Qué intensa
y curiosa vida la del escritor inglés Ian Fleming (1908-1964). Según figura en la
red, el vicealmirante John Henry Godfrey (1888-1970), director
de la División de Inteligencia Naval
de la Marina
Real británica, lo reclutó en mayo de 1939 para que
ejerciera de asistente
personal. Entre 1941 y 1942, Fleming quedó a
cargo de la Operación Goldeneye,
cuyo propósito era mantener una estructura de inteligencia en España, en caso de una
invasión alemana del territorio. Ya en 1942, el futuro creador de James Bond formó
una unidad de comandos, conocida como la 30
Assault Unit (30AU), compuesta por
tropas especializadas en investigación y vigilancia.
En marzo de
1944, supervisó el reparto de documentos de inteligencia a la Marina Real, que
se estaba preparando de cara a la Operación
Overlord (el desembarco de Normandía).
En octubre
del 47, Fleming recibió el reconocimiento danés Frihedsmedalje (sic),
por la asistencia proporcionada a los oficiales daneses que escaparon al Reino
Unido durante la ocupación del país por la Alemania nazi.
Tras su
desmovilización, en mayo de 1945, Ian Fleming aceptó un empleo en el grupo
periodístico Kemsley, por aquel entonces propietario del Sunday Times.
El interés
de Fleming por redactar una novela
de espionaje se remonta a este período de la
Segunda Guerra Mundial (1939-1945). James Bond, también conocido por su código
personal 007, es un oficial del Servicio de Inteligencia Secreto
y comandante de la Royal Naval Reserve. El doble cero significa que posee licencia gubernamental
para matar, si se da la circunstancia.
Tras la
publicación y clamoroso éxito de Casino Royale (1953), la primera novela
del célebre oficial de Inteligencia, Ian Fleming empleó sus vacaciones anuales
para acudir a su casa de Jamaica y escribir más historias sobre el personaje.
En 1962, comenzaron a ser llevadas al cine.
Algunos
críticos cinematográficos han considerado el ciclo de películas de James Bond
interpretado por el actor inglés Roger Moore (1927-2017) algo de segunda
categoría. Como me satisface enormemente llevar la contraria, sobre todo a los loros
que esgrimen ideas prestadas, comienzo este repaso a la figura del agente
secreto por dichas películas. Bien es verdad que en ello han de ver mis
propios recuerdos como espectador, en aquel momento, en plena niñez y
adolescencia. Pero es que el aspecto sardónico que vamos a (re)descubrir, nunca
me pareció denigrante para el personaje, ni mucho menos escaso de funcionalidad
de cara al resultado aventurero, incluso cinematográfico, de la serie. Dicho de
otro modo, no me siento ofendido por que James Bond sea heterosexual, mujeriego,
chistoso y expeditivo.
Vive y deja morir (Live and Let Die, United Artist, 1973),
escrita por Tom Mankiewicz (1942-2010), que años después coescribiría Lady Halcón (Lady Hawke, Richard Donner, 1985), es
la primera de las películas interpretadas por Roger Moore, tras la dejación, no
definitiva, del excelente Sean Connery (1930-2020). La película está basada en la
segunda novela, de igual título, escrita por Ian Fleming, publicada en 1954 (RBA,
1999). Muchas de las características del autor se trasladaron al personaje de
James Bond. Sin embargo, este también halló inspiración física y hasta psicológica
en otros contemporáneos, como el compositor Hoagy Carmichael (1899-1981), al
que los cinéfilos recordamos por su intervención en la sensacional Tener y no tener (To Have and Have Not, Howard Hawks,
1944), y por ser el autor de numerosos estándares de la música popular,
trasladados al universo del jazz.
Todas las obras
cinematográficas son hijas de su tiempo. Incluso las de época. La
reivindicación de la negritud (blaxploitation),
o la moda en las artes marciales, puestas de manifiesto por Bruce Lee (1940-1973) en su propio país de origen,
antes de dar el salto legítimo y mortal
a los demás, son carburantes que ayudaron a encender el motor de las dos
primeras películas de este nuevo recorrido, filmadas con buen tino por el
veterano Guy Hamilton (1922-2016; fallecido en Palma de Mallorca, España, lugar
donde residía). Hamilton había dirigido previamente el magnífico Goldfinger (íd., United Artist, 1964).
