Música Inolvidable (XLIX): Alphaville

23 junio, 2023

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Dentro de las bandas pop de los años ochenta, el grupo de origen alemán Alphaville ha venido siendo uno de los que más me ha acompañado últimamente. Existen otros a los que recurro con frecuencia, pero en el caso de Alphaville, puedo hablar de un redescubrimiento. Como soy bastante ecléctico, me gustan distintos géneros y estilos.

Los inicios de la banda corresponden a 1982, aunque no será hasta 1984 que puedan ver su primer disco publicado (un caso parecido al de a-ha), si bien, ya en 1983, dos sencillos con bastante éxito habían precipitado la grabación del long-play. Eran los temas Big in Japan (algo así como poner nuestra pica en Flandes), y Sounds Like a Melody. Que luego se incorporaron al álbum. Lo mismo que sucedió con el single Escuela de calor (1983) de Radio Futura.
 

De este modo, se suceden tres trabajos de gran calidad. Los álbumes Forever Young (1984), Afternoons in Utopia (1986) y The Breathtaking Blue (1989), todos para Warner Music, o WEA. Las características esenciales las proporciona un synth pop pegadizo y sofisticado, sostenido por el empleo del sintetizador. Un sonido –puesto que el pop existía desde mucho antes- que comenzó a desarrollarse en el binomio 1981-1982, con bandas tan esenciales como Maniobras orquestales en la oscuridad (OMD: Orchestral Maneuvers in the Dark), y el concurso de músicos experimentadores de la electrónica como Evángelos Papathanassiou, Vangelis (1943-2022), Manuel Göttsching (1952-2022) o el reivindicable Mike Batt (1949), este último combinando los avances de la electrónica con la formación orquestal.

Del primer L.P. destacó por derecho propio, aparte de los ya nombrados, el tema Forever Young, título del disco, y apelativo que ya había sido empleado por la banda para una formación anterior, de la que derivó Alphaville. Escrito, como el resto de las canciones, por los tres integrantes, el vocalista Marian Gold (nacido Hartwig Schierbaum, 1954), y los teclistas Bernhard Lloyd (Bernhard Gössling, 1960) y Frank Mertens (Frank Sorgatz, 1961). Todo un himno al mito de morir joven, a la juventud, en definitiva, con la amenaza nuclear como uno de los posibles telones de fondo. Donde, pese a todo, cabe preguntarse si realmente es deseable vivir eternamente. En realidad, estamos ante una de esas canciones en las que cada línea constituye un mundo independiente, una historia por sí misma, aunque el título pretenda interconectarlas. Las implicaciones semánticas son muchas, se desparraman verso a verso, incluso rozan la imagen expresionista. No siguen necesariamente una línea argumental, aunque sí anímica. Lo que queda claro, sin demasiado asomo de duda, es que, tarde o temprano, todos nos iremos a otro sitio.
 

Algunos son como el agua, algunos son como el calor. Unos son la melodía y otros el ritmo. La juventud es como los diamantes al sol, y los diamantes son para siempre. Hay tantas canciones que olvidamos tocar.

La misma línea estética, entrecortada y simbolista, impregna la mayoría de las letras de la banda. Algo más de argumentario ofrece Big in Japan. Las cosas son fáciles cuando eres grande en Japón. Esto viene a significar el triunfo fuera de tu país, antes que en tu propia tierra. Reyes en algún punto del planeta habrá siempre, en imitación a los quince minutos de Andy Warhol (1928-1987). Una idea que combina, según declaraciones de los propios componentes, con los errabundos enamorados y atrapados en alguna adicción tóxica (caso de que el amor no correspondido no lo sea), de la cual desean escapar para poder sentir ese abrazo amoroso al natural, sin añadidos ponzoñosos. Esta última parte también aludía a los adictos que hacían vida alrededor de la estación de metro del Zoológico de Berlín, el mismo lugar donde surgió la historia de la película Yo, Cristina F. (Christinae F, wir kinder von Bahnhof Zoo, Uli Edel, 1981), en torno a los desgarradores relatos de Christiane Vera Felscherinow (1962). El tema germano vuelve a aparecer en To Germany with Love, esta vez, en torno a una serie de textos escuetos, casi telegráficos, del citado talante expresionista, con una cita beethoveniana final. Y Summer in Berlin, más contemplativo y bullanguero. Junto a una serie de consignas provocativas en In the Mood, entre el sueño y el surrealismo.

En el caso de Sounds Like a Melody, sobreviene la descripción de una atmósfera placentera, el baile gozoso con la pareja, sinónimo de la unión corporal. El tema con el que se abre el disco, A Victory of Love, habla del amor como juego, manejado por uno de los involucrados. A su vez, Lies hace hincapié en los peligros del éxito, sobre todo cuando este nos viene de repente. Todo es una entrevista (Everything’s an interview).

Nada de esto se alcanzaría sin la voz de Marian Gold, profunda y sugerente, y el ensamblaje rítmico y contrapuntístico de los sintetizadores. El sonido de cuando pensábamos que el futuro iba a ser mejor de lo que ha sido. Cierra el álbum una canción perfecta, con superposición de voces, despreocupada y amena, The Jet Set.
 
 
Generalmente no me gustan las recopilaciones. Tan solo cuando no existe otro remedio, porque el material está descatalogado. Esto se aplica a todos los grupos y solistas de los que he hecho mención en esta sección a lo largo de los años. Alphaville no es una excepción. Escucho los discos completos, tal y como fueron concebidos, sea en casa o mientras camino. No obstante, resulta inevitable hacer referencia a los éxitos más sonados y sonantes de una banda. De Afternoons in Utopia sobresale la composición Jerusalem (Jerusalén), dedicada a la capital de Israel. Nuevas letras simbólicas, diagonales o directamente crípticas, se abren camino en Fantastic Dream, The Voyager, Carol Masters o Red Rose (más la expresión de un estado de ánimo). Otras avanzan con un hilo más argumental, como Sensations (el “bombardeo” de noticias, como prolegómeno a la futura invasión de las redes sociales), Universal Daddy (sobre un Padre Espiritual común a todos), o Lassie Come Home (en realidad, una sucesión de imágenes aparentemente inconexas, donde el tema de la droga vuelve a aparecer, tratando de hilvanarlo todo).
 
El tercer disco es incluso mejor, con su curiosa mezcla de synth pop, como los previos, y la inclusión de baladas, algunas de ellas de cierto carácter retro. Completamente alejado de la nueva vertiente pop furibunda y chillona, que comenzaba a abrirse paso con grupos como Transvision Vamp (1986-1991).

