Otros mundos (XXXI): Existió otra humanidad, de Juan José Benítez

25 febrero, 2023

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Este es el artículo más difícil que he escrito. No me refiero al hecho de la extensión del texto o lo intrincado del tema. Nada de esto me asusta. Me refiero al personaje. Dejé de interesarme por Juan José Benítez (1946) en los años noventa, cuando tuve noticia de un contencioso por plagio con otro ufólogo y algunos periodistas, del que, pese a ser exonerado, creo que parte de razón la tenían los “contendientes”. En cualquier caso, siendo un niño y adolescente interesado por los asuntos “raros” en los años ochenta, lo preceptivo era leer a Juan José Benítez, como a Antonio Ribera (1920-2001), por no salir del ámbito español.
 
J. J. Benítez, como firma el autor sus libros y es conocido por sus fieles seguidores, se considera más un periodista que un escritor. Lo cual dice mucho a favor de su honestidad, pues hasta donde he podido comprobar, su prosa resulta ciertamente funcional, sin aditamentos estilísticos. En numerosas entrevistas, Benítez alude a sus obras como reportajes extensos más que ensayos de historia o investigación. Esto no ha der ser un demérito, aunque el empleo del vocablo periodístico puede llevar a confusión, ya que muchísimos autores han hecho gala de una riqueza literaria considerable en este medio (no obstante, la intención del comentario queda clara). Yo diría que de la escritura de Juan José Benítez llama la atención la inmediatez, más que el apresuramiento. La llaneza y la ausencia de circunloquios discursivos, se piense lo que se piense de los contenidos. El caso es que en Existió otra humanidad (Plaza & Janés, col. Otros Mundos, 1975), el texto está expuesto con la necesaria claridad para ser entendido, y la suficiente fascinación y autoridad para resultar atractivo y llamar la atención acerca de su tesis. En este sentido, Benítez se ha convertido en un autor de referencia, mediático a su pesar (aunque se huya de ello).

Por mi parte, debo confesar que la parte de su trabajo que más me interesa es la que se refiere a los OVNIS y la posibilidad de vida después de la muerte física. Lo relacionado con la figura de Jesús de Nazareth y el pueblo judío, las implicaciones conspirativas, que incluyen el coronavirus, o la obsesiva desconfianza hacia el ámbito militar, me interesa menos. No porque no me atraigan tales asuntos, sino porque suelo buscar información en otras fuentes. Ello no implica que no se puedan y deban contrastar ambas –o cientos de- posturas, en definitiva. Las investigaciones del escritor navarro suelen ser tildadas de pseudo cientifistas y conspirativas, sin el justo y necesario cara a cara. Despreciado con excesiva alegría por quienes tan solo saben buscar la trascendencia en el deporte o la prensa amarilla.

Si una cosa he aprendido con el tiempo es que, razonables o no (razonadas lo son siempre), Benítez tiene todo el derecho a exponer sus teorías.

En lo tocante al meteorito Gog sí espero que se equivoque (él también lo espera).
 

Más que un velo de misterio, un velo de desinformación y desgana informativa cubre los asuntos relacionados con el esoterismo y lo paranormal. De hecho, los que emprendemos tal acción divulgativa, solemos ser motejados de creyentes -hermana mayor de la credulidad-, supersticiosos o conspiranoicos (a veces por desconfiar del estado y sus élites: exactamente lo mismo que hacen muchos de los que ejercen de desacreditadores). Sustitutivos de las religiones existen muchos. La política, sin ir más lejos; el fútbol, y también algunos de los asuntos que en esta sección abordamos. Pero es negar la evidencia que no todos los científicos y profesionales técnicos están cerrados a dichas corrientes ocultas.
 
Hablar de las piedras de Ica es hablar del doctor en medicina y catedrático Javier Cabrera Darquea (1924-2001), y de la población peruana del mismo nombre. Aunque Cabrera no fue el autor de tan sugestivo descubrimiento, sí que fue la persona encargada de atesorar el mayor número de pruebas para su curiosa gliptoteca, o biblioteca lítica, conformada por piedras grabadas a mano, que Benítez, tomando la palabra a Cabrera, equipara con libros, en importancia más que en extensión. Con sus propios ciclos temáticos o capítulos. Rescatadas de la destrucción en algunos casos, de la dispersión geográfica la mayoría de ellos, y de un olvido al que no alcanzamos a poner fecha. Piedras que abordan conocimientos tanto de medicina como de zoología, astronomía, biología y topografía. Lo que no está nada mal. El inconveniente es que, si en efecto, se demostrara que tales piedras son antiguas (el método del carbono 14 queda descartado al no tratarse de elementos orgánicos), las implicaciones son desestabilizadoras en grado sumo. Los humanos o humanoides que figuran en estos documentos pétreos, se nos aparecen a lomos de pájaros con aspecto mecánico, realizando intrincadas operaciones de cirugía, o conviviendo con seres prehistóricos. Una humanidad de la era secundaria (ciento cuarenta millones de años). Algo demasiado traumático para ser tenido siquiera en cuenta. Y ahí reside el dilema. La ciencia debería ocuparse, a un nivel formal, de establecer los distintos estudios y análisis en torno a estos registros entre lo geológico y lo pertinaz, al margen de lo que, en teoría, parezcan representar.
 