El flamante
James Bond hace su renovada presentación en la cama, comme il faut. Y no solo, como habrán adivinado. Esto sucede tras los
elegantes títulos de crédito elaborados por el habitual diseñador gráfico
Maurice Binder (1925-1991), cuyo estilo, trascendiendo el mero afán
psicodélico, ayudó a definir todas las películas de James Bond, hasta el año
1989. La vertiente incluye los preciosos carteles de las películas.
Vive y deja morir da inicio
con la presentación de diversos escenarios, que transitan de lo urbano a lo
agreste, de lo aparentemente resguardado a lo considerado “exótico” y expuesto.
Desde un colorido funeral en la ancestral ciudad de Nueva Orleans (EEUU),
a la ficticia isla de San Monique, en el Caribe, un remedo de Haití. Todos son
peligrosos, pero se saben conjugar con cierto sentido del humor irónico. Un aspecto
que se traslada a los gadgets, esos
instrumentos capaces de salvar la vida de nuestro protagonista, u otros
participantes, in extremis.
En esta vistosa
aventura, los prolegómenos, que suelen constituir una peripecia previa –y
espectacular- del agente secreto, nos ponen en antecedentes de lo que va a
suceder después. Tres agentes doble cero han sido asesinados. El Primer
Ministro de San Monique (curiosa mezcla de español y francés, en dificultosa
armonía gramatical), es el doctor Kananga (Yaphet Kotto). Kananga, además de
implantar una base subterránea bajo su vivienda, con el fin de procesar una
adormidera e introducirla en EEUU,
debidamente convertida en droga, a través de una red de restaurantes, tiene
sometidos a los lugareños de su isla gracias al tarot de su echadora de cartas particular,
Solitaire (Jane Seymour), y sobre todo, el vudú del Barón Samedi (Geoffrey
Holder). Un vudú auspiciado por los engranajes y mecánica de ciertos fetiches.
Hemos
mencionado el tarot. Por casualidad -o no-, he observado complacido en internet
que incluso llegó a comercializarse una baraja con el emblema de James Bond, a
modo de promoción de la película y objeto para aficionados. Me parece una idea sibilina
y genial (lo que daría por haber tenido uno de no haber contado solo un año). Esta
mancia es empleada por el doctor Kananga para fines mucho más personales que el
vudú, con el que contiene a su pueblo.
Su
tarotista, Solitaire, descubre las cartas de la Suma Sacerdotisa y el Loco al
indagar en su futura relación con el agente secreto. Es decir, a la garante de
la sabiduría y la reflexión interior, y al que emprende un nuevo camino (una
nueva misión), aunando improvisación con experiencia. Experiencia e
improvisación que habrán de armonizarse en este nuevo escenario interior para
nuestro protagonista. El resultado es la carta de los amantes. Carta para enamorados,
pero también de la necesidad de elección. Como es lo preceptivo, cada uno acabará
siguiendo su propio camino. En otra ocasión, se nos muestra a la Reina de Copas
invertida. Para Kananga, esto es sinónimo de alguien que oculta algo, una
mentirosa. No va mal encaminado, realmente simboliza la dificultad de la vida
interior, en una etapa desfavorable (pero que se puede superar).
El empleo
de las cartas está supeditado a la abstinencia del amor físico por parte de Solitaire.
Es un giro muy interesante de la trama dispuesta por Tom Mankiewicz, hijo del
gran Joseph L. (1909-1993) y sobrino de Herman
J. (1897-1953).
Por si la
cobertura espiritual no bastara, Kananga cuenta con la protección de Tee Hee (Julius
Harris), un esbirro que utiliza de forma práctica y mortífera la prótesis de su
brazo. No será el primer ni último personaje que emplee una parte de su remachada
anatomía o indumentaria como defensa y castigo, de forma tan vistosa como insólita.
Bond hace
la primera escala en Nueva York. La hermandad negra conforma un escenario
propio y digno en esta aventura. Desgraciadamente, siempre hay quien trata de aprovecharse
de los demás, poseyendo tapaderas en
distintos países para distribuir la droga procesada, por vía de esas sucursales
para gente de color, los restaurantes Fillet
of Soul (El filete del soul). Están
regidos por un tal Mr. Big (al que da vida el propio Kotto). Así pasamos de la desorganizada
Organización de las Naciones Unidas a los barrios más deprimidos de la ciudad,
que en los años setenta constituían un entorno tan peligroso como visualmente impagable,
con especial acento para el género policíaco.
