El caballero verde, de David Lowery

28 agosto, 2023

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Hay proyectos y sueños que quedan estancados en nuestra vida, en una infinita espera para que se dé la oportunidad o el momento idóneo para realizarlos. Pero pasan los años y no lo encontramos. En cierta forma, es una quimera, una ilusión que vamos aplazando sin atrevernos a dar el paso, acomodados en nuestro día a día, en los problemas cotidianos y en las circunstancias más cercanas. Aunque, en ocasiones, también es la propia vida quien nos empuja a enfrentarnos a aquello que estábamos evitando. La circunstancia oportuna y quizás el momento en el que nos demos cuenta de que lo habíamos aplazado porque, en el fondo, no nos sentíamos preparados para llevarlo a cabo, porque era más cómodo pensar en ese sueño que darle forma.

Sir Gawain y el Caballero Verde es un poema medieval en romance que narra un episodio decisivo en la vida del sobrino del rey Arturo, sir Gawain, que debe afrontar una serie de pruebas de virtud moral para demostrar que es un caballero real. Un relato situado prácticamente como un epílogo de la leyenda artúrica, cuando la época de las grandes hazañas de este rey y los caballeros de la mesa redonda había llegado a su fin. Como relato medieval, trata de ofrecer una lección a la nobleza sobre las virtudes que todo buen caballero debe poseer, incluyendo su honorabilidad. Sobre esta historia ya se realizó una adaptación cinematográfica a mediados de los ochenta, El caballero verde (Sword of the Valiant: The Legend of Sir Gawain and the Green Knight, Stephen Weeks, 1984), más relacionado con la visión ficticia que hemos encontrado habitualmente en el cine sobre la Edad Media y, por tanto, de un tono muy distinto a lo que el director David Lowery propone en su adaptación del poema: El caballero verde (The Green Knight, 2021). Una adaptación que borra los nombres propios relevantes, ya que salvo el protagonista y su amante, los demás son representados por su papel (el rey, la madre, la dama...), otorgándole un tono más misterioso y místico, más oscurecido y alejado con los referentes que tenga el espectador, a pesar de que es una historia que se enriquece al conocer estos detalles.


En la película encontramos una mezcla entre un realismo y profundidad en los caracteres de los personajes frente a un cierto misticismo y fantasía del ambiente que envuelve a toda la obra, una fantasía siniestra y oscura. Como decíamos al principio, a veces aplazamos los proyectos y sueños de nuestra vida, como le sucede a nuestro protagonista, Gawain (Dav Patel), que aún no es caballero ni ha realizado ninguna hazaña memorable. El retrato que nos ofrece el prólogo de esta historia es la de un hombre joven que disfruta de una época de paz y celebración, aprovechando la buena vida que le ofrece ser noble y deleitarse de las fiestas, el alcohol y las relaciones con una plebeya, Essel (Alicia Vikander). Un hombre sin honor, despreocupado en exceso y que no cumple con el talante de su posición (como se nos hará ver poco después, un posible heredero a la corona). Sin embargo, algo ensombrece su semblante siempre que se le menciona, siendo bastante subrayado el momento en que sea su tío, el rey Arturo (Sean Harris), quien se lo pregunte: ¿qué hazaña has realizado? ¿Qué te da derecho a convertirte en caballero? En la vida de Gawain, todo está aplazado, incluso la posibilidad de una relación con la mujer a la que ama. Y es consciente de ello.

Hablábamos de realismo y profundidad por estos mismos detalles. En la corte se percibe la paz, pero también la decadencia. El rey y la reina son casi ancianos débiles y de apariencia enfermiza y quebradiza. Arturo apenas puede sujetar con fuerza su célebre espada y la reina Ginebra (Kate Dickie) aparece esquelética. Tampoco los caballeros de su mesa parecen querer demostrar su valía, pues ya la demostraron en el pasado. Es decir, no hay grandes gestas que se esperen, esta película no está diseñada para la épica, sino para un camino más interior. Así, el protagonista es un personaje imperfecto, que aumenta su irascibilidad conforme se acerca el plazo para emprender su viaje y conforme le mencionan el hecho por el que debería sentirse supuestamente orgulloso. También es ingenuo y cobarde. Tiene dudas continuas en su viaje. Es humano y no un héroe de leyenda. Pero quiere demostrar que es uno. 

Por esta razón acepta el reto del Caballero Verde, un misterioso ser que llega en la celebración de Navidad y que lanza un reto: dejará que cualquier hombre presente en la sala le hiera, para después devolverle el golpe un año más tarde, en su capilla. Al decapitarlo, Gawain cree haber superado la prueba, pero el Caballero Verde se alza de nuevo y le emplaza a volver a verse como habían acordado. Así empieza el viaje de nuestro protagonista preparado con el hacha del caballero, sus ropajes y armas de caballero y un cinto realizado por su madre, Morgana (Sarita Choudhury), que le protegerá de toda herida.


Empieza así la auténtica aventura: el relato de un viaje en busca del Caballero Verde en el que Gawain afrontará diversos encuentros con otros personajes y deberá demostrar su valía, su honor y sus virtudes como caballero. Es decir, el viaje de superación y autodescubrimiento clásicos, que permitirá a su protagonista crecer como persona gracias a las vivencias obtenidas durante el trayecto. Y aquí entra el elemento fantástico: el país que atraviesa es un paraje misterioso, de llanuras con cadáveres de antiguas batallas, ruinas, niebla, antiguos bosques sin apenas vida. Pero también los personajes con los que se encuentra, que aumentarán en su misterio y fantasía conforme avance su viaje. Así, pasará por unos ladrones al inicio, un fantasma que retoma otra leyenda, la de Winifreda (Erin Kellyman), una joven que fue decapitada por resistirse ante un abuso, un zorro (realizado por CGI) que le acompaña y lo protege, gigantes, la extraña pareja que le da cobijo casi al final y el propio Caballero Verde, que asemeja a un árbol que ha cobrado vida, en una estética que nos recuerda a los personajes fantásticos de El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) o a una versión más humanoide de los Ents de El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001-2003).

