El autocine (CXX): Terminator, de James Cameron

14 abril, 2024

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Ya queda menos. Tan solo cinco años hasta alcanzar 2029, la época en que se sitúa la acción futurista de Terminator (The Terminator, Hemdale-ORION, 1984). El resto de la narración acontecía en la época de la exitosa producción. Pero curiosamente, no existen tantas diferencias entre ambos marcos temporales.

Esta es, creo yo, una de las características más perdurables de la innovadora y adrenalítica película dirigida por James Cameron (1954), que amalgamaba de forma cohesionada una clásica película de monstruos con los temas de la modernidad más pesimista, que empero, comenzaron a sentar sus bases ya en los radiactivos años cincuenta.

Pero antes de abordar la narrativa, podemos decir que, a un nivel visual, a ambos espacios temporales los enlaza la oscuridad de la noche. Noches desapacibles y, en cierto sentido, siniestras, lo que además queda potenciado por el ajustado presupuesto de la película. Ajustado, pero magníficamente aprovechado (hoy, con grandes sumas, no se consigue tanto). Callejones, más que avenidas principales, escuálidos tugurios de neón, cuartuchos insalubres, descampados, moteles de carretera, parkings solitarios, la vaguada de un recóndito puente. Hasta la imagen callejera de un indigente buscando en la basura (en vías mojadas y viradas de azul, como marcan los cánones). Todo este escenario, me parece a mí, nos enlaza con el porvenir.

Respecto al argumento, Terminator se centra en unos personajes cuyo destino les sobrepasa. El ejemplo principal es Sarah Connor (Linda Hamilton), empleada en una hamburguesería. Pronto se da cuenta de que en las noticas han aparecido dos víctimas de ataques indiscriminados que comparten su nombre. Y de que le sigue los pasos un individuo sospechoso, Kyle Reese (Michael Biehn). Tal vez ella sea la siguiente. En paralelo, surge la investigación policial, llevada a cabo por el oficial Vukovich (Lance Henriksen) y el teniente Traxler (Paul Winfield, al que muchos recordamos por la excelente Perro blanco [White Dog, Samuel Fuller, 1981]). Pero la amenaza en la sombra la porta el Terminador o contraparte de Reese (Arnold Schwarzenegger). Los policías temen estar ante un asesino con patrón. Y no se equivocan. Pero el sargento del futuro, Reese, dispone de una ventaja. Él sí tiene el nombre exacto de Sarah, por lo que la contacta justo a tiempo. Como él mismo aclara a la atribulada fugitiva, respecto a su potencial asesino, se enfrentan a un ciborg que no siente lástima ni remordimiento. No está programado para eso.


Escrita por el propio realizador y la también productora Gale Anne Hurd (1955), el nudo dramático de esta ceñida epopeya por la supervivencia pasa de lo particular a lo general, pues nos afecta a todos. Y toma como basamento el clásico argumento de los viajes en el tiempo, tema afín a la ciencia ficción, al que se suma el de un inminente conflicto nuclear de orden mundial, otro leitmotiv habitual para los que vivimos aquella época, pero que se remonta a las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), con la posterior eclosión en novelas y trabajos cinematográficos de esa edad de plata que son los mencionados años cincuenta. Una década que me apasiona.

