista, al compendiar en un sumun o vademécum todo un corpus de misterios sin resolver y casas encantadas.

Las iniquidades de los vivos se convierten en un remanente una vez muertos. Una amalgama de manifestaciones que se dan cita en La casa infernal (Hell House, 1971; La Factoría de las Ideas, col. Solaris Terror, 2003; Minotauro, 2011; Booket, 2013). Siempre que acudamos a su llamada.


El dieciocho de diciembre de 1970 (todos los capítulos del libro son fechas consecutivas, siete en total), el doctor Lionel Barrett, un físico interesado en la parapsicología, es contratado por el anciano millonario Rudolph Deutsch. El encargo consiste en pasar unos días en la Casa Belasco (sic), en Maine (EEUU), en compañía de la médium mental Florence Tanner, de cuarenta y tres años, y el médium físico Benjamin Franklyn Fischer, de 45; único superviviente de la anterior y traumática incursión en la aislada mansión, allá por 1940. Ha llovido desde entonces, pero Deutsch ha adquirido el ajetreado inmueble con el único objeto de saber, ahora que su vida física está llegando a su fin, si la supervivencia post mortem es un hecho que puede confirmar la ciencia, o no. En definitiva, si existe vida después de la vida.

La casa dista dos horas de Manhattan, Nueva York. Lionel decide acudir con su esposa y colaboradora Edith. Mujer insatisfecha por una serie de circunstancias que se detallan en la novela.

Un infierno en la Tierra (21-12-70). Así es descrita la vivienda de Emeric Belasco, hijo de un comerciante de armas norteamericano y una actriz inglesa. De infancia torturada y torturadora. Curiosamente, Lionel sufre de una leve cojera, lo que lo va emparentar con una de las carencias de Emeric Belasco en vida. Lo primero que procede es una inspección ocular de la mansión. El primer choque de energías se da entre escépticos y favorables -no me gusta el término creyentes- a la supervivencia de la vida tras el cuerpo físico. Bien es verdad que entre los asistentes hay quien expresa su fe, pero el conocimiento de esa vida ulterior no ha de ser necesariamente refrendado por una convicción religiosa (que tampoco es un estorbo). Por su parte, Lionel Barrett representa al investigador constreñido en las cuatro paredes de un laboratorio, típico integrante de casi cualquier sociedad paranormal, que confunde racionalismo y objetividad con estrechez de miras e incredulidad apriorística. Hasta su carácter es frío. Barrett confía en la técnica, la ciencia se supedita a ella. Esta puede ser un fiel y útil aliado, pero en consecuencia, Barrett proclama que por fuerza ha de hallar cada explicación dentro de dicho laboratorio. Por eso convierte la casa en uno, con la introducción de sus artefactos, algunos de ellos diseñados por él. Es el cerebral. Pero no el sensitivo. Ese rol corresponde a Florence y Fischer. En algo acierta Barrett, empero, cuando aclara que la parapsicología es una ciencia de lo natural (…) una realidad biológica (íd.). El enfrentamiento teórico entre Florence y Barrett es el núcleo central de la novela. No tanto a un nivel argumentativo, como de fondo.


La característica principal, dentro de este núcleo, es esa falta de cohesión entre los protagonistas. Un grupo desunido, como sucede tantas veces con los seres humanos, cuando confluyen dos o más líneas de pensamiento (con dos es suficiente). Es decir, el conflicto es también entre vivos. El algo pedante y condescendiente Barrett (mucho más que en la película), casa mal con los médiums, pero sirve bien a Richard Matheson para evidenciar ese enfrentamiento entre estos dos polos mentales que en lugar de complementarse se oponen, pero que, con sabio conocimiento de causa, el autor hace que al final converjan, por una cuestión de inteligente supervivencia (aunque para algunos de ellos resulte demasiado tarde). Diría que el doctor no permite a su elemento tierra-aire mezclarse con el agua y el fuego, igualmente fundamentales para poder fluir. Para Barrett, el procedimiento es investigar y ajustar luego los datos a sus teorías previas. El problema es que los fenómenos allí desencadenados no responden a un patrón establecido. Sus impugnaciones pueden ser tan espectaculares como los fenómenos mismos. Como la formación de material ectoplásmico o el encadenamiento de un poltergeist en el comedor de la longeva mansión. ¿Es alguno de los médiums el responsable? Se suceden las manifestaciones una vez que “la casa” ha medido las fuerzas de sus invitados, tal y como advierte Fischer. En una de las paredes de la bodega tanteada por Florence reside parte del misterio. Pero eso no explica que otro de los personajes esté a punto de ahogarse en el pantano adyacente, como inducido por una fuerza que lo arrastra (22-12-70).