Quizás uno de los problemas de El caballero verde sea su misterio. Aunque resulta evidente para quienes conozcan mínimamente la leyenda artúrica, que el rey es Arturo y que la madre de Gawain es la bruja Morgana, incluso con la breve aparición del rey Merlín, la historia de este caballero y el significado de su viaje es menos conocido, pero tampoco se explican durante la obra. La mayor parte de las claves para entender la historia debes deducirlos bien por conocimientos ajenos a la narrativa de la propia película o bien por deducir o interpretar ciertos hechos de la misma. Es más, tampoco se trata de una adaptación fiel al texto medieval, sino que introduce cambios y elementos que provocan que puedan abrirse otras interpretaciones. Pero un asunto tan clave como la mención a las cinco virtudes del caballero, que son las que Gawain debe demostrar en su viaje, se hace de soslayo y sin tan siquiera mencionar cuáles son (generosidad, lealtad, castidad, misericordia y valor, habría que sumar también el honor, que sí se menciona explícitamente en la cinta enfrentándolo a la bondad). En efecto, quienes conozcan la historia medieval y su idiosincrasia podrá disfrutar más de la película e interpretarla de manera más rica. 


Quienes no lo hagan, tendrán que enfrentarse a la ardua tarea de interpretar sobre la marcha los extraños acontecimientos de esta historia de ritmo pausado y diálogos enigmáticos. Pero esto es también error de un guion que resuelve sus problemas de manera abierta. Si se trata de algo intencionado, como podríamos suponer por el tipo de director al que nos referimos, que también ejerce como guionista (algo habitual en él, lo ha hecho con otras películas anteriores como The Old Mand & the Gun [2018] o A Ghost Story [2017]), no deja de ser un intento por oscurecer la trama y su sentido, tratando de crear dificultades al espectador para tratar de parecer más maduro o adulto, resultando al final pretencioso. Si bien me gusta personalmente plantearme el sentido de todas estas cuestiones, creo que sigue sin haber un eficaz equilibrio entre pretender ser ambiguo y abierto y narrar adecuadamente una historia en El caballero verde

Es más, es tan rica en sus enigmas que abre la puerta a varias interpretaciones sobre el sentido de su contenido, sobre el carácter ambiguo de su final y sobre las distintas pruebas que Gawain va atravesando. Veamos algunos ejemplos. En primer lugar, las pruebas no aparecen como tales ni su conclusión es certera. Por ejemplo, no es generoso con el muchacho (Barry Keoghan) que le indica la dirección hacia la capilla verde, pero a su vez esta dirección era una trampa. En este momento, un giro de cámara nos permite ver un futuro posible: el esqueleto de nuestro protagonista por haberse rendido. Frente a ello, Gawain lucha por seguir su viaje a pesar del asalto. En otras ocasiones, sin embargo, sí conseguirá que sus buenos actos obtengan recompensa: al ayudar a Winifreda o al dar cobijo al zorro. Bastante curiosa resulta la escena con los gigantes, en la que el caballero trata de aprovecharse de la situación para ser finalmente salvado por su compañero. 


En segundo lugar, todo lo relacionado con la pareja del final, en el que el protagonista es tentado de forma evidente y donde se deslizan ciertas posibilidades de interpretación de toda la película. Él le propone un juego similar al del Caballero Verde, le recuerda que ansían ver un nuevo tú, que deje atrás su diversión y sus juegos, ella le intenta hacer olvidar su vida anterior quitándole el recuerdo de su amada Essel y tentándole sexualmente, además de proporcionarle el objeto necesario para superar la prueba final sin peligro. O el monólogo sobre el sentido del color verde, que recuerda su carácter como degradación (moho, óxido), como aquello que el humano quiere eliminar pero no puede porque crece de nuevo. Es el verde que señala la muerte inevitable. Cuando salimos en busca del rojo, aparece el verde. Como el mismo verde al que cantaba García Lorca (1898-1936) en el Romance sonámbulo de su Romancero gitano (1928). A ese color quiere enfrentarse Gawain para conseguir honor, y así, seguramente, la eternidad (la fama que vence a la muerte).

Y en tercer lugar, el motivo real de todo este viaje, que parece estar ideado por su madre y por su tío si observamos con atención algunos detalles y actitudes de los personajes al inicio y durante el final (la ausencia de Morgana a la fiesta mientras prepara un rito que tiene elementos naturales y magia de color verde, la complicidad con el rey cuando este le recuerda a su sobrino su deber con el juego navideño, la preparación del cinto mágico o la presencia de su madre durante todo el relato en diferentes formas). Todo porque Gawain consiga el honor que tanto ansía, pero que quizás no le reporte la felicidad. Precisamente, Essel le reprochaba que para qué quería honor si tenía bondad. Al caballero se le ofrece un reto similar al de Aquiles antes de la guerra de Troya: un futuro de felicidad familiar sin fama o un futuro de fama con una muerte asegurada. Pero con trampa, porque la propia Morgana le ofrece la herramienta para salir indemne de la muerte y volver con la gloria. Aunque eso suponga no haber cumplido en realidad con las virtudes del caballero, como le escupe la dama tras caer en su tentación: no eres un caballero. Ahora bien, lo que realmente plantea la película al protagonista es si acaso ese sueño merece la pena, si superar el verde de la muerte mediante la fama y el honor le otorgará lo que desea en realidad.