El caso es que, tras el desastre, la voz en off inicial especifica que la lucha no se va a librar en el futuro, sino en el presente. Ya histórico para nosotros. Las prolepsis (flashforwards) están bien ensartadas en el relato, lo que, como antes indicaba, se traslada al apartado visual. Al igual que son oportunos un par de elegantes fundidos a negro. En tales anticipaciones, los diálogos resultan escuetos. Una buena decisión, ya que no parecen necesarios; aquí poseen más especificidad las imágenes, que hablan por sí mismas. Cualquier otro añadido habría resultado tan sobado como redundante (ese exceso de verborrea, generalmente grosera, que entorpece y empobrece un buen número de producciones en la actualidad, y que a los que conocimos tiempos mejores nos provoca hartazgo; me refiero, por supuesto, tanto en cine como en televisión). En cambio, sí están muy bien traídos el resto de diálogos en época presente, sobre todo, los que se establecen entre Reese y Sarah, que ponen al espectador al corriente de la trama. Particularidad reseñable es, así mismo, el hecho de que la acción no se coma nunca la emoción, esto es, el suspense. Existen planos donde la narrativa respira; algo que habitualmente se ha perdido con el advenimiento de un público que ya no tolera neuronalmente los momentos de introspección o la mera contemplación estética, alimentado por imágenes rápidas de manido consumo. Recurso cinematográfico tan arcaico para ellos como ese símbolo de modernidad que fue el walkman que porta Ginger (Bess Motta), la compañera de apartamento de Sarah.

Al envoltorio narrativo ayuda la nítida fotografía de Adam Greenberg (1939), de contornos acerados, y la música de Brad Fiedel (1951), entre minimalista, espacial y atávicamente percutiva.


Tu mundo es aterrador, concreta Sarah ante tanta desgracia venidera. Esta es la idea más inquietante de toda la propuesta; cara a la ciencia ficción. Cuando los cimientos de la civilización se tambalean, y toca vivirlo. Desde 1984, el mundo que nos sobrevino y el que nos aguarda no es precisamente el que nos habíamos imaginado. De hecho, ¿qué le queda a Sarah en la conclusión de la película? Esperar la tormenta, es decir, el apocalipsis. Su huida final a las montañas.

Pero los sentimientos del futuro se proyectan hacia el presente. Reese estuvo -en dicho futuro- enamorado de Sarah. Un amor platónico que se materializa, en lo que es otra de las derivadas más sugestivas de la película.

A la música y la fotografía hemos de añadir los efectos especiales del gran Stan Winston (1946-2008), en colaboración con la empresa Fantasy II. Lo que se trasladaría a las secuelas; de mejores efectos, aunque no necesariamente mayor encanto. Es lo que tiene ser el primero en la lista. En Terminator, el guión está bien pergeñado en sus detalles, como el de la emisora de la policía que pone al exterminador sobre aviso del paradero de Sarah y Reese; una acción lineal que se desarrolla de continuo, en apenas dos días -o mejor habría que decir noches-, o el juego con los espacios temporales, sin hacer un lío al espectador (otro demérito de la confusa actualidad; por el contrario, aquí la narrativa es siempre limpia), lo que incluye la idea del viajero espaciotemporal que interactúa de forma vital en el pasado, convirtiéndose en padre del futuro salvador. Aparte de cierto sarcasmo en la figura del psicólogo criminalista, doctor Silberman (sic) (Earl Boen, que tendría ampliada pero idéntica función en la estupenda secuela).

En los títulos de crédito finales se expresa agradecimiento al autor de ciencia ficción Harlan Ellison (1934-1018), habida cuenta de que James Cameron tomó prestada la idea del ciborg de dos episodios escritos por Ellison para la serie Más allá del límite (The Outer Limits, ABC, 1963-1965).


Cameron nos depara otros planos inspirados, como la de los carros de combate futuristas pasando por encima de centenares de calaveras. El contraplano virado a rojo que se corresponde con la mirada que Sarah le devuelve a su perseguidor, armado con una mira telescópica. Las cicatrices abruptas en la espalda de Reese. El buen uso de la cámara lenta en el Tech Noir, el local donde se ha refugiado Sarah tras saberse en peligro. El Terminator observando la ciudad tras su llegada, antes de su (des)encuentro con unos punks, encabezados por Bill Paxton (1955-2017), o más tarde, buscando la expresión lingüística más adecuada para quitarse de encima al pestilente casero (Norman Friedman).

