Es una peculiar
y agradable sensación la de comprobar cómo se han convertido en clásicas muchas
de las manifestaciones culturales con las que disfrutábamos de pequeños.
Cuando Steven Spielberg (1946) acometió la filmación de En busca del arca perdida (Raiders of the Lost
Ark, Paramount, 1981), firmó por otras dos películas, ya que el productor
George Lucas (1944) tenía desde el principio la intención de emprender una nueva
trilogía, al estilo de la que, en aquellas fechas, estaba a punto de
completarse con El retorno del Jedi (Return of
the Jedi, Richard Marquand, 1983). La primera consecuencia fue Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom,
Paramount, 1984), una de las películas de acción y aventuras más señeras de la
década de los ochenta. Una década clásica.
En esta
ocasión, el monte Paramount se materializa en un gong. Anuncia un tema musical
de Cole Porter (1891-1964), Anything Goes
(1934), cantado en chino. Un simpático guiño, estamos en Shanghái, en 1935, un
año antes de los sucesos acaecidos en En
busca del arca perdida. La intérprete de esta multicultural traslación es
la cantante de variedades norteamericana Willie Scott (Kate Kapshaw). Y el
local, un elegante salón restaurante, mezcla de estilos streamline y art decó, el
luminoso lugar de encuentro para mercaderes, turistas y ociosos. Con este
comienzo, rinde Steven Spielberg un homenaje al género musical, engalanado por
excelencia, además de abrir la narración de forma visualmente elegante y
espectacular. Los arreglos orquestales de John Williams (1932) envuelven el
conjunto con rotunda majestad. La suya es una riquísima partitura que puntúa
tanto los pasajes de acción como los introspectivos y de transición. De esta
manera, es imposible que pueda haber momentos
muertos.
Al bullicioso
establecimiento, impregnado del embrujo de Shanghái, llega el arqueólogo y
aventurero Henry Indiana Jones Jr.
(Harrison Ford), para hacer una transacción con el botellín que contiene los
restos de Nurachi, el primer emperador de
la dinastía Manchú. El comprador es el empresario y estraperlista Lao Che (Roy
Chiao). En la subsiguiente escena del canje, intervendrán un diamante bastante apetecible
y el no menos deseable antídoto de un veneno.
La salida
del local es precipitada, y eso que los problemas solo acaban de empezar. Por
suerte para Indiana, se ha buscado un
ayudante, un espabilado joven de las calles de la ciudad, Tapón (Short Round, Ke
Huy Quan). Poco más sabemos acerca de la procedencia del muchacho. Steven Spielberg
sabe que casi siempre es mejor imaginar.
A Tapón e Indiana se une Willie en -como le suele suceder al protagonista- una
huida semi improvisada. Cualquier cosa es mejor que sucumbir ante Lao Che. ¡O
casi! De China se trasladan por avión hasta la India, y el despeluchado grupo recala
en un poblado que ha sido arrasado por la hambruna, las epidemias, la sequía y
un incendio. Un extraño encadenamiento de circunstancias que los nativos
achacan a la desaparición de su piedra sagrada. Una de las cinco piedras del
sacerdote Shankara, las cuales refulgen cuando se las junta, debido a las gemas
que contienen. Aunque para los lugareños, lo más precioso estriba en lo
espiritual. El símbolo mágico ha sido sustraído por otro sacerdote de polo opuesto
al original; es decir, negativo: Mola Ram (Amrish Puri).
La idea de Indiana es regresar por Delhi, pero los
jefes del poblado le piden que se detenga en Bangkok. En concreto, en el
palacio real, donde ha retomado el gobierno un nuevo maharajá, Salim-Sighn (Raj
Sighn). Por eso Shiva te ha traído aquí,
insiste el jefe del poblado y chamán (D. R. Nanayakkara). Lo que finalmente
mueve al arqueólogo a intervenir es el regreso de uno de los chicos fugados del
templo anexo al palacio, y el fragmento de un pictograma en sánscrito, que éste
porta consigo. Se dice que las dos últimas piedras se hallan escondidas en las
catacumbas de dicho templo.
Una vez en
las inmediaciones de Bangkok, se da la circunstancia de que aquella también ha
sido tierra de una secta de estranguladores, los togui (thugs; a los que Terence Fisher [1904-1980] dedicó una reivindicable película,
Los estranguladores de Bombay [The Stranglers of Bombay, Columbia
Pictures, 1959]). De ellos también se dice que oficiaban sacrificios humanos a
la diosa Kali. Dentro de esta cosmogonía, Indiana
Jones se enfrenta, así mismo, con dos asesinos invisibles e implacables, que
entroncan con el poder sagrado que contenía el Arca. En este caso, se trata de un
bebedizo capaz de anular la voluntad mental, y el vudú, capaz de controlar y
mermar la capacidad física. Si a ello sumamos los antedichos objetos con
propiedades mágicas, todo este marco proporciona elementos sustantivos del género
histórico y de terror. A los que se añaden, de manera coherente, y merced al
guión de Willard Huyck (1945) y Gloria Katz (1942-2018), en torno al relato
propuesto por George Lucas, otros componentes de comedia, prototípicos de la guerra de los sexos, es decir, del yin y yang masculino y femenino; el humor con las distintas costumbres
culinarias, y la presencia de una serie de bichos foráneos y poco tranquilizadores.