El enlace
femenino de James Bond es también de color. Se trata de Rosie Carver (Gloria
Hendry), una agente de la CIA.
Esta es su segunda misión, y aún anda un
poco verde. Pero James sabe cómo hacer frente a estas desazones. En la
película siguiente, será la agente Goodnight (Britt Ekland). No son las
actrices principales de la narración, sino, repito, los enlaces proporcionados
por otras agencias afines, un personal también conocido como las chicas Bond. Por supuesto que también
existen enlaces varones; aquí mismo, Felix Leiter (David Hedison), visto en
películas precedentes; Ferrara (John Moreno) en Solo para sus ojos (For Your
Eyes Only, John Glen, 1981), o Vijay (Vijay Amritraj) en Octopyssy (íd., John Glen, 1983). En la siguiente película, segunda para Roger
Moore, será el agente Hip (Soon-Tek Oh) el que eche una mano a James Bond (¡de
forma distinta a como lo hacen las señoritas!). La escuela a la que es inscrito
007 sin su pleno consentimiento, es
en El hombre de la pistola de oro (The Man with the Golden Gun, Guy
Hamilton, 1974), una concesión a la ya citada moda de las artes marciales. Pero
que funciona muy bien, como sucedía con el policiaco Los aristócratas del crimen (The
Killer Elite, United Artist, 1975) de Sam Peckinpah (1925-1984).
Simpática,
e igualmente paródica, es la presencia en Vive
y deja morir de un sheriff del
medio oeste, interpretado por el estupendo característico Clifton James (1920-2017),
J. W. Pepper. Mascador de tabaco y representante de la ley con voz gangosa, que
se ve inmerso en una descomunal persecución por tierra, agua y hasta aire, en
las mismísimas marismas de Luisiana. El personaje volverá a hacer acto de
presencia en la siguiente entrega como asombrado turista.
Los
acontecimientos pre títulos de crédito no tienen a James Bond como
protagonista, salvo en efigie, en El
hombre de la pistola de oro. Sirven de presentación a su oponente, Francisco
Scaramanga (Christopher Lee), en un baile de figuras estáticas que parecen cobrar
vida. Es el escenario donde Scaramanga se entrena y mantiene en forma, antes de
cometer un asesinato. Eso, y hacer el amor con su compañera, en esta ocasión, la
señorita Andrea Anders (Maude Adams).
Las balas que
emplea son de oro, lo que constituye una pista, hasta cierto punto, sencilla de
seguir. No todo el mundo las fabrica. Bajo
cuerda, por supuesto. Cobra un millón -de la época- por diana. Adornado
merced a la imaginación de Ian Fleming con una tercera mama, Scaramanga es un servicio
letal a disposición del que le pueda pagar. Es el gourmet de los asesinos a sueldo. Como dato anecdótico, pero bien dispuesto,
cuando 007 se hace pasar por Scaramanga, se coloca la prótesis correspondiente en
el lado opuesto del pecho: no existen retratos del escurridizo y perspicaz
mercenario, tan solo los datos anatómicos, imprecisos, y una breve biografía.
Por desgracia para Bond, el auténtico Scaramanga ha tenido la misma idea de
hacer una visita al potentado Hai Fat (Richard Loo), el último de sus
empleadores.
La de
ambos, criminal y agente secreto, es una profesión solitaria. Pese a verse
rodeados de personas.
Y de nuevo,
el humor. Sito en el paradero de una bala que acabó con la vida de un colega
doble cero. Para obtener la información que precisa, Bond se acerca a la
señorita Anders, la compañera sentimental -y prescindible- de Scaramanga. A
cambio, Anders espera que Bond la libere de la tiránica pertenencia a
Scaramanga. He soñado que usted me
libertaba. Él acepta, a cambio de tener acceso al Solex, una célula solar.
La misión ante todo. Estos cachivaches son el macguffin (la excusa) para emprender e hilar la trama. Generalmente,
esta acaba en la híper tecnificada base y refugio del alocado antagonista. Una
gozada argumental y visual. En el caso de Scaramanga, ya indiqué cómo precisa
del acto sexual para aclarar y relajar sus sentidos, antes de proceder a matar.
