Matrix Resurrections, de Lana Wachowski

28 septiembre, 2022

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No hay novedad en el horizonte. Desde hace siglos, el ser humano repite las mismas historias con distintos disfraces. Resulta difícil salir de nuestros moldes narrativos, casi imposible no ver los ecos de todos los que nos anteceden, y solo nos queda el refugio de la forma, del disfraz de esa historia. Han tratado de sorprendernos con giros, con retruécanos, con saltos mortales y fuegos artificiales, incluso con automatismos, onirismo e inconsciencia, pero al final siempre volvemos a las historias de siempre. Porque disfrutamos de ellas por muchos factores. Y la industria, que suele pensar más en el bolsillo que en el arte, lo sabe y lo exprime cuanto puede. Es más, ni siquiera estas palabras mías son originales, también son el eco de reflexiones leídas y de lugares comunes.

Pero lo cierto es que en los últimos años, a través del factor de la nostalgia, que es bastante rentable, podemos encontrar secuelas, reinicios, remakes o revisiones de títulos ya consagrados y queridos por el público, como forma de conseguir la atracción del público, más cómodo en terreno conocido. A veces, este tipo de estrategias acaban socavando a los creadores originales. Por ello, no nos debe de extrañar la manera en que Lana Wachowski (1965) afrontó la dirección de Matrix Resurrections (The Matrix Resurrections, 2021). Suponía resucitar, valga la redundancia, la saga que había catapultado a la fama a las hermanas Wachowski con aquel gran éxito que fue Matrix (The Matrix, 1999), pero sin haber sido una opción personal. Lo cierto es que con revisar la trilogía, como hicimos recientemente al repasar también las secuelas de manera conjunta, se percibe claramente que la historia de Neo estaba cerrada y concluida, incluyendo no solo una primera entrega de acción espectacular con trasfondo filosófico platónico, sino también dos continuaciones que proponían tanto una deconstrucción de la primera película como una aventura de tintes épicos y mesiánicos. 

No obstante, Matrix fue una saga que, pese a sus polémicas continuaciones, generó expectación y beneficio. Tanto es así, que resucitarla tras más de quince años para aprovechar el factor de la nostalgia era una oportunidad que Warner Bros. no parecía dispuesta a desperdiciar. Una de las creadoras originales accedió a dirigirla y encargarse del proyecto, aunque como descubriremos en la propia película, es evidente que le repudiaba la idea, pero que solo siendo quien se encargara podría, al menos, plantear su crítica a este sistema de reciclaje innecesario.


En la actualidad, Thomas Anderson (Keanu Reeves) es un desarrollador de videojuegos que se hizo famoso por crear Matrix, un videojuego que narraría la historia de la trilogía de películas. Se plantea así un quiebre con la realidad: ¿todo lo que vimos en las entregas anteriores es real o solo fue un videojuego? ¿Es esta otra simulación de Matrix? A excepción del prólogo, que ya nos arroja luz sobre estos interrogantes posteriores, el primer tramo aborda la apatía y depresión de Thomas, que acude a un terapeuta (Neil Patrick Harris) para abordar su dificultad para distinguir realidad y ficción. En este primer tramo, se le encarga hacer una secuela de su videojuego más célebre, para lo que cuenta con un equipo dedicado al desarrollo de ideas. Es en ese momento cuando Lana Wachowski descarga una serie de mensajes directos y críticos hacia la tendencia actual del mercado audiovisual, más preocupada en exprimir sus licencias que en plantearse los deseos de sus creadores o la búsqueda de nuevas ideas y horizontes. A través de las conversaciones entre el equipo de Thomas se va mostrando cómo puede llegar a retorcerse una licencia para tratar de conseguir beneficios, cayendo además en un bucle que hastía a nuestro protagonista.

En realidad, la búsqueda en la que nos embarcamos para satisfacer nuestra nostalgia es el deseo de reproducir aquella sensación de fascinación que algo nos causó. Un espectador puede esperar que Matrix vuelva a producirle aquella sorpresa que le causó en 1999, pero esa ocasión ya pasó y la película se puede visitar de nuevo sabiendo que el tiempo ha pasado y que no será lo mismo. El descubrimiento de algo nuevo nos vendrá con las películas más inesperadas, sean de la época que sean, siempre que para nosotros signifiquen una primera vez. El ansia de esperar que una película nueva resguardada bajo un título antiguo nos vaya a producir las mismas sensaciones es una nostalgia malinterpretada.

Pero esto es una continuación de Matrix, por lo que hay que romper con esta realidad ficticia. Un equipo del mundo real trata de llegar hasta Neo, pero en esta ocasión le cuesta más aceptar esa división entre el mundo creado por las máquinas y el mundo real en que debería estar, luego se desarrollará el por qué. En el mundo real, las cosas han cambiado porque tanto máquinas como humanos han mejorado en su ausencia. En este sentido, la película emplea una considerable cantidad de autorreferencias, no solo siendo consciente de las mismas o para que el espectador las descubra por análisis, sino subrayándolas en varias ocasiones con cortes de las películas anteriores, especialmente de la primera entrega, calcando diálogos y tratando de exponer a nuestro protagonista a situaciones similares para logar que despierte


Sin embargo, también se sabotea, pues le han hecho creer que no sabe distinguir entre el mundo que creó en los videojuegos y la realidad, por lo que trata de rechazar lo que el nuevo Morfeo (Yahya Abdul-Mateen II) y Bugs (Jessica Henwick) le muestran, como la píldora roja o los espejos alterados; aunque también Lana aprovecha a estos personajes para cuestionar decisiones que se tomaron en la creación de las películas anteriores, mostrando también cómo la evolución de nuestro mundo afecta a la consideración que se tiene de un producto ya finalizado y, en ocasiones, mitificado. En su contra juega el Analista, que es el nuevo programa que dirige Matrix en sustitución del Arquitecto.

Así, se sigue ahondando en la parte filosófica de Matrix. En esta ocasión, el Analista recurre a las emociones, a la aceptación humana de su infelicidad, tratando de acercarse a la mentalidad humana en lugar de encerrarla u ofrecerle perfección. En lugar del destino y de un nuevo Elegido que dé esperanza, proporciona deseos insatisfechos, deseos que por temor las personas no alcanzan a conseguir porque la realidad, que es una ficción, se lo impide. Por ejemplo, Neo ha coincidido con Tiffany/Trinity (Carry-Anne Moss) en varias ocasiones, pero ha preferido amarla en secreto y en distancia que enturbiar la vida feliz de una mujer casada y con dos hijos, aunque tampoco ella, como descubriremos después, vive satisfecha.