Por cierto
que Willard Huyck fue el guionista de American
Graffiti (íd., George Lucas,
1973) y Los aventureros del Lucky Lady
(Lucky Lady, Stanley Donen, 1975), además de la simpática comedia La mejor defensa, el ataque (Best
Defense, Paramount, 1983), entre otras. Junto a su esposa Gloria,
emprendieron al alimón la interesante
El mesías del mal (Messiah of Evil, ICF,
1973).
En el
palacio de Bangkok, los tres viajeros entablan relación con el nuevo maharajá,
su primer ministro, Chattar Lal (Rushan Seth), y el capitán Blumburt (Philip
Stone), garante del orden militar bajo dominio británico. La India dejó de ser un
protectorado y colonia inglesa en 1947.
Lo que se
pretende en el templo, comunicado no por azar con el palacio, por una serie de
sinuosidades diplomáticas y pasadizos secretos, es el cambio de un dios por
otro. Imponer a la encarnizada diosa Kali, en lugar del más benevolente Shiva,
valiéndose de la inocencia del nuevo maharajá (otra víctima infantil). Algo
parecido a lo que sucedió con el advenimiento de Amenofis IV,
Akenatón (1372-1336 a. C.), en
Egipto, cuando el dios ancestral Amón, expresión del poder divino del sol, dio
paso a otra forma de entender el disco solar con Atón. Lo que provocó una
sangrienta revolución, en la que el principal perjudicado de cara a la
restauración fue otro joven, Tutankamón (1342-1325 a. C.).
Todo esto, comedia,
historia, terror, queda enmarcado en el agradecido género de las aventuras
exóticas. Género dúctil por excelencia, capaz de compendiarlo todo, y por eso
mismo, tan difícil de apresar.
Lejos de
apabullar digitalmente, la década de los ochenta se caracterizó por saber
buscar un equilibrio entre lo artesanal y lo digital (se diga lo que se diga de
la aplicación digital tras el boom de
los años noventa, estos efectos, y las narrativas supeditadas a los mismos, han
envejecido peor). Respecto a Indiana
Jones y el templo maldito, y al igual que sucedía en En busca del arca perdida, las escenas de acción están
perfectamente calibradas y orquestadas, visual y musicalmente. Como la
persecución por las calles de Shanghái, la accidentada arribada a la India, la lucha
con dos gigantones fornidos (Mellan Mitchell y Pat Roach), la espléndida huida del templo en vagoneta, valiéndose
de los inagotables raíles de una mina, y otras situaciones in extremis. Causalidades que todo héroe protagonista que sea
(a)preciado ha de saber sortear. Formando parte de este mundo de aventuras, no
podemos olvidar el aspecto emotivo, melodramático, en su acepción más pura, que
se dinamiza en el regreso al hogar de los muchachos retenidos.
Como
curiosidad narrativa, toda la acción de la película se concentra en un par de días.
Lo que confiere una agilidad muy acentuada al relato.
El caso es
que cuando yo era un niño y adolescente en los años ochenta, me pasaba el santo día en bicicleta. Dibujaba historietas
y me imaginaba películas. Las ponía en escena con los clicks de Playmobil y las grababa en video.
El mundo de
la adolescencia de propios y no tan extraños (Spielberg), está presente y sirve
de arranque a Indiana Jones y la última
cruzada (Indiana Jones and the Last
Crusade, Paramount, 1989). Nos hallamos en tierra de promisión de
aventuras. Utah (EEUU),
1912, el año que se hundió el Titanic, pero
emergió Indiana Jones. Su primer escarceo
lo tiene estando de excusión scout,
con unos saqueadores (raiders) de
tumbas. En concreto, de la Cruz de Coronado, una reliquia hispánica. Esto ofrece
a Spielberg y a su guionista, Jeffrey Boam (1946-2000), responsable de los
libretos, entre otros, de La zona muerta
(The Dead Zone, David Cronnenberg, 1983), El chip prodigioso (Innerspace,
Joe Dante, 1987), y en parte, Jóvenes ocultos (The Lost Boys, Joel Schumacher, 1987), la posibilidad de establecer
el origen de dos parámetros bien asentados en el protagonista. En primer lugar,
el respeto de Indiana por los objetos
arqueológicos y su alergia al comercio ilegal. Respecto a la pieza en cuestión,
comenta que debería estar en un museo.