El tema principal es Romeos, una obra maestra instrumental y vocal, donde todos somos solitarios romeos callejeros (We're all lonesome street side romeos), especialmente en épocas de pandemia o enfermedad, aunque con las miras siempre puestas en la esperanza.

Siguiendo el mismo método en la redacción de las letras que los anteriores trabajos, destacan canciones como la placentera Summer Rain, She Fades Away, sobre el sentimiento de pérdida en una relación; el amor como esoterismo en la retentiva The Mysteries of Love, y For a Million, de idéntico asunto, pero serpenteante simbolismo. Una nube sigilosa cubre los recuerdos expuestos en el cielo de este álbum. Como dato anecdótico, el músico electrónico Klaus Schulze (1947-2022), intervino en este disco en calidad de arreglista.
 
Alphaville en directo
Un aspecto que diferencia aquella música de la actual, residía, entre otras cosas, en la personal voz del cantante. No te daba la sensación de que todo el mundo cantaba igual o decía las mismas cosas (aunque las dijeran). Los vocalistas de la mayoría de formaciones se distinguían por su timbre intransferible. En cualquier ámbito, de cantautor, música pop, country, dance, techno, metal, folk, nuevos románticos… Ahora no. Y bien que lo lamento. Lo mismo puede aplicarse a las actuales voces del doblaje de películas en español. Correctas pero carentes de personalidad.

Otros discos de Alphaville siguieron en los años noventa. Prostitute (WEA, 1994) y Salvation (WEA, 1997). Hasta el inevitable trabajo de versiones revisadas, en este caso, arregladas para una gran orquesta, Eternally Yours (Edel, 2022). Sin embargo, el meollo continúa estando en los tres primeros y magníficos trabajos.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera

Forever Young (1984)



Romeos (1989)

El autocine (CXI): Asfixia, de Peter Newbrook, y La zona muerta, de David Cronenberg

15 junio, 2023

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Londres a comienzos de los años setenta. Un transeúnte es arrollado por dos vehículos. Pero el cielo aún debe esperar para este personaje. Digamos que no ha llegado su hora. Uno de los policías metropolitanos (un bobby; Joe Wadham), se sorprende y comenta que el sujeto no está muerto.

En esa misma década, concretamente en 1975, apareció en el mercado uno de esos libros llamados a convertirse en referentes. Clásicos inmortales, podríamos decir, o al menos, con bastante disposición para el renacimiento (múltiples reediciones). Vida más allá de la vida (Life after Life: The Investigation of a Phenomenon, Survival of Bodily Life; edaf 2016), del psiquiatra y filósofo Raymond Moody (1944). Donde se exponían los testimonios de personas cercanas al umbral de la muerte, que habían regresado para contarlo. Declaraciones que han existido desde la antigüedad: Moody no era el primero, aunque sí lo fue llamando la atención de una manera unívoca y lo más cercana a la ciencia posible.
 

En este ámbito de imprecisa certeza, espanto y recelo, se mueve el argumento de Asfixia (The Asphyx, Producciones Glendale, 1972), escrita por Brian Comport (1938-2013), en torno a una idea de Cristina (-) y Laurence Beers (1931-2008), y dirigida por Peter Newbrook (1920-2009). Director de fotografía que, al igual que otros colegas, sintió la llamada de la realización por medio de algún relato atractivo que quiso poner en escena. No solo por motivos de supervivencia, económicos, sino estéticos, caso de Karl Freund (1890-1969), Freddie Francis (1917-2007), Jack Cardiff (1914-2009) o William A. Fraker (1923-2010).

Pero todo ámbito argumental necesita de un adecuado ambiente visual y material. Ahí es donde cobran especial significado escenarios como el de una cripta familiar, el laboratorio del protagonista, o su salón-biblioteca, proporcionados por el veterano decorador John Stoll (1913-1990). Espacios adornados con la música del pianista Bill McGuffie (1927-1987), y potenciados por la fotografía de ese gran profesional que fue Freddie Young (1902-1998).
 
De esta guisa, retrocedemos al año 1875. Una mansión a las afueras de Londres, rodeada por un suntuoso bosque. Como los humanos nos vemos circundados por el misterio boscoso que supone la vida y la muerte. Con los alrededores (el jardín interior), mejor o peor arreglados. Allí habita sir Hugo Cunningham (Robert Stephens, al que todos recordamos por su rol principal en La vida privada de Sherlock Holmes [The Private Life of Sherlock Holmes, Billy Wilder, 1970]), enamorado de Anna Wheatley (Fiona Walker). Hugo tiene dos hijos de un matrimonio anterior, pues es viudo: Christina (Jane Lapotaire) y Clive (Ralph Arliss). Además de contar con un hijo adoptivo, Giles (Robert Powell), que es el mayor de los tres.

El resto de personal de la casa lo conforman el mayordomo Mason (John Lawrence) y la criada Rose (-).
 
 
¿Y cómo se conjugan aquí la vida y la muerte, caso de ser planos separados? Mediante la casual indagación que lleva a cabo sir Hugo. Casual porque está a merced de los nuevos adelantos técnicos. La apertura de conciencia de sir Hugo va pareja a los avances de la tecnología. Su indagación de unos aspectos más comunicantes de lo que percibimos por nuestros sentidos, no tarda en derivar en una auténtica obsesión. No es para menos, las nuevas revelaciones psíquicas son trascendentales, y van sincronizadas al desarrollo concreto de la fotografía. Una de cuyas variedades consistía en el retrato de personas fallecidas, de cadáveres. De hecho, ¿y si se pudiera fotografiar el alma en el instante de abandonar el cuerpo? Una tecnología relativamente reciente parece permitirlo.

En palabras de sir Hugo, necesito una respuesta. Lo que le pasa al científico es que es consciente de que dicha respuesta la tiene en sus propias manos, y no quiere que se le escurra. Tras la fotografía, el invento del cinematógrafo le hace progresar aún más en su teoría, apoyada por hechos hasta entonces pertenecientes únicamente a la esfera de lo religioso, pero que ahora pueden ser constatados a través del método científico, ahondando de paso en su monomanía.

Hugo se sirve de Giles como ayudante, a pesar de que el joven se muestra inicialmente escéptico. Conforme se van desarrollando las investigaciones en torno al ensanchamiento del citado método científico, su convicción se verá alterada gracias al desarrollo de esas nuevas tecnologías. Toda una evolución de los parámetros mentales, con la cual nos enfrentamos los seres humanos de forma periódica. Se supone que para bien.
 