Por otra parte, junto a su narrativa, encontramos un rico apartado visual con una fotografía trabajada durante toda la película a través de composiciones estéticas, con claros referentes visuales en la imaginería religiosa medieval (las coronas de los reyes con los halos de divinidad, por ejemplo) y un excelente uso de la iluminación. La secuencia de la llegada del Caballero Verde a la corte es de lo mejor de la película, logrando que el personaje se vea imponente y que se logre un ambiente oscuro incluso en el uso de una iluminación significativa (el verde y el rojo como símbolos de magias contrarias). La marcha del Caballero Verde de la corte, a su vez, nos recuerda a Sleepy Hollow (Tim Burton, 1999). La silueta de Gawain en el bosque, sobre un fondo amarillo, nos recuerda a la misma silueta de los cowboys del western, como John Wayne alejándose en Centauros del desierto (John Ford, 1956); por cierto, con el color amarillo, casi dorado, como protagonista. El retrato fotográfico mediante cámara oscura cuya estética nos recuerda al autorretrato de Durero. La escena del lago también destaca por el uso del color y la luz. Por no hablar del contrapicado de la iglesia o el uso del plano holandés en ciertas ocasiones para mostrar la inestabilidad de Gawain. O de toda la secuencia en silencio que sucede cerca del final y que nos recuerda al mismo recurso narrativo que encontrábamos en la conclusión de La La Land (Damien Chazelle, 2016), por cierto, de las mejores secuencias de esta película y que nos permite vislumbrar la vida verde que habría adoptado nuestro protagonista sin haber cumplido con el auténtico honor.

Sin lugar a dudas, El caballero verde es una revisión bastante digna de la leyenda medieval otorgándole una estética detallada y una historia que logra sentirse moderna, aunque con lagunas en su narración que impiden disfrutarla completamente sin tener cierto bagaje previo o tener ganas de intentar desentrañarla. No es épica al uso y nos arroja un protagonista que tampoco aspira a ser un héroe, sino que es realista en sus debilidades como cualquier humano. Un hombre que duda, que falla y que tiene miedo. Los aciertos visuales y narrativos de la película la elevan como pieza cinematográfica, pero no dejo de pensar que, en cierta forma, sus fallos y carencias le restan demasiado.

Escrito por Luis J. del Castillo



Rebeldes, de Susan E. Hinton, y adaptación de Francis Ford Coppola

24 agosto, 2023

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La figura del rebelde, cuya etimología latina rebellis procede del vocablo bellum (guerra), nos recuerda a aquel que planta batalla. El concepto fue ampliándose, aunque en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española predomine la acepción del que se rebela u opone resistencia. En el cine clásico se trata de un ente distintivo, versátil, recurrente y empático para el espectador. Un personaje venido a más en circunstancias adversas, con o sin causa.

Nos identificamos con él, en efecto, sobre todo si introduce algún matiz, escapando a la normativa del estereotipo. Verbigracia, una sensibilidad especial. Soñadores que no dejan por ello de tener los pies en la tierra, represaliados por la sociedad y sus leyes ajenas a la justicia, bizarros amantes del hipismo, luchadores de su identidad, visionarios creativos, inadaptados e inconformistas silenciosos, o en fin, esclavos y oprimidos en un entorno hostil. Estos siempre serán distintos a los meros rompecoches, incendiarios, analfabetos funcionales o troles del deporte y la política que hoy enarbolan la bandera de la rebeldía.
 

Lo que sí parece muy necesario para poder empatizar con el rebelde es conocer sus motivaciones; sin necesidad de justificar sus actos, en los casos más extremados. Ponyboy Curtis se presenta a sí mismo y a sus amigos, o mejor habría que decir compañeros greasers (grasientos, en la película), de forma muy personal en Rebeldes (The Outsiders, 1967; Alfaguara, 1985-2011), de la precoz y estimulante Susan E. Hinton (1948). Y lo hace por su forma de escribir, en primer lugar. Es decir, Ponyboy se identifica a través de su escritura, noble y sincera, con la que expone en primera persona su modo de ver las cosas. Más tarde conoceremos sus particulares querencias afectivas y situación familiar.

El grupo de greasers se completa con sus dos hermanos, Darryl (Darry) y Sodapop (Soda). No son apodos, sino nombres que constan en el registro civil, y que expresan en primera instancia una singularidad en el estatus de rebeldes que comparten con los demás. Porque formar parte de una pandilla es sentirse integrado, casi bajo el lema de los mosqueteros, sin merma de la propia personalidad (los protagonistas no paran de asumir que fulano es de esta u otra manera). Por ejemplo, a Ponyboy le gusta el cine, y estar solo cuando conviene. Su hermano mayor, Darry, le recrimina que camine solo por la calle. Se está más arropado por el grupo, aunque a veces se corra el riesgo de ver diluida la identidad individual.

No obstante, esta es una banda que, bajo las distintas individualidades, posee su propia idiosincrasia, enfrentada a la de los socs (dandis, en la traslación cinematográfica). No están supeditados a lo comunal, de hecho, se hayan al margen, en tanto que los socs sí se imbrican mejor en el sistema social (lo que no los hace peores necesariamente). Ponyboy especifica que, si no actuamos como hermanos, ya no es una pandilla, es una manada (capítulo II). Todos hacen alarde de su independencia. Por eso son capaces de formar dicho grupo. En el cual, el destino de cada uno no es el mismo.
 

La acción arranca cuando, a la salida de un cine y de vuelta a casa, algunos socs intentan zurrar a Pony, por el mero hecho de ser un greaser (I). Pero esta acción es tanto extrovertida (los sopapos) como introvertida (las reacciones y pensamientos de Ponyboy), lo que adscribe al protagonista a otro conjunto: el de los narradores de las novelas psicológicas, donde lo que prima es la profundidad analítica interna por encima de la acción exterior. Sin embargo, la novela de la autora no es netamente psicológica, porque sabe entreverar ambas acciones. Como en toda determinación que se evidencia de forma física y psíquica, el protagonista y voz narrativa sabrá cambiar (o se verá abocado al cambio), alcanzando una mayor madurez. Inevitable en el caso de un adolescente, en función de las circunstancias que lo rodean.