Florence asegura no ser una médium física, es decir, de incorporación de otras entidades. Pero los hechos acaecidos dentro de la mansión la contradicen. Se ve forzada a incorporar a un ser desencarnado que dice llamarse Daniel Belasco. Se comprueba que tal persona existió. Pero, ¿realmente es él? Florence se muestra valiente, teniendo en cuenta la inesperada alteración de sus capacidades. Es sensible, como Fisher, pero se va a abrir a las influencias de la casa antes que su compañero, que viene rebotado de su anterior experiencia.

La oscuridad que le esperaba a Florence tenía carácter, personalidad (23-12-70). Entre las habilidades de quien maneja estas energías atormentadas, está la posesión de los animales. Un característico gato negro, en cuya naturaleza ya reside el arte de agredir. ¿Es su intervención violenta algo natural, o producto de la imaginación de Florence, como cree Barrett? Lo cierto es que Florence es la unificadora del grupo, el ser de luz. Pero también es manipulable. Daniel Belasco cobra fuerza con el recuerdo de su hermano David, muerto a los diecisiete años. Resulta curioso, por no decir sangrante, constatar cómo los personajes se enfrentan a las fuerzas de la casa, las produzca quien las produzca, y a sus propios miedos, casi siempre en solitario, por mor de esa desconexión grupal. Pese a los intentos de Florence.


Al poco llega la ansiada máquina del doctor Barrett. La llama el reversor. Como físico, el enigma se circunscribe, huelga decirlo, a un problema físico. A ello lo supedita. Para el científico todo es energía, pero también ésta la reduce a lo conocido y mensurable (íd.). Mientras tanto, su esposa obra por su cuenta y riesgo, para asombro de los demás, Fischer ante todo, y el propio Barrett.

O bien asistimos, en palabras de Florence, a un encantamiento múltiple controlado, o a un control tan omnímodo que es capaz de crear la ilusión de otras muchas entidades. Fischer, que hasta ese momento se ha venido inhibiendo por una cuestión de supervivencia práctica, decide intervenir de forma más activa y entrar en trance. Es mérito por su parte, pues no lo ha hecho en largos años. Los desmanes se suceden de forma artera y disimulada, sea por uno o varios entes. El día de Navidad, veinticuatro de diciembre, será el último que los protagonistas pasen en la vieja casa. En este capítulo-día, Lionel expone, a requerimiento de los demás, y de forma amplia, su teoría sobre la naturaleza parapsicológica y energética, no sobrenatural, que impregna la mansión. Si esta está infestada de forma consciente, con dirección y guía, es que existe vida después de la vida. Si es una mera cuestión de energía sin inteligencia, sino residual, es que no es así. Cómo sea esta energía, positiva o negativa, dependerá en cualquier caso de la naturaleza previa de las almas que le dieron vida.

Así pues, ¿cuál es la naturaleza o fuerza que desencadena tan perturbadores fenómenos? ¿La radiación electromagnética o los muertos? La teoría de Barrett parece poner fin, científicamente hablando, a esta última posibilidad, pero como muy bien acabará descubriendo Fischer, y ya hemos anticipado, ambas vertientes, energía y espiritualismo, se van a complementar. Pues la ciencia también contiene márgenes por los que ha de seguir transitando. Lógica y espiritualidad, Fischer las amalgama. Es él quien cohesiona ambas teorías cuando vuelve a hacer uso de su luz interior, echando mano de sus capacidades como médium, y de la técnica, en forma de las grabaciones en cinta magnetofónica de las distintas sesiones de mediumnidad que Lionel ha venido registrando. Una vez localizada la naturaleza del mal, este puede ser expulsado.


La trama de la novela queda perfectamente condensada en la película, con la lógica supresión de algunos escenarios, como la zona muerta de la sauna y la piscina. O un inmenso salón de baile. De este modo, La leyenda de la mansión del infierno (The Legend of Hell House, Academy Pictures para Twentieth Century Fox, 1973), se erige en una de las más grandes películas sobre casas encantadas de la historia del cine, bajo la dirección del británico John Hough (1941), que venía de realizar la sorprendente, áspera y muy reivindicable Drácula y las mellizas (Twins of Evil, RANK Organisation - HAMMER Films, 1971), y la respetable La isla del tesoro (Treasure Island, National General Pictures para Warner Bros., 1972). Se trata además de una producción ejecutiva de James H. Nicholson (1916-1972), con guión del propio Richard Matheson, que ya había colaborado con el productor en diversas adaptaciones y proyectos orquestados por el irrepetible y admirable Roger Corman (1926). De hecho, volviendo a James H. Nicholson, este fue su último empeño, ya que no llegó a ver la película estrenada (¡o tal vez sí!).