Su interés en la arqueología es su ética. Y en segundo lugar, su capacidad
improvisadora. A la pregunta de un compañero de ahora qué vas a hacer, Indiana
contesta que ya pensaré algo.
En este
sentido, y como es habitual para Steven Spielberg, bien imbuido de los
clásicos, las secuencias de acción siguen estando limpiamente ejecutadas; es
decir, de forma clara en lo visual, además de divertida. La secuencia de apertura
es un ejemplo primordial. Desde la entrada y salida de la mina en la que actúan
los saqueadores, hasta la persecución que enlaza con la característica velocidad
del cine mudo, en un tren que contiene toda la parafernalia –ilusionismo mezclado
con realismo- de un circo. Un triple salto inmortal.
Y ya que
andamos con tripletes. Existe un tercer parámetro en este segmento inicial.
Todo un símbolo. El origen del látigo y de la cicatriz que desde entonces van a
acompañar y distinguir al protagonista. Diversión y calidad a la que no es
ajena un modelo a seguir. El citado arqueólogo con visos de saqueador (Richard
Young), en la acción de la película, y fuera de esta, Charlton Heston (1923-2008)
en El secreto de los incas (The Secret of the Incas, Jerry Hopper,
1954) y El despertar (The Awakening,
Mike Newell, 1980).
Las
influencias no acaban aquí. Indiana
Jones se hace acompañar en este relato de su disciplinado y obsesivo padre,
Henry Jones Sr. (el gran Sean Connery). Persona que vive inmersa en los libros.
La historia, que parte de George Lucas y Menno Meyjes (1954), cobra forma con
el guión de Boam, que contiene ese tipo de excelentes diálogos, de orden
clásico igualmente, que uno gustaba de aprenderse. Otros nombres que ya forman
parte de la reciente historia del cine, y que no son un programa informático,
son los del director inglés de fotografía Douglas Slocombe (1913-2016), el
montador Michael Kahn (1935), responsables ambos de la trilogía inaugural; el
diseñador de vestuario Anthony Powell (1935-2021), partícipe en las dos últimas
entregas; la nueva composición de John Williams, con el sabio manejo de los leitmotivs, al igual que en los casos
anteriores (el tema del Arca, el templo maldito, Indi, el Grial, los temas amorosos, etc.); y cohesionándolo todo, la
producción del conjunto a cargo de Robert Watts (1938). Haré referencia a algún
otro en lo que resta de artículo.
Tras la
primera aventura adolescente de Indiana,
que le deja marcas en varios sentidos, nos trasladamos a la costa portuguesa, en
1938. Precisamente, para tratar de cicatrizar una de esas heridas, aún abierta.
La recuperación de la citada Cruz de Coronado. Lo que conseguirá con toda la
acción y esplendor de rigor. Y también con el concurso de la casualidad, componente
al que ya aludíamos y que me da la impresión que, de alguna manera, se deriva
de los cómics de Tintín. En muchas ocasiones, el personaje universal creado por
el belga Hergé (1907-1983), es
asistido por la providencia más inesperada (y de nuevo divertida). Justicia
poética frente a la suerte del enano.
Un tipo con estrella más que estrellado. Al fin y al cabo, Indiana Jones ha sido llamado a formar parte de todas y cada una de
sus aventuras, y no para luchar contra
los elementos (que pese a todo le son propicios).
Otro
elemento cargado de interés es el de la incredulidad del protagonista. No hay mapas que lleven a tesoros ocultos,
ni cruces que señalen el lugar de un tesoro, declara Indiana Jones en esta entrega. Es la tercera vez que se muestra
escéptico (y que se equivoca; y no será la última). Su recelo da paso a la
constatación de unos hechos que no puede explicar, pero tampoco suprimir. De la
primera experiencia ya hablé en mi artículo dedicado a En busca del arca perdida. Ahora
comprendes la magia de la piedra que nos has devuelto, le comenta el jefe
de la tribu en la película anterior. A lo que el arqueólogo confirma que ahora comprendo su poder. Las búsquedas
del protagonista son a pesar de sí mismo. Tanto el rastreo del Arca, como la
recuperación de las piedras Shankara o el Grial, son acciones a las que Indiana se ve impelido, incluso forzado,
a intervenir. No es algo que explore por sí mismo, otros factores intervienen y
le pillan en medio. Salvo en los
casos de volver a restituir un objeto específico, de cara a alegrar un museo,
antes de que la pieza desaparezca definitivamente: el ídolo del templo en En busca del arca perdida, donde Indiana aún ha de sufrir una primera
transformación, o la citada Cruz de Coronado. Una cuestión moral. Y pese a que
los resultados derivan a veces en situaciones no planificadas, estos vericuetos
apenas penetrables sirven para que el personaje se enriquezca y fortalezca, sobre
todo psicológicamente. Una estructura que se confirmará en sus siguientes
cometidos. El azar, incluso la predestinación, son elementos no discordantes en
la vida del arqueólogo.