Y otras estampas, como el aplastamiento de un camión de juguete que está en la acera (más tarde serán los auriculares de Ginger). Inolvidable es el momento en que el exterminador finge la voz de otra persona, o se auto repara, como cualquier máquina inteligente. Del mismo modo sobresale el falso final -también en lo musical- tras la voladura del camión cisterna, que no es sino el preludio de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre el hombre y la máquina. Secuencia resuelta a lo Ray Harryhausen (1920-2013), de la forma más artesanal, haciendo de la necesidad, virtud (más que vacuo virtuosismo).

Como simpático detalle, destaca la intervención del insustituible Dick Miller (1928-2019), aquí como sufrido vendedor de armas.



Para el sábado noche (CXXXVIII): Terremoto, de Mark Robson, y Pelham 1, 2, 3, de Joseph Sargent

02 abril, 2024

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Me hace gracia cuando leo o alguien me dice que una película ha envejecido. Precisamente, lo que quiero y valoro del cine que llamamos clásico es el disfrute de otro tipo de diálogos, ropa, peinados, vehículos, colores, texturas, música (por lo general mejor que la presente), y, por qué no, efectos especiales. La conclusión es que las personas que les digan semejante cosa no aman el cine.


Debía tener yo unos once años cuando un buen amigo de la familia, que era abogado y militar, invitó a mi familia a su piso y nos dio a los más peques dos títulos para distraernos con el video. El primero era Como el perro y el gato (Cane e gatto, Bruno Corbucci, 1982), con el siempre grato Bud Spencer (1929-2016) –a ver si un día le dedico el artículo que merece-. El segundo video alquilado fue Terremoto (Earthquake, Universal, 1974). Yo me emperré en comenzar por este último, porque me llamaba la atención, y porque sabía que, si comenzábamos por la película infantil, no nos dejarían luego acabar la de catástrofes. Lo que al revés no sucedería, pues cortarle a un niño una película de Bud Spencer es un pecado nada venial, más bien vesánico. Así que me salí con la mía, mientras los adultos seguían hablando de sus cosas. Me gustó mucho la película de Mark Robson (1913-1978). Con el tiempo, llegué a valorar otras obras suyas como La isla de la muerte (Isle of the Dead, RKO Films, 1945), la excelente Más dura será la caída (The Harder They Fall, Columbia Pictures, 1956), Vidas borrascosas (Peyton Place, Twentieth Century Fox, 1957) o El premio (The Prize, Metro-Goldwyn-Mayer, 1963), que también me trae gratos recuerdos. Su última filmación, estrenada póstumamente, fue la entretenida El tren de los espías (Avalanche Express, Twentieth Century Fox, 1979), aún bajo el hálito del cine de catástrofes, y con otro de los actores con los que nos reencontraremos más tarde, Robert Shaw (1927-1978), igualmente desaparecido antes del estreno.


Que estamos de paso es de todos bien sabido. Ya depende de las zancadas o pasos cortos que demos. Somos custodios del planeta, pero no nos pertenece. Y aunque no deseo ponerme trascendental, hay buenas películas que nos recuerdan que nuestra existencia no es para tanto, o al menos, que eso de portarse bien o mal sí que trae consecuencias, si no en este plano, posiblemente en otros. Y ya que estamos en las alturas, un plano aéreo sobrevuela la ciudad de Los Ángeles (EEUU) hasta llegar a la presa de Hollywood, al inicio de Terremoto. El escenario tendrá su relevancia en la trama, porque son los lugares por los que habitualmente transitamos, nuestra cotidianidad, lo que se va a ver alterado. Me llama la atención lo bien que continúa estando la película, habida cuenta de que hacía bastantes años que no la veía. Me refiero en cuanto a dirección de actores y puesta en escena (la definición del bluray ayuda mucho). Máxime teniendo en cuenta que este tipo de cine no era muy considerado por la crítica, lo que por otra parte siempre me importó un higo (como a Mark Robson, supongo).