Destaca la armónica composición entre los personajes dentro del encuadre, bellamente fotografiado por Freddie Young. Aún en los momentos de alejamiento o crispación. Personajes dispuestos por un realizador, director de fotografía, decorador, músico, etc., de la misma manera que nuestros destinos parecen organizados en un orden cósmico, que algunos incrédulos aún se empeñan en sacar de la vía de lo universalmente establecido.

La agonía (asfixia) ante la presencia de la muerte, es una manifestación breve. Según la mitología griega, representa el espíritu de dicha muerte. Una imagen nada beatífica, que se “materializa” en momentos de peligro (no necesariamente cuando el fin es inevitable, esto es, se pueden reproducir los parámetros de peligro cercanos a la muerte).

Como a Víctor Frankenstein, a Hugo se le plantea la duda de los límites; de si lo que está haciendo es ciencia, si el fin justifica los medios, si, como le recuerda Giles, hay cosas con las que no se debe experimentar.

La agonía es presentada como un ente vivo. Y por breve que sea su “desvelamiento” o “materialización”, puede ser apresada, como descubre sir Hugo. Esto amplía las fronteras del entendimiento científico y los márgenes narrativos de la película. La Parca es capaz de buscar a sus destinatarios (más que víctimas) pre-establecidos. Pero el fin de los experimentos de sir Hugo es vencer a la muerte.
 

¿Cómo? Atrapando la agonía de cada uno. En estos menesteres, Hugo se haya en buena disposición con sir Edward Barrett (Alex Scott), presidente de la naciente Asociación Parapsicológica Británica. Las constataciones fotográficas han venido siendo refrendadas por este colega, al menos, en un principio. A su vez, Hugo es un científico abierto en sus apreciaciones, y es generoso, como demuestra (según se nos narra) su ayuda a la hermana enferma de Mason. Esto no quiere decir que el protagonista deje de padecer un proceso de cerrazón consigo mismo, al negarse a compartir sus siguientes avances con los demás (salvo con Giles, a estas alturas, más confidente que ayudante).

Formando parte de la puesta en escena de Peter Newbrook, propenso al plano medio, corto o genérico, perfectamente imbricado en los distintos escenarios (la suya es una puesta en escena clásica), encontramos algún que otro apunte visual interesante. Como mostrar a sir Hugo y Giles en un mismo plano, cuando el primero involucra al segundo, pasando de la prometedora y entretenida teoría a la perturbadora práctica. Es decir, cuando ambos se adentran en terreno ignoto. Así mismo, Hugo se nos aparece en contraplano cuando se indispone con sir Edward (ambos están ahora desligados del mismo plano de realidad y conocimiento).

Hasta ese momento, sir Hugo ha experimentado la sustracción de la agonía con animales… no permitiéndoles morir. En consecuencia, proporcionándoles la inmortalidad. O tal vez la palabra justa sea “indefinidamente”, pues la indefinición parece ser la materia prima en estos experimentos, y nada dura para siempre. En cualquier caso, ha llegado la hora de experimentar con seres humanos.

Reparos, ciencia y moral, la Inteligencia Artificial que se nos avecina.
 

La zona muerta (The Dead Zone, 1979; DeBolsillo, 2003), es prima-hermana de Asfixia. Pertenece al grupo de novelas de talante paranormal del escritor norteamericano Stephen King (1947), habitualmente en la linde de lo sobrenatural. Fue una producción para Paramount de Dino de Laurentiis (1919-2010), figura siempre a reivindicar, y Debra Hill (1950-2005), habitual colaboradora de John Carpenter (1948). Escrita por Jeffrey Boam (1946-2000), del que recientemente comentábamos su trabajo para Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Steven Spielberg, 1989), cuenta con la música del malogrado Michael Kamen (1948-2003), y la fotografía del no muy prodigado Mark Irwin (1950).
 
Su protagonista es el profesor de literatura John Smith (Christopher Walken). Estando con su prometida, Sarah Bracknell (Brooke Adams), le asalta una visión en plena atracción de la Montaña Rusa. Un torbellino interno en pleno torbellino externo. Que además deja al protagonista en clara indefensión, como le sucedía a la intérprete de Ojos (Eyes of Laura Mars, Irvin Kershner, 1978), cuando captaba las imágenes de un asesino en serie. John es profesor de literatura, pero no podrá seguir empleándose en este cometido. No obstante, el dato nos sirve para enlazar con el clásico de la literatura La leyenda de Sleepy Hollow (The Legend of Sleepy Hollow, 1820; Valdemar Gótica, 2009), de Washington Irving (1783-1859). A John le asedia una forma de muerte, que lo va consumiendo cada vez que padece una de estas premoniciones, en las que él se encuentra físicamente presente, saltando de un escenario a otro. Visiones que lo consumen, pero que deparan la vida a los demás, cuando sus advertencias son atendidas.


“Chapado a la antigua”, John Smith (nombre y apellido cercanos a los de Juan Nadie), procede de una familia humilde, y no se aprovecha de Sarah cuando esta lo invita a entrar en su domicilio. Lo que le ha sucedido es un total y completo cambio que le va a descolocar la vida (más que desorganizarla: lo que se le exige es una nueva organización). Este cambio se manifiesta, como suele ser habitual, tras un severo traumatismo, en este caso, producido por un accidente de automóvil. Alteración psíquica o apertura, mejor expresado, que conlleva una incursión a esa otra realidad que nos observa. El lugar donde no alcanzan nuestros sentidos habituales. Y la modificación psicológica de entender que, lo que nos sucede, es algo real. No imaginado.

Tampoco es casualidad que John acabe aislado (como Juan Nadie [Meet John Doe, Frank Capra, 1941]. Después de una experiencia –comprensión de la vida- de tal envergadura, se hace muy difícil que pueda volver a ser la misma persona, o pueda relacionarse con los demás en plena normalidad.

De momento, John va a dar con sus huesos a la Clínica Weizak, regentada por el doctor Sam Weizak. Un personaje nada negativo, para variar, interpretado por el gran actor Herbert Lom (1917-2012). Las razones por las cuales John no presenta ninguna cicatriz cuando despierta tras el accidente, son espeluznantes. Resulta que ha estado en coma casi cinco años.

Parte de su problema es que John hace públicas sus nuevas capacidades. Y estas cosas es mejor no airearlas en los medios. Quienes no las comparten, sienten envidia, y quienes no las entienden, las atacan. Ni siquiera se toman la molestia de analizarlas, si esto conlleva salir de los parámetros prefijados por un frío laboratorio.
 