Javier Cabrera
Para ello solo bastaría con que, quienes ostentan esta capacidad científica, al servicio de todos los interrogantes, recordaran aquella cita del astrofísico Joseph Allen Hynek (1910-1986) de que a menudo la ciencia del siglo veinte olvida que habrá una ciencia del siglo veintiuno, y aún más una ciencia del siglo treinta. Por no retrotraernos a otra máxima indicada por el gran autor Arthur C. Clarke (1917-2008), al asegurar que cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. ¿Qué pensarían aquellos visitantes de las estrellas, en aquel célebre relato de Clarke llamado Lección de historia (History Lesson, en Expedición a la Tierra, edhasa, 2005), al encontrar por todo resto de los seres humanos las imágenes de una película de WaltDisney (1901-1966)?
 
Una cita del biólogo y médico francés Claude Bernard (1813-1878) precede y corona el contenido de Existió otra humanidad, segundo libro escrito por Benítez, pero primero en ser publicado, con fotografías de Fernando Múgica Goñi (1946-2016). Cuando un hecho se levanta sobre una teoría reinante, prescinde de la teoría aunque la apoyen los hombres más famosos. Credencial que va a acompañar a nuestro autor se diría que a lo largo de todo su recorrido vital y periodístico (aún fuera de la órbita de la prensa). De forma intencionada, he escogido este texto inicial, puede que incluso iniciático, al ser la presente una sección bibliográfica dedicada a lo oculto. Nos interesa conocer los orígenes de cualquier misterio. El volumen, pertenece entonces a la etapa primigenia del prolífico autor. Mezcla de diario personal, relato de misterio en primera persona (de los que los autores victorianos y post victorianos gustaban de compartir en los envidiables dining club), transcripción de entrevistas en forma de diálogos, y documento histórico, Existió otra humanidad continúa siendo un testimonio fascinante y fascinador.

Biblioteca lítica
Tras una primera toma de contacto sobre la cuestión palpitante (capítulo I), sobrevienen los grabados con la presencia del hombre, u homínido, junto a los antedichos animales prehistóricos (II), fotografías de huellas y utensilios humanos al lado de fósiles de dinosaurios (IV), el procedimiento por datación del Carbono 14 (V), el llamativo Manto de Paracas y el dictamen de la Universidad de Bonn, favorable a la antigüedad de las piedras halladas en Ica (piedras “Manco” para los cronistas de Indias) (VI), la representación del cometa Kohoutek, que volvió a visitarnos en 1973, y la respuesta del Observatorio de París (aquella piedra venía a trastocar, a desequilibrar, todos mis esquemas mentales; VII), los grabados de los antiguos continentes (cada uno de ellos tiene perfectamente señalado el tipo de raza que lo poblaba; VIII), el controvertido asunto de los “pájaros mecánicos”, la insoslayable presencia de los mapas del almirante y cartógrafo Piri Reis (1465-1554), más la relación de los gliptolitos con las Líneas de Nazca (IX), las implicaciones de un legado en piedra por el que las Pirámides de la meseta de Guiza servían para captar y transformar la energía electromagnética (X), la no menos espinosa cuestión de los grabados con distintos trasplantes (XI), el conocimiento de los gliptolitos por parte de los incas (XII), el sustancioso capítulo dedicado al desdén de los arqueólogos oficiales (XIII), y finalmente, el censo de las piedras (XIV).

Una cantidad ingente de información que deja claro que, al margen de lo que signifiquen tales piedras, no se pueden suprimir de un plumazo. La cadena de televisión BBC informaba en octubre de 2021 de las huellas de Trachilos, Creta (Grecia), halladas en 2002, como de costumbre por accidente, que desafían la línea de tiempo aceptada para los orígenes de la humanidad. Han sido datadas en el mioceno tardío (que concluyó hace cinco millones de años).
 