Huelga decir que uno de los principales protagonistas es, entonces, la propia ciudad, un entorno asediado por la falla de San Andrés, con una población que se ha acostumbrado, más o menos, a los sustos. Uno de los más morrocotudos fue el de 1989, en pleno San Francisco. En Granada (España) tampoco nos privamos de estos tembleques o cabreos de la Tierra. Se suele decir que los edificios japoneses han sido diseñados a prueba de seísmos. Pero Stewart Graff (Charlton Heston) se lamenta en determinado momento de la película de que jamás debieron edificar colosos con tantas plantas en aquella zona.


Graff es ingeniero de edificios y un ex jugador de rugby. Está casado con Remie (Ava Gardner), la ya madura hija de su jefe, Sam Royce (el entrañable Lorne Greene). El matrimonio hace aguas, y más que va a hacer, así que Stewart ha entablado relación con Denise Marshall (Genevieve Bujold), una joven viuda con un niño pequeño, Corry (Tiger Williams).

Más allá del entorno, los otros personajes principales, en esa característica afín al género que supone el jugar con los destinos cruzados, son el corredor de acrobacias en moto Miles Quade (Richard Roundtree), su amigo y socio Sal Meechy (Gabriel Dell), y la hermana de este último, Rosa (Victoria Principal), que el dúo pretende como reclamo para su futura gira de actuaciones. También están Jody (Marjoe Gortner), un pre-Taxi Driver, supervisor en un supermercado de barrio y aficionado al culturismo, que hará emerger su potestad y resentimiento cuando lo movilicen como soldado en las calles, y la secretaria de confianza de Sam, conocida de Denise, Barbara (sic) (Monica Lewis). Por último, pero no menos importante, el baqueteado policía Lou Slade (George Kennedy), que tiene el honor de contar en su currículum con gerifaltes idiotas, para variar. Los solemos llamar superiores, no sé por qué. Casi diría que este es el principal epicentro, el malestar que supone el roce de unos con otros. Ya no quiero seguir siendo policía, declara Lou, añadiendo a continuación que la gente no vale un pepino. Al fin y al cabo, él solo persigue la justicia, en tanto la ley se empecina en perseguirle a él.


Algo más matizados están otros jefes, como el del geólogo Walter Russell (Kip Niven). Pese a incurrir en delito de lesa suficiencia, pronto cambiarán las tornas para el señor Stockle (Barry Sullivan), director del Instituto de Sismología de Los Ángeles, y para el alcalde de la ciudad (John Randolph), provisto de una dignidad mayor que su homónimo de la película posterior. Pese a todo, no puede evitar exponer, con indecorosa sinceridad, que el gobernador y yo ni siquiera pertenecemos al mismo partido, en el momento en que ha de ponerse en contacto con este. Otros personajes secundarios, pero relevantes, son el doctor Vance (Lloyd Nolan), y Max (Scott Hylands), uno de los vigilantes de la presa de la ciudad, atosigado por su propio ingeniero-jefe, que pronto se pondrá de su parte (Lionel Johnston).

Confieso que me encanta el paisaje setentero de la ciudad, aún recreado en estudio. Me lo imagino con música de, pongo por caso, el genial Sweet Fanny Adams (1974) de la banda Sweet. Pero la música oficial es la intimista creación del maravilloso John Williams (1932). Un no muy recordado pero estupendo trabajo, en la línea de El Coloso en llamas (The Towering Inferno, John Guillermin, 1974), también de ese año, o el previo La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, Ronald Neame, 1972).

Producida por Jennings Lang (1915-1996), Terremoto fue escrita por el para mí desconocido George Fox (-), tal vez un seudónimo, y por el más que conocido Mario Puzo (1920-1999), autor de El padrino (The Godfather, 1969). Ello depara, merced a la realización de Mark Robson, momentos bien traídos. Verbigracia, la primera víctima resulta inesperada, un técnico en un ascensor, antes del gran cataclismo. La narración también proporciona buenas dosis de acción, como una persecución en auto. Pero el conjunto no lo hacen únicamente los efectos, sino los actores, todos estupendos. Y esa característica de focalizar el aspecto dramático en unas pocas pero valiosas vidas.