Su famosa y temida pistola de oro puede entenderse como un símbolo fálico. Su última
víctima, en Macao (China), resulta ser Gibson (Gordon Everett), un experto en
energía.
Anteponer
lo sexual, o emplear dicha arma como moneda de trueque, no me parece tan descabellado
o diferente a lo que sucede hoy en día en las tecnificadas redes sociales o las
televisiones privadas (de una forma más soez, por supuesto). Sea como fuere, quienes
se ofenden por esto, y tratan de limpiar conciencias y celuloide, a menudo
olvidan las noticas de esta índole cuando están bendecidas por su ideología
(afectan a sus amados líderes). Hay que
cumplir con el deber, insiste Bond ante Mary Goodnight, su referido agente
de enlace. Ya te llegará el turno,
añade, respecto a las regalías amorosas de su puesto. Goodnight está prendada
de James Bond, según nos es descrita, y punto (en cualquier caso, ¿está
prendada de su persona o de las implicaciones de su cargo?: ya indiqué que la
soledad del agente es un hecho cierto). Alto voltaje que, comparado con el
último James Bond, descafeinado hasta convertirlo en denigrante, resulta
subversivo y estimulante.
Por otra
parte, da gusto contemplar imágenes reales, un vehículo ejecutando una ardua acrobacia,
o un hidroplano sobrevolando el entorno de Scaramanga, en lugar de la típica imagen
rápida y furiosa ejecutada por los últimos adelantos –adelantamientos, más
bien- de un ordenador. Lo que resulta espectacular es lo que posee una
dimensión física, y no el asombro embotellado que proporcionan unos gráficos en
los que ya casi nadie cree. Porque se alejan de la justa medida y mezcolanza de
los armonizados efectos especiales que aunaban ambas facetas, maquetismo y
virtuosismo real (con especialistas), en sintonía con los adelantos
informáticos, puestos al servicio de una trama, y no como sustitutivos o
rectores de la narración.
En El hombre de la pistola de oro, la
espectacularidad consiste en eso (la sorprendente cabriola de un vehículo y
otras “sencillas” escenas de acción). Pero queda todo lo demás. La emoción por
el suspense entre los antagonistas, la degustación de los enclaves, el sentido
del humor, la presencia de otros mundos pretéritos enfocados al futuro, con
ribetes de cómic y pulp, el desfile
de modelos, la música…
Scaramanga
también posee su propio refugio particular. Una vivienda completamente
automatizada. Como las energías conocidas son demasiado caras, y tras la Crisis
del Petróleo (1973-1974) no están bien vistas, pretende un monopolio con la
incipiente energía solar. Dominar el mercado. Y pensar que los distintos Estados
y Uniones le han tomado la palabra. Todo esto se fragua en las instalaciones
anejas a la mansión de Scaramanga, de las que indica que él es el custodio, más
que el diseñador (lo ampara el gobierno de turno, no necesariamente el
tailandés).
Algo han de
ver los orígenes circenses de Scaramanga con la puesta en escena de los duelos
organizados por el pistolero y su fiel servidor, Nick Nack (Herve Villechaize).
Un secuaz que sabe aguardar hasta el último momento para tratar de sorprender a
nuestro agente secreto; al igual que en el caso anterior hiciera Tee Hee. Aparte
de que cada asesinato-ejecución queda convertido en una “obra maestra”, con su
puesta en escena correspondiente. A este respecto, y como representación simbólica
de un mundo que comienza a resquebrajarse y escorarse, destacan las imágenes
tomadas en el pecio Queen Elizabeth, en el puerto de Victoria Harbour, en Hong
Kong.
En efecto,
el periplo de James Bond lo encamina primero a la metrópoli china (antigua
colonia británica), y luego a Bangkok, capital de Tailandia. La excusa, para la
ocasión, es la célula fotovoltaica conocida por Solex.
Aquí Tom
Mankiewicz contó con la ayuda en el guión de Richard Naibaum (1909-1991).
Aunque la película no resultó tan rentable como las producciones previas, pienso
que su contención la ha hecho ganar con el tiempo.