Cabrera y Benítez, en visitas posteriores
Por supuesto que el contenido gráfico de los gliptolitos de Ica es, en muchos sentidos, ideográfico. Más simbólico que literal. En dibujos asequibles para nosotros, los lógicos destinatarios. A pesar de ello, lo expuesto resulta lo suficientemente estimulante como para ser motivo de atención, como en su día advirtió el ex rector y arquitecto Santiago Agurto Calvo (1921-2010). Algo que, por desgracia no ha sucedido aún por parte de un desdeñoso de antemano sector de la ciencia. Los altorrelieves -en piedras más gruesas- señalan conocimientos más decisivos que los simples grabados (III).
 
Pues sí, partimos de cálculos equivocados. Los de creer que el origen de nuestra especie está férreamente determinado. A las conjeturas teóricas se unen hallazgos materiales inestables, solo que algunos de ellos se han revestido de un incontestable hálito científico. De rotunda inmodestia. Ya vislumbro a los ceñudos escépticos torciendo el gesto. Estas piedras son todo un festín para los ávidos de información wikipédica que se centra en lo fraudulento. Espacios donde se hace mención a unos documentales de la BBC en los que se da la autoría de los cantos grabados al campesino (cholito) Basilio Uchuya (1935-2003). Algo contestado ya por Fernando Jiménez del Oso (1941-2005) en 1979, en su espacio Más allá (programas El misterio de Ica y Encrucijada).

Esto se ha convertido en algo habitual. Repetir los mismos tópicos y lugares comunes de hace cincuenta años. Lo cual tiene mérito en 2023. No haber aprendido nada. Pero es el periodismo que hay, en mayor o menor medida. Desde 1974 se sabía que Basilio Uchuya y algunos más (prácticamente analfabetos), habían declarado la fabricación de las Piedras de Ica para evitar la prisión, por tráfico de objetos arqueológicos (el propio Fernando Jiménez del Oso me confirmó personalmente este extremo en 2002). Lo que demuestra que el aprendizaje sigue siendo algo particularísimo e interior, difícilmente transferible, por mucho que vivamos en la era de la comunicación.
 
Benítez y Uchuya, en visitas posteriores
El origen de las piedras apunta al yacimiento del desierto de Ocucaje, limítrofe con Ica. Un enclave, treinta y cinco kilómetros al sur de esta población.

Entre tanto se resuelve, científicamente, el misterio -y tantos otros-, los detractores o escépticos, ajenos a cualquier investigación, siguen disfrutando llamando a las piedras pedruscos (los OVNIS, cosa psicodélica), amparados en un interés de la comunidad científica que hasta ahora ha sido escaso (ha habido excepciones). Al extremo de llegar a emplear las siglas del escritor, también correspondientes a otras personas, con el objetivo de elaborar un blog satírico.

Siempre ha sido más fácil burlarse que tomarse la molestia de investigar, aunque nuestras conclusiones sean, si no desacertadas, inexactas. Y por otra parte, quién nos dice que la paleontología y arqueología hayan tenido su última palabra. Deducción a la que, como buen virgo, Benítez se aferra (la otra posibilidad del signo es cerrarse en redondo). Lo cierto es que, queramos o no, con Juan José Benítez, siempre nos sentimos virgorizados.
 
Pero se me ocurrió otra idea. Tras leer el libro, publicado en 1975, como queda reseñado, sentí la necesidad de averiguar en qué estado se encontraba la cuestión en la actualidad. El blog de Juan José Benítez no aporta mucho más a lo desarrollado en el texto. Más bien, confirma lo dicho, excepción hecha de una galería fotográfica de la que extraigo algunas imágenes, y la aportación de dos nuevos informes sobre la datación de los gliptolitos. Sí recomiendo el capítulo Las huellas de los dioses, perteneciente a la serie televisiva de Benítez Planeta encantado (DeAPlaneta, 2002), donde se nos hace partícipes de una actualización, con el aliciente visual del enigmático asunto de las Piedras de Ica. Pero todo el suspense y exposición desplegados en el libro no son en ningún momento sustituidos. Bástenos saber pues, que en los últimos tiempos, el gobierno peruano ha propiciado la conservación de las controvertidas piedras acumuladas por Cabrera en su casa-museo, para una adecuada preservación, y al menos, como notabilísima curiosidad geológica, a la espera de una mejor atención por parte de los científicos.
 

Quisiera anotar así mismo, dentro del apartado bibliográfico, las bellas portadas de la colección Otros Mundos, igualmente sencillas e ideográficas. La presente nos muestra las distintas fases de la luna alrededor de una de las piedras de Ica, donde figuran dos humanoides primitivos (en cuanto a edad se refiere, más que conocimientos), escrutando el cielo con sendos catalejos-telescopios.
 