Más aún. Los planos generales resultan soberbios, privilegio de contar en el equipo con el gran Albert Whitlock (1915-1999). Y sin alharacas folloneras, allende el sistema de sonido sensurround. De hecho, ¿para cuándo un libro ilustrado acerca de este versado artista, aunque sea en inglés? Así mismo, destaca el plano del contratista Cameron (Lloyd Gough), observando atónito por la ventana del edificio en que se encuentra, cómo la ciudad se resquebraja. Una imagen en la que destaca la efigie esférica del emblemático edificio de Capitol Records. Contemplando, en suma, esa fuerza telúrica que en pocos segundos va a disolver toda estructura, no solo física, sino organizativa.

La inclusión de un primer temblor, más leve, pone en evidencia a Remy ante su esposo, que se da cuenta de que las pastillas que ella ha ingerido son una añagaza, un chantaje emocional, por llamarlo de otra manera. Tampoco es baladí el detalle de la fila para el agua que enlaza, sin ellas saberlo, a Denise y Remy, separadas por unos pocos metros (pero una gran distancia emocional). Lou permitiendo la presencia de unos hare krishna en la vía pública, después de que le hayan cortado las alas. La puerta de la presa que deja de encajar, y en fin, la angustia en los resquicios del Hotel Wilson Plaza, en el último segmento de la película. Todo bajo los auspicios de una estupenda fotografía del siempre competente Philip Lathrop (1912-1995).


Y de un recuerdo infantil a otro. Debió de ser en un pase por la televisión pública (la única que entonces había en España), de nuestro siguiente título. Me refiero a la resolución, sencilla y directa, hasta un punto humorística, de Pelham 1,2,3 (The Taking of Pelham 1,2,3, Palomar-United Artist, 1974). Tan grabada se me quedó (por su sencillez, lejos de toda espectacularidad), que durante años traté de volver a toparme con aquella historia de la que desconocía el título (la cosas no eran como son hoy). Un final que, como es lógico, no voy a desvelar.

Pelham 1,2,3 se fundamenta en la novela homónima de John Godey, seudónimo de Morton Freedgood (1913-2006), publicada en 1973 (Círculo de Lectores, 1974). Fue adaptada por Peter Stone (1930-2003), co-responsable de Charada (Charade, Stanley Donen, 1963), Arabesco (Arabesque, Stanley Donen, 1966), y ya en solitario, la sabrosa Pero, ¿quién mata a los grandes chefs? (¿Who is Killing the Great Chefs of Europe?, Ted Kotcheff, 1978). El conjunto contó con la fotografía del recientemente desaparecido y magnífico Owen Roizman (1936-2023), y una vibrante composición a cargo de David Shire (1937). Disponía de ella en una edición de la extinta FSM, pero no pude vencer la tentación de volver a adquirirla en la atractiva versión de Quartet Records (QR 453). Música excelente se mire por donde se mire, aunque en la película no luzca toda la banda sonora.

Aquí nos reencontramos con Walter Matthau (1920-2000), entrevisto como estoico borrachín de bar en Terremoto, y como ya anuncié, con Robert Shaw.


El nuevo escenario es subterráneo, principalmente. En cualquier caso, también está marcado por el signo de tierra, como en nuestro ejemplo anterior. Una sensación de angustia que queda potenciada, por paradójico que parezca, gracias al formato en cinemascope; en principio, más afín a los espacios abiertos. El interesante realizador Joseph Sargent (1925-2014) maneja bien la planificación. Al margen de sus estupendos trabajos para la televisión, de los que quisiera reseñar dos adaptaciones de Willa Cather (1873-1947) y Larry McMurtry (1936-2021), respectivamente, Mi Antonia (My Antonia, Gideon Productions - USA Network, 1995) y Las calles de Laredo (Streets of Laredo, DePasse Entertainment, 1995), o también La noche que aterrorizó a América (The Night That Panicked America, Paramount TV, 1975), Joseph Sargent debe ser recordado por otras atractivas propuestas, como Colossus (Colossus, the Forbin Project, Universal, 1970), The Man (id., Paramount, 1972), y la hagiográfica pero en absoluto desdeñable MacArthur (íd., Universal, 1977). Hasta llegar a la era del videoclub con la simpática pero inocua Pesadillas (Nightmares, Universal, 1983), donde se diluyó y volvió a recalar en el ámbito televisivo.