Me llama la atención que la planificación del realizador canadiense David Cronenberg (1943) resulta algo cerrada. Como si no favoreciera la respiración, o esta se entrecortara. Esto sucede por dos motivos, desde mi punto de vista. El primero, que la filmación de la puesta en escena está encaminada, me figuro que por consejo directo del productor Dino de Laurentiis, al mercado videográfico. Al principio, las películas en formato ancho perdían mucha factura visual cuando se trasladaban a la cinta de video (no se respetaba el cinemascope), quedando la imagen cortada o, lo que es peor, comprimida. Esto se arregló en los últimos años ochenta, por el sencillo método de respetar el formato original, sin someterse a la disciplina de tener que rellenar todo el espacio de una pantalla de televisión, y con la llegada de los nuevos formatos digitales (DVD y Bluray, más respetuosos con el contenido). Lo segundo es más bien consecuencia de lo primero. Con dicha planificación, Cronenberg y otros colegas lograban transmitir a las imágenes cierto carácter atosigante y opresivo, potenciado por la pantalla grande (de cine).
 
A John le piden ayuda el sheriff Bannerman (Tom Skerritt) y su ayudante Frank (Nicholas Campbell), como último recurso para tratar de dar con la pista de un asesino y violador que está aterrorizando toda una población. No es la primera vez, ni será la última, que las fuerzas del orden echan mano de personas dotadas con un especial talento extrasensorial.

Pero, como ya he anticipado, las incursiones de John no están exentas de peligro. Cuando tengo esas visiones me siento como si muriera por dentro. Es decir, que de alguna manera, John está envejeciendo, sus capacidades lo están consumiendo. Ha de restringirlas a casos muy determinados. Como el de Chris (Simon Craig), un niño replegado en sí mismo (más que autista), hijo del industrial Roger Stuart (Anthony Zerbe).
 

Stuart está valorando su apoyo al senador Greg Stillson (Martin Sheen), candidato a la presidencia de la nación. El senador cuenta con la inestimable ayuda de su acólito y guardaespaldas Sony (Geza Kovacs). En su coacción al periodista Brenner (Leslie Carlson), Stillson proclama que voy a ganar por mucho, y ningún hijo de puta me lo va a impedir. Es uno de esos personajes ávidos de poder y sin escrúpulos, que a veces se escapan de las páginas de la ciencia ficción para asaltar la realidad. Alta política, no cabe duda.

Aquí se establece un curioso paralelismo. Distintas a las de John son las “visiones” que proclama Stillson. Típicas de un iluminado verborréico y egocéntrico. Un “elegido” (líder político-religioso a los que se pliega gustosa una nutrida mayoría, que desde la cuna hasta la tumba jamás ha variado su voto), para el que las personas son números, que suman y restan con objeto de hacer inmediatamente borrón y cuentas nuevas. He de cumplir con mi destino, proclama el candidato. Un destino irradiado por su yo. Si John es capaz de captar la suerte de muchos de nosotros, llegando a anticipar su propio destino, Stillson tan solo posee la visión, supuestamente gloriosa, de sí mismo. No por medio de ninguna anticipación premonitoria, sino por pura egolatría y narcisismo (y una desbaratada visión de la historia). Los destinos de John y Stillson están ligados, ciertamente, pero son muy distintos.
 
No obstante, ¿el destino se puede alterar, o solo contamos con la percepción de que disponemos de la capacidad de poder cambiarlo? Una percepción que tal vez forma parte del destino mismo. En este sentido, La zona muerta es el espacio donde se entrecruzan el espacio y el tiempo. Espacio donde nos parece que el futuro no está escrito, y se puede interactuar con él.
 

La zona muerta no es excesivamente epatante. No lo es al modo de algunas producciones actuales. Ni falta que le hace. Funciona a dos niveles, el visual y el argumental, y dentro del argumental, a un nivel más profundo, el teórico: lo que la narración propone (en los textos literarios hablaríamos de un lenguaje literal y otro figurado). La espectacularidad de sus imágenes se circunscribe a lo que estas implican por sí mismas. La zona muerta es una película de horror de cámara (valga la doble acepción, cinematográfica y musical). Otras piezas de Cronenberg, como Videodrome (íd., Universal, 1982), contaban con un presupuesto escueto, pero resultaban más gráficas y viscerales. La virtud de La zona muerta consiste, precisamente, en la contenida plasmación de la angustia de quien se siente solo y postergado, por poseer cualidades superiores a los demás.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (CXXVIII): El James Bond de Roger Moore (I): Vive y deja morir, El hombre de la pistola de oro, La espía que me amó y Moonraker

02 junio, 2023

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Qué intensa y curiosa vida la del escritor inglés Ian Fleming (1908-1964). Según figura en la red, el vicealmirante John Henry Godfrey (1888-1970), director de la División de Inteligencia Naval de la Marina Real británica, lo reclutó en mayo de 1939 para que ejerciera de asistente personal. Entre 1941 y 1942, Fleming quedó a cargo de la Operación Goldeneye, cuyo propósito era mantener una estructura de inteligencia en España, en caso de una invasión alemana del territorio. Ya en 1942, el futuro creador de James Bond formó una unidad de comandos, conocida como la 30 Assault Unit (30AU), compuesta por tropas especializadas en investigación y vigilancia.

En marzo de 1944, supervisó el reparto de documentos de inteligencia a la Marina Real, que se estaba preparando de cara a la Operación Overlord (el desembarco de Normandía).

En octubre del 47, Fleming recibió el reconocimiento danés Frihedsmedalje (sic), por la asistencia proporcionada a los oficiales daneses que escaparon al Reino Unido durante la ocupación del país por la Alemania nazi.

Tras su desmovilización, en mayo de 1945, Ian Fleming aceptó un empleo en el grupo periodístico Kemsley, por aquel entonces propietario del Sunday Times.

El interés de Fleming por redactar una novela de espionaje se remonta a este período de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). James Bond, también conocido por su código personal 007, es un oficial del Servicio de Inteligencia Secreto y comandante de la Royal Naval Reserve. El doble cero significa que posee licencia gubernamental para matar, si se da la circunstancia.
 
Tras la publicación y clamoroso éxito de Casino Royale (1953), la primera novela del célebre oficial de Inteligencia, Ian Fleming empleó sus vacaciones anuales para acudir a su casa de Jamaica y escribir más historias sobre el personaje. En 1962, comenzaron a ser llevadas al cine.

Algunos críticos cinematográficos han considerado el ciclo de películas de James Bond interpretado por el actor inglés Roger Moore (1927-2017) algo de segunda categoría. Como me satisface enormemente llevar la contraria, sobre todo a los loros que esgrimen ideas prestadas, comienzo este repaso a la figura del agente secreto por dichas películas. Bien es verdad que en ello han de ver mis propios recuerdos como espectador, en aquel momento, en plena niñez y adolescencia. Pero es que el aspecto sardónico que vamos a (re)descubrir, nunca me pareció denigrante para el personaje, ni mucho menos escaso de funcionalidad de cara al resultado aventurero, incluso cinematográfico, de la serie. Dicho de otro modo, no me siento ofendido por que James Bond sea heterosexual, mujeriego, chistoso y expeditivo.
 