La adaptación por parte del autor cuenta con algunas lógicas alteraciones, curiosas pero sin la mayor relevancia a efectos dramáticos. Junto a esa eliminación de algunos de los escenarios de la novela, que habrían encarecido la producción cinematográfica, se prescinde del matrimonio mayor que, en el libro, proporcionaba cada día comida a los visitantes (hecho de escasa repercusión en la trama). Nada sucede, porque Matheson nos asegura que la despensa está llena, por boca del secretario de Deutsch (Roland Culver), Hanley (Peter Bowles).

A todo ello se añade la concreción narrativa -nunca aligeramiento-, pues está todo en la película. Por ejemplo, la electricidad no da señales de vida en la casa cuando llega el grupo de investigadores. Sí se percibe olor a estancamiento. ¡Qué atmósfera hay aquí!, comenta Florence Tanner (Pamela Franklin) nada más atravesar el umbral. El conflicto con la luz se solventa enseguida, siendo en la novela más extenso (todo un día sin luz, a base de velas), pero la falla con el nuevo generador se ha producido, está igualmente presente.


Por las razones que sea, Edith pasa a llamarse Anne en la adaptación, pero es, de nuevo, una alteración irrelevante. Al contrario de lo que sucede en esta casa, cuyas perturbaciones son morrocotudas. Potenciadas por otros aspectos cinematográficos.

Así, más que de una banda sonora, hemos de hablar de unas tonalidades electrónicas, unos compases ambientales de contenida angustia ancestral, proporcionados por Brian Hodgson (de apellido no menos ancestral en lo sobrenatural, 1938), y Delia Derbyshire (1937-2001). En cuanto a la trama, Matheson sigue su propio modelo. El adusto Lionel Barrett, recibe el encargo que todos conocemos. Es interpretado por un estupendo actor neozelandés, Clive Revill (1930), del que guardo un fenomenal recuerdo por sus caracterizaciones junto a Billy Wilder (1906-2002), e incluso por intervenir en uno de los capítulos de la serie Colombo (Columbo, NBC-ABC para Universal TV, 1968-2003). Es asombrosa la versatilidad que es capaz de evidenciar. Cuando el millonario Deutsch lo convoca, refiriéndose a Tanner comenta que es casi una chiquilla. Es otro cambio sin mayores consecuencias respecto a la novela. Lo cierto es que todos habrán de madurar con esta experiencia hogareña, más allá de la edad biológica.

Se respetan los apartados o epígrafes que estructuran el libro (organizan narrativamente la desorganización material). Me refiero a las fechas y franjas horarias. Si bien se actualizan. Ya no estamos en 1970, sino el año en curso, 1973, habiendo tenido lugar la anterior penetración en la vivienda veinte años atrás, en 1953. Por lo demás, la acción concluirá, al igual que en el libro, el día veinticuatro de diciembre.

Y ya que andamos con cifras, veintisiete muertos fueron hallados en el interior de la casa en 1929. Belasco (aparición especial reservada a Michael Gough), no estaba entre ellos. Sí que se destaca la desapercibida sentencia bíblica de si tu ojo de ofende, dicha en la primera de las sesiones donde Florence se inaugura como médium física, para su desconcierto. En la segunda sesión, Lionel Barrett expone su teoría de la radiación electromagnética. A sus problemas personales con Ann, se añade, por delegación, su dependencia de las máquinas. Ellas componen su máscara de respetabilidad. Y pese a resultar menos magullado que en el libro, su certidumbre final será la misma. Tiene razón Florence al asegurar que la entidad maligna trata de separarnos. Divide y vencerás. Ella cree que se trata del hijo de Belasco, pero cabe la posibilidad de que sea Belasco itself. ¿Cómo dilucidarlo? Bajando las defensas. Ahí radica el principal terror expuesto por Richard Matheson en su libro y en la película: el de exponernos. Lo hacen Florence, Ben Fischer (Roddy McDowall) y Anne Barrett (Gayle Hunnicutt). A su manera, incluso Lionel.