Se ha dicho que las obras de Benítez son lo más parecido a novelas de ficción. A mí no me parece una mala definición, bien entendida. Todos sabemos que tras la ficción se agazapa la realidad. Y una buena manera de acceder a los misterios del mundo es cuestionarse los propios y rígidos principios regidos por la percepción. De igual modo se le ha acusado de no hacer públicas sus fuentes de información, y de cierto afán de adanismo: no reconocer a los autores previos a su llegada. Las razones de esto las intuimos, y no obstan para que Benítez se haya ganado cada metro cuadrado recorrido. Una labor –e independencia- no siempre apreciada, sino más bien atacada. Bien es verdad que a veces da la impresión de que lo expuesto por Benítez lo convierte en una especie de “escogido”, cuyo principal destinatario parece ser él mismo, pero su obra está sujeta a una necesaria fascinación, y se muestra abierta a todo interesado.
 
J. J. Benítez. Probablemente el más denostado. Pero también el más querido y respetado por sus seguidores.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




El autocine (CVII): La noche que aterrorizó a América, de Joseph Sargent, y El gran apagón, de Eddy Matalon

15 febrero, 2023

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Menuda se armó. Por la fuerza de un solo medio: la radio. ¿Qué tendrá la radio que seguimos conectados a ella? Es verdad que cada cual se hace su propia programación por medio de los podcast, lejos quedan los tiempos en que había que hacer mangas y capirotes para no perderte tu programa favorito (El Debate Sobre el Estado de la Nación de Luis del Olmo [1937], Medianoche de Antonio José Alés [1937-2009], La rosa de los vientos –la de Juan Antonio Cebrián [1965-2007], por supuesto-, o más recientemente, Cowboys de medianoche de Luis Herrero [1955]). Y a mí me parece bien. La radio ha estado siempre presente y siempre lo estará. Será raro que desaparezca, es (in)mutable como cualquier ser vivo de película de ciencia ficción. En mi caso, la prefiero a la televisión desde finales de los años ochenta; es decir, desde adolescente (y desde que Pilar Miró [1940-1997] se cepilló el cine para el sábado noche, no por casualidad, título de otra de mis secciones en este blog).



El treinta de octubre de 1938, víspera de Halloween, se radió la adaptación de la obra La guerra de los mundos (War of the Worlds, 1898), del autor inglés H. G. Wells (1866-1946), puesta en escena radiofónica y -como comprobamos gracias a la película y a algunas fotografías- también presencial, del entonces productor, actor y locutor Orson Welles (1915-1985), a través de su compañía The Mercury Theatre on the Air (El Teatro Mercurio en el aire).


Dirigida y narrada por el propio Welles, que a la sazón contaba con veintitrés años, la lectura fue avanzada porque trasladó los hechos de la novela, de la Inglaterra victoriana, al Estados Unidos del presente histórico (lo mismo que hiciera la posterior adaptación  cinematográfica emprendida por George Pal (1908-1980), La guerra de los mundos [War of the Worlds, Byron Haskin, 1953]). Lo hace alternando distintos narradores, e intercalando anuncios, a modo de publicidad de la cadena, conexiones puntuales con una orquesta de música, y avances informativos. Es decir, como si lo radiado fuera total y absolutamente verdadero. Quienes conectaron con la emisora CBS tras el inicio de la narración, pensaron que se trataba de una emisión auténtica, y por consiguiente, de un peligro real.


Esto fue lo que pasó. Se desató el pánico en algunas personas. No tantas como el posterior mito ha dado a entender, y la película para televisión que vamos a comentar, se encarga de recordar. Pero pánico puro y duro.



Por la fuerza de un solo medio, repito, una pesadilla entró en las casas. Principalmente en Nueva York y Nueva Jersey, donde Orson Welles focalizó la tragedia. A todos nos viene a la mente la famosa imagen de la Tierra vista desde el espacio, legado icónico de nuestros primeros astronautas. Puede ser también el punto de vista de los marcianos, tal y como H. G. Wells lo describe en los prolegómenos a la invasión. Un punto frágil y diminuto, como diría Carl Sagan (1934-1996), pero que nos da mucho que hacer. También se puede provocar una pesadilla en la mente de las personas con la debida sugestión. De una obra de ficción que se traslada a la realidad.