Vive y deja morir (Live and Let Die, United Artist, 1973), escrita por Tom Mankiewicz (1942-2010), que años después coescribiría Lady Halcón (Lady Hawke, Richard Donner, 1985), es la primera de las películas interpretadas por Roger Moore, tras la dejación, no definitiva, del excelente Sean Connery (1930-2020). La película está basada en la segunda novela, de igual título, escrita por Ian Fleming, publicada en 1954 (RBA, 1999). Muchas de las características del autor se trasladaron al personaje de James Bond. Sin embargo, este también halló inspiración física y hasta psicológica en otros contemporáneos, como el compositor Hoagy Carmichael (1899-1981), al que los cinéfilos recordamos por su intervención en la sensacional Tener y no tener (To Have and Have Not, Howard Hawks, 1944), y por ser el autor de numerosos estándares de la música popular, trasladados al universo del jazz.
 

Todas las obras cinematográficas son hijas de su tiempo. Incluso las de época. La reivindicación de la negritud (blaxploitation), o la moda en las artes marciales, puestas de manifiesto por Bruce Lee (1940-1973) en su propio país de origen, antes de dar el salto legítimo y mortal a los demás, son carburantes que ayudaron a encender el motor de las dos primeras películas de este nuevo recorrido, filmadas con buen tino por el veterano Guy Hamilton (1922-2016; fallecido en Palma de Mallorca, España, lugar donde residía). Hamilton había dirigido previamente el magnífico Goldfinger (íd., United Artist, 1964).
 
El flamante James Bond hace su renovada presentación en la cama, comme il faut. Y no solo, como habrán adivinado. Esto sucede tras los elegantes títulos de crédito elaborados por el habitual diseñador gráfico Maurice Binder (1925-1991), cuyo estilo, trascendiendo el mero afán psicodélico, ayudó a definir todas las películas de James Bond, hasta el año 1989. La vertiente incluye los preciosos carteles de las películas.
 
Vive y deja morir da inicio con la presentación de diversos escenarios, que transitan de lo urbano a lo agreste, de lo aparentemente resguardado a lo considerado “exótico” y expuesto. Desde un colorido funeral en la ancestral ciudad de Nueva Orleans (EEUU), a la ficticia isla de San Monique, en el Caribe, un remedo de Haití. Todos son peligrosos, pero se saben conjugar con cierto sentido del humor irónico. Un aspecto que se traslada a los gadgets, esos instrumentos capaces de salvar la vida de nuestro protagonista, u otros participantes, in extremis.

En esta vistosa aventura, los prolegómenos, que suelen constituir una peripecia previa –y espectacular- del agente secreto, nos ponen en antecedentes de lo que va a suceder después. Tres agentes doble cero han sido asesinados. El Primer Ministro de San Monique (curiosa mezcla de español y francés, en dificultosa armonía gramatical), es el doctor Kananga (Yaphet Kotto). Kananga, además de implantar una base subterránea bajo su vivienda, con el fin de procesar una adormidera e introducirla en EEUU, debidamente convertida en droga, a través de una red de restaurantes, tiene sometidos a los lugareños de su isla gracias al tarot de su echadora de cartas particular, Solitaire (Jane Seymour), y sobre todo, el vudú del Barón Samedi (Geoffrey Holder). Un vudú auspiciado por los engranajes y mecánica de ciertos fetiches.
 

Hemos mencionado el tarot. Por casualidad -o no-, he observado complacido en internet que incluso llegó a comercializarse una baraja con el emblema de James Bond, a modo de promoción de la película y objeto para aficionados. Me parece una idea sibilina y genial (lo que daría por haber tenido uno de no haber contado solo un año). Esta mancia es empleada por el doctor Kananga para fines mucho más personales que el vudú, con el que contiene a su pueblo.

Su tarotista, Solitaire, descubre las cartas de la Suma Sacerdotisa y el Loco al indagar en su futura relación con el agente secreto. Es decir, a la garante de la sabiduría y la reflexión interior, y al que emprende un nuevo camino (una nueva misión), aunando improvisación con experiencia. Experiencia e improvisación que habrán de armonizarse en este nuevo escenario interior para nuestro protagonista. El resultado es la carta de los amantes. Carta para enamorados, pero también de la necesidad de elección. Como es lo preceptivo, cada uno acabará siguiendo su propio camino. En otra ocasión, se nos muestra a la Reina de Copas invertida. Para Kananga, esto es sinónimo de alguien que oculta algo, una mentirosa. No va mal encaminado, realmente simboliza la dificultad de la vida interior, en una etapa desfavorable (pero que se puede superar).

El empleo de las cartas está supeditado a la abstinencia del amor físico por parte de Solitaire. Es un giro muy interesante de la trama dispuesta por Tom Mankiewicz, hijo del gran Joseph L. (1909-1993) y sobrino de Herman J. (1897-1953).

Por si la cobertura espiritual no bastara, Kananga cuenta con la protección de Tee Hee (Julius Harris), un esbirro que utiliza de forma práctica y mortífera la prótesis de su brazo. No será el primer ni último personaje que emplee una parte de su remachada anatomía o indumentaria como defensa y castigo, de forma tan vistosa como insólita.
 

Bond hace la primera escala en Nueva York. La hermandad negra conforma un escenario propio y digno en esta aventura. Desgraciadamente, siempre hay quien trata de aprovecharse de los demás, poseyendo tapaderas en distintos países para distribuir la droga procesada, por vía de esas sucursales para gente de color, los restaurantes Fillet of Soul (El filete del soul). Están regidos por un tal Mr. Big (al que da vida el propio Kotto). Así pasamos de la desorganizada Organización de las Naciones Unidas a los barrios más deprimidos de la ciudad, que en los años setenta constituían un entorno tan peligroso como visualmente impagable, con especial acento para el género policíaco.