Ahora bien, cuanto más avanza Matrix Resurrections en su trama, más se nota la desgana de su propia creación. No podemos considerar que lo sucedido no tenga una justificación, como el hecho de que Trinity ahora tenga los mismos poderes que el Elegido, dado que esta nueva versión de Matrix fue creada a partir de Neo y Trinity, siendo ambos el código fuente que alimentaba al sistema. Pero otras decisiones, como que Niobe (Jada Pinkeet Smith) cambie de parecer y les permita ir al rescate de Trinity cuando se estaba negando por completo, o que el Analista, pudiendo tener todo bajo su control sin necesidad de aceptar la petición de Neo, acepte unas condiciones que ponen en riesgo su control sobre Matrix. La acción no es más que un refrito de lo ya visto en la saga, incluso con cierta apatía, y la aparición de un nuevo agente Smith (Jonathan Groff) que actúa de nuevo por su cuenta es, cuanto menos, innecesario.


Podríamos concluir, por tanto, con que Matrix Resurrections subraya todo lo que ya se había dicho anteriormente en la franquicia, pero otorga un happy ending a sus protagonistas, Neo y Trinity, que no pudieron tener al final de la trilogía. Es una obra basada puramente en las referencias, que insulta su propia existencia (hasta en la escena postcréditos), que reivindica la aceptación de la diversidad y el rol de Trinity así como su historia de amor con Neo como vínculo necesario para la saga, ya que sigue la estela de lo visto en Matrix Reloaded y Matrix Revolutions: Neo antepone a Trinity a todo lo demás. Y, además, sirve como epílogo para mostrar qué ocurrió tras el fin de la guerra con las máquinas, mostrando cómo los programas informáticos han tomado conciencia y capacidad de decisión para escindirse de Matrix, y cómo los humanos abogan ahora por una paz sostenida y sostenible que por una guerra continua y autodestructiva. Seguramente, una ruptura con las expectativas que tendría cualquier secuela.

Escrito por Luis J. del Castillo



El caso Sparsholt, de Alan Hollinghurst

23 septiembre, 2022

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El hilo de la vida, en la mitología griega clásica, era competencia de las moiras (las parcas, en la mitología romana). Diosas tejedoras que podían conducirte a buen o mal puerto, y poner punto o broche final –según los casos- a tu existir. Al menos, en el presente plano de realidad. Los condicionamientos sociales, familiares y culturales, determinan en buena medida nuestro destino, caso de existir, así como nuestro libre albedrío. Para los espiritualistas, la vida material es una pugna entre ambos polos. Para Allan Hollinghurst (1954), el momento de nacer, el escenario, el carácter y las circunstancias… en definitiva, todo lo reseñado antes, conforma la personalidad y deriva de los seres humanos como protagonistas de nuestro destino.



En este sentido, es la trama clásica la que desfila por las páginas de El caso Sparsholt (The Sparsholt Affair, 2017; Anagrama, 2019), novela de carácter río que me ha gustado bastante. Río porque, pese a definirse en un solo volumen, muestra las distintas etapas de unos mismos personajes unidos por su condicionamiento social e identitario, en el transcurrir del tiempo.


La acción arranca en Oxford, Inglaterra. Universidad de prestigio e indiscutible atractivo físico e intelectual, cuyas raíces se pierden en el mismo tiempo. Con sus colleges, que albergan las residencias estudiantiles. Alojamiento, comida, bibliotecas y actividades deportivas. Cada año llega alguien nuevo. Esta vez, el foco de interés es el fornido y atractivo David Sparsholt, que ha sido derivado de otro de los centros debido a la guerra (Segunda Guerra Mundial, 1939-1945). Uno de los estudiantes de alcurnia, un chico responsable y educado, Freddie Green, es el narrador de este segmento. Freddie aún está definiendo sus inclinaciones, pero algunos de sus compañeros son abiertamente homosexuales; si bien, nunca de cara a la galería, sino entre ellos mismos. El único lugar donde se pueden mostrar como son. Lo que no obsta para ser comedido y cortés: salvar las apariencias es una cosa y ser antipático otra. Según comenta y se define Freddie, para mí, un hombre es guapo si viste bien (I: II).


Entre sus compañeros de estudios y confidencias están el joven pintor Peter Coyle, y Evert Dax, de buena familia (su padre es un reconocido escritor), soñador y afectuoso. De pronto, el futuro había cambiado para todos nosotros, y la ciudad estaba impregnada de una sensación de transitoriedad y urgente presteza para no se sabía exactamente qué (I: I). ¿No advierten ustedes esa misma sensación, de que el mundo entero está cambiando? No me refiero al hecho indiscutible de que lo haga siempre, sosteniéndose en los parámetros de avance y tradición (cultura), dos formas complementarias -no contrapuestas- de yin y yang, sino a un ideario impuesto más allá del determinismo y, por supuesto, agresor del poco albedrío que nos queda y se nos concede. La guerra está aquí y nos afecta. Aunque, lejos de culpar a esta de todos nuestros males, nos hace ver nuestra falta de previsión. Pues algo muy parecido sucedía en la época descrita.

 


Los mismos perros con distintos collares, como solemos decir. Una situación o encrucijada histórica en la que, de forma paralela, se desarrollan las fatídicas palpitaciones de atracción, e incluso amorosas. Como las provocadas por un encuentro fortuito en el ancestral patio (I: III). Pues hay cosas que nunca cambian.


Así, mostrando una clara identificación -transmigración- con los personajes jóvenes de este primer capítulo de la novela, y con la sensación de que, en realidad, el tiempo no ha transcurrido y existen conflictos y querencias que permanecen para siempre, por mucho que nos vistamos de forma distinta (bastante peor ahora), Freddie prosigue su narración en forma de diario (que no verá la luz hasta muchos años después). En aquella época, la mayoría nos habíamos aficionado a los discos; teníamos pocos y los poníamos una y otra vez (I: IV).


Su relato es tierno e inocente -que no es lo mismo que ingenuo e inocentón- donde los modales y la buena educación son basamentos de lo civilizado. De ahí nacen episodios tan agraciados y bien descritos como el de Freddie y David Sparsholt, de guardia en la torre del campus (I: VI), la visita a un típico y oscurecido -por las restricciones- pub, con Evert y Connie, la novia de David (VII), o el posterior encuentro de Evert y David en dicho pub (I: IX).


