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Washington Irving |
Toda nación reclama sus propios modelos artísticos, sobre todo en aquellos momentos en que se está edificando y tratando de adquirir una entidad definida. La cuestión está en saber incorporar las inevitables influencias exteriores sin comprometer por ello la propia idiosincrasia, puesto que toda cultura no es ajena a todo tipo de influjos. Así ha venido ocurriendo en América del Sur desde los tiempos de Andrés Bello, y en Norteamérica, en una época apasionante que coincidió con nuevos desarrollos técnicos y un sinnúmero de descubrimientos científicos. Se trata de un proceso lento que se construye con cada ladrillo cultural.
A Washington Irving (1783-1859), pese a completar unos estudios de abogacía que nunca le llamaron la atención, de igual modo que no le interesaron durante mucho tiempo los negocios familiares, centrados en el comercio del vino y el azúcar, se le puede considerar con toda justicia uno de esos referidos puntales. Su carrera como escritor comenzó como mordaz articulista social a comienzos del XIX, centrándose principalmente en los comportamientos sociales, con especial incidencia en la clase política.
En 1812, con motivo de la nueva confrontación con Inglaterra, Irving se traslada a la capital americana, Washington, en representación del negocio familiar, y donde aprovechó para ejercer labores como editor durante dos años. Es en este periodo donde emerge un talento “puramente literario”, con las debidas influencias, como las de su amigo Walter Scott, pero finalmente “personal”.
Washington Irving tuvo la suerte de viajar bastante, lo que a la larga definiría su temática y cimentaría su estilo como agudo observador. Cinco años en Inglaterra, seis meses en París, vuelta a Inglaterra, una estancia en Alemania que se corresponde con sus
Tales of a traveller (1824, en dos volúmenes); y por fin, su anhelado viaje a España, de 1826 al 29, concretamente, hasta su nombramiento como secretario en la embajada norteamericana de Londres, cargo propuesto por el propio presidente Andrew Jackson.
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Leones de La Alhambra (fotografía de LJ) |
Hubo un segundo viaje a España, siendo ya embajador (de 1842 al 46), pero la situación política resultó demasiado inestable y los años de ensoñación parecían haberse evaporado entre los humos de la política “angosta” de Isabel II.
Debe tenerse en cuenta, además, que la condición de soltero de Washington Irving le evitó los típicos trances familiares y a la larga le permitió una independencia económica que el escritor supo aprovechar al máximo.
Entre las obras más reconocidas del escritor de Manhattan destacan
A story of New York (1809), una deliciosa serie de artículos, ensayos y relatos, y
The sketch book of Geoffrey Crayon, Gent (1819), nueva recopilación, esta vez de ficción, en la que destacan los muy populares relatos
Rip Van Winkle y
La leyenda de Sleepy Hollow (de los que nos ocuparemos en nuestra siguiente entrada).
En España, Irving concretó la traducción de una
Historia de la vida y los viajes de Cristobal Colón (1827), junto a
Legends of the conquest of Spain (1835) y, naturalmente, los
Cuentos de La Alhambra (aparecidos finalmente en 1832, y que contaron con una edición posterior, revisada por su autor, en 1851). A estos siguieron otros trabajos como
Astoria (1836) o
The adventures of Captain Bonneville (1837).
Suele citarse a la autora de la bella –y trágica-
La gaviota, Cecilia Böhl de Faber (Fernán Caballero), como instigadora de los
Cuentos de La Alhambra. Irving recordaba como la joven escritora siempre le animó a
poetizar la realidad sin alterarla (bella definición romántica). El caso es que tras cumplir con sus obligaciones laborales y literarias en Madrid, en compañía de su hermano Peter, Washington Irving pisó por fin La Alhambra por primera vez el diez de marzo de 1828. Allí tomó contacto con lo que él llamó los “hijos de La Alhambra”, refiriéndose a aquellos que habían nacido dentro de los muros del Palacio; entre ellos, entabló una cordial relación con el joven Mateo Ximénez, de diecisiete años, “
mi desarrapado filósofo”, compañero, guía, y fuente inagotable de multitud de chascarrillos y relatos.
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Grabado de La Alhambra de David Roberts |
Pero junto a los valiosos relatos orales, Irving tuvo acceso a una buena documentación histórica. Su estancia en el país queda bien reflejada a través de sus relatos, cartas, diarios y su autobiografía. Por ellos sabemos, por ejemplo, que el gobernador de La Alhambra, Francisco de Serna, le ofreció alojamiento dentro del Palacio, el inigualable enclave en el que el autor permaneció durante cuatro meses.