El enlace femenino de James Bond es también de color. Se trata de Rosie Carver (Gloria Hendry), una agente de la CIA. Esta es su segunda misión, y aún anda un poco verde. Pero James sabe cómo hacer frente a estas desazones. En la película siguiente, será la agente Goodnight (Britt Ekland). No son las actrices principales de la narración, sino, repito, los enlaces proporcionados por otras agencias afines, un personal también conocido como las chicas Bond. Por supuesto que también existen enlaces varones; aquí mismo, Felix Leiter (David Hedison), visto en películas precedentes; Ferrara (John Moreno) en Solo para sus ojos (For Your Eyes Only, John Glen, 1981), o Vijay (Vijay Amritraj) en Octopyssy (íd., John Glen, 1983). En la siguiente película, segunda para Roger Moore, será el agente Hip (Soon-Tek Oh) el que eche una mano a James Bond (¡de forma distinta a como lo hacen las señoritas!). La escuela a la que es inscrito 007 sin su pleno consentimiento, es en El hombre de la pistola de oro (The Man with the Golden Gun, Guy Hamilton, 1974), una concesión a la ya citada moda de las artes marciales. Pero que funciona muy bien, como sucedía con el policiaco Los aristócratas del crimen (The Killer Elite, United Artist, 1975) de Sam Peckinpah (1925-1984).

Simpática, e igualmente paródica, es la presencia en Vive y deja morir de un sheriff del medio oeste, interpretado por el estupendo característico Clifton James (1920-2017), J. W. Pepper. Mascador de tabaco y representante de la ley con voz gangosa, que se ve inmerso en una descomunal persecución por tierra, agua y hasta aire, en las mismísimas marismas de Luisiana. El personaje volverá a hacer acto de presencia en la siguiente entrega como asombrado turista.
 

Los acontecimientos pre títulos de crédito no tienen a James Bond como protagonista, salvo en efigie, en El hombre de la pistola de oro. Sirven de presentación a su oponente, Francisco Scaramanga (Christopher Lee), en un baile de figuras estáticas que parecen cobrar vida. Es el escenario donde Scaramanga se entrena y mantiene en forma, antes de cometer un asesinato. Eso, y hacer el amor con su compañera, en esta ocasión, la señorita Andrea Anders (Maude Adams).

Las balas que emplea son de oro, lo que constituye una pista, hasta cierto punto, sencilla de seguir. No todo el mundo las fabrica. Bajo cuerda, por supuesto. Cobra un millón -de la época- por diana. Adornado merced a la imaginación de Ian Fleming con una tercera mama, Scaramanga es un servicio letal a disposición del que le pueda pagar. Es el gourmet de los asesinos a sueldo. Como dato anecdótico, pero bien dispuesto, cuando 007 se hace pasar por Scaramanga, se coloca la prótesis correspondiente en el lado opuesto del pecho: no existen retratos del escurridizo y perspicaz mercenario, tan solo los datos anatómicos, imprecisos, y una breve biografía. Por desgracia para Bond, el auténtico Scaramanga ha tenido la misma idea de hacer una visita al potentado Hai Fat (Richard Loo), el último de sus empleadores.

La de ambos, criminal y agente secreto, es una profesión solitaria. Pese a verse rodeados de personas.

Y de nuevo, el humor. Sito en el paradero de una bala que acabó con la vida de un colega doble cero. Para obtener la información que precisa, Bond se acerca a la señorita Anders, la compañera sentimental -y prescindible- de Scaramanga. A cambio, Anders espera que Bond la libere de la tiránica pertenencia a Scaramanga. He soñado que usted me libertaba. Él acepta, a cambio de tener acceso al Solex, una célula solar. La misión ante todo. Estos cachivaches son el macguffin (la excusa) para emprender e hilar la trama. Generalmente, esta acaba en la híper tecnificada base y refugio del alocado antagonista. Una gozada argumental y visual. En el caso de Scaramanga, ya indiqué cómo precisa del acto sexual para aclarar y relajar sus sentidos, antes de proceder a matar. Su famosa y temida pistola de oro puede entenderse como un símbolo fálico. Su última víctima, en Macao (China), resulta ser Gibson (Gordon Everett), un experto en energía.
 

Anteponer lo sexual, o emplear dicha arma como moneda de trueque, no me parece tan descabellado o diferente a lo que sucede hoy en día en las tecnificadas redes sociales o las televisiones privadas (de una forma más soez, por supuesto). Sea como fuere, quienes se ofenden por esto, y tratan de limpiar conciencias y celuloide, a menudo olvidan las noticas de esta índole cuando están bendecidas por su ideología (afectan a sus amados líderes). Hay que cumplir con el deber, insiste Bond ante Mary Goodnight, su referido agente de enlace. Ya te llegará el turno, añade, respecto a las regalías amorosas de su puesto. Goodnight está prendada de James Bond, según nos es descrita, y punto (en cualquier caso, ¿está prendada de su persona o de las implicaciones de su cargo?: ya indiqué que la soledad del agente es un hecho cierto). Alto voltaje que, comparado con el último James Bond, descafeinado hasta convertirlo en denigrante, resulta subversivo y estimulante.
 
Por otra parte, da gusto contemplar imágenes reales, un vehículo ejecutando una ardua acrobacia, o un hidroplano sobrevolando el entorno de Scaramanga, en lugar de la típica imagen rápida y furiosa ejecutada por los últimos adelantos –adelantamientos, más bien- de un ordenador. Lo que resulta espectacular es lo que posee una dimensión física, y no el asombro embotellado que proporcionan unos gráficos en los que ya casi nadie cree. Porque se alejan de la justa medida y mezcolanza de los armonizados efectos especiales que aunaban ambas facetas, maquetismo y virtuosismo real (con especialistas), en sintonía con los adelantos informáticos, puestos al servicio de una trama, y no como sustitutivos o rectores de la narración.


En El hombre de la pistola de oro, la espectacularidad consiste en eso (la sorprendente cabriola de un vehículo y otras “sencillas” escenas de acción). Pero queda todo lo demás. La emoción por el suspense entre los antagonistas, la degustación de los enclaves, el sentido del humor, la presencia de otros mundos pretéritos enfocados al futuro, con ribetes de cómic y pulp, el desfile de modelos, la música…

Scaramanga también posee su propio refugio particular. Una vivienda completamente automatizada. Como las energías conocidas son demasiado caras, y tras la Crisis del Petróleo (1973-1974) no están bien vistas, pretende un monopolio con la incipiente energía solar. Dominar el mercado. Y pensar que los distintos Estados y Uniones le han tomado la palabra. Todo esto se fragua en las instalaciones anejas a la mansión de Scaramanga, de las que indica que él es el custodio, más que el diseñador (lo ampara el gobierno de turno, no necesariamente el tailandés).

Algo han de ver los orígenes circenses de Scaramanga con la puesta en escena de los duelos organizados por el pistolero y su fiel servidor, Nick Nack (Herve Villechaize). Un secuaz que sabe aguardar hasta el último momento para tratar de sorprender a nuestro agente secreto; al igual que en el caso anterior hiciera Tee Hee. Aparte de que cada asesinato-ejecución queda convertido en una “obra maestra”, con su puesta en escena correspondiente. A este respecto, y como representación simbólica de un mundo que comienza a resquebrajarse y escorarse, destacan las imágenes tomadas en el pecio Queen Elizabeth, en el puerto de Victoria Harbour, en Hong Kong.