Los comentarios interiores (me resisto a llamarlos monólogos, resulta más frío), así como los diálogos directos entre los personajes, constituyen el reflejo de conductas, sensaciones y desavenencias, principalmente, del narrador protagonista, pero que se hacen eco de todo el grupo. Establecen lo que dichos personajes piensan de forma sincrónica, o a continuación de lo sucedido. Están muy bien hilvanados y demuestran lo complejos que, en el día a día, podemos llegar a ser los seres humanos. Dicho de otro modo, que podemos ser barridos por nuestros deseos y tormentos antes que por la marea de las circunstancias históricas. Da fe el lenguaje elusivo y ambivalente -más que ambiguo- con el que los chicos refieren su experiencia vital, su identidad. Un lenguaje entre lo activo y lo pasivo. Donde el centro de atención y objeto de deseo -cabe decir amoroso- es el atlético David Sparsholt. Hacerle creer algo sin expresarlo con palabras era un juego cruel y retorcido (I: IX). El acto sexual no es explícito en esta etapa de la historia y de la vida. De hecho, cuando este se produce, existe una razón poco encomiástica para ello. Basada en la mera –pero cabal- supervivencia.



Tras este brillantísimo primer acto, se desarrollan los demás segmentos. El siguiente lleva por título
la atalaya. El narrador, a partir de este momento, será Johnny Sparsholt, que en esta primera etapa, para él, cuenta con catorce años. Es el hijo de David Sparsholt. La familia pasa sus vacaciones con el amigo francés de Johnny, Bastian, de quince años. Estando, no ya a las puertas, sino en pleno zaguán de la adolescencia y la pubertad, a punto de penetrar en sus dormitorios, Johnny experimenta por vez primera la llamada del deseo. Y su difícil contestación.


A su vez, el veterano de guerra David, que al contrario de otros compañeros de estudios, salió con bien de esta, pasa bastante tiempo con su amigo Clifford Haxby, al igual que hacen las respectivas esposas. Salen a navegar, disponen picnics… Las dos familias permanecen unidas. Sin embargo, la hipocresía, no solo social, también personal, marca una dramática vida interior de la que, despierto, no daba muestra alguna (II: III). Hollinghurst avanza sin sacrificar nunca su preciso sentido de la observación y el detalle. Ese que enriquece la novela, alzándola del montículo de la habitual retahíla de aburridas escabrosidades y epatantes obscenidades, contadas -no narradas- sin ton ni son dentro de la misma temática, más centradas en lo explícito que en lo literario. Hollinghurst no necesita echar mano de semejantes recursos. Es un escritor por encima de todo(s).


Ahora bien, a partir de aquí, se degrada el trato (no la literatura del libro). Emerge otra sociedad y relación entre las personas. De la brillantez formal del primer capítulo, pasamos a la vulgarización social de unas décadas posteriores que, pese a todo, fueron las que arrojaron luz a los colectivos -prefiero decir individualidades- que hasta entonces permanecían invisibles. Ya veremos que, no sin desventajas, como certifica Hollinghurst. Las bajas se cifran, principalmente, en esa pérdida de trato humano y su avanzadilla, la regresión del lenguaje y los modales. Que una cosa es ir con la verdad por delante -si tal cosa existe-, y otra ser un repelente grosero que presume de sinceridad.


El joven Johnny Sparsholt sigue siendo portador de una disciplina interior y finura, para los demás y consigo mismo. En su siguiente fase de la vida, convertido él mismo en pintor, la deriva del destino hace que asista a una reunión de amigos, en las postrimerías de lo hippy y el advenimiento de lo chic, de caras desconocidas para él, que poco a poco irán tomando forma en su decurso (III). Allí está el ahora maduro Evert Dax, casi convertido en líder espiritual del grupo. También Freddie Green (cuyo concurso, tan esclarecedor y agradecido en el primer capítulo, pasa a un segundo término). La fecha se sitúa entre los años 1973 y 74. La fija el estreno televisivo de la popular serie Kojak (Íd., CBS, 1973-1974), según comenta una de las asistentes a la fiesta. La precisa y minuciosa, sutil, descripción de caracteres y escenarios, se sublima gracias al atento y observador Jonathan, que ahora trabaja para un restaurador y galerista, en la Estación Victoria (magnífico segmento), y después, asistiendo a una subasta (III: V).


Londres en los años setenta

En efecto, Johnny es un muchacho de sensibilidad especial (le gusta Mahler [1860-1911]), que se encuentra con fantasmas vivos del pasado de su padre. Es decir, Hollinghurst es lo suficientemente hábil como para dotarlo de una personalidad que lo distingue de los demás y no convertirlo en un estereotipo. Aunque lo pasará tan bien y tan mal como todo el mundo (su desconcierto en los tiempos por llegar será el de toda una generación).


De hecho, existen dos niveles de lenguaje en la novela. El literario, de la narración. Bellamente expresado. Y el oblicuo. El que subyace, el de los temas tabú que, poco a poco, capítulo a capítulo, va emergiendo con expresiones y formas más directas. Aquello de lo que entonces no se hablaba pero existía, se intuía y se valoraba en silencio, o en la intimidad de los círculos más cercanos y “selectos”, los de la franca amistad, queda expuesto sin cortapisas ni taparrabos lingüísticos. De la ley del silencio a la del sofoco. Pero siempre, el imperio de los sentidos.


En el capítulo o apartado tercero, existe un tercer nivel. El lenguaje de la constatación del paso del tiempo. En concreto, el tránsito por la vida literaria del padre de Evert. El que en décadas pasadas fue célebre autor en los círculos más intelectuales y estudiantiles, escritor denso y anticuado, pero en absoluto intrascendente, está medio olvidado, por no decir completamente olvidado, en los años setenta. Casi desconocido para los lectores actuales (III: III). Una significación meta-literaria expuesta sin pedantería ni afán ampuloso de estilo.


Destaco otro detalle sensible, de buen escritor, con el que me sentí identificado. Las nuevas -e interesadas- amistades de Jonathan, lo llevan a lugares de ambiente en el nuevo Londres, espacios swingeantes pero relativamente cutres, semi ocultos en los subsuelos de rigor, donde apenas se come nada y se bebe bastante, para mantenerse, sino físicamente, anímicamente asténico, y donde el joven y hambriento pintor está deseando tomar las escuálidas tapas de sus desganados compañeros (III: VII). A todo ello se une una acusada sensación de tristeza y soledad, al saberse manipulado. Por el mundo no sensible.