Mientras el sentido de Ponyboy se define, si es que alguna vez se logra la plenitud en la vida adulta, y pese a ser el vehículo narrador de este relato de urdimbre coral, lo cierto es que su amigo Johnny Cade es el favorito de la banda, porque es el más vulnerable. Su situación familiar es desastrosa, y su complexión física, la menos ostentosa. Pero en la pandilla saben cómo arroparse unos a otros. Determinante, además de símbolo de toda una época que se fue, es la escena, literaria y cinematográfica, que se ambienta en un autocine (el Admiral Twin de Oklahoma), donde se establecen esas maneras de ser, y se produce el encuentro entre Ponyboy, Johnny y Dallas, con las socs Cherry y Marcia, que tratan de ver una de esas películas playeras (II). Francis Ford Coppola (1939) especifica más, y en su adaptación incluye metraje de las desopilantes, y así mismo definidoras, Locas por Míster Universo (Muscle Beach Party, William Asher, 1964) y Diversión en la playa (Beach Blanket Bingo, William Asher, 1965), serie de películas a las que ya dediqué un extenso artículo. Más allá de este escenario donde se entremezclan realidad y ficción (adaptación cinematográfica basada en una historia real donde se asiste a la proyección de una película), campa una realidad donde el fingimiento también es material de supervivencia, y donde a uno le puede asaltar una paliza en el momento más imprevisto, caso de Ponyboy, o en el pasado narrativo, de Johnny, que además es maltratado por sus padres.
 

Con esto, Susan Hinton hilvanaba en su novela una serie de experiencias, particulares o compartidas -es decir, de otros-, siempre en primera persona. Incardinándolas a través de su personaje o alter ego de distinto sexo, Ponyboy Curtis. Con esos matices que declaran la originalidad de una pieza literaria o cinematográfica por vía de sus portavoces. Así, al estilo de lo que sucedía con los protagonistas de West Side Story (íd., MGM, 1961), Pony y Cherry establecen un vínculo pese a pertenecer a bandas -a mundos- rivales. Quizá los distintos mundos en que vivíamos no fueran tan distintos (III), sugiere Pony. Pero a diferencia de lo que sucedía en la obra maestra de Robert Wise (1914-2005) y Jerome Robbins (1918-1998), los personajes no consolidan su acercamiento (al menos, de cara a la galería). Prevalece la división.

Una noche aciaga, Johnny apuñala a Bob, un soc que trataba de ahogar a Pony en la fuente de un parque (IV). Asustados, ambos chicos piden ayuda a Dallas (Dally) Winston, un muchacho proveniente de Nueva York que ya es ex convicto, pues ha estado en prisión. Este les recomienda que acudan a un lugar tranquilo que conoce, la iglesia abandonada de Jay Mountain, en lo alto de una colina. Tras un trayecto repleto de incertidumbres, como casi todo recorrido en la vida, allá se refugian Ponyboy y Johnny (IV).

Una de las ideas más interesantes es la de procurarse un cambio de aspecto, nuevo derrotero del fingimiento, con el objetivo de pasar desapercibidos o, de alguna manera, tratar de aparentar ser otras personas. Algo similar a lo que ocurre cuando se forma parte de una banda, pero sin la voluntariedad. Otra acertada idea es la lectura de Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1936; Reino de Cordelia, 2022), de Margaret Mitchell (1900-1949), que emprenden ambos muchachos, mientras dura su confinamiento. A pesar de tan grata compañía, no estarán solos por mucho tiempo. El futuro les aguarda (V).

Así describe Ponyboy a su mejor amigo. Johnny era un buen luchador (…), pero era sensible, y esa no es una buena manera de ser cuando se es un greaser. En estas palabras creo que también se observa a sí mismo. A continuación, sobreviene el incendio de la desvencijada iglesia, tan abandonada como puedan sentirse los chavales. En realidad, no lo están. Cuando se produce el reencuentro de la pandilla (VI), volverán a demostrar que son duros pero con sentimientos. Excelente es, en este sentido, la charla de Pony en el coche del soc Randy (VII), así como la posterior visita a Johnny, postrado en el hospital, y el agridulce reencuentro con Cherry (el asesinado era su novio) (VIII). Siguiendo el hilo de los acontecimientos, Pony le habla al lector, se confía a él (en realidad, a su maestro, IX), con un ánimo muy distinto al del perverso Alex en La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1962; Minotauro 1976-1994), de Anthony Burgess (1917-1993). Sus afinidades electivas son muy diferentes.

Inevitable es referirse a la cercanía de la muerte. La del soc Bob, y la que se reviste de suicidio sobre el césped a la luz de la luna, por parte de uno de los miembros de la banda de Ponyboy. A esta terrible cercanía se ha sumado el trágico destino de Johnny. La poética de estos dos últimos sacrificios es intensa, por constituir una certera plasmación del célebre aserto vivé deprisa, muere joven y haz un cadáver bonito; sentencia originaria de Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, Nicholas Ray, 1949).

Mencionaba antes a un maestro. La de Ponyboy es una redacción extendida, destinada a su profesor de lengua, además de una confesión que necesita ser escrita. El destino de Pony no es ser un rebelde quinqui, sino un rebelde intelectual. Relatar lo que ha vivido, exorcizando la muerte de sus padres y amigos (XII). Frente a un destino marginal, está el esfuerzo y conocimiento que proporcionan los estudios, o la especialización en un puesto de trabajo. Única tabla salvavidas para quienes están dispuestos a salir de un agujero al que, tan injustamente, han sido arrojados.
 

La adaptación cinematográfica de Rebeldes (The Outsiders, Warner Bros.-Zoetrope, 1983), cuenta con el aliciente de unos exteriores reales, en la medida de lo posible. La fisicidad del Instituto Will Rogers, en Tulsa, Oklahoma, y otros entornos contenidos en la novela. A ello añade Coppola su particular puesta en escena, fijando planos con distinta profundidad de campo, pero idéntica nitidez espacial, gracias a la labor en la fotografía del espléndido Stephen H. Burum (1939). Otros detalles materializan la trama literaria, como Johnny (Ralph Macchio) y Ponyboy (C. Thomas Howell) durmiendo en el duro suelo de la iglesia; por parte de un Coppola con un pie en cada estrato del cine, el tradicional (clásico), y el que se desarrollaba técnicamente a lo largo de la imprescindible década de los ochenta. Esto, tras experimentos no por frustrados y frustrantes, menos logrados a un nivel fílmico, como son El hombre de Chinatown (Hammett, Wim Wenders, 1982) y Corazonada (One from the Heart, Francis Ford Coppola, 1982).