En efecto, el periplo de James Bond lo encamina primero a la metrópoli china (antigua colonia británica), y luego a Bangkok, capital de Tailandia. La excusa, para la ocasión, es la célula fotovoltaica conocida por Solex.

Aquí Tom Mankiewicz contó con la ayuda en el guión de Richard Naibaum (1909-1991). Aunque la película no resultó tan rentable como las producciones previas, pienso que su contención la ha hecho ganar con el tiempo.

El hombre de la pistola de oro marca además el regreso de John Barry (1933-2011) a la saga de James Bond, que él ayudó a cimentar. Quien mejor supo identificar con sus tonalidades cálidas y ritmos pegadizos la esencia de los relatos y su protagonista, ofrece una nueva muestra de maestría compositiva. En los casos inmediatamente anterior y siguientes, los acompañamientos musicales correspondieron a George Martin (1926-2016), productor, arreglista e ingeniero que entregó una banda sonora harto estimable; el siempre reivindicable Marvin Hamlisch (1944-2012), y de nuevo John Barry. James Bond siempre ha tenido mucha suerte con la música, la más entonada chica Bond.
 

007 estuvo casado. Ya incidiremos en ello, en la segunda entrega de este análisis. De momento, la información nos sirve para elucubrar acerca de la soledad, antes señalada, del protagonista. Una cosa es ser ligón, aún por motivos de extracción de información, y otra ser querido. El agente Triple X resulta ser una mujer. Es otro de los giros simpáticos, cercanos al cómic, que procura el nuevo guión de Christopher Wood (1935-2015) y Richard Naibaum para La espía que me amó (The Spy Who Loved Me, Lewis Gilbert, 1977). Gilbert ya había dirigido con anterioridad Solo se vive dos veces (You Only Live Twice, United Artist, 1967).

La partenaire de James Bond en este relato va más allá de la convencional pareja romántica. La mayor Amasova (Barbara Bach) es una agente soviética. Con sus propios parámetros e inclinaciones. Y aquí es donde la ideología política va a quedar en un segundo plano. Con la diversión asegurada. Antes de la misión conjunta a la que se van a ver abocados, Bond opera -y se relaja- en Austria. El impresionante salto al vacío del agente esquiador, que a continuación despliega la bandera británica (la Union Jack), continúa siendo insuperable (la escena más cara pagada a un especialista hasta ese momento). ¿Se imagina alguien haciendo lo propio con la bandera española, cuando ahora se saca hasta de los institutos, de forma nauseabunda por algunos de sus integrantes, funcionarios ideológicos más que docentes? (No me lo han contado. He sido testigo).
 

La principal pista de la desaparición de una serie de submarinos británicos, soviéticos y norteamericanos, propicia la entente cordiale, y pone en jaque a los respectivos gobiernos. El rastro más prometedor lo obtiene James Bond a través de un enlace -esta vez masculino- en El Cairo, Hosein (Edward de Souza). Un antiguo conocido árabe que dispone de su correspondiente harén. Este le coloca tras los pasos del mercader Max Kalva (Vernon Dobtcheff), dueño de un restaurante en la capital egipcia, y su proveedor Asis Fekkesh (Nadim Sawalha). El caramelo que nadie desea compartir es un sistema localizador de submarinos.

Entre tanto, Anya Amasova, no se queda atrás en la investigación, y llega a los mismos sujetos tirando del hilo de sus propios informadores. Antes ha dejado claro que ansía averiguar quién ha sido el responsable de la muerte de su prometido. Otro agente soviético, muerto en acto de servicio en los Alpes austriacos.

Con la dirección de Lewis Gilbert (1920-2018) se potencian los acentos irónicos. Pero la acción también encuentra un adecuado equilibrio. Sin ir más lejos, con los operativos estadounidenses a los que se suma Bond, mientras Anya permanece secuestrada por el malvado Karl Stromberg (Curd Jürgens). Stormberg ordena y manda instalado en una alucinante y vigorosa fortaleza, diseñada por el estupendo decorador Ken Adam (1921-2016). Una base de contenido renacentista bajo el agua, llamada Atlantis. Para mí solo existe este mundo, asegura Stromberg refiriéndose al mar. Suerte de capitán Nemo, que en la cresta de las olas más ególatras y despiadadas que navega todo antihéroe, procura la desdicha a quienes se cruzan en su camino o se las prometen muy felices. Los secuaces de los que se sirve para mantener limpias y secas sus manos son Sandor (Milton Reid) y Tiburón (Richard Kiel), que volverá a intervenir en la película siguiente.
 

El caso es que Tiburón da el pasaporte a Kalva y Fekkesh como si fuera un vampiro, haciendo uso de su impactante y mortífera dentadura de metal. Otros hicieron alarde de su pistola de oro; cada cual posee su estilo. Mientras Scaramanga podía ocultarla a placer, Tiburón la exhibe con amenazante lujuria. En cuanto a Stromberg, pertenece al género de los genios desbocados con dinero. Como lo será Hugo Drax en la siguiente aventura. Lo atestigua su buque cisterna Liparus. Aunque insiste en que no pretendo hacer dinero –el dinero ya lo ha hecho, sin lugar a dudas, y empleado en sus megalómanas ocurrencias-, mi intención es cambiar la faz de la tierra. Lo mismo que Drax. En suma, otro divertido iluminado, sostenido por el buen hacer y presencia del alemán Curd Jürgens (1915-1982). El Liparus proporcionó tan descomunal decorado, escenificado en el recién inaugurado Bond Stage de los estudios Pinewood (Inglaterra), que el director de fotografía Claude Renoir (1913-1993), sobrino de Jean (1894-1979), se las vio y deseó para poder iluminarlo, habiendo de contar para tal labor con el asesoramiento de Stanley Kubrick (1928-1999), recordemos, director de fotografía y residente de las islas británicas.

La película es, en definitiva, excelente, y cosechó un éxito morrocotudo entre los adultos y chavales de todo el mundo. En los estadios iniciales del guión, firmado finalmente por Christopher Wood, anduvo involucrado nada menos que el gran novelista inglés Anthony Burgess (1917-1993), ligado al mentado Kubrick como todos sabemos.
 