 


En 1995 mucha gente permanece sola, pese a que se ha alcanzado un grado de interacción social más que evidente. He aquí la tragedia. Interacción frente a integración. En un entorno progresivamente tecnificado, procurarse una relación seria resulta cada vez más intrincado y doloroso. A Jonathan no le ha ido mal. Ha progresado como retratista, incluso se ha hecho un nombre, en continua pugna con el escándalo que se asocia al apellido de su familia, y mantiene una razonable y satisfactoria relación con otro hombre, Pat. Se sigue viendo con las mismas personas que conoció en la década de los setenta. Aunque ello implique cierto grado de consentimiento. Tuvo una hija, Lucy, de una relación pactada, y ahora pinta el retrato de un maduro preboste, George Chalmers (IV: III). Lo más interesante de los últimos dos capítulos de la novela, estriba en los reencuentros fijados emocionalmente por el pasar del tiempo. Serán los de David Sparsholt, de setenta y tres años, con su coetáneo Evert, que está perdiendo la memoria (IV: V). Y la forzada intimidad de los Sparsholt, padre e hijo (V: V), donde la línea argumental que a Jonathan le gustaría establecer parece que va a quedar postergada sine die.


En 2012, Jonathan Sparsholt vuelve a sentir la soledad. Como una condena cíclica. Cercano a los setenta años, solo, en un mundo moderno cuyos estilos ya hacía mucho que habían avanzado (V: I). Su ocupación, bien remunerada, es ahora el retrato de familia de los adinerados Miserdens. Lo que la sociedad ha ganado en tecnología y postureo, lo ha perdido en empatía y compostura. La gente cada vez entendía menos de música (V: I). Lo rubrica el encuentro de Jonathan con un niñato acomodado y con la nariz pegada al móvil indefinidamente. Incapaz de mantener la atención en nada más de quince segundos (V: II).

 


Hice mención a un escándalo. El caso Sparsholt. A estas alturas resulta totalmente inocuo, pero no irrelevante para los que lo vivieron, porque de una manera u otra, llegó a alterar su discurrir vital, haciéndoles cambiar de andén o sendero sin haberlo planeado. Metáfora definitiva de un libro que no solo me ha gustado, sino que he paladeado (rincón por lo general ocupado por los clásicos del género que sea). Recomiendo igualmente sendas sagas de Elizabeth Jane Howard (1923-2014) y Mazo de la Roche (1879-1961). A todos ellos podemos considerarlos ya clásicos.


Escrito por Javier Comino Aguilera


Las sirenas de Titán y Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, y adaptación de George Roy Hill

16 septiembre, 2022

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Vivo en un museo. Por no decir un mausoleo. En él tengo discos (vinilos y CD), películas y un montón de libros. Cosas que en el futuro no van a interesar casi a nadie. Esto le habría hecho gracia al propio Kurt Vonnegut (1922-2007). Él forma parte de dicho museo. Hoy he tomado prestados dos de sus libros.
  
Dentro del amplio espectro del género de ciencia ficción, también hubo lugar para un tipo de narrativa de corte más filosófico y sarcástico. Nada quedó excluido de un ámbito que, por definición, siempre mantuvo sus puertas abiertas a las nuevas estructuras y argumentos. Con tal de que no se aburriera o confundiera gratuitamente al personal, que de todo ha habido. La ciencia ficción nos oxigena con cada sístole y diástole.

Ambos extremos, sarcasmo y filosofía, se dan cita en Las sirenas de Titán (The Sirens of Titan, 1959; Minotauro 1971-1987), del escritor estadounidense Kurt Vonnegut. Novela de corte experimental dedicada a su tío Alex (-). Vonnegut solía firmar, por cierto, como Junior, para distinguirse de su padre, reconocido arquitecto de igual nombre (1884-1957).

En un tiempo aún por definir, más onírico que material, se desparrama la trama. Al fin y al cabo, solo el alma humana seguía siendo terra incógnita, como se nos especifica en el capítulo primero. Este evidencia la materialización de Winston Niles Rumfoord y su perro Kozak ante su esposa Mrs. Rumfoord. Winston fue la primera persona propietaria de una nave espacial privada, y ha estado largo tiempo desaparecido. Sus mensajes son crípticos, es el descubridor de una nueva física sarcástica. Lo que lleva parejo la aparición, igual de orgánica y difusa, de neologismos. Alusiones y dobles significados. Un lenguaje simbólico, pero, hasta cierto punto, inteligible. O al menos, abierto. En el que Kurt Vonnegut es irónicamente prolijo, como demuestra su ardua descripción de una rocambolesca fuente de agua (capítulo I).
 
Kurt Vonnegut
Otro personaje de la novela es el potentado Malachi Constant, de treinta y un años. Director de la Galactic Spacecraft, que diseña el cohete La Ballena, rebautizado como el Rumfoord, que irá cargado de monos de organillero y será lanzada hacia Marte (II). Sin embargo, hacía mucho que había pasado la época en que cada país podía alcanzar más gloria que los otros lanzando a la nada algún objeto pesado (I).

Estas naves exploradoras se han movido por un trasunto de la materia oscura denominado el infundibulum cronosinclástico, “espacio” desde el cual Winston interactúa con nosotros. Algo equiparable a la Teoría de Cuerdas. Un lío. Pero tanto da, ya que podemos considerarlo el mcguffin del relato. Imbuido en este vórtice, Winston conoce el futuro, pero solo lo adelanta de forma benéfica y sensata, aunque también aleatoria, para su propio beneficio, en la salud y en la enfermedad (II). Visto así, el universo se nos aparece como una maravillosa maquinaria montada para violar el espíritu de miles de leyes, sin contravenir siquiera una ordenanza urbana (III). Como la doctrina de algunos grupos políticos. Ya saben, de esos que señalan como culpables de su desdicha a los medios informativos, cuando son ellos los que acaparan ideológicamente buena parte de los mismos, preparan indultos a delincuentes condenados, e inventan “señores del puro”, poderes ocultos y demás “traficantes del miedo”, en una conspiración enloquecida, mientras son financiados por repelentes dictaduras (como si no bastara su pésima gestión y excesivo gasto público).

Otros personajes pululan en este caldo de cultivo. Unk (una nueva identidad de Malachi) y Boaz, operarios marcianos (IV-V), o Helmholtz y Miss Wiley, agentes del ejército de Marte, que le proponen un generalato al hijo del empresario retirado Noel Constant, el referido Malachi. Algunos tienen suerte y otros no, confirma Noel a su descendiente por carta (III).