El hombre de la pistola de oro
marca además el regreso de John Barry (1933-2011) a la saga de James Bond, que
él ayudó a cimentar. Quien mejor supo identificar con sus tonalidades cálidas y
ritmos pegadizos la esencia de los relatos y su protagonista, ofrece una nueva
muestra de maestría compositiva. En los casos inmediatamente anterior y
siguientes, los acompañamientos musicales correspondieron a George Martin
(1926-2016), productor, arreglista e ingeniero que entregó una banda sonora
harto estimable; el siempre reivindicable Marvin Hamlisch (1944-2012), y de
nuevo John Barry. James Bond siempre ha tenido mucha suerte con la música, la
más entonada chica Bond.
007 estuvo
casado. Ya incidiremos en ello, en la segunda entrega de este análisis. De
momento, la información nos sirve para elucubrar acerca de la soledad, antes
señalada, del protagonista. Una cosa es ser ligón, aún por motivos de
extracción de información, y otra ser querido. El agente Triple X resulta ser
una mujer. Es otro de los giros simpáticos, cercanos al cómic, que procura el
nuevo guión de Christopher Wood (1935-2015) y Richard Naibaum para La espía que me amó (The Spy Who Loved Me, Lewis Gilbert, 1977). Gilbert ya había dirigido con
anterioridad Solo se vive dos veces (You Only Live Twice, United Artist, 1967).
La partenaire de James Bond en este relato
va más allá de la convencional pareja romántica. La mayor Amasova (Barbara
Bach) es una agente soviética. Con sus propios parámetros e inclinaciones. Y
aquí es donde la ideología política va a quedar en un segundo plano. Con la
diversión asegurada. Antes de la misión conjunta a la que se van a ver abocados,
Bond opera -y se relaja- en Austria. El impresionante salto al vacío del agente
esquiador, que a continuación despliega la bandera británica (la Union Jack),
continúa siendo insuperable (la escena más cara pagada a un especialista hasta
ese momento). ¿Se imagina alguien haciendo lo propio con la bandera española,
cuando ahora se saca hasta de los institutos, de forma nauseabunda por algunos
de sus integrantes, funcionarios ideológicos más que docentes? (No me lo han
contado. He sido testigo).
La
principal pista de la desaparición de una serie de submarinos británicos,
soviéticos y norteamericanos, propicia la entente
cordiale, y pone en jaque a los respectivos gobiernos. El rastro más
prometedor lo obtiene James Bond a través de un enlace -esta vez masculino- en
El Cairo, Hosein (Edward de Souza). Un antiguo conocido árabe que dispone de su
correspondiente harén. Este le coloca tras los pasos del mercader Max Kalva (Vernon
Dobtcheff), dueño de un restaurante en la capital egipcia, y su proveedor Asis Fekkesh
(Nadim Sawalha). El caramelo que nadie desea compartir es un sistema
localizador de submarinos.
Entre
tanto, Anya Amasova, no se queda atrás en la investigación, y llega a los
mismos sujetos tirando del hilo de sus propios informadores. Antes ha dejado
claro que ansía averiguar quién ha sido el responsable de la muerte de su
prometido. Otro agente soviético, muerto en acto de servicio en los Alpes
austriacos.
Con la
dirección de Lewis Gilbert (1920-2018) se potencian los acentos irónicos. Pero
la acción también encuentra un adecuado equilibrio. Sin ir más lejos, con los
operativos estadounidenses a los que se suma Bond, mientras Anya permanece
secuestrada por el malvado Karl Stromberg (Curd Jürgens). Stormberg ordena y
manda instalado en una alucinante y vigorosa fortaleza, diseñada por el
estupendo decorador Ken Adam (1921-2016). Una base de contenido renacentista
bajo el agua, llamada Atlantis. Para mí solo existe este mundo, asegura
Stromberg refiriéndose al mar. Suerte de capitán Nemo, que en la cresta de las
olas más ególatras y despiadadas que navega todo antihéroe, procura la desdicha
a quienes se cruzan en su camino o se las prometen muy felices. Los secuaces de
los que se sirve para mantener limpias y secas sus manos son Sandor (Milton
Reid) y Tiburón (Richard Kiel), que
volverá a intervenir en la película siguiente.