La película para televisión La noche que aterrorizó a América (The Night That Panicked America, ABC-Paramount TV, 1975), dirigida por el estimable Joseph Sargent (1925-2014), es una fidedigna recreación de aquellos sucesos. Como muestra el hecho de presentar a los actores de la cadena de radio preparando la emisión con efectos de sonido caseros (algunos, empleando un retrete como amplificador). Poniendo en danza el poder de la antedicha sugestión e imaginación, incluso en las mentes más pragmáticas. Como comenta Paul Stewart (Walter McGuinn), uno de los locutores-actores del Mercury Theatre, cada vez que escucho la radio no puedo creerme lo que pasa en Europa (estamos en la época del ascenso del nazismo y la dejación de responsabilidades por parte de los gobiernos europeos y otras organizaciones (des)unidas ante el poder coactivo de Hitler [1889-1945]). Así que, volvamos al mundo real, parece pensar Paul. El de la emisión. Una evasión que va a incidir de forma dramática en las fisuras de la cotidianeidad.


Obviando una voz en off, que salvo en los inicios, resulta algo molesta, porque no aporta nada, excepción hecha de algunos datos horarios y topográficos, prevalece la exposición maravillosa de la radio en directo. Esta vez, no con público, como tantas veces se hacía, sino como un teatro radiado.



Como ya he mencionado, la narración es dada como un boletín de noticias. No se trata entonces de una nueva adaptación por parte del Mercury Theatre, sino de una recreación, una dramatización realista, cuando la gente vivía pegada al aparato de radio. Lo que provoca un temor selectivo, desatado por todos los rincones de Norteamérica, como pone de manifiesto el relato de varios personajes pertenecientes a distintos estados. La película se centra en cómo esta narración incide en dicho grupo de personas, seleccionadas por el destino y su guionista, Nicholas Meyer (1945). Es curioso cómo un hecho no contemplado, venido de fuera, alienígena incluso (me refiero a la emisión), es capaz de alterar nuestra visión de la realidad y el conjunto de tareas cotidianas. Aún no había salido la población norteamericana de los gravosos efectos de la Gran Depresión, cuando se vio sometida a otra dura prueba. La que desembocó en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Creo que ahora estamos en una encrucijada parecida. Y por cierto que, con recursos económicos, léase baratos, se recrea bien todo este escenario dramático (la ambientación de los años treinta). Lo que nos recuerda que contar con medios más exorbitantes no siempre es garantía de un mayor impacto o eficacia.


Tampoco deja de ser curioso cómo la radio es el único medio que no ha perdido por completo la magia. Es bonita la imagen de los dos chicos que escuchan la emisión a través de un aparato en la cama.



Nuestro siguiente incidente tiene que ver con otro suceso real. De siempre la televisión ha ofrecido productos entre lo estimulante y lo oportunista. Como inoportuno puede ser un corte en el suministro eléctrico. Nos quedamos sin luz, y estamos como en cueros.


Hubo dos cortes que afectaron de forma directa a la ciudad de Nueva York. El del nueve de noviembre de 1965, y el del trece de julio de 1977. Ambos se pueden compenetrar para dar pie a lo expuesto en El gran apagón (Blackout, The Blackout Syndicate, 1977; estrenada al año siguiente), una co-producción entre Francia y Canadá, con cierto aire de telefilme. Esto no ha de ser un demérito necesariamente. Fue escrita John C. W. Saxton (1930-1987), en torno a una idea de John Dunning (1927-2011) y Eddy Matalon (1934), que se encargó de la dirección.


En el primero de los cortes no anduvieron lejos nuestros amigos de La guerra de los mundos. Multitud de OVNIS fueron vistos sobre el skyline de la majestuosa ciudad, principalmente, gracias a la ausencia de contaminación lumínica; es decir, a la ausencia de luz. Lo que no está mal para una ciudad que presume de no dormir nunca. Incluso pululan evidencias en las que otro objeto desconocido fue visto sobre la subestación de Clay, foco del apagón, el más largo de la historia de Norteamérica. Treinta y seis millones de personas se vieron afectadas, incluidos dos estados canadienses, Ontario y Quebec. En el segundo de ellos, el de 1977, un mal rayo partió la subestación Buchanan South, cerca del río Hudson (Nueva York), y de paso, a las gentes de Nueva York, sacudidas por el pillaje y todo tipo de desórdenes públicos.



Lo primero que cabe decir de esta película es que no es una exposición pormenorizada de los hechos e incidentes ocurridos en dichas fechas durante el corte de electricidad. Ni mejor ni peor opción, es la que hay, y tenían derecho a ello. ¿En qué consiste entonces? En centrar los hechos en el interior de un edificio, como es preceptivo, poblado de variopintos inquilinos.


Hasta él llega un grupo de criminales con serios desequilibrios mentales, encabezados por el ladrón de bancos Christie (Robert Carradine). Estaban siendo trasladados en un furgón policial cuando se produjo el apagón. Una vez liberados de su prisión rodante, el grupo de perturbados penetra en el edificio para guarecerse y cometer todo tipo de tropelías.