De su
progenitor ha aprendido que la arqueología se hace leyendo y estudiando. De sus
descubrimientos, que hay otras muchas cosas que aún no están escritas (o que si
lo están, conviene tomarlas en consideración). Posee una amplia cultura. Nombra
a Flinders Petrie (1853-1942), el reconocido fundador de la arqueología
científica. Su actitud es algo que va más allá de la pasión por las antigüedades que asegura tener el industrial Walter Donovan
(Julian Glover). Entre el trabajo de campo y el sentido del humor, tal cual demuestra
el segmento en un Berlín infestado de nazis, se va constituyendo el personaje
icónico de Indiana Jones.
Lo cierto
es que cuando se estrenó la película (la vi en el cine Madrigal de Granada), el
humor que destilaba me parecía fuera de tono. Demasiado paródico. Con el tiempo,
he aprendido a apreciarla, allende sus virtudes cinematográficas, que siempre mostró.
El guión no
puede estar mejor urdido ni ser más ventajoso para un entusiasta de la
historia. La sorprendente inscripción sobre piedra arenisca hallada al norte de
Ankara (Turquía), tallada en latín y fechada en el siglo XII,
es la espoleta apenas retardada que conduce a un misterioso templo en el Cañón
de la Media Luna, sito en la localidad de Alejandreta (Siria), en la llamada Ruta
de los Peregrinos (República de Hatay, Siria). El argumento entronca con la
leyenda artúrica y la Biblia. Conozco muy
bien ese cuento para niños, insiste Indiana
en el despacho art decó de Walter
Donovan, magnífica elaboración del decorador inglés Elliot Scott (1915-1993).
Pero si el
Grial es un símbolo de la Cristiandad, también cabe la posibilidad de que se
trate de un receptáculo para la eterna juventud.
De nuevo,
el relato se imbrica en el interés de los nazis por los objetos telúricos, bien
gestionado por los célebres Louis Pauwels (1920-1997) y Jacques Bergier
(1912-1978), en su famoso libro El retorno de los brujos (Le matin des magiciens, 1960; Plaza &
Janés, Otros Mundos, 1965), por citar un trabajo arqueológicamente clásico. Que también hace
hincapié en la parapsicología que centrará la siguiente propuesta fílmica.
Desgraciadamente,
a diferencia de Indiana, los nazis sí
creen. Con objeto de hacer más mal que bien (de ahí la mala fama del esoterismo
en algunos sectores de la información).
En cuanto a
Henry Jones Sr., ha basado su vida en ejercer de profesor de literatura
medieval. La búsqueda del Santo Grial es principalmente suya. El propósito de
su vida, anímica y académica, sin distinción. Ha sido capaz de descifrar el manuscrito
de un fraile franciscano francés, que conduce a una tumba en la ciudad de Venecia,
Italia. La del último caballero templario superviviente, Sir Richard (Robert
Eddison); que según comprobaremos, aún sigue vivo y coleando lo que puede. Lo cual
enlaza con el atractivo culto de los Caballeros Custodios de la Primera
Cruzada. Gentes como Cazin (Kevork Malikyan), cuya misión reverencial, al punto
de dejar la vida en ella si se hace preciso, es preservar el misterio y la ubicación
del objeto sagrado. Forma parte de la hermandad de la Espada Cruciforme, y en
determinado momento de la película, a punto de pasar a formar parte del otro lado, le pregunta a Indiana, ¿por qué busca el Cáliz de Cristo?
Algo más, por
lo tanto, que un mero tesoro o recurso argumental a la hora de narrar un relato
de aventuras. Como habrá ocasión de confirmar, la “iluminación” no es ajena a
George Lucas, aspecto en el que incidiré más tarde.
Este enlace
con los objetos mágicos, confiere a las películas de Indiana Jones una base sólida y un inasible nexo de unión.
Junto al
doctor Jones está Elsa Schneider (Alison Doody), la anterior colaboradora del
padre de este, en el primer intento de búsqueda. El personaje de Henry Jones
Sr. está bien trazado. Según su hijo, es
un ratón de biblioteca que no sirve para trabajo de campo. Mantuvo una
estrecha amistad con Marcus Brody, el director del Museo Arqueológico y posterior
decano de la imaginada Facultad de Letras Marshall, en Washington (Denholm
Elliott), que ahora se implica en los acontecimientos de una forma más directa.