A la dirección precisa de John Hough, de carrera harto interesante, se unen los decorados de Robert Jones (-) y la fotografía de Alan Hume (1924-2010), habitual en el último tramo de películas de James Bond interpretadas por Roger Moore (1927-2017), además de responsable de la fotografía de El retorno del Jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983). Al tratarse de una producción británica, que combina actores ingleses con norteamericanos (y neozelandeses), la trama no se sitúa en Maine (EEUU), sino en alguna de esas afueras neblinosas y boscosas de la campiña británica. El cambio de escenario no altera para nada el desorden del producto.

Y ahora volvamos a la cita del libro con la que encabezábamos este artículo. Imagine que alguien le dice debéis marcharos. No os quiero hacer daño, pero debo hacerlo. Y que ese alguien no está presente en la sala. Al menos, de forma aparente.

¿Y ahora qué? ¿Cuál sería nuestro siguiente paso? Creo intuir cuál sería el mío.



Thor: El mundo oscuro, de Alan Taylor

07 octubre, 2023

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Llevamos siglos narrando las mismas historias con distintos personajes y elementos. Por eso resulta fascinante pensar cómo a veces un narrador da con la clave para cautivarnos con lo que ya conocemos: la batalla entre el bien y el mal, la salvación épica de nuestro mundo gracias a un héroe. Y por eso también resulta fácil caer en lo tópico y en lo anodino, solventar la historia predefinida sin gracia y sin apenas atractivo.

En su fusión con la mitología nórdica, Marvel apostó por cierto continuismo a lo establecido por Kenneth Branagh en la primera entrega de Thor (2011) añadiendo lo acontecido en Los Vengadores (Joss Whedon, 2012) y dejando la dirección a Alan Taylor, más impersonal en su propuesta que la teatralidad y los planos holandeses que ofrecía su predecesor con el personaje. En cierta forma, nos encontramos en Thor: El mundo oscuro (2013) con la entrega menos carismática del personaje, que después atravesaría por un tono más cómico, quizás excesivo, en manos de Taika Waititi a partir de Thor: Ragnarok (2017). Sin embargo, sí se permite expandir los horizontes de su propio universo, permitiéndonos conocer más sobre Asgard y pretende aunar épica, romance y humor, aunque sin lograr brillar en ninguno de los tres aspectos.


El continuismo con Thor lo notamos en la épica con que se enfoca la historia y a los personajes, incluyendo un prólogo en off que cuenta la historia de otro de los reinos nórdicos que estuvo en guerra con Asgard, en esta ocasión, el de los elfos oscuros. De nuevo, el pasado de los asgardianos afecta a su presente, siendo esta una constante en la historia del personaje. En esta ocasión, tras lograr apaciguar los reinos al recuperar el Bifrost y haber detenido a Loki, que queda recluido en prisión, se avecina un acontecimiento único que afecta a todos los reinos: la Convergencia. Gracias a este alineamiento de los reinos, comienzan a aparecer portales que los conectan y que podrían amenazar su estabilidad. En La Tierra será Jane Foster (Natalie Portman) quien comience a investigar los portales, con la fatídica casualidad de viajar al reino de los elfos oscuros y absorber el éter escondido por el padre de Odín. De esta forma, se convertirá en el objetivo de los antagonistas, dispuestos a recuperar este poderoso arma que se encuentra en el interior de Jane.

Sin duda, la ambientación y la aventura pretende ser más espectacular que la anterior entrega, ampliando sus escenarios y siguiendo la estela dejada por Los Vengadores. En ello colabora el recurso de los portales, que permitirán cambiar de localización esporádicamente e incluso creando situaciones cómicas. No obstante, el tramo de mayor impacto tanto en espectáculo como en historia se da en el ataque a Asgard por parte de los elfos oscuros, mientras que la batalla final queda deslavazada y resuelta mediante deus ex machina oportunos. Por su parte, el villano de turno, Malekith (Christopher Eccleston) es completamente plano. A pesar de que su historia trasluce tragedia y venganza, no hay ningún intento por permitirle desarrollo alguno. Es el personaje a derrotar para evitar la destrucción, siendo, por tanto, un fantoche de usar y tirar.


Por contra, la película sí ofrece espacio para el crecimiento de Thor (Chris Hemsworth), su relación con Jane y la evolución y redención de Loki (Tom Hiddleston). En el primer caso, se sigue el rumbo marcado por el inicio del personaje: sigue sin sentirse realmente digno del rol que le han encomendado. A pesar de haberse convertido en un héroe y haber traído la paz a los distintos reinos, no se siente preparado para reinar como sí pretendía aquel bravucón que era en origen. También comienzan para este personaje las pérdidas y el sentido del sacrificio, que serán su leit motiv durante las siguientes entregas. Por ejemplo, su relación con Jane queda reafirmada, pero mientras ve cómo su mundo comienza a derrumbarse tras perder a dos seres queridos. No obstante, serán consecuencias que se desarrollarán posteriormente, no en esta película. En el segundo caso, el personaje de Jane vuelve a ser un recurso para la trama de Thor, pero resulta interesante su integración en el mundo de Asgard, especialmente en la manera en que se relaciona con el resto de personajes. 