La “mala alineación cósmica” se da en forma de una tormenta con “aparato eléctrico” que deja a oscuras la ciudad de Nueva York, cuyo principal factor de riesgo es el vandalismo. El escenario es parco pero está bien escogido, edificios como colmenas, la parte menos glamurosa de la ciudad. Necesidades presupuestarias aparte, son imágenes que deparan, en un ámbito genérico, la necesaria inquietud. Distintas subestaciones se ven alteradas debido a esta inclemencia climática y dramática. Por ejemplo, para la señora Grant (June Allyson) y su marido enfermo (Fred Doederlein), sujeto a un respirador y, por lo tanto, a la corriente eléctrica. La señora Moore (Camille Ange), a punto de dar a luz. Otros dos inquilinos encerrados en un ascensor (David Bloom y Anna Dorland). Hasta un mago que trabaja en un espectáculo de variedades para sobrevivir, Henry Lee (curioso reencontrarse con Jean-Pierre Aumont por estas lides). Lee comenta que la gente ya no se quiere divertir, solo encerrarse en casa y ver la televisión. Vive con su perro Piper y los recuerdos de una vida mejor.


Por cierto que ya hubo por aquella época otro telefilme, nada despreciable, acerca de un grupo de personas encerradas en un ascensor con unos ladrones deambulando por el edificio: Pánico en el ascensor (Claustrophobia, Jerry Jameson, 1974).



Imaginen, sin luz, sin teléfono, sin Smartphone, internet o wifi. Sin poder recargar su tableta. Y un policía que entra de servicio en medio de estas o muy parecidas inconveniencias, Dan Evans (James Mitchum, hijo de Robert [1917-1997]). Sin líneas rojas no hay semáforos. Han caído las puertas del campo, donde campan a sus anchas policías y ladrones. Christie y su séquito, el locuelo Marcus (Victor B. Tyler), Chico (Don Granberry) y el fortachón Morgan (Maurice Attias). Todos con menos cerebro que un mosquito, excepto para hacer el mal (¿cómo no acabarían en el ámbito de la política?). Frente a un chaval que se queda solo en su casa, la celebración de una boda, o el asalto a una pareja gay y a un matrimonio de potentados, con el gran Ray Milland (1907-1986) haciendo su aportación villanesca y sibilina marca de la casa.


Por todo esto, El gran apagón se asemeja más a una película de terror que catastrofista. En un flamante contexto de crisis social y económica. Por su parte, el policía trata de localizar a los sospechosos mientras espera unos refuerzos que nunca va a llegar. Lo hace en compañía de Belinda Montgomery (Annie Gallo), que ha sido violada por uno de estos energúmenos y que, haciendo de tripas corazón, al menos de momento, se presta a echar una mano a Dan. En un buen momento de realización, Belinda no reconoce a su agresor, porque tal y como está concebido el plano, ambos personajes no están a una misma altura (ni moral ni física, en una escalera de servicio). Finalmente, Belinda y Dan se enfrentan a los desaprensivos del edificio con más de una dificultad. Fuera del mismo, se produce el saqueo más indiscriminado (del que forman parte los niños).


En la línea molona de las películas de catástrofes, y ampliando toda su gama, El gran apagón contó como productor ejecutivo a Ivan Reitman (1946-2022), futuro realizador de Los cazafantasmas (Ghostbusters, 1984).


 

La complicada red de relaciones se acrecienta en lo bueno y en lo malo, dentro del edificio. Impera la casualidad, también en lo bueno y en lo malo. Y la necesidad de sobreponerse a lo sucedido, atendiendo los intereses más inmediatos, la propia supervivencia.


La película depara algunos buenos momentos, como el del policía, Dan, que entra en el apartamento donde se está celebrando la boda y piensa -ve-, que todo está en orden. Aunque como sabemos, las apariencias engañan. En este sentido, el film es eficaz, y acaba con el enfrentamiento del líder de los criminales con el agente de la ley. La persecución en el aparcamiento del edificio está bien llevada, posee el suficiente nervio.


Al final, se hizo la luz, pero no sabemos qué pasará con las vidas de todas estas personas tocadas por la varita de la oscuridad.


La película supuso cierto impacto, lo recuerdo bien. Incluso en su pase televisivo. Hace poco se habló de la posibilidad de un corte eléctrico a gran escala. Intencionado. De consecuencias humanas imprevisibles y económicas bastante previsibles.


¿Estarían ustedes a la altura? Yo sí sabría qué hacer. Pero no lo pienso decir.