El caso es
que Tiburón da el pasaporte a Kalva y Fekkesh como si fuera un vampiro,
haciendo uso de su impactante y mortífera dentadura de metal. Otros hicieron
alarde de su pistola de oro; cada cual posee su estilo. Mientras Scaramanga
podía ocultarla a placer, Tiburón la
exhibe con amenazante lujuria. En cuanto a Stromberg, pertenece al género de
los genios desbocados con dinero. Como lo será Hugo Drax en la siguiente aventura.
Lo atestigua su buque cisterna Liparus. Aunque insiste en que no pretendo hacer dinero –el dinero ya
lo ha hecho, sin lugar a dudas, y empleado en sus megalómanas ocurrencias-, mi intención es cambiar la faz de la tierra.
Lo mismo que Drax. En suma, otro divertido iluminado, sostenido por el buen
hacer y presencia del alemán Curd Jürgens (1915-1982). El Liparus proporcionó
tan descomunal decorado, escenificado en el recién inaugurado Bond Stage de los
estudios Pinewood (Inglaterra), que el director de fotografía Claude Renoir
(1913-1993), sobrino de Jean (1894-1979), se
las vio y deseó para poder iluminarlo, habiendo de contar para tal labor con el
asesoramiento de Stanley Kubrick (1928-1999),
recordemos, director de fotografía y residente de las islas británicas.
La película
es, en definitiva, excelente, y cosechó un éxito morrocotudo entre los adultos
y chavales de todo el mundo. En los estadios iniciales del guión, firmado finalmente
por Christopher Wood, anduvo involucrado nada menos que el gran novelista
inglés Anthony Burgess (1917-1993), ligado al
mentado Kubrick como todos sabemos.
Chicas y
dinero, como la canción de Los elegantes,
se vuelven a comprometer en Moonraker
(íd., Lewis Gilbert, 1979), la
disfrutable entrega siguiente. El hecho es que, al final de los créditos de La espía que me amó, se anunciaba que la
siguiente aventura de James Bond sería la adaptación de algunos de los relatos
contenidos en la colección Solo para tus
ojos (1960; RBA, 1999). Pero
el estreno y, nuevamente, éxito sin ambages y apenas precedentes, de La guerra de lasgalaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), fue parejo al interés por todo
lo relacionado con el espacio exterior y las aventuras siderales (Space Opera), sostenidas más por los
menguantes presupuestos que, cuando la fuerza acompañaba, los nuevos avances en
efectos especiales (aún no existía el divorcio entre la artesanía y lo digital).
De tal manera que los productores Albert Broccoli (1909-1996) y Michael G.
Wilson (1942), decidieron cambiar el orden de su planificación sin alterar el
producto. Harry Saltzman (1915-1994) ya había dejado la producción tras El hombre de la pistola de oro, por una
serie de conflictos legales y de índole familiar.
Antes de
proseguir, en Moonraker contamos con
la edición de John Glen (1932), que pasaría a dirigir las siguientes entregas
de la franquicia. También el imprescindible y citado Ken Adam, colaborador de Robert Aldrich (1918-1983), Jacques Tourneur (1904-1977), Joseph L. Mankiewicz
(1909-1993) o, una vez más, Stanley Kubrick. Moonraker fue su última película de
James Bond. Como además señalé, la música, como siempre magnífica, la vuelve a
poner John Barry.
Así mismo, disfrutamos
de la presencia de otros actores de soporte que tan grato hacían el visionado de
las películas del agente 007. El almirante sir Miles Messervy, conocido por M (Bernard Lee), jefe del Servicio de
Inteligencia británico o MI6, Miss
Moneypenny (Lois Maxwell), secretaria de M,
y el mayor Boothroyd, apodado Q
(Desmond Llewelyn), intendente del laboratorio del MI6;
es decir, responsable del equipamiento de los agentes doble cero. Ninguno faltó
a su cita desde los inicios de la saga, con muy puntuales excepciones (Q no se deja ver en Vive y deja morir).