En el tercer caso, Loki se erige como un gran antihéroe, rompiendo con el esquema de villano tradicional y siendo un personaje ambiguo, emocional y de gran carisma. En el caso de este personaje, logra crecer en su relación con Thor y también sentirse más cercano por la conexión que mantiene con su madre adoptiva, Frigga (Rene Russo). De nuevo, Loki vuelve a ser lo más destacable en una película de Thor. El resto de personajes quedan bastante desdibujados o caricaturizados en esta película, como los compañeros de Thor, que acabarán por ser cameos en siguientes entregas, el exiguo rol de Heimdall (Idris Elba) o la poca brillantez de un Odín severo e inflexible (Anthony Hopkings), destacando quizás el papel que juega Frigga, como mencionábamos antes. Tampoco los amigos de Jane Foster colaboran adecuadamente en el tono de la película: el doctor Selvig (Stellan Skarsgård) aparece ridiculizado por completo, mientras que Darcy Lewis (Kat Dennings) no es más que un alivio cómico. Provocan cierto desequilibrio, pues si en Thor la gracia se encontraba en el contraste de Thor con las costumbres terrestres, en esta ocasión, simplemente encontramos a dos personajes apayasados con tal de servir de chiste al público.


No es de extrañar que Thor: El mundo oscuro sea considerado una obra menor en su franquicia y una película anodina en su conjunto. Entretiene, qué menos, pero no logra el equilibrio necesario, la épica suficiente o la fuerza que sus elementos podrían otorgarle, a pesar de que tenía recursos para lograrlo al haber contado con más elementos narrativos. Su irregularidad en el tono, la manera en que algunos elementos se toman demasiado en serio pero sin darle un necesario fondo o sentido, así como lo planos que resultan sus personajes, hacen que sea fácilmente olvidable. 

Escrito por Luis J. del Castillo



Para el sábado noche (CXXXII): Chacal, de Frederick Forsyth, y adaptación de Fred Zinnemann

02 octubre, 2023

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Un magnicidio es una cosa muy fea; incluso aunque nos puedan entrar ganas de vez en cuando. El hecho conlleva, además, un elemento simbólico muy marcado. Atacar tamaño cargo público es atacar un país, mostrar su vulnerabilidad. Presidentes de todo tipo y condición han sido abatidos. Emboscados, sin derecho a la menor defensa. Juan Prim (1814-1870), José Canalejas (1854-1912), Eduardo Dato (1856-1921), Antonio Cánovas (1828-1897), Abraham Lincoln (1809-1865), William McKinley (1843-1901), John F. Kennedy (1917-1963), Olof Palme (1927-1986), Rafael Leónidas Trujillo (1891-1961), etc. Sin contar los intentos frustrados contra Gerald Ford (1913-2006), Ronald Reagan (1911-2004), o el propio Juan Pablo II (1920-2005). Pese a todo, los preparativos de un magnicidio pueden resultar fascinantes. Como casi todo lo relacionado con la parte oscura del ser humano. Un componente narrativo de primer orden.


En este sentido, uno de los mejores libros de suspense que recuerdo haber leído, es Chacal (The Day of the Jackal, 1971; G.P., 1972, Orbis, 1985, DeBolsillo, 2004), en traducción de Ramón Hernández (-), cuya relectura me ha reafirmado en mis pretéritas impresiones. Está dividido en tres cuerpos narrativos consecutivos. Anatomía de una conjura, anatomía de una cacería, y como en la película de Otto Preminger (1905-1986), anatomía de un asesinato.

Existe un proverbial resquemor contra el general y presidente de la República Francesa Charles De Gaulle (1890-1970), por una pequeña parte de la población del país galo, capitalizada por el coronel Jean Marie Bastien-Thiry (continuamos con los nombres y acontecimientos verídicos; 1927-1963). Para el que, el mandatario había traicionado a la nación al ceder Argelia a los nacionalistas (capítulo I). A partir de ahí se conformó la Organización clandestina y terrorista del Ejército Secreto, conocida por OAS, que había jurado matar a De Gaulle y derrocar su gobierno.