Lo que queda meridianamente claro es que las oportunidades hay que saber agarrarlas. Uno se cansa de estar preso en la monótona relojería del Sistema Solar, declara Rumfoord. La maravilla es que los terráqueos hayan sido capaces de lograr tanta coherencia (XII).
 
Ilustración de Chris Moore
Por cierto que el año marciano ha sido dividido en veintiún meses. El planeta está en guerra con la Tierra. El béisbol alemán es el deporte favorito en Marte. Solo existen cincuenta y dos niños, y una sola escuela primaria y secundaria. Cuenta con sus propios éxitos musicales (VI). De hecho, también Unk y Boaz ponen música en su nave, cuando van camino de Mercurio (VIII-IX). Los libros más vendidos son de temática histórica marciana, culinaria y religiosa (IX). Una ironía que alcanza la guerra con Marte, o de Marte con la Tierra (VII). Guerra financiada por Winston Niles Rumfoord, en lo que es un trasunto de William Randolph Hearst (1863-1951), si saben a lo que me refiero (el conflicto hispano-norteamericano [1898] con Cuba). Visionario no solo en los negocios, sino en el cosmos, Winston es capaz de predecir el futuro, sobre todo en el que él interviene. Los personajes, interactivos, se mueven por eslóganes; casi diría que están sometidos por sus condicionamientos mentales como los adeptos. O sus dirigentes, los políticos. Uno de los blancos preferentes de Kurt Vonnegut. Al igual que estos, los protagonistas también hablan mucho pero concretan poco.

Entre los dardos, uno especialmente afilado es el antedicho aspecto religioso o, más concretamente, de los predicadores. Toda una institución pesadillesca en según qué latitudes.

El último personaje relevante es Salo, de once millones de años. Es medio máquina (XII), y habita entre Titán y Saturno. No en vano, nuestro destino lo marca el planeta Tralfamadore y sus habitantes-máquinas. Un nuevo nombre para el Edén, donde frente al determinismo maquinal y la sumisión a lo doctrinario (personas-máquina), la libre actuación continúa valiendo la pena. La individualidad y el difuminado de sus contornos son los basamentos literarios y vitales de Kurt Vonnegut.
 
Ilustración de Jim Burns
Respecto al título de la obra, las sirenas de Titán resultan ser tres adornos en forma de estatua en una piscina, en la casa donde viven Malachi Constant, su esposa Beatrice y su hijo Crono. O sea, todo y nada. Malachi rumia acerca de si el libre albedrío es una ilusión que se pierde en un magma cósmico -de integración grupal, pero sin merma de la pertenencia individual-, y en definitiva, el propósito o sentido de la vida. Por ende, la utilización consentida (y caso de existir, necesaria) de nuestras vidas, por una inteligencia suprema. Algo a lo que de forma específica invita la lectura del cosmos (la astrología transpersonal y junguiana, sincrónica), el irnos desvelando con cada ciclo astral, adquiriendo consciencia.

Desmembrada la familia Constant, donde cada uno parte en busca de su destino, Malachi regresa a su país de origen, en la Tierra, para “pasar a ser otra cosa” por mediación de Salo (un Salo reconstruido). Tal y como se nos narra, a modo de epílogo, en el último capítulo (XIII). Sic transit gloria universum.

No existe una estructura formal y vertebradora en la novela, sino una sucesión de ideas concatenadas, en función del desnudo psicológico de los protagonistas corales. Más que un desarrollo argumental estándar, la presente parábola es un estado de ánimo multidisciplinar. La narrativa clásica se ve atomizada por diálogos del espacio exterior e interior, como cazados al vuelo por esos espacios de Dios. Existen repeticiones y paralelismos en dicho andamiaje (también en la siguiente obra que veremos). Las divagaciones pueblan una novela de aspectos psicológicos o accidentes -en el sentido más heleno del término-, con una fuerte carga de simbolismo de andar por casa. Es decir, asequible en última instancia. Y, sin embargo, sobresale una idea vertebral, un fondo integrador. Ese cuestionamiento de la libertad. ¿Seremos nosotros también máquinas, en pleno proceso de aprendizaje? Si es así, ¿quién nos creó, y con qué fin? Consideraciones enfrentadas a un escenario visto como teatro del absurdo, que impide la total empatía con los personajes, pues no ha lugar. Como difícil es tratar de conocernos los unos a los otros.

En realidad, la idea base de Las sirenas de Titán estriba en que el ser humano será portador de todo lo bueno y malo que lo constituye, cuando se traslade al espacio. Algo que ya veníamos intuyendo gracias a la ciencia ficción.
 
Matadero Cinco (Slaughterhouse-Five, 1969; Anagrama, 1991; Blackie Books, 2021), subtitulado La cruzada de los niños (The Children’s Crusade: A Duty-Dance with Dead), es tenida como la obra cumbre del a veces esquivo Kurt Vonnegut. Un inclasificable compuesto por frases concisas envueltas en un lenguaje sencillo. Que bebe de las experiencias reales y poco gratas del joven Vonnegut como soldado en suelo alemán; en concreto, durante el bombardeo de Dresde de 1944, en plena Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El matadero hace alusión al lugar donde se encerraba a los prisioneros de guerra (de los que él formaba parte), durante la noche. Como los glaciares, las guerras parecen fáciles de detener, pero son inexorables (capítulo I).

Me agrada este libro porque es una miscelánea de recuerdos del pasado y el futuro, donde el sentido del honor -ergo del humor- está muy por encima de los macabros sucesos, jamás banalizados. Riéndose de aquellos que lo único que han hecho en estas últimas décadas es cambiar un catecismo por otro.

Pocos autores han sabido pincelar tan bien la nefasta rutina. En cualquier escenario. De tal guisa, Kurt Vonnegut se nos muestra en esta obra escritor ácido, pero no lisérgico. Una vez más, entran en liza el destino, y cómo jugamos nuestras cartas. Aunque sin conocer las reglas del juego (que para colmo, pueden alterarse durante la partida). Un poco como la política actual. Es decir, sin saber quién determina tal destino y sin apenas intuir para qué. Con ánimo de convencernos y justificar lo que haga falta, están las llamadas terminales mediáticas, un apelativo que bien merece haber surgido de una novela de terror y ciencia ficción.

Este pensarse a sí mismo procura un sentido a la vida, que algunas creencias espirituales vislumbran, en tanto que otras ideologías oscurecen. Lo que en el texto queda expuesto con lacónica mordacidad.
 