El diario del padre es, sin duda, el eslabón más robusto para retomar las
pesquisas. La búsqueda de lo que hay de
divino en nosotros, como subraya Marcus.
Indiana se ve obligado a
seguir los pasos de su padre, tal y como ha venido haciendo a lo largo de buena
parte de su vida, hasta que ambos caminos divergieron. En esta aventura sucede al
revés, padre e hijo se muestran separados, física y emocionalmente, hasta que
se ven en la tesitura de tener que volver a conectar y convivir. En un entorno mucho
más hostil, dada la tensa situación mundial. Como le dice Walter Donovan a Indiana a lo largo de su -espléndido- primer
encuentro, no se fíe de nadie. Este
tendrá su contra réplica en las palabras del propio Marcus, cuando le advierta
que está jugando con poderes que le es
imposible comprender. Nueva llamada de atención a estar abierto, e ir a la
esencia de lo francamente espiritual, respetando su nobleza.
Debes creer, le previene el padre al hijo cuando se hayan en el umbral de los poderes del Grial. Spielberg ha tenido el acierto de mostrarnos antes un cuadro, en la desvalijada casa de Henry Jones Sr., con la imagen de un cofrade suspendido en el aire, portando el cáliz en la mano. Tras su estancia en Venecia, Indiana y Elsa se dirigen al monumental
Castillo de Bürresheim, en la frontera entre Austria y Alemania (Renania-Palatinado),
bajo el control de herr Vogel (Michael
Byrne). Allí tienen secuestrado al padre del arqueólogo. La estancia y la huida
de la fortaleza componen uno de los segmentos más dinámicos y joviales de la
película. A lo que sigue la visita a Berlín, la subsiguiente escapada en dirigible,
y la magnífica secuencia por las ardorosas arenas del desierto del Estado de
Hatay (Alejandreta, unida a Turquía en 1939), cuya realeza, por cierto, es
comprada por los nazis con los bienes expropiados a los judíos, según queda
expuesto en otra inadvertida pero significativa escena. Por otra parte, la
quema de libros en la capital alemana no es muy diferente a la “cultura” de la
cancelación y corrección política que nos está matando -más que estamos
viviendo-.
Si En busca del arca perdida culmina en un
almacén de flamantes antigüedades, esta lo hace en el templo del Santo Grial,
donde aguadan a los protagonistas las tres pruebas para recuperar el objeto
sagrado, contenidas en las ficticias Crónicas
de San Anselmo (1033-1109). Número tres de nuevo, asentado en la salud, la
riqueza -interior-, y el amor al entendimiento. Tomada sabiamente y en su justa
medida, se nos dice -y demuestra-, que el don de la inmortalidad contenido en
el Grial no puede ir más allá del Gran Sello,
un lugar específico de este templo (de la vida). También la perpetuidad está
sujeta a unas leyes naturales. Todo tiene su límite.
Indiana Jones y la última cruzada
evidencia una vez más la importancia argumental del enlace de dos espacios, no
opuestos, sino complementarios para el protagonista. Al igual que la biblioteca
veneciana de esta película fue antigua iglesia, y contiene los restos del
misterio, así mismo, se contemplan los escenarios de lo conocido y lo desconocido,
la necesidad vital de involucrarse en la aventura total. Aquella que más nos
demanda, física y espiritualmente.
En lo
visual, se vuelve a hacer uso del clásico recurso cinematográfico de mostrar,
en el montaje, las líneas en los mapas que se superponen a las imágenes, y que
van marcando el recorrido viajero del protagonista. Igual de alegórico se
muestra el aire que, en buena racha, devuelve a Indiana Jones su sombrero, tras una ardua “travesía por el
desierto”, jalonada por los tanques del ejército alemán. La película se cierra
con el plano simbólico de los cuatro amigos que han participado en la aventura,
Indiana, Henry Jones Sr., Marcus y
Sallah (John Rhys-Davies), cabalgando juntos como los mosqueteros,
durante los créditos finales.
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal
(Indiana Jones and the Kingdom of the
Crystal Skull, Paramount, 2008) fue y sigue siendo una película minusvalorada.
No estoy de acuerdo con esta apreciación, por mucho que me parezca que los efectos
digitales han mermado su cualidad. No hay nada más triste que un atardecer
falso.
Pero el
resultado, morfológico y semántico, me resulta altamente estimulante. Al igual
que en el caso anterior, arrancamos en suelo norteamericano. Nos hallamos en Nevada
(EEUU), en 1957. Un espacio donde se inserta
el totalitarismo soviético en plena Guerra Fría. Un frío que contrasta con el
ardor del desierto de este estado, convertido en gulag durante el primer
segmento de la película. Este se centra en la incursión a una base de alto
secreto militar, que los que hemos visto En
busca del arca perdida conocemos bien. John Williams enlaza musicalmente
con el tema del Arca. Pero el objeto buscado en esta ocasión es distinto.