Cabe destacar la minuciosa y absorbente descripción de los distintos entramados organizativos; cómo operan los extremistas, y cómo está dispuesto el Servicio de Inteligencia Francés. Cuando las actividades de la OAS cobran una mayor virulencia y brutalidad, el director de la SDECE (Servicio de Documentación y Espionaje), el general Eugène Guibaud (comienzan los nombres supuestos), contrataca con sus hombres bien adiestrados, algunos de ellos infiltrados con mucho riesgo en la OAS.

Los paralelismos con determinado partido político de la actualidad política española son sorprendentes. Su implicación con un grupo terrorista reconvertido a la política, resultan escalofriantes. Ex ministros y ex militares, y otros cargos públicos de los que predican el bien común, están implicados en la trama criminal. Mientras evidencian su sibilino y retorcido punto de vista en los medios, a modo de acercamientos y diálogo. Pero el autor de la novela, el británico Frederick Forsyth (1938), es muy listo al desasirse conforme avanza la trama de esta tupida red de conexiones y desconexiones, que parece no tener fin, focalizando el peligro en un solo hombre, de apelativo Chacal. Último intento de la OAS para asesinar al General, antes de morir asfixiados por la infiltración policial (y sin vistas a que ningún gobierno les proporcione oxígeno).

Imágenes de la película

Antoine Argoud (de la OAS) dispuso para el ex ministro de Asuntos Interiores Georges Bidault una serie de entrevistas con las principales redes periodísticas y de corresponsales (las actuales prensa y redes), en las cuales el viejo político cubrió con una capa de respetabilidad las actividades menos aceptables de los duros de la OAS. Prosigue. El éxito de la operación propagandística de Bidault inspirada por Argoud, alarmó al gobierno francés tanto como las tácticas terroristas y la oleada de bombas de plástico que estallaban en los cines y cafés de toda Francia (íd.). A los que tenemos cierta edad esto nos suena muchísimo, fuera de las fronteras de Francia. El coronel Marc Rodin sustituye a Argoud, apresado por el Servicio de Acción de la SDECE en Alemania, como nuevo jefe de operaciones de la OAS.

Sentía Marc Rodin odio mortal contra los políticos (II). El perfil de este personaje es distinto al de otros dirigentes terroristas; más complejo, y está muy bien expuesto. Su historial histórico y emocional, diríamos. El lector lamenta que un hombre de natural leal y brillante se acabe convirtiendo en un fanático. Lo que deriva en su encuentro con el mercenario inglés de nombre Chacal en Viena. De ojos transparentes, fríos y sin expresión (íd.). La primera víctima no mortal del inglés, pues la otra ya está fijada, atiende al robo del pasaporte de un sacerdote danés (en la película un maestro de escuela), en pleno Aeropuerto de Londres. Junto al de otros estudiantes de vacaciones en Inglaterra (III). La ejecución del Chacal es siempre sibilina y desapercibida.

Paul Goossens, héroe de la Resistencia y proveedor clandestino de armas, le abastece. Como es lo preceptivo, las apariencias engañan por defecto y el fanatismo se reviste de moral. Una lealtad mal entendida. Chacal encarga los servicios de otro falsificador de documentos belga. Entre tanto, el coronel Rolland, jefe del Servicio de Acción de la SDECE, se pone en marcha, sucediéndose todas estas acciones en paralelo (IV), magníficamente contrapuestas por Forsyth.


Otros personajes vienen a enriquecer la trama. De hecho, aún no hemos llegado hasta el antagonista principal de Chacal. Inspeccionando los escenarios de París, uno de los oficiales pertenecientes a la junta de gobierno, el coronel Raoul Saint-Claire, entra en contacto con la esteticista Jacqueline Dumas, de veintiséis años, lastrada por la muerte de su hermano y su novio en Argelia (V). Para obtener la primera pista contra el tirador profesional, la SDECE organiza un ardid con el guardaespaldas polaco y ex legionario Viktor Kowalski, al servicio de Rodin (VI). Trato de resumir todo lo posible, pues la concurrencia de personajes es grande, pero necesaria para no perder el hilo, sin desvelar más de lo aconsejable. Tras probar el fusil en un bosque de la zona belga de Las Ardenas, Chacal inicia un periplo que lo lleva hasta Londres (VII), Milán (XII) y Génova (IV, XII), y que por fuerza ha de acabar en París con una muerte. De la confesión de Kowalski se descuelgan algunas palabras inconexas que, pese a todo, sirven al coronel Rolland para elaborar un intranquilizador informe preliminar (VIII), que desemboca en el encuentro del Ministro del Interior Roger Frey con el jefe del Cuerpo de Seguridad personal de De Gaulle, el comisario Jean Ducret. El Presidente no da su brazo a torcer, no acepta ningún chantaje ni alteración de su rutina pública. Una cuestión de honor. El comisario jefe Bouvier propone entonces a su colega, el comisario de homicidios Claude Lebel, como responsable de llevar a cabo la investigación. Él va a ser el elegido para la captura de Chacal. Una coordinación monumental de las fuerzas del orden no solo francesas, sino de los países presuntamente implicados (IX). Se pone al corriente a Lebel, trabajador metódico que odiaba la publicidad, y personaje que de nuevo queda bien descrito por el autor bajo su apariencia sencilla, carente de pretenciosidad, y sumamente eficaz. Diez años como detective de la Brigada Criminal de la famosa policía judicial de Francia lo avalan. Su principal ayuda será el joven inspector de homicidios Lucien Caron (X). Por su parte, Jacqueline, convertida ya en amante de Saint-Claire, va dando parte del desenmascaramiento de la conjura. La carrera contra reloj no es solo entre Chacal y su encargo, sino entre la policía y la informadora. 