En Rebeldes, una cosa es proceder de un barrio deprimido, y otra ser un mal educado sin conciencia y sentimientos. Por eso algunos de estos duros encuentran satisfacción en la lectura de Lo que el viento se llevó, como modelo de comportamiento antes de la tele y otros artilugios con cable o inalámbricos. La película es rigurosamente fiel a la novela, a cuya autora se reserva un pequeño papel de enfermera. Con muy escasos pero llamativos matices. Aquí, Ponyboy no contempla la puesta de sol con Cherry, antes de su forzada huida. Pony se lo propone a la vuelta de su destierro, pero esta escena no se lleva a cabo (o no ha sido incluida en el montaje final), tal vez para no superponerla en el aspecto visual a la de Pony y Johnny en las cercanías de la iglesia.

Por su parte, otro vértice esencial está en Dallas (Matt Dillon). Dice lo que piensa, incluso antes de haberlo pensado. Su personaje se humaniza mucho cuando, al fin, antes de hablar, cavila lo que va a decir, y recupera el incómodo ejercicio de sentir, de exteriorizar sus sentimientos. El más cercano a su modo de ser es el hermano mayor de los Curtis, Darryl (Patrick Swayze), pero sin los antecedentes conflictivos de Dallas; es alguien que ha debido hacer frente a una situación muy traumática e inesperada, tratando de aunar a sus otros dos hermanos menores tras la muerte de los padres, bajo una máscara de dureza que Ponyboy confunde con animosidad y desapego. A su vez, Soda (Rob Lowe) se muestra afectuoso, responsable pero desganado (ha dejado los estudios), noble pero no siempre centrado. No posee las atribuciones de sus hermanos y lo sabe; las suyas son otras, quizá menos vistosas, pero así mismo, leales y generosas, puestas sus miras en un objetivo que potencie sus habilidades.

En un territorio intermedio se encuentran los demás, aún por definir, como sucede con la propia adolescencia. Todos saben atacar cuando son atacados.
 
 
Y yo me pregunto, estos personajes -y nosotros mismos-, ¿sufren un desvío en el camino de su destino, a través de un hecho imprevisible y desgarrador, o por el contrario, es el destino el que nos conduce a veces por carreteras secundarias y rutas alternativas que ni imaginábamos, siguiendo una trayectoria previamente establecida?
 
Francis Ford Coppola acometió en 2005 un metraje más completo de la película. Hasta entonces, solo conocíamos el montaje del estreno y, en efecto, echábamos en falta algunas de las escenas de la novela. La inclusión de estos descartes, debidamente remasterizados para la edición en blu ray, proporciona solidez y pulcritud al argumento, y reafirma el buen hacer de su director tras las cámaras, de modo imperativo. Solo cabe lamentar que, en el proceso, las voces originales del doblaje en español no se hayan mantenido; sacrificadas -ya que de muertes hablábamos- en favor del típico redoblaje, de mermada personalidad y escaso aliento romántico.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera


Animando desde Oriente (XXV): Ghost in the Shell, de Mamoru Oshii

18 agosto, 2023

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La exploración de lo que somos y de nuestros límites es una constante búsqueda a lo largo de las historias que nos llegan, sin importar su envoltorio. Igual que Akira (Katsuhiro Otomo, 1988), Ghost in the Shell (1995) es una película anime que, a través de la estética ciberpunk y de un mundo degradado y sucio a pesar del avance tecnológico, nos inserta en un debate sobre los límites de la existencia a través de las dudas de aquello que nos compone.

Dirigida por Mamoru Oshii, con guion de Kazunori Itô, adapta parcialmente capítulos del manga homónimo de Masamune Shirow, aportándole al material original algunas características propias de su director y un tono más meditativo. La película se plantea como un thriller futurista, en el que un misterioso hacker, el Titiritero (o Marionetista, Puppet Master),  parece interferir entre los movimientos políticos secretos entre dos naciones, Japón y la nueva República de Gaval (o Gavel), dentro de una guerra de intereses soterrada. La sección 9, dedicada a la Seguridad Nacional de Japón, que está compuesta en su mayoría por personas mejoradas tecnológicamente, tratará de evitarlo.

En efecto, política y acción se dan la mano para envolver el debate que protagoniza Motoko Kusanagi, la líder de asalto del Sector 9. El contexto nos sitúa ante una primera potencia mundial, Japón, tratando de solucionar conflictos internos y externos en un juego de poder y espionaje. Por una parte, deben solucionar su relación con la república mencionada, con la que tienen un conflicto por haber recibido en su país al antiguo líder de la junta dictatorial que les regía, el coronel Dalish. Por tanto, deben decidir si lo deportan o si le proporcionan asilo, provocando un conflicto con los nuevos dirigentes supuestamente democráticos de esta nación. De ello se encarga formalmente la Sección 6, encargada de los asuntos exteriores, apoyada por el espionaje y la acción oculta de la Sección 9, que ejerce en la sombra y en los límites de la legalidad. Por otra parte, entra en juego un hacker con intenciones ocultas, que parece intentar espiar a los funcionarios japoneses, en concreto, al Ministro de Exteriores, para estar al tanto de los movimientos en las negociaciones con Gaval. Será la Sección 9 quien se encargue de investigar y localizar a este pirata informático.


No obstante, conforme avance la trama, el foco de interés se centrará en el Tirititero, pasando el escenario político a un segundo término. Además, a cada paso que dan en su captura, el tema de la identidad humana comenzará a cobrar mayor protagonismo. En gran medida, se debatirá sobre la consistencia de la memoria, viendo lo manipulable que es en una época en la que se pueden introducir recuerdos falsos o manipular la identidad de una persona al introducirnos en su mente. También sobre los componentes del ser humano, que en esta historia ya son en gran medida máquinas de cuerpo (shell) y tan solo espíritus (ghost) en su interior. Así, Kusanagi le comenta a su compañero Togusa, que tan solo él y el jefe de la Sección 9, Aramaki, son prácticamente humanos frente a Batou o la propia Kusanagi, cuyos cuerpos han sido diseñados en una fábrica y solo conservan su mente. Es más, será su compañero Batou quien le recuerde que, si deciden abandonar la Sección 9, tendrán que devolver sus cuerpos, lo que les dejaría sin nada. 