Imágenes de la película
La psicología de los personajes, harto reales, queda bien retratada por la atención a algunos detalles de su vida, que se cargan de significado dadas las adversas circunstancias. Personajes como Billy Pilgrim (Peregrino), que compareció en la guerra, echó cuerpo a tierra en la vida civil, y naufragó en su relación con los demás. Pensando que había sido invitado por los extraterrestres para darse un garbeo por su planeta -de ellos-, no se sabe si a ciencia cierta, o a causa del trauma sufrido en la guerra (como lo ven los demás) (II).

El autor echa mano de algunas metáforas brillantes y empleo de reiteraciones, por ejemplo, en el nombre Billy, o en ciertas acciones verbales y frases hechas muy conocidas (III). Con objeto de recrear una inercia y desesperanza, y una sensación de perturbada realidad mental, en lo que ha sido un método repetido después con desigual fortuna. Billy se convierte así en un cronista autobiográfico y demiurgo, que trata de expurgar, desdramatizar, lo que de traumático ha experimentado. Una ironía de sonrisa congelada. De este modo, el juego con el tiempo en la novela remite a una especie de Nuestra ciudad (Our Town, 1938) dislocada. Como lo pueda ser el mostrar a Billy en el interior del OVNI (IV-V), o cuando este cuenta su experiencia insólita y trascendental en un programa de radio (IX).
En la guerra, fue uno de tantos prisioneros en un campo de concentración alemán, en compañía de unos ingleses amables y bien pertrechados (V-VI). Le sobrevive su propia vida, esposa e hijos. Lo que incluye un accidente de avión del que sale indemne (VII). Ítem más, subyace una honda crítica al poder. Da fe la inocencia del profesor de instituto Edgar Darby respecto a las bondades del gobierno -el Estado- (VIII), prontamente eclipsadas. Para Vonnegut no existe la menor duda, critica a los imbéciles que se aferran al poder.
 

Libro generacional, pero más allá del tiempo, el autor también se permite la ironía de introducirse, aparte de como Billy Pilgrim, a través de la referencia a un autor de ciencia ficción de segunda fila, Kilgore Trout. Que no vende un solo libro pese a ser relativamente conocido
(VIII). No era el caso de Vonnegut, obviamente. Tampoco de su personaje central, que ha hecho cierto prestigio y fortuna como optometrista. Cabe pensar que esta es la singular y, de nuevo, irónica razón, por la que Billy Pilgrim ve el mundo de forma distinta a la mayoría de la gente, aunque esto no le evite la apatía de su vida laboral y familiar. Para al fin conjurar el terrible bombardeo de Dresde, que pilla a Pilgrim (a Vonnegut) en el interior de una cámara frigorífica en el Matadero Cinco (VIII). Lugar poco glamuroso pero salvífico. Metáfora del propio existir. Siendo uno de los pocos supervivientes, el mundo se le reaparece en forma de unos caballos sufriendo y la prescriptiva estancia en el hospital (IX). De regreso a su presente histórico, habrá de hacer frente al fallecimiento de un ser más querido que cercano, a consecuencia de las heridas de un accidente de tráfico. Accidente igual de irónico, por su retardo. Curiosa elongación en unos tiempos, presente y pasado, que, a lo largo de la novela y la adaptación cinematográfica, van a ser narrados en paralelo.

Billy lloraba muy poco, aunque a menudo veía cosas por las que valía la pena llorar (IX). Conclusiones y anécdotas finales conforman el capítulo número diez y último de nuestra vida. Quise decir de la de Billy.
 
La traslación cinematográfica emprendida por George Roy Hill (1921-2002), con producción de Paul Monash (1917-2003), en 1972, no es tan desigual y pretenciosa como algunos sentadores de cátedra han esculpido. Matadero cinco (Slaughterhouse-Five, Universal) sobresale por su capacidad de estimular el conjunto, y saber tomar todas y cada una de las derivas visuales que el libro ofrece. Siendo la película una fiel recreación, en contenido y estructura, del original, considerando la evidente dificultad de una adaptación, merced a esa cualidad psicológica e inasible. De ello se encargó el guionista Stephen Geller (1940), que conjuntamente abordó el cine de género sin perder de vista las aristas menos previsibles, en títulos tan logrados como Los secretos de la Cosa Nostra (The Valachi Papers, Terence Young, 1972) y Ashanti (Ébano) (Ashanti, Richard Fleischer, 1979).

La humanización parece inevitable con la encarnadura cinematográfica que proporcionan los distintos actores. Pero esto se agradece. Los personajes de Kurt Vonnegut dejan de pertenecer con exclusividad al reino de la entelequia, aunque sigan perteneciendo al de las sombras (esas que tan bien supo retratar Jean Pierre Melville [1917-1973]). Joven americano medio, de aspecto sencillo, honesto, incluso germano (rubio con ojos azules), con carácter sensible y soñador, escorpiano como su propio autor, asistimos al fragmentado, pero no distorsionado, periplo de Billy Pilgrim (Michael Sacks), desde Bélgica a Dresde, y finalmente, al planeta Tralfamadore, en un fluido montaje (obra de Dede Allen [1923-2010]), entre presente y pasado, compartiendo las consideraciones sobre el destino y el libre albedrío que se desplegaban en la anterior novela. El momento está estructurado así, proclama uno de los tralfamordianos, en una estancia extra-terrestre de Billy, que podemos situar entre la peripecia de George Adamski (1891-1965) y El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998). Unos tiempos narrados, como dije antes, en paralelo. Pues la vida es una sola, la de Billy Pilgrim, y en el psiquismo, no existen el tiempo y el espacio.
 

Me he quedado colgado en el tiempo
, asegura Billy. Su imagen caminando en la nieve da cuenta de una personalidad en formación y en unión con la totalidad de la naturaleza (no solo con lo que se ve). Una indefinición, si se quiere, que se irá definiendo en su vida gracias a la imaginación, su relación externa con la otra realidad de los seres del planeta Tralfamadore (exacto, el mismo que el de Las sirenas de Titán). Allí logrará ser feliz, en compañía de la abducida actriz Montana Wildhack (la estupenda Valerie Perrine), en contraposición con su anodina vida tras la guerra. Y con el concurso de ciertos y sanadores apuntes de humor, inevitables incluso en las situaciones más desagradables, como la comparecencia del ejército inglés en uno de los barracones de la contienda, con su vitalista algarabía y marcialidad, en expresivo contraste con el nuevo atajo de prisioneros que es el entristecido pelotón norteamericano. Así mismo, el personaje cercano a la caricatura de Howard Campbell (Richard Schaal), también en el frente, capaz de exculpar el nazismo con tal de condenar el comunismo (en esto sí le dio la historia la razón). Estereotipo contrario al del hijo, Robert Pilgrim (Perry King), cuando ya es adulto y se ha alistado. Tampoco resulta baladí el hecho de que, a su regreso de la guerra, Pilgrim tenga como mejor amigo y confidente a su fiel perro Spot.
 