Este coronel Saint-Claire es otra de las perlas idiosincráticas de Forsyth. Se trata de un personaje jactancioso y receloso del resto del gabinete presidencial. No estima en nada a Lebel (XI). Entre tanto, prosiguen las pesquisas en Londres, donde el inspector Anthony Mallinson y su súper intendente Bryn Thomas son un ejemplo de la buena coordinación entre países. Lo que conlleva horas de búsqueda en archivos, recientes o polvorientos. Thomas recibe la ayuda de su amigo Barry Lloyd, del MI6 (Servicio Secreto de Inteligencia), al situar a Chacal en el escenario de la muerte del presidente de República Dominicana, Trujillo (XIII). Mientras Chacal pasa de contrabando las distintas piezas de su fusil especial por la aduana francesa, Thomas se entrevista con el Primer Ministro, por aquellas fechas, Maurice Harold McMillan (1894-1986), en Downing Street. Se averigua el nombre falso con que viaja Chacal, único pasaporte expedido a un difunto (un niño fallecido a los dos años y medio en un accidente de tráfico) (XV), que entra en contacto con madame Colette de la Chalonniére, la baronne, en un hotel de Gap (Francia) (XVI). El cerco se va estrechando, al punto que Lebel se sentía más cerca de aquel hombre que de los políticos que le rodeaban (XVII). Chacal adopta la identidad de un estudiante americano, pero será su aproximación a Jules Bernard en un bar gay de París, la que le proporcione un refugio hasta el día del asesinato. Ese día, adopta la identidad del ex combatiente André Martin, un veterano de la II Guerra Mundial, con condecoraciones y todo (XX). El “beso de la muerte” quedará sellado la jornada en que De Gaulle asista a los actos del Día de la Liberación (XXI).


La adaptación cinematográfica Chacal (The Day of the Jackal, Paramount Pictures, 1973), transcrita por Kenneth Ross (-), comienza con la emboscada fallida a De Gaulle que da inicio a la novela, y se sitúa un año antes de la acción principal del libro. El del general es probablemente uno de los cargos públicos más amenazados de la Tierra. Es esta una secuencia casi muda, es decir, estrictamente cinematográfica, que ejemplifica la habilidad del realizador de origen polaco y educación vienesa, afincado en EEUU, Fred Zinnemann (1907-1997). En ella también se hace hincapié en el proverbial menosprecio de De Gaulle por su protección personal, pues para él obrar de otra manera es falta de confianza y gallardía. Su enemigo acérrimo, el coronel Rodin (Eric Porter), no desaprovecha la circunstancia. No somos terroristas, somos patriotas, asegura (como muchos terroristas). En Chacal, todo lo que es necesario ser contado con la cámara, es decir, con el cine, no es preciso rubricarlo con ningún diálogo o voz en off, salvo en una breve concentración de datos iniciales. Es una de las particularidades de Zinnemann en su extraordinaria adaptación. He ahí la diferencia entre un gran director, y un director eminentemente tecnológico, de los que tanto abundan en la rugosa actualidad. Los dinámicos prolegómenos son refrendados por una puesta en escena y montaje ágiles.