Cuando uno de estos cuerpos mecánicos se convierte en el elemento más importante de la investigación, será cuando la protagonista se vea reflejada y dude aún más sobre su propia naturaleza: ¿Qué la diferencia de ese cuerpo artificial que ha sido poseído por una inteligencia artificial? Las fronteras y los límites de la esencia de la humanidad quedan diluidas en un mundo tecnificado que se siente frío y ajeno. No es casualidad que sea en el mar, un entorno natural y origen de la vida, donde nuestra protagonista se sumerja para encontrar cierta esperanza.


En este sentido, Kusanagi optará por seguir una vía personal y cada vez más obsesiva: dialogar con el Titiritero para comprender(se). Así, el personaje se alejará de las tensiones cada vez más crecientes entre las secciones 6 y 9 (sobre su conclusión, se nos hará partícipes en una conversación posterior, mostrando que tan solo era un telón de fondo para la trama principal) para tomar una decisión final que podría acabar con su autodestrucción, tan solo apoyada por su compañero Batou. Y así se da una conversación final en la que se debate sobre nuestra naturaleza y sobre el significado de la vida como seres orgánicos. Es evidente el paralelismo con Blade Runner (Ridley Scott, 1982), donde se observaba cómo seres artificiales, los replicantes, podían sentirse más vivos que los seres naturales. En esta misma diatriba sigue haciendo hincapié Ghost in the Shell, con la diferencia de que hay una mayor cercanía entre protagonista y antagonista, hasta el punto de que la búsqueda de respuestas que realiza Kusanagi solo le lleva a encontrar nuevas preguntas.

Cuando hoy la inteligencia artificial comienza a ser parte de nuestras vidas, Ghost in the Shell, junto a otras películas del género, suelen volver a la memoria. En su caso particular, se abordan los límites de la identidad y de qué somos realmente. El ansia de una inteligencia artificial que ha tomado conciencia de sí mismo y que quiere experimentar todo lo que supone estar vivo más allá de sus límites digitales. A su vez, una ciborg que alberga cada vez más dudas sobre su existencia. Así, a lo largo de la película, se nos ofrecen momentos que llegan a ser inquietantes: Kusanagi observando a otra Kusagani, ¿otro modelo? ¿Cuál es la auténtica? La voz que habla repentinamente en medio de su conversación con Batou. La sensación de estar siendo vigilados de forma constante y la inseguridad que se transmite de manera continua. La construcción de los recuerdos de otro humano alterando su autopercepción y su identidad. Efectivamente, el thriller finaliza, pero las dudas permanecen en el aire mientras un nuevo ser, en los límites de lo conocido, observa el horizonte. Y esa reverberación que provoca Ghost in the Shell es lo que la eleva por encima de otras películas.


En ello colabora una gran ambientación, un tono pausado, una importante intertextualidad con referencias filosóficas y culturales que no impiden que la película se perciba como original, una música envolvente y que aúna la mezcla entre lo humano y lo mecánico (el uso de una voz distorsionada, pero que remite a cantos tradicionales), sin exageraciones, y una animación muy cuidada y expresiva, que incluso en ocasiones llega a ser inquietante (en algunas expresiones de los ciborgs), y sobre todo, en el detalle de la protagonista. Evidentemente, como otras películas de su estilo, omite gran parte del contexto (por considerarlo seguramente innecesario), lo que provoca que aumente la sensación de complejidad. Tuvo una remasterización por parte del mismo director en 2008 con el título Ghost in the Shell 2.0, añadiendo animación 3D mediante CGI.

Escrito por Luis J. del Castillo



El autocine (CXIII): El hombre con rayos X en los ojos, de Roger Corman, y Están vivos, de John Carpenter

14 agosto, 2023

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Se suele repetir que la realidad depende del color del cristal con que se mira, en sabias palabras concretadas por Ramón Campoamor (1917-1901). Aunque se supone que para ver bien todos necesitamos una visión decente, que no siempre enfoca con la necesaria pulcritud. Si no, que me expliquen cómo es posible que medio país haya decidido suicidarse de forma voluntaria, justificando las acciones de unos gobernantes con el nivel más patético de la historia de una democracia, que para colmo pretende demolerse. Andanzas sostenidas por una desinformación rampante que, a la vista está, demasiada gente padece, pese a hallarnos en plena “era de la información”. No debería ser una cuestión de ideología, sino de rigurosa y responsable objetividad. Que la manipulación de la realidad es cada vez más posible, y que el “público” la acoge con mayor alegría e inconsciencia, es lo único que parece estar claro. 


El doctor James Xavier (el estupendo Ray Milland) también tiene su forma de ver las cosas. Es cierto que estas se van a ir modificando, pero como le sucedía al protagonista de El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, Jack Arnold, 1957), del que nuestro doctor es un claro heredero, James irá tomando posesión de la sustantividad en detrimento de quienes le rodean -que no alcanzan ese nivel-, e incluso de su propia entidad corpórea y aspecto físico, su organismo.

El plano de un ojo anticipa los títulos de crédito psicodélicos, estigma gustoso de la época, en El hombre con rayos X en los ojos (X, Alta Vista & American International Pictures, 1963), escrita por Robert Dillon (1932), posterior firmante de Cuando el río crece (The River, Mark Rydell, 1984), y Ray Russell (1924-1999), a su vez, autor de cierto renombre responsable de la notable Íncubo (Incubus, John Hough, 1981). Como ya hemos adelantado, la película fue producida para AIP, por los emprendedores James H. Nicholson (1916-1972), Samuel Z. Arkoff (1918-2001), y el mismo realizador, el gran Roger Corman (1926).