En
Cuentos de La Alhambra (
Tales of The Alhambra, o
The Alhambra, como también se tituló en alguna edición posterior) cobra fuerza la suma entre las reflexiones de carácter histórico y el placer de las historias puramente fantásticas, si bien todo el conjunto (cabría decir que monumental) aparece englobado en el ámbito maravilloso de la leyenda, en un tiempo mágico y mítico en el que Irving acabó, como todo buen artista, “imprimiendo la leyenda” con letras de oro.
Comienzan los
Cuentos de La Alhambra con
El viaje, relato de su llegada a la península y descripción de su paisaje (un itinerario que parte de Sevilla), en este caso acompañado por el joven guía Bautista Serrano, de Écija. Seguidamente hallamos su
Descripción de La Alhambra, donde ya aparece el dicharachero Mateo Ximénez. Estos pasajes descriptivos, bañados por el romanticismo, se completan con otros episodios de corte histórico, como
El palacio de La Alhambra, El salón de Embajadores, El Patio de los Leones, Los Abencerrajes, La Torre de las Infantas, El Generalife o una descripción de los famosos baños… Por las páginas de la obra desfilan, ya calladamente, las historias de Alhamar, de Yusuf, de Boabdil…
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Grabado de La Alhambra de David Roberts |
Acomodándose en La Alhambra (
El trono de Boabdil) y
Moradores de La Alhambra conforman una divertida digresión sobre los habitantes del Palacio y el carácter hispano, que se completa con un comentario sobre las fiestas del Corpus Christi en Granada y una introducción a las leyendas locales. Nos vamos adentrando en el ámbito de lo legendario. Además, conoceremos al auténtico Truhán de La Alhambra, un tórtolo al que cuidan los lugareños en una de las habitaciones y que siempre que tiene hambre regresa.
Pasajes magníficos lo constituyen los paseos –también nocturnos- por las colinas, con Mateo, o hasta la Torre de Comares, más las impresiones de Irving desde las habitaciones del jardín de Lindaraja o el Peinador de la Reina. Además, el autor se lo pasa bomba contemplando a la gente e inventándose historias con su telescopio portátil desde un balcón (en
El balcón). ¡Todo sazonado por la leyenda del fantasma
El Belludo!
Igualmente destacan, ya dentro del ámbito de lo fabuloso,
La aventura del albañil y el tesoro,
La leyenda de la Casa de la Veleta, o la del astrólogo árabe, en la que no faltan los amuletos, ciudades invisibles a los mortales, una bella cautiva, los símbolos de la Puerta de la Justicia, y hasta una torre edificada con piedras, transportadas desde el mismo Egipto.
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Grabado de La Alhambra de David Roberts |
Otro extraordinario relato con ingeniosas dosis de humor es
La leyenda del legado del moro, donde un pobre aguador de los aljibes recibe una inesperada recompensa al socorrer a un moro.
Y cómo pasar por alto
La leyenda de las tres bellas princesas, relacionada a su vez con
La leyenda de la rosa de La Alhambra, situada ya en tiempos de Felipe V, en la que un paje real corteja a una doncella.
El misterio cobra carta de naturaleza en el ejército musulmán hechizado de
El gobernador y el soldado, y en la
Leyenda de las dos discretas estatuas, ninfas “mudas” que señalan un tesoro, rodeadas por los seres encantados que habitan La Alhambra. También hay cabida para una crítica amable a la fe “ciega” (
La cruzada del gran maestre de Alcántara), o a los dramáticos resultados de una lucha entre antiguos amigos en
La leyenda de don Munio Sancho de Hinojosa.
Otro gran relato de la obra es
La leyenda del soldado encantado, en el que el alegre estudiante Vicente llega a Granada durante la víspera de San Juan, y tiene que vérselas con fantasmas, tesoros y amuletos, puesto que todavía impera el mundo de lo arcano frente a la frialdad de un racionalismo creciente.
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Edición de Cátedra |
En
La leyenda del príncipe Ahmed Al Kamel, o el peregrino del amor, el susodicho padece encierro en el palacio del Generalife, por mor de una profecía, hasta que al fin alcanza la libertad. Así, el príncipe llegará a relacionarse y conversar (como en una de las obras maestras de Disney) con un búho y un loro. Un relato inolvidable de humor pimpante y final feliz, donde destaca el tratamiento sobre paisajes y personajes, en una atmósfera de ruinas románticas que sostienen todo el relato.
La edición de Cátedra, a cargo de J. A. Gurpegui, recoge el texto, más completo, de 1851, y se beneficia, como suele ser habitual, de un estudio imprescindible sobre la obra y su autor. Un espíritu melancólico, inquieto en cuanto a conocer nuevas culturas, no correspondido en el amor (el de juventud falleció joven, el de madurez topó con el rechazo), pero efervescente de imaginación. En
Cuentos de La Alhambra de Washington Irving hallamos la ficción medida de los acontecimientos históricos junto a lo mejor del genio romántico. Aquel que propone entre el sueño y la realidad, el ideal de la ensoñación.