Pasamos entonces de una inclusión en este gran almacén, a una extracción del
mismo. A pesar del tiempo transcurrido, y de las vivencias en suelo maravilloso,
lo cierto es que, Indiana Jones parece
nuevamente deslindado del aspecto mágico y misterioso de la existencia, que
tanto le ha acompañado. La situación política no es especialmente inspiradora.
Imagen viva
de ello es el referido almacén, donde se han venido acumulando los secretos y
misterios que la ciencia no ha sabido, por el momento, explicar, y que como
“objetos molestos”, han sido arrinconados. Lejos de la noción popular, y hasta
de las mentes de sus descubridores. Algo parecido al Hangar 18 (íd., James L. Conway, 1980), pero a lo bestia. O sea, el Hangar 51.
En efecto. Los
restos momificados que buscan con ahínco los soviéticos infiltrados en suelo
norteamericano provienen de Roswell (Nuevo
México, EEUU). Los aficionados a la historia de los OVNIS,
como el que suscribe, nos damos perfecta cuenta de que esta alusión contiene
implicaciones muy especiales. El posible castañazo
de una nave alienígena en suelo patrio (terrestre), con posible -en la película
cierto- rescate de cuerpos humanoides. Ahí radica la gracia, para algunos
molesta, del guión propuesto por el competente –también realizador- David Koepp (1963), en torno a una historia, no se
olvide, pergeñada por George Lucas y Jeff Nathanson (1965). Gracia que estriba,
no ya en lo vistoso de la recuperación de tales cuerpos, sino en lo que contienen,
su exoesqueleto. Coronado por una calavera de material transparente, parecida
al cristal, con poderes sobrenaturales. Convertida en deidad americana, post-colombina,
otras copias talladas coexisten, con el aspecto de la que será recuperada en Roswell
siglos después. Toda una avanzadilla en la disposición cronológica de la
historia humana.
Al frente
de estos infiltrados está otro rival a la altura del arqueólogo y explorador en
los márgenes de lo señalado por la historia (esa que enseña en clase). Se trata
del coronel médico Irina Spalko (estupenda Cate Blanchett), de origen ucraniano,
pero impregnada de ideología soviética. El
ojo derecho de Stalin (1878-1953), según se comenta. Junto a este peligroso
poder totalitario del que se rodea, Irina posee capacidades como médium. Sé cosas, y las sé antes que nadie, y lo que
no sé, lo averiguo. Indi se
muestra incrédulo, una vez más, ante esta nueva faceta a la que va a ser
encarado.
Comunistas
y FBI forman una buena combinación
(narrativa). Indiana se ve en la
necesidad de proclamar su lealtad y referir su hoja de servicios ante los
custodios del bien común. Seguimos en terreno arriesgado, aquel en el que se
hace muy difícil poder confiar en otra persona. Las arenas movedizas que están
a punto de tragar al protagonista en un apurado trance de la trama, no son solo
materiales. El traidor George McHale, Mac
(Ray Winstone), se ha perdido en uno de estos flecos crematísticos (los flecos
son la hermana menor de las lianas).
Por su parte, la implicación paranormal de lo militar queda expuesta desde el
momento en que se nos recuerda que el arca perdida está almacenada en ese gran
hangar, e Indiana ha de regresar
allá, maniatado, para iniciar una nueva y trascendental peripecia. Es el
momento de las grandes oleadas de los no identificados. ¿En qué zona se encuentra el
arqueólogo? Probablemente en la de nadie: en la suya. Pero siempre en contacto
directo con las ciencias más ocultas. Si
consideras ciencia a la parapsicología, tal y como esgrime el general Ross
(Alan Dale).
Un clima crispado, en palabras del decano
Charles Stanforth (Jim Broadbent), bien expresado en el libro que después
traeré a colación, pero que se sabe tomar con la debida sorna. Un humor que, en
cualquier caso, no aplaca la innata ira del totalitarismo, cuya amenaza se sabe
disfrazar de salvación. Este procede de la colectivización, a la que se
enfrenta nuestro protagonista con sus mejores armas, la experiencia y el
conocimiento, y la ayuda de muchos de los artilugios puestos en lid. Cuando la histeria alcanza al mundo
académico, creo que es hora de dimitir, añade el decano. Esto se ha venido
aplicando a la persecución de los comunistas, pero no deja de ser curioso, a la
par de lamentable, comprobar cómo las inquinas, represalias y ambientes más viciados,
se pueden dar la vuelta. Cómo los distintos polos se encuentran.