Chicas y dinero, como la canción de Los elegantes, se vuelven a comprometer en Moonraker (íd., Lewis Gilbert, 1979), la disfrutable entrega siguiente. El hecho es que, al final de los créditos de La espía que me amó, se anunciaba que la siguiente aventura de James Bond sería la adaptación de algunos de los relatos contenidos en la colección Solo para tus ojos (1960; RBA, 1999). Pero el estreno y, nuevamente, éxito sin ambages y apenas precedentes, de La guerra de lasgalaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), fue parejo al interés por todo lo relacionado con el espacio exterior y las aventuras siderales (Space Opera), sostenidas más por los menguantes presupuestos que, cuando la fuerza acompañaba, los nuevos avances en efectos especiales (aún no existía el divorcio entre la artesanía y lo digital). De tal manera que los productores Albert Broccoli (1909-1996) y Michael G. Wilson (1942), decidieron cambiar el orden de su planificación sin alterar el producto. Harry Saltzman (1915-1994) ya había dejado la producción tras El hombre de la pistola de oro, por una serie de conflictos legales y de índole familiar.
 
Antes de proseguir, en Moonraker contamos con la edición de John Glen (1932), que pasaría a dirigir las siguientes entregas de la franquicia. También el imprescindible y citado Ken Adam, colaborador de Robert Aldrich (1918-1983), Jacques Tourneur (1904-1977), Joseph L. Mankiewicz (1909-1993) o, una vez más, Stanley Kubrick. Moonraker fue su última película de James Bond. Como además señalé, la música, como siempre magnífica, la vuelve a poner John Barry.

Así mismo, disfrutamos de la presencia de otros actores de soporte que tan grato hacían el visionado de las películas del agente 007. El almirante sir Miles Messervy, conocido por M (Bernard Lee), jefe del Servicio de Inteligencia británico o MI6, Miss Moneypenny (Lois Maxwell), secretaria de M, y el mayor Boothroyd, apodado Q (Desmond Llewelyn), intendente del laboratorio del MI6; es decir, responsable del equipamiento de los agentes doble cero. Ninguno faltó a su cita desde los inicios de la saga, con muy puntuales excepciones (Q no se deja ver en Vive y deja morir).
 

La conquista y asalto del espacio volvió entonces a inundar las fantasías de jóvenes y adultos tras la exhibición de La guerra de las galaxias, como antes sucediera con los maravillosos fuegos de artificio de los relatos en blanco y negro -principalmente-, pero sumamente coloridos, de la década de los cincuenta. M y el Ministro de Defensa, sir Frederick Gray (Geoffrey Keen), se hayan en situación apurada (aunque no tanto como el propio Bond, que va a dar con sus huesos ante un rival de altura y, en principio, una dama de altos vuelos que deja su relación en el aire, en los prolegómenos de esta nueva encomienda). Un 747 modificado que transportaba la lanzadera Moonraker se ha estrellado. Pero no hay rastro de la lanzadera. Recordemos que, en 1976, se inaugura la era de los transbordadores espaciales (coincidente con la filmación de La guerra de las galaxias), que afianzaron nuestras visitas y conocimiento del espacio, en la misma década que vio cobrar vida a las sondas Pioneer, Viking y Voyager (estas últimas, las de la excelente e inolvidable Star Trek [íd., Robert Wise, 1979]); es decir, en justa correspondencia con lo que sucedía en las salas de cine. Si bien, las lanzaderas no fueron operativas en el espacio hasta 1981. Construida en California (EEUU) por Industrias Drax, propiedad de Hugo Drax (Michael Lonsdale), Bond visita dichas instalaciones como primera y única pista del trágico accidente. Allí es atendido por la doctora Holly Goodhead (Lois Chiles), de la NASA, en comisión de servicio aquí.
 

Mezcla ecuánime y presurizada de decorados y escenarios naturales, de acción contenida -amorosa y humorística- y acción desorbitada, Moonraker depara ajetreo y entretenimiento a partes iguales. Lo primero no se come lo segundo, como tanto ocurre hoy en día (o nos ponemos pretenciosamente trascendentales o hueros de esparcimiento). En Moonraker, da tiempo a respirar, esto es, ver el despacho de M, las innovadoras instalaciones de Drax, su descomunal castillo (traído piedra a piedra de Francia), el interior de la estación espacial, la sala de mandos (terrestre y espacial), etc.

Bond acude al inigualable escenario veneciano, en Italia, para seguir otra pista, directamente extraída de los cajones de la mesa del despacho de Drax. La cristalería Venini. El mismo tipo (Victor Tourjansky) que no daba crédito a lo que veía en las playas de La espía que me amó, con el vehículo sumergible de James Bond, tiene motivos para volver a sorprenderse en plena Plaza de San Marcos, cuando 007 recurre a la bóndola, otra de sus salidas tecnológico-fotogénicas, sin pérdida de compostura, que nosotros tanto agradecemos. El humor, tan mal gestionado por algunos, prosigue con el empleo de la tonada de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977), que sirve de contraseña sonora. A su vez, los esbirros del malvado, son un oriental dado a las artes marciales, Chang (Toshiro Suga), y el inefable Tiburón, interpretado por el mismo actor.

Más serias son las cápsulas que portan un veneno letal y que se fabrican en Venecia, pero son trasladadas a Río de Janeiro (Brasil), y de ahí, al espacio insondable, aburrido hasta la llegada de Hugo Drax. Más tarde, Bond descubrirá que, en realidad, Holly Goodhead trabaja para la CIA, el organismo de Defensa y Ocultación por excelencia. Como el afán de esta pareja bien avenida a la fuerza, es dar al traste con los maquiavélicos planes del pérfido Drax, se sucede la bien filmada persecución por el Amazonas (Brasil et alii), con la metamorfosis en ala-delta de la lancha de 007, y la visita obligada –aunque no se lleve ningún regalo- a la base piramidal de Drax, en plena selva (el Templo del Gran Jaguar, en el complejo de Tikal, Guatemala).
 

Hágase el universo. Y el universo se hizo. Esto es el cine. Un universo hecho a la medida de nuestros anhelos y fantasías, la deriva más lógica de las clásicas tragedias, comedias y tragicomedias del mundo antiguo (solo antiguo en años).

Moonraker fue la película más taquillera de la serie (suele decirse que hasta Goldeneye [íd., Martin Campbell, 1995], pero como suele suceder en estos casos, conviene tener en cuenta que el precio del dinero en 1979 no era el mismo que en los años noventa).

Las películas de James Bond eran para mí, y supongo que para muchos espectadores, sinónimo de fantasía, modernidad, y pasar un buen rato a lo largo de dos horas y pico. Características que han pasado a ser cualidades inolvidables. Continuaremos con nuestro repaso en el siguiente artículo de esta sección.


Escrito por Javier Comino Aguilera




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