La
conquista y asalto del espacio volvió entonces a inundar las fantasías de
jóvenes y adultos tras la exhibición de La
guerra de las galaxias, como antes sucediera con los maravillosos fuegos de
artificio de los relatos en blanco y negro -principalmente-, pero sumamente
coloridos, de la década de los cincuenta. M
y el Ministro de Defensa, sir Frederick
Gray (Geoffrey Keen), se hayan en situación apurada (aunque no tanto como el
propio Bond, que va a dar con sus huesos ante un rival de altura y, en
principio, una dama de altos vuelos que deja su relación en el aire, en los prolegómenos de esta nueva encomienda). Un 747 modificado
que transportaba la lanzadera Moonraker se ha estrellado. Pero no hay rastro de
la lanzadera. Recordemos que, en 1976, se inaugura la era de los
transbordadores espaciales (coincidente con la filmación de La guerra de las galaxias), que afianzaron
nuestras visitas y conocimiento del espacio, en la misma década que vio cobrar
vida a las sondas Pioneer, Viking y Voyager (estas últimas, las de la excelente
e inolvidable Star Trek [íd., Robert Wise, 1979]); es decir, en justa
correspondencia con lo que sucedía en las salas de cine. Si bien, las
lanzaderas no fueron operativas en el espacio hasta 1981. Construida en
California (EEUU) por
Industrias Drax, propiedad de Hugo Drax (Michael Lonsdale), Bond visita dichas instalaciones
como primera y única pista del trágico accidente. Allí es atendido por la
doctora Holly Goodhead (Lois Chiles), de la NASA,
en comisión de servicio aquí.
Mezcla
ecuánime y presurizada de decorados y escenarios naturales, de acción contenida
-amorosa y humorística- y acción desorbitada, Moonraker depara ajetreo y entretenimiento a partes iguales. Lo primero
no se come lo segundo, como tanto ocurre hoy en día (o nos ponemos
pretenciosamente trascendentales o hueros de esparcimiento). En Moonraker, da tiempo a respirar, esto
es, ver el despacho de M, las
innovadoras instalaciones de Drax, su descomunal castillo (traído piedra a
piedra de Francia), el interior de la estación espacial, la sala de mandos
(terrestre y espacial), etc.
Bond acude
al inigualable escenario veneciano, en Italia, para seguir otra pista,
directamente extraída de los cajones de la mesa del despacho de Drax. La
cristalería Venini. El mismo tipo (Victor Tourjansky) que no daba crédito a lo
que veía en las playas de La espía que me
amó, con el vehículo sumergible de James Bond, tiene motivos para volver a
sorprenderse en plena Plaza de San Marcos, cuando 007 recurre a la bóndola, otra de sus salidas tecnológico-fotogénicas,
sin pérdida de compostura, que nosotros tanto agradecemos. El humor, tan mal
gestionado por algunos, prosigue con el empleo de la tonada de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters
of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977),
que sirve de contraseña sonora. A su vez, los esbirros del malvado, son un
oriental dado a las artes marciales, Chang (Toshiro Suga), y el inefable Tiburón, interpretado por el mismo
actor.
Más serias son las cápsulas que portan un veneno
letal y que se fabrican en Venecia, pero son trasladadas a Río de Janeiro
(Brasil), y de ahí, al espacio insondable, aburrido hasta la llegada de Hugo Drax.
Más tarde, Bond descubrirá que, en realidad, Holly Goodhead trabaja para la CIA,
el organismo de Defensa y Ocultación por excelencia. Como el afán de esta
pareja bien avenida a la fuerza, es dar al traste con los maquiavélicos planes
del pérfido Drax, se sucede la bien filmada persecución por el Amazonas (Brasil
et alii), con la metamorfosis en
ala-delta de la lancha de 007, y la visita obligada –aunque no se lleve ningún
regalo- a la base piramidal de Drax, en plena selva (el Templo del Gran Jaguar,
en el complejo de Tikal, Guatemala).
Hágase el
universo. Y el universo se hizo. Esto es el cine. Un universo hecho a la medida
de nuestros anhelos y fantasías, la deriva más lógica de las clásicas
tragedias, comedias y tragicomedias del mundo antiguo (solo antiguo en años).
Moonraker fue la
película más taquillera de la serie (suele decirse que hasta Goldeneye [íd., Martin Campbell, 1995], pero como suele suceder en estos
casos, conviene tener en cuenta que el precio del dinero en 1979 no era el
mismo que en los años noventa).
Las películas
de James Bond eran para mí, y supongo que para muchos espectadores, sinónimo de
fantasía, modernidad, y pasar un buen rato a lo largo de dos horas y pico. Características
que han pasado a ser cualidades inolvidables. Continuaremos con nuestro repaso
en el siguiente artículo de esta sección.
Escrito por Javier Comino Aguilera