Indiana viaja hasta Nueva York
(EEUU) y Londres (Inglaterra). Tras la pista
de su colega y antiguo amigo Harold Oxley (John Hurt). Con el que hace tiempo
no ha mantenido el contacto. Oxley ha averiguado el paradero de una de estas
llamativas calaveras para llevar a Akator (El Dorado hispánico), ciudad mística
y, por supuesto, perdida en plena Amazonia (América del sur). En concreto, y
como sucedía con el Grial, el enclave está protegido por un grupo de escogidos, la tribu “uga”. El poder de
la leyenda se materializa, de la mano -y mente- de una tecnología muy avanzada,
cuyas posibilidades magnéticas y simbólicas llamaron la atención del
conquistador y explorador español Francisco de Orellana (1511-1546).
Lo que conlleva
algo muy interesante, como averigua nuestro arqueólogo y ha sido recogido por
los ensayos más arrojados. Que las culturas primitivas no lo eran tanto. Por sí
mismas y por la posible ayuda recibida del extranjero
(trece seres yacen en círculo en el correspondiente templo-nave espacial). Un
paso más en la catalogación de los tesoros artísticos contenidos en la Tierra. El
planteamiento no puede ser más sugestivo.
Tampoco
viaja solo Indiana Jones en esta
ocasión. Se le adosa Mutt Williams
(Shia LaBeouf), disruptivo y rebelde, que le ha pedido ayuda para encontrar a
Oxley, su padrastro. Su pose, no exenta de humor, se basa en la figura del
Marlon Brando (1924-2004) de Salvaje
(The Wild One, Lazslo Benedek, 1953).
Al igual que su padre real, un modelo tan verídico y emblemático como
cinematográfico. A vueltas con ese ingenio congraciado con la narrativa,
sobresale la ocurrencia de la urbanización donde se refugia Indi a la desesperada, y que entronca
con el sentido del humor de la saga, elevado a su máxima y sagitariana
(spielberiana) potencia, en la época de las pruebas nucleares; ahora que estoy
leyendo la biografía de Robert Oppenheimer (1904-1967), precisamente. Físico
teórico nuclear al que se cita en Indiana
Jones y el reino de la calavera de cristal. Al contrario que a otros, a mí
este episodio atómico, ni me molestó ni me sacó de contexto: todo lo contrario,
me reí de lo lindo. Spielberg es lo bastante
sagaz como para insertar en la escena un plano de la puerta del frigorífico en
el que se introduce Indiana, en el
que un cartel nos advierte de las ventajas y resistencia de este
electrodoméstico en concreto (for
superior isolation: para un mayor aislamiento). Héroe superviviente hasta
de la bomba atómica, Indiana Jones se
recompone para seguir luchando con otro peligroso enemigo invisible -salvo por
los cadáveres que deja- e inexorable, el colectivismo dictatorial.
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal
es un compendio de los intereses esotéricos de George Lucas. Si quieres ser un buen arqueólogo, sal de la
biblioteca, esgrime Indiana a uno
de sus estudiantes en la biblioteca del campus, tras una motorizada aparición
estelar. Todo está en los libros… y en sus pliegues. El arqueólogo no ha
perdido el afán por la aventura, pero para ello ha aplicado antes sus
conocimientos de la lengua precolombina y de las Líneas de Nazca, los conocidos
geoglifos de Perú.
De este
modo, Indiana Jones descubre que la
expresión cuna de Orellana, también
se refiere a una última morada. Un
cementerio nazca. Y el escondite de la calavera, sita en un habitáculo secreto
donde descansaba uno de los cráneos alargados, el encontrado por Harold Oxley.
Existen varios de estos cráneos, cuyas “burdas” reproducciones replicadas por
los nativos, en recuerdo de sus “dioses”, reposan en el Museo Británico, según
la trama que manejamos. Ya digo que la base del guión es de una riqueza oculta
pero que salta a la vista (habría que hablar de espectadores iniciados). Lo que
no muchos entendieron en el momento del estreno de la película. Las calaveras originales
resultan artefactos perniciosos. Al extremo que a Oxley le han afectado la
mente.
En la
Amazonia se desata una nueva “fiebre del oro”. Auspiciada por el descubrimiento
de esta novedosa arma mental, ideal para sostener una “guerra psicológica”. ¿Por qué se niega a creer lo que ve?, le
pregunta Irina a Jones. No es obra de
seres humanos. La conversación y sucesos en la tienda de campaña amazónica,
es la punta del iceberg de toda esta urdimbre argumental. Ya he señalado que,
como si de una convención se tratara, Indiana
Jones comienza siendo escéptico, hasta que las distintas leyendas que palpa, lo
empapan de realidad, y lo alcanzan (más que lo atrapan). Una realidad
alternativa. Lo cierto es que cada objeto físico de la saga acaba
indefectiblemente conduciendo a la constatación de lo extraordinario. La
calavera abre un canal psíquico, pero como sostiene Irina, no habla a todos. Lo mismo que ocurre con el esoterismo. El control
sobre la mente humana es un caramelo muy goloso para los estamentos
totalitarios. Y no hace falta irse a geografías demasiado lejanas o a
artefactos muy sofisticados; suele bastar con una tribuna y los consabidos
apoyos mediáticos. Entre lo extraterrestre y el escenario de los conquistadores,
ámbitos que parecen fundirse en uno solo, Indiana
Jones escapa de las coartadas históricas más reduccionistas.