En efecto, tras autobuses, aviones, trenes, edificios y barcos, faltaba la red del metro. Otro espacio cotidiano para la mayoría de nosotros.

Allí se dan cita, para nada bueno, el señor Greene, un ex maquinista (Martin Balsam) cuyo nombre real es Harold Lobman, tal y como se descubrirá al final de la película; el líder del que se va a rebelar como un grupo de secuestradores, el señor Blue (el siempre sólido Robert Shaw); el señor Brown (Earl Hindman) y el señor Grey (Héctor Helizondo). Todos portadores de su respectivo mote y bigote postizo. Producido el secuestro de uno de los vagones de la línea, en concreto, el Pelham 1,2,3, se ponen en funcionamiento el teniente Zachary Garber (Walter Matthau), del cuerpo de policía de transporte de Nueva York, y su compañero de fatigas Rico Patrone (Jerry Stiller).


De momento, sus únicos aliados son el tablero de desplazamiento para la localización de los vigilantes de la policía de transporte, y las mesas de control de cada una de las líneas. Podemos añadir la espinosa comunicación a través de un micrófono de excelente diseño. Una vez liberado el conductor del tren, Denny Doyle (James Broderick), quedan diecisiete pasajeros secuestrados, junto al revisor (Jerry Holland). Dieciocho en total, y de esas personas a las que la mala suerte retiene bajo las armas de la ideología, las creencias religiosas o la mera extorsión crematística. Esto acerca Pelham 1,2,3 al terreno del policíaco, pero sin perder la esencia catastrofista (cuando el vagón se precipita sin frenos).

Desde dicho centro de mando, Garber va a lidiar con las exigencias de los secuestradores, las vidas de los rehenes y la selva humana de algunos de los técnicos que le rodean. Como el supervisor Cat Dolowicz (Tom Pedi) o el jefe de trenes Frank Terryl (Dick O’Neill), encargado de la ejecución de la red metropolitana. El apelativo del vagón de metro que retienen los captores, unos con antecedentes menos tranquilizadores que otros, responde al nombre de la terminal y a su hora de salida. Los extorsionadores reclaman a la ciudad de Nueva York un millón de dólares (de la época), que para colmo hay que preparar en un disminuido espacio de tiempo.


A estos personajes se suma el guardia de seguridad James (Nathan George), que queda retenido en el túnel del vagón, a pocos metros del mismo, y el inevitable alcalde, Albert (Lee Wallace), un tipo griposo y pusilánime, en sí mismo, retrato inmisericorde del nada divino oficio político. Le salva los garbanzos el eficaz y sarcástico teniente de alcalde Warren LaSalle (Tony Roberts). Estos dos últimos personajes se diferencian de los anteriores, policías y ladrones, por el tono de farsa que tanto guionista como director les procuran. Más dignidad muestran el comisario Phil (Rudy Bond), el comandante de la policía Harry Borough (interpretado por el estupendo Kenneth McMillan), y el inspector jefe Daniels (Julius Harris), del Departamento de Operaciones Especiales, y al que muchos recordamos por su participación en Vive y deja morir (Live and Let Die, Guy Hamilton, 1973). Ante la profesionalidad de los antedichos, resume el alcalde que tendré que oír cómo me silban.

Tanto en Terremoto como en Pelham 1,2,3 destaca más la angustia que el número de fallecidos, a diferencia de tantas exageradas piezas de acción de la catastrófica actualidad. De este modo, les vuelvo a mostrar hoy dos ejemplos de actores y películas con los que he crecido, y espero seguir haciéndolo. Un pico, para mí, difícil de superar. Como ese que marcan los sismógrafos.



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