Escrito por Javier Comino Aguilera




Para el sábado noche (CXXIV): En los límites de la realidad, de John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller

02 febrero, 2023

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Un coche por una solitaria carretera, con dos ocupantes. Se acaban de conocer y escuchan una cinta de casete. Cuando esta se estropea, deciden jugar a adivinar series de televisión a través de sus melodías. Es una situación cualquiera que sufre un giro. Como el de las curvas al volante, pero narrativo. Cambios que constituyen la esencia de un mundo paralelo que converge. Una intromisión de lo inusitado en este plano de la realidad.

 
Después de este prólogo, que enlazará con el epílogo, comienzan a desarrollarse los distintos capítulos de En los límites de la realidad (The Twilight Zone, the Movie, Warner Bros., 1983). Son cuatro relatos en total, y estuvieron dirigidos, de forma respectiva, por John Landis (1950), Steven Spielberg (1946), Joe Dante (1946) y George Miller (1945).

Por supuesto, En los límites de la realidad es una puesta de largo y homenaje a la serie creada por Rod Serling (1924-1975), Dimensión desconocida (The Twilight Zone, CBS TV, 1959-1964), respetuosa con los contenidos expuestos en la misma. Un trabajo que inspiró a muchos futuros realizadores. De hecho, estamos ante una relectura que toma como base argumental tres de los capítulos de aquel mítico espacio televisivo (Kick the Can [1962], de Lamont Johnson [1922-2010]; It’s a Good Life [1961], de James Sheldon [1920-2016], y Nightmare at 20.000 Feet [1963], de Richard Donner [1930-2021]). El otro es original de John Landis, aunque se inspira en A Quality of Mercy (1961), de Buzz Kulik (1922-1999).

Más de una vez he querido comentar esta serie referencial, que tanto me gusta, pero la falta de tiempo no lo ha hecho posible, ya que me gustaría volver a verla de cabo a rabo. Así que he tomado la determinación de reseñarla, en cuanto pueda, escogiendo unos pocos capítulos que considero magistrales. Respecto a En los límites de la realidad, mis recuerdos van más allá, al haber visto esta película en un cine de verano poco después del estreno, en compañía de mis padres, en las raras ocasiones -tenía que llegar el estío- en que mi padre estaba disponible (muy pronto comencé a ir solo). O sea, que me trae recuerdos muy especiales, junto con otro puñado de títulos que creo haber reseñado en este blog. La triste circunstancia del accidente que costó la vida al actor Vic Morrow (1929-1982) durante la filmación, junto a otros dos niños, no la supimos hasta tiempo después, y no debe enturbiar nuestra visión del conjunto y disfrutar de la película (John Landis, director del episodio, fue exonerado de cualquier cargo).
 

En el primero de los relatos conocemos a William Connor (Vic Morrow), empleado en una empresa “X”, absorbido por el organigrama, y absorto en su propia amargura y soledad. Exhibe una retahíla de prejuicios (todos convergen en el protagonista para convertirlo en un “personaje tipo”), carcomido por el racismo y el resentimiento (no ha logrado el ascenso que tanto anhelaba). Como suele suceder, no es capaz de hablar de otra cosa ante sus amigos. Podemos considerar que se está desahogando, en la típica conversación de barra de bar.

William sufrirá distintos acosos en propias carnes. Es el capítulo más social y comprometido, si se quiere, de la selección, puesto que en la serie original se entrelazaban aspectos lúdicos y trascendentales, incluso espinosos, siempre bajo un punto de vista reflexivo, soleado y ameno. O sea, la urdimbre de lo que es el cine que consideramos clásico.

En un buen apunte visual por parte de John Landis, el espectador no ve nunca a William transmutado en cualquiera de los personajes a los que se ve abocado, y de los que se va ir impregnando, merced a los poderes de la Dimensión Desconocida. Lo contemplamos siempre como William, pero no así las personas que lo rodean. Son dos realidades que se solapan, el presente histórico (el presente del protagonista), y otras épocas del pasado, que se trasladan a la mente del sujeto paciente tanto como a la del espectador. La moraleja es sencilla: la próxima vez, por las razones que sea, nos puede tocar a nosotros el ser discriminados (ya hay países donde tan solo basta con ser mujer… u hombre).

Magnífica la canción interpretada por Jennifer Warnes (1947), compuesta por Jerry Goldsmith (1929-2004), que se incluye en este capítulo y formó parte de la banda sonora del genial compositor. Menuda diferencia con las insulseces que se ofrecen hoy en día.
 