A esta vertiente netamente cinematográfica se suma la imagen de Chacal ante un panel de tráfico que señala la encrucijada París-Italia, cuando está pensando que camino (vital) tomar. También la que muestra al comisario Lebel (Michael Lonsdale) caminando entre el gentío el Día de la Liberación en la capital francesa, como último recurso a su intuitivo olfato. Pasando de la organización policial grupal desplegada hasta ese momento, a la relativa soledad de las pobladas calles de París; por los distintos actos de tan señalado día. Un trabajo que culmina a pie de calle, tras la ardua investigación entre cuatro paredes. Así mismo, destaca su imagen charlando con el gendarme (Philippe Leotard) que le proporciona la pista final. Otro momento espléndido en una película que no carece precisamente de ellos, en idéntico procedimiento al empleado por Alfred Hitchcock (1899-1980) en Topaz (íd., Universal, 1969).


Pero antes del desenlace, resta hacer tiempo hasta el advenimiento del “Día D”, en los lugares más apartados posible. Por ejemplo, un hotel de montaña, en compañía de la insatisfecha señora Colette Chalonnière (Delphine Seyrig), mientras la búsqueda infatigable va dando sus frutos (un cerco entre los amantes ocasionales, y entre el asesino y sus buscadores).

Se respetan las líneas argumentales del libro, sintetizándolas: el contacto con la OAS del maestro Valmy (François Valorbe) –lo que está lleno de inquietantes sugerencias-, y el apresamiento de Viktor Kowalski, aquí rebautizado Wolenski (Jean Martin). El ardid de las alfombras para apresar a Wolenski es el que en la novela se emplea para atrapar al coronel Argoud. Toda la fascinadora tensión de la visita al armero belga (Cyril Cusack) y el falsificador de documentos genovés (Ronald Pickup), se trasladan a la película. El principal cambio respecto a la versión original recae en el propio Chacal (Edward Fox), menos adusto y más simpático en la adaptación. Más encantador, menos frío, aunque no por ello menos despiadado. Creo que es un acierto. Ambas vertientes me agradan, la del libro y la de la película. La cooperante terrorista Jacqueline pasa a llamarse Denise (Olga Georges-Picot). Ahora bien, el segundo cambio más significativo no proviene del trueque de ningún nombre, sino, una vez más, de la naturaleza del oficial que se le asigna a Denise, aquel al que se pide que entre en contacto, el coronel Saint-Claire (Barrie Ingham). Este personaje, de breve aparición pero capital desenvolvimiento, es descrito de forma más humana y, por lo tanto, vulnerable, en la película. Digno de lástima, incluso. Mucho menos pagado de sí mismo que en la novela. Pese a su posición dominante como eslabón más fuerte en la cadena de mando, es en puridad, el más débil, como quedará demostrado. Pero esto convierte al (fugaz) personaje de la película en alguien más digno. Otro cambio, nada trascendente, pero sí interesante de constatar, estriba en el hecho de que, en la película, Chacal acude a las posesiones de la baronesa estando ella al tanto de que está siendo buscado por la policía, lo que proporciona un suspense adicional a lo descrito en la novela. La necesidad de compañía por parte de la mujer se hace más evidente, carnal y anímicamente hablando. La ejecución por parte de Zinnemann conlleva, además, una salida menos dramática y más airosa de la mansión de Colette (por la puerta, cuando los empleados aún duermen, en lugar de por la ventana). Pero como digo, ninguno de estos factores altera el orden. El bar gay del libro es sustituido por una sauna. Ello le procura el consabido refugio a Chacal, mientras aguarda sus últimos días en París.


A lo largo de la película, Fred Zinnemann ejerce todo su dominio para desplegar el organigrama de informaciones cruzadas y pesquisas ejecutadas, con brío y sin descanso. El coronel Rolland (Michel Aucalir), el comisario inglés Mallinson (Donald Sinden) y, por último, el abnegado comisario capaz de dar una lección a todos, Lebel, espléndidamente encarnado por Michael Lonsdale (1931-2020), promueven todo un trabajo de equipo policiaco mutuo, que incluye a motoristas mensajeros. Una puesta en escena que lega imágenes, nuevamente sin palabras, tan certeras como la de la joven y perdida Denise viendo desaparecer por las llamas las cartas y fotografía de su novio, muerto en combate en Argelia; en definitiva, toda su vida anterior, ya que no pueden quedar pruebas. Cuántas buenas disposiciones han quedado torcidas en nombre de la utopía más holística y descabellada. En otra certera imagen, Fred Zinnemann muestra la aduana que registra a todos los rubios que acceden a suelo francés, puesto que aún no se conoce la identidad con que viaja Chacal (Oliver Duggan). Quisiera remarcar, por último, que, junto a su contemplación en versión original, el excelente doblaje de la película al español procura todo un festival de voces, para los que amamos y reconocemos tan familiares y enriquecedoras aportaciones.



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