De este plano del ojo, como inquietante símbolo físico y alegórico, pasamos a los de Ray Milland (1907-1986), en su papel de James Xavier. Está siendo reconocido por un colega, el doctor Samuel Sam Brant (Harold J. Stone). En esta primera escena de la película se pone sobre el tapete que para James el movimiento se demuestra andando, lo que traducido a su ámbito quiere decir que está dispuesto a experimentar en primera persona. Advierte que el ser humano tan solo es capaz de captar un diez por ciento de la onda espectral. Somos prácticamente ciegos. A lo que Sam le advierte que solo Dios lo ve todo. Aquí se introduce la llamada de atención habitual al peligro que supone, para sí y para todo el mundo, que el científico se crea lo que no es, y actúe por encima de sus atribuciones morales (las técnicas están permitidas, siempre que se supediten a las otras). Al espectador también se le recuerda, en palabras de James, que vemos con el cerebro. La intención, incluso el destino, de este arrojado descubridor, también se expone de forma diáfana. Quiero dar mayor sensibilidad al ojo humano.


A este proceso, en su fase inicial (y final), asiste la doctora Diana Fairfax (Diana van der Vlis), un personaje decidido e independiente, compañera competente que representa a la fundación que pretende financiar los trabajos de experimentación de James. El desarrollo de unas hormonas-enzimas alteradas en su estructura molecular, y extractadas en un suero tópico aplicado a los ojos, en el que podemos considerar uno de los retos más sugestivos de toda la medicina cinematográfica.

Dicho y hecho. Ante el protagonista se van desvelando nuevos mundos que están es este, evidenciados, con todas las limitaciones, pero con todo el interés floreciente, por la fotografía difuminada del sólido Floyd Crosby (1899-1985), y la expresionista música del versátil Les Baxter (1922-1996).

La narración es, como de costumbre, rápida, lo que no quiere decir que acelerada; sincrética, que no descuidada. En lo que ha de ver la labor de edición de Anthony Carras (1920-2007). ¿Cuándo empezamos?, le pregunta Diana a James acerca de las primeras pruebas. Ahora, contesta el médico.

Así, el catorce de agosto (tal día como hoy, en que se publica este artículo), da comienzo el arriesgado experimento, en principio, con la supervisión de Diana y Sam. Un cualitativo salto al vacío del que James va a ir apartando, progresivamente, todas las redes que lo aferran al mundo conocido. El peligro existe, pero el deseo de adentrase en lo ignoto, sabiéndose un pionero, es más poderoso. No obstante, ¿y si se altera la vista de una forma irreversible?

En estas estamos, cuando la fundación, en palabras del señor Sayer Browhead (el característico Morris Ankrum), rechaza proseguir con una ayuda que resulta fundamental para, sino el éxito, sí la continuación de los experimentos. Los riesgos se concentran en un progresivo daño del cerebro. Primero psicológico, derivado en la obsesión con llegar a desvelar lo que nos está velado, por medio de nuestros limitadores sentidos.


Vi esta película por primera vez en televisión. Se emitió en 1983, pocos días antes de mi décimo cumpleaños, en el espacio juvenil Pista libre de TVE (1982-1985), que por aquel entonces contaba con un cine-club para chavales. Se me quedó grabado el final, y otros tantos fragmentos de la película. Luego descubrí la poderosa voz de la que Ray Milland hacía alarde. ¡Quién no ganaba con el doblaje de José Guardiola (1921-1988)!

Inolvidable es la escena de la fiesta de los amigos de Diana a la que acude James. Las situaciones cotidianas de la vida ya se han convertido para él en una extensión de sus experimentos. De este modo, las consecuencias de la nueva visión, que diría David Cronenberg (1943), se bifurcan. Como advierte James, el efecto es acumulativo. Y crea adicción. Algo así como un suero de la verdad. Yo solo miro, y digo lo que veo. Pero es que, además, modifica sensiblemente el aspecto de los globos oculares. El efecto óptico es demoledor. El protagonista comienza a no reconocer lo que ve. Le sucede con Diana, cuando ambos personajes se reencuentran tras una serie de vicisitudes. James se ve incapaz de reconocerla, salvo por la voz. Pese a todo, continúa con la necesaria sangre fría como para seguir dictando por audio un diario: la actitud científica hasta sus últimas y más dramáticas consecuencias.

Y si aquella presunta ofensa a Dios se acaba por concretar, la Biblia será la responsable de proporcionar el doloroso remedio. Una especie de regreso al “seno materno” en forma de cita, como muchas veces sucede con el libro sagrado (Xavier recala en una comunidad protestante), interpretada al pie de la letra.

Hay que anotar la participación de Dick Miller (1928-2019) y Jonathan Haze (1929), actores que ayudaron a definir el cine de Roger Corman, en una feria. Escenario afín al fantástico, desde La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932), pasando por El carnaval de las almas (Carnival of Souls, Herk Harvey, 1962), hasta la muy eficaz La casa de los horrores (The Funhouse, Tobe Hooper, 1981). Un espacio que alberga entre sus lonas lo mejor y lo peor del ser humano (la diversión y la explotación, en los casos más extremados).


Cierto es que estamos en un proceso mundial de cambios. Parece que siempre lo estamos, aunque ahora de forma más acusada (y acusadora). Hasta la astrología lo predice, ya que hablamos de “temas raros”. Pero ello no debería servir para que, los de siempre, se queden con todo el pastel, cocinado por nosotros con esmero, las más de las veces, justo es reconocerlo, no sabiendo integrar los ingredientes de lo aprendido.

El caso de Están vivos (They Live, Alive Films & Universal, 1988) es similar al de El hombre con rayos X en los ojos, pese a los años que separan una propuesta de otra. John Carpenter (1948) contó en esta ocasión con actores poco conocidos, dotando de eficacia alternativa y sorpresa subliminal la narrativa. La película fue adaptada por el propio Carpenter según el relato de Ray Nelson (1931-2022), Eight O’Clock in the Morning, de 1963, el mismo año de la pieza de Corman.

El predicador invidente (Raymond St. Jacques) que atenaza la trama, tiene razón. Nos han cegado con la mentira. ¿Por qué les rendimos culto? Nos tienen controlados.