Matadero Cinco
contó con la fotografía del checo Miroslav Ondrícek (1934-2015), los decorados del imprescindible Harry Bumstead (1915-2006), y los efectos visuales del gran Albert Whitlock (1915-1999). Quizá me gusta menos la inclusión de música clásica en la banda sonora (prefiero siempre la labor del compositor cinematográfico), sin embargo, a cargo de ella está un intérprete de la envergadura de Glenn Gould (1932-1982), y tampoco hace excesivo acto de presencia a lo largo del metraje.

Billy Pilgrim iniciaba su recorrido en la película (con)fundiéndose con la nieve. A ella regresa cuando resulta ser el único superviviente de un terrible accidente, dispuesto por la vida civil. También querría destacar la excelentemente filmada secuencia de la accidentada llegada de la esposa de Billy, Valencia (Sharon Gans), al hospital. Mejor es tomar el destino con sentido del humor.

Escrito por Javier Comino Aguilera



Edad prohibida, de Torcuato Luca de Tena

13 septiembre, 2022

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Hay cientos de novelas de formación, con esas historias en las que una persona deja de ser niño para convertirse en adulto pasando por esa dura etapa que es la adolescencia. Esos testimonios ficticios sirven para dejar una huella en el tiempo, para atravesar lugares comunes por los que todos hemos podido transitar o, al menos, conocer, pero que también quedan anclados a unas circunstancias históricas y sociales concretas. No es la primera vez que menciono el hecho de que tanto la infancia como la adolescencia van cambiando, aunque contengan características comunes a pesar del paso inevitable del tiempo. Al lector juvenil le puede servir para sentirse identificado con sus preocupaciones, al lector adulto, para recordar y, seguramente, para sentirse en intimidad con una época que ya no va a volver. Porque cuando nos enfrentamos a libros tan dispares como El camino (Miguel Delibes, 1950), Oppi (Justo Navarro, 1998), Deseo de ser punk (Belén Gopegui, 2009), Los peces no cierran los ojos (Erri de Luca, 2010) o Si nunca llego a despertar (Javier Yanes, 2011), nos enfrentamos también a una forma de entender esa etapa de la vida que es única y que puede resultar ajena a muchos adolescentes de hoy. A pesar de lo cual, no dejan de ser espejos que reflejan preocupaciones y emociones similares a las que tienen o hemos tenido.

Ni siquiera Edad Prohibida (Torcuato Luca de Tena, 1958) es similar a los ejemplos anteriores. Aunque temporalmente su publicación es cercana a la novela de Delibes, abordan infancias y adolescencias distantes. La de Delibes es rural, previa al paso a la ciudad, mientras que Luca de Tena nos transporta a la vida medio burguesa de San Sebastián. La novela está ambientada en los años de la guerra civil española, aunque esta sea solo un telón de fondo, como comentaremos más adelante. Aborda la vida de Anastasio, un joven tímido y retraído que acaba en San Sebastián huyendo de la guerra que ha provocado la muerte de su padre y que su madre permanezca en Madrid ante la imposibilidad de salir de la capital. Sintiéndose rechazado por los tíos que lo acogen y extraño en una ciudad que no conoce, empezará a deambular entre tranvías y playas, a cruzarse casualmente con personas que acabarán por determinar su adolescencia y parte de su identidad futura.

Playa de la Concha, donde suceden varios acontecimientos de la novela (Fotografía de LJ)
Como en otras historias similares, encontramos en esta novela un presente en el que los personajes son ya adultos y viven en una situación destacable: Enrique lleva años en prisión, donde mata las horas dibujando e improvisando con su armónica, Anastasio es el nuevo director de la cárcel. Sobre cómo les han llevado sus vidas hasta ahí nos dará cuenta el relato que encontramos en Edad prohibida, aunque sea de manera sucinta, porque donde realmente va a ahondar es en su amistad, en la adolescencia que compartieron. Ante su reencuentro tras años de distancia, ambos recuerdan aquellos años, especialmente Anastasio, que pasa una noche en vela en el campo rememorando a su yo de trece años que llegó solo y desamparado a San Sebastián.

Y es en ese recapitulación donde encontramos una prosa detallada y fluida, que nos muestra la sensibilidad del protagonista a través de un mundo interior rico donde se oculta, ya que su timidez le impide decir abiertamente lo que piensa o siente. Es un muchacho retraído que siente vergüenza de que le vean aprendiendo a nadar, pero que a su vez siente fascinación por el mar desde la primera que lo ve o que actúa en ocasiones por ciertos impulsos de los que se arrepiente... o se arrepiente precisamente por no haber hecho nada. Torcuato logra caracterizar a este protagonista de tal forma que resulta tan creíble como una persona de verdad. A él lo acompañaremos a lo largo de toda la novela, aunque hay ciertos apartados dedicados a Enrique, que es un personaje más extravagante, con una personalidad contraria a la de Anastasio: abierto, imaginativo, dicharachero, arrogante y temerario. No obstante, hay un mayor nivel de intimidad con el primero, en tanto que en la narración se desarrolla mucho más y tiene más espacio de crecimiento que el segundo, cuya evolución puede resultar algo más abrupta si no atendemos a las señales que nos proporciona Torcuato a lo largo de la obra. 

Niños remando (Fotografía de LJ)
El resto de personajes se perfilan bastante rápido, rellenándolos de características que no solo se enumeran cuando son presentados, sino que forman parte de sus actos posteriores. Por ejemplo, en cuanto Anastasio entra a formar parte de la pandilla, se nos describe a Leopoldo, Andrés, Adolfo y Javier, aparte de a Enrique como líder carismático y magnético. Todos representan distintas personalidades y la novela nos ofrece ocasiones en que esos caracteres chocarán de manera abierta, incluyendo riñas y rencores que tendrán repercusión en el desarrollo de su relación, como sucede en la realidad. Durante Barbecho, la primera parte de la novela, que se divide en tres, Luca de Tena realiza un excelente retrato de las travesuras y aventuras más infantiles, como cuando desnudan a uno de la pandilla y lo tiran al mar, para su vergüenza, cuando todos creen que un dibujo ha cobrado vida o el encuentro furtivo con las niñas para jugar a las prendas, aunque aún sin pagar ninguna (ya llegará la ocasión, con rencillas incluidas). También encontraremos las influencias negativas, como los primeros cigarrillos o la persecución de los chivatos, en uno de los capítulos más violentos y que será la primera discusión relevante del grupo.