 
El episodio de Spielberg es un remake mejorado del citado capítulo Kick the Can. El escenario de esta nueva historia extraordinaria es la residencia para ancianos Sunnyvale, donde la esperanza es un recuerdo. Lo más cuidado es la exposición de los distintos caracteres. Breve a la fuerza, pero precisa. A esta institución llega el anciano señor Bloom (el no siempre aprovechado Scatman Crothers). No es la primera residencia que visita, y como el espectador tendrá ocasión de comprobar, tampoco será la última. Bloom anima al resto de ancianos a que esa noche esté fuera de las normas. Se dan cita en el patio, bajo la mirada introspectiva de la luna, a salvo de cortapisas represoras y normas restrictivas. Tan olvidada tenían esta experiencia que uno de los personajes comenta que huele a medianoche.

Es el capítulo más emotivo. En él, el cambio que se opera en los ancianos, que no desvelaré, se produce antes de forma audible que visible; es decir, los oímos antes de verlos. Si existe una estrella que rija nuestro existir, estos personajes salen a su encuentro. Hay un destino que dirige nuestras vidas, aunque a veces sea duro, comenta el renacido señor Agee (Murray Matheson), haciendo suyas las palabras del señor Bloom. Lo que finalmente hace este demiurgo, es devolver a los arrinconados inquilinos de la residencia la ilusión por su libre albedrío, incluso aunque este forme parte de dicho destino.
 

El ilusionismo que algunos niños emprenden con sus padres, y que estos aceptan de buen grado, convenciéndose de lo que haga falta, bien podría ser el asunto primordial del tercero de los capítulos. Pero este va más allá. Helen Foley (Kathleen Quinlan), descrita como mujer en tránsito (se entiende que de su vida), es una maestra de escuela que, en efecto, va a experimentar la enseñanza desde un punto de vista total, inesperado y completamente enriquecedor. Toda una atención personalizada.

Su alumno, y en cierta medida maestro, será Anthony (Jeremy Litch), un chico de unos once años, que vive con una familia hecha de retales y condenada a ver -y vivir en un mundo de- dibujos animados (cámbienlo por un móvil, tableta u otro dispositivo y ya lo tienen). La idea subyacente es no llevar la contraria a Anthony, tirano con causa y chico de aspecto inocente que Helen ha recogido en un bar de carretera (regentado por Walter [Dick Miller]), para acercarlo a su casa.

La vida de Anthony es una burbuja, que es dicha casa, y está a punto de explotar. Todos se muestran muy complacientes con el muchacho. Niño “consentido” donde los haya, al extremo de anular en los demás la capacidad de crítica, incluso de manera física. Hasta la vivienda está amoldada a su gusto. Como contrapartida, el resto de miembros de la familia, una madre (no sabemos si “la madre”; Patricia Barry), un padre (William Schallert), dos hermanas (Nancy Cartwright y Cherie Currie), y un tío (Kevin McCarthy), se han acostumbrado a vivir a costa del muchacho. De sus poderes, que ya no pueden controlar. Evidencia de ello es un almuerzo a base de dulces.

Helen descubrirá entonces a su alumno más complicado, pero con toda seguridad, también al más gratificante. Como parece indicar la resolución del caso.
 

El último de los capítulos, dirigido por George Miller, fue escrito por Richard Matheson (1926-2013), según su propio relato (lo encontramos en Pesadilla a veinte mil pies y otros relatos insólitos y terroríficos, Valdemar Gótica, 2003). Matheson también participó en la escritura del segundo, y en solitario, en el tercero.

La base narrativa de su historia es conocida por muchos: el miedo a volar. ¿Y si hubiera razones para ello? Que a veces las hay. ¿O serán imaginaciones nuestras? El pasajero John Valentine (el estupendo John Lithgow) experimenta a la persona que ha visto algo y no es creída por los demás, poniendo de paso a prueba la paciencia de las azafatas. Al ambiente claustrofóbico del avión se une la presencia de un hombre obeso (Charles Knapp), que resulta pertenecer a la seguridad aérea, y una niña repelente (Christina Nigra), tan cara al gusto estadounidense. Valentine escribe libros de informática. La suya es, por lo tanto, una mente analítica que se va a ver alterada. Impelida a salir de los márgenes de lo establecido. ¿Por qué? Para eso deberán ustedes adentrarse en los límites de la realidad. 

Cabe señalar la excelente idea de la ventana cerrada, tras la que Valentine intuye que existe algo más, después de haber dudado de sus propios sentidos.
 

En 1985 se ofreció una segunda tanda de capítulos para televisión con el nombre de Más allá de los límites de la realidad (The Twilight Zone, CBS TV, 1985-1989). No la recuerdo bien, o tan bien como la serie original, pero habrá de ser tenida en cuenta. Según parece, con posterioridad ha habido otros intentos de rentabilizar el formato, en 2002 y 2019. Aunque estas son fechas más cercanas a la mayoría, quedan bastante lejos de mi ámbito de interés.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




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