En la
mencionada escena de la tienda de campaña, asistimos a la perfecta definición
de lo que es el comunismo. Lo sintetiza Irina Spolkov con sus objetivos para
occidente. Los transformaremos desde
dentro, los convertiremos en nosotros, y lo mejor es que ni siquiera se darán
cuenta. Una vaina ideológica como las que anticipó Donald Siegel (1912-1991). Hacer que los
maestros enseñen la historia verdadera, y que sus soldados nos obedezcan. Pensando por ustedes. La epifanía de
Irina es hechizante y se reviste de cultura. Cita al poeta John Milton
(1606-1674). Su finalidad es una mente colectiva. La fe que Irina achaca que le
falta a Indiana es la del comunismo,
lo colectivo como coartada y forma de pensar. No como espiritualidad. Irina
atiende a una ciencia hermética, en el sentido de estancada y vacía. Como Henry
Jones Sr. advertía acerca de Elsa, en la película previa, nunca comprendió lo que es el Grial (por algo suena el tema del
Grial al final de la presente).
En la
neblina quedan las intenciones originarias de estos seres interdimensionales, como los califica Oxley con conocimiento
de causa, y teoriza la nueva –de mediados del siglo veinte- física cuántica.
Gracias, entre otros, a Oppenheimer.
Y ahora
retomo una cuestión antes anotada. La del aspecto enigmático propuesto desde
las ideas y esbozos que dan paso a los guiones de las películas. Existe un
hecho no muy difundido que nos proporciona una pista acerca de esta
circunstancia, la particular conexión de George Lucas con lo sobrenatural. Se
trata de algo más que una atrayente postura argumental para recubrir los guiones.
En la provechosa serie documental Light
& Magic (íd., Disney-Lucasfilm,
2022), dirigida por Lawrence Kasdan (1949), el realizador de La guerra de las galaxias (Star Wars, Fox,
1977), comenta cómo siendo joven sufrió un aparatoso accidente de tráfico que a
punto estuvo de costarle la vida. Y cómo tras su casi milagrosa recuperación,
sintió que aún permanecía en este mundo por alguna razón concreta (capítulo
II). Ahí lo tenemos. Pese a la desbordante imaginación de
Steven Spielberg, el más “esotérico” e indagador (skywalker) siempre ha sido George Lucas.
En Indiana Jones y el reino de la calavera de
cristal, la música de John Williams resulta más evanescente, y por ello,
más desapercibida. Pero no por eso está menos lograda. Es cierto que no posee
un leitmotiv distintivo, al margen de los ya conocidos, pero aun así se trata
de un buen trabajo. Diría que su objetivo es no desviar la atención del
intrincado argumento. Cuyo núcleo es el eslabón perdido entre culturas
paralelas, egipcios, mayas, nazcas, pascuenses… y “ugas”, sobre los que orbita la
propuesta de que alguien les enseñó. Como confirma esa antesala con objetos de
distintas culturas, a la que antes hacíamos mención. Eran arqueólogos, se sorprende Indiana
Jones al hablar de los visitantes extraterrestres (interdimensionales o no). Su
oro es como el de la alquimia: el auténtico tesoro estriba en el conocimiento,
en la facultad de transformarse a sí mismo. Todo lo demás, el anhelo de
riqueza, incluso la afición desmedida por el saber, o su transferencia descontrolada, son un daño colateral.
No se
olvida Steven Spielberg de “aligerar” tan esotérico equipaje con la debida carga
emocional, y su eficaz y ya ponderado sentido del humor: la serpiente ratonera
que le salva la vida a Indiana, pese
a la repulsión que siente por los ofidios, el reencuentro con el amor de su
vida, Marion Ravenwood (Karen Allen), que reestructura la situación familiar y sentimental
del protagonista, el monte Paramount equiparado a la madriguera de una marmota,
como imagen primera de la película; y la coreografía de las distintas luchas y
persecuciones.
Por mi
parte, y pese a que a los ufólogos más veteranos no les entusiasmaba la
definición, y a Steven Spielberg no le apetecía nada mezclar el género de aventuras con el de ficción, olvidándose de los buenos tiempos, lo cierto es que me encantó ver un platillo
volante sobrevolando las salas de cine una vez más.
Escrito por Javier Comino Aguilera