Se refiere a los líderes seudo religiosos y a los políticos (que pueden perfectamente ocupar el lugar de los primeros); a aquellos que viven de un cargo público desde su más tierna adolescencia, sin apenas ostentar otros lugares y estudios donde caerse muertos, y a quienes han convertido los medios de comunicación más visibilizados en unas –muy eficaces, por cierto- correas de transmisión ideológicas, naturalmente subvencionadas desde el aparato del poder. ¡Qué frescos e insensibles se deben sentir desde estas presuntas alturas!

Era la época en la que estaba en boga la publicidad de la tele por cable y las antenas parabólicas, como opuesto a las sempiternas crisis económicas, inflaciones y recesiones que creaban –y siguen creando- un núcleo de pobreza difícil de estabular, aunque en la película este se encuadre en unos metros cuadrados. Entre los nuevos desheredados se cuenta John Nada (el actor y luchador profesional Roddy Piper), trasunto en español de Juan Nadie que, tras algunos infructuosos intentos, acaba encontrando empleo como obrero de la construcción. Allí entabla amistad con su compañero de fatigas -y más que vendrán- Frank (Keith David, visto en La cosa [The Thing, 1982]).

Pero hay algo que distingue a John como protagonista. Pese a la mala situación que está atravesando, este asegura en un determinado momento que yo creo en América y respeto las reglas. Es decir, que sigue teniendo claro el basamento democrático y no se avergüenza de su bandera.


Nada es el clásico héroe solitario. Decidido y con un código ético de valor. Dispuesto a sacrificarse por defender la causa de su libertad, que es la que redunda en la de los demás. Un concepto clásico del cine norteamericano que a muchos se les ha atragantado históricamente, y que, con frecuencia, ha sido malinterpretado por algunos críticos de la vieja escuela, más pendientes de la razón ideológica que de la cinematográfica. John Nada aspira a que su suerte cambie, a ser posible, sin depender del proteccionismo estatal ni la red clientelar. Se debate entre enfrentarse a las circunstancias o crear las suyas propias, en la medida que estas nos son permitidas, en nuestro cada vez más cercado círculo de libertad individual.

La mencionada preminencia de la televisión (en 1988) es solo comparable a la que hoy detentan las llamadas, en un alarde eufemístico, redes sociales (y subrayamos lo de redes). Una interferencia parece cosa habitual (como lo eran entonces los cortes de emisión, que algunos recordamos). Pero esta que muestra la película es distinta. En la pantalla se nos aparece el rostro cuasi crispado de quien desea darse a conocer (John Lawrence), y le es negado tal derecho (el speech’s corner no basta). ¿Estamos a las puertas de otra demonizada teoría de la conspiración? El interferente lucha por visibilizarse, mientras que John Carpenter, haciéndose partícipe de la deuda contraída con el gran género clásico de la ciencia ficción, aspecto que comparte con otros muchos colegas de generación, inserta en el televisor imágenes de la estupenda The Monolith Monsters (íd., John Sherwood, 1957). El mensaje admonitorio ahonda en el terror. Están acabando con nuestra adormecida clase media. Cada día hay más pobres. E igualmente aterrador, ya no tenemos identidad.

De la película se desprenden tres parámetros vitales. Se hace indispensable la necesidad de información (no manipulada); están entre nosotros -a estos dos parámetros responde la imagen (casi) final de los presentadores de un telediario, al descubierto-, y por último, el individuo haciéndose fuerte, conforme va accediendo a los fragmentos de información que se van desvelando, en progresión paralela -y mortal- a la de Ray Milland. También como esperanza del bien común (nada que ver con el egoísmo que tantos atribuyen a la individualidad, en favor del sometimiento colectivo). Mostrar cinematográficamente las fallas para, de alguna manera no invasiva, concienciar, espolear el libre albedrío del espectador sin aniquilarlo. De ahí nace una resistencia en el descampado donde malvive un nutrido grupo de desalojados, en todos los sentidos. De hecho, esta parte de la ciudad tiene su epicentro en una iglesia adyacente, rodeada por grandes edificios (que de alguna manera semejan los monolith monsters).

De nada servirían todas estas buenas intenciones sin la limpieza de la filmación: los planos compositivos y el montaje de John Carpenter son estrictamente clásicos. No hay un movimiento de la cámara que carezca de significado. Pienso en el despliegue policial que siega las casuchas del descampado. Algo más que arrasar el chabolismo, en este caso.


A esta toma de conciencia personal responde Carpenter con la ironía del ataque “indiscriminado” en el banco, donde su tocayo John se encarga de disparar contra los invasores (que son vistos como personas normales y corrientes por los demás), en lugar de contra seres humanos. O el ansia de dinero y poder de tanta gente, vista como un afán extraterrestre, una marcianada, Así mismo, John Carpenter juega muy hábilmente con la idea de los cómplices humanos, afines a los infiltrados. Unos particulares “afrancesados”. Al igual que le sucedía al protagonista de la película anterior, para Nada y Frank el efecto de las gafas que portan es como una droga, te dejan hecho polvo. Ambos anti-héroes clásicos -insisto- entablan relación con Holly Thompson (Meg Foster, y actriz por lo general desaprovechada), ayudante de programas en una cadena de envergadura, el canal 54. Este nuevo acceso al siguiente nivel de visión no está exento de traumatismo, somatizado en la escena fordiana de la pelea, algo alargada, entre Frank y Nada, donde sobrevuelan golpazos a cascoporro. De alguna manera, vagabundos somos, y en vagabundos nos convertiremos (si es que sobrevivimos).

Otra idea visual brillante consiste en que el título de la película, They Live (Ellos viven), se sobreimpresione a modo de un grafiti. Uno más de los que se pueden encontrar por la calle. A esto se añade el adecuado recurso del cambio de fotografía, que pasa del color al blanco y negro a lo largo del metraje, en un efecto pleno de significado; al revés de lo que sucedía en la reciente Oppenheimer (íd., Universal, 2023) de Christopher Nolan (1970). Como curiosidad añadida, en un quisco visitado por Nada, junto a nombres como los de Lawrence Sanders (1920-1998) y Edgar Cayce (