Resulta relevante mencionar que ya en estos primeros capítulos percibimos el peligro en Enrique. A pesar de su encanto arrollador, capaz de conseguir la admiración de la pandilla y el amor de la chica con más protagonismo, Celia, también se nos muestra cómo no sabe medir su carácter violento o cómo engaña tanto a amigos como a familiares para conseguir sus propósitos o enmascarar un (pequeño aún) delito. Como advertíamos, el autor va sembrando poco a poco ideas en el desarrollo de los personajes que tendrán consecuencias en sus porvenires. Incluso la situación social en la que se encuentra Anastasio y por la que él mismo se siente aparte del resto de sus amigos, de familias más acomodadas, tendrá relevancia posteriormente, cuando el mundo adulto se abra paso en sus vidas y empiecen a existir límites que no se planteaban en la infancia.

Fotografía de LJ
En Siembra, la segunda parte, nos adentramos en el terreno de la adolescencia y comienzan entonces las tramas amorosas y también la entrada en el terreno de la sexualidad. En esta parte se desarrolla el concepto que da título a la obra, esa edad prohibida sobre la que reflexiona Anastasio, que se encuentra en tierra de nadie, niño y adulto a la vez, sintiéndose imperfecto mientras atraviesa una pubertad con nuevas emociones y sensaciones que no controla. Además, en su caso, se siente perdido frente a la actitud más arrojada de los iguales, en este caso su pandilla. Durante los capítulos de esta parte del libro seremos testigos tanto de su primera e inocente relación de novios, su primer corazón roto, la traición de la amistad, pero también el primer duelo, el encuentro con realidades que ignoraba de niño, ese mundo de los bajos fondos que está a veces a plena vista, como en este caso con las prostitutas a las que repudia, pero que también la tientan, o las confidencias que tiene con gente de confianza, ya sea de la pandilla, un profesor de literatura, en este caso fraile, o una querida amiga.

Para cuando llega la tercera parte, Recolección, el lector podrá sentir que conoce bien a los personajes y se encuentra ya camino del final, pues se adentran de manera definitiva en la edad adulta, tomando caminos separados (no es de extrañar, además, que en el cambio entre ambas partes se encuentre el final de la guerra). Quizás estos capítulos finales no resulten tan brillantes o tan trabajados como las partes anteriores, aunque tienen momentos destacables, como el reencuentro de la pandilla en una boda, de la que Luca de Tena se guarda de dejar cierta intriga sobre los contrayentes, aunque después se resuelve con rapidez, la trama algo enrevesada de Enrique y Giselle, que supone el culmen de su desarrollo como personaje, o el diálogo que mantienen Anastasio y la madre de Celia en San Sebastián así como el encuentro de nuestro protagonista con una niña al final de la novela. 

Ahora bien, también es cierto que se acumulan varios hechos de manera atropellada; por ejemplo, toda la trama de Enrique podría haberse iniciado de manera más acertada en la segunda parte, aunque aparecieran en Siembra algunos de los elementos fundamentales para entender el futuro del personaje. Pero lo relacionado con su familia queda planteado y resuelto en este último tramo. De la misma forma, parece faltar un diálogo más completo entre Enrique y Anastasio, aunque ello no le resta realismo a la escena que desarrolla Luca de Tena, que es lógica si comprendemos a ambos personajes tras todo el recorrido realizado. Y su final puede resultar algo alargado y con una resolución curiosa por dejarlo abierto, aunque cargado de cierto lirismo y encanto. Aunque no cierre de forma definitiva, es fácil interpretar la conclusión.


Hay un par de detalles que no deben pasar por alto. Para empezar, Luca de Tena se guarda de cualquier comentario sobre la guerra, aunque se deja entrever que los tíos de San Sebastián apoyan al bando nacional mientras que su padre fallecido era partidario de la República. El final de la contienda es celebrado más por la posibilidad de reunirse con los familiares que estaban al otro lado de las líneas que por su resultado en sí. No estamos, por tanto, ante un libro sobre la guerra civil, aunque la mayor parte de los acontecimientos transcurran en ella. Por ello, debemos entenderla como una novela de formación, de aprendizaje, que narra además de manera bastante amena el desarrollo de su protagonista hacia el mundo adulto.

Y, en segundo lugar, resulta interesante cómo el destino de Enrique es consecuencia de una crítica moral a sus actos. La cárcel en la que lo encontramos al principio, siendo un personaje tan admirado y seguido por toda su pandilla, es el destino de no haber sabido aprovechar las oportunidades que le brindó la vida: ni su familia, ni los centros escolares por lo que pasó, ni siquiera a sus amigos. Su arrogancia y el sentido de no estar subordinado a nadie le arrastran a este lugar. No obstante, destaca la forma en que el autor logra tratar el asunto, pues en ningún momento censura al personaje durante la narración, sino que nos muestra sus actos desde el inicio e incluso nos permite adentrarnos en su monólogo interno, viendo cómo las malas decisiones y su impulsividad le arrastran irremediablemente. Aún así, solo en algunas ocasiones los personajes más relevantes lo critican. Incluso Anastasio mantiene su simpatía por Enrique cuando se reencuentra con él en la cárcel.

Torcuato Luca de Tena (Fotografía de ABC, 1979)
Edad prohibida consigue que te sientas cómodo con sus personajes, que encuentres en ellos la jovialidad, la rebeldía y la camaradería que se podían encontrar en esa frontera entre la niñez y la adultez, sabiendo sobre todo construir dos personalidades antagónicas, pero que se complementan de manera ideal en la novela, además de un plantel de personajes creíbles y que se sienten cercanos. El pequeño cúmulo de anécdotas inicial nos va dando paso a un microcosmos de relaciones personales que se cimientan y desarrollan en la segunda y la tercera parte con una prosa ligera, pero cultivada, que abunda en el monólogo interno y que nos ofrece una mirada a un mundo interior muy bien construido.
Escrito por Luis J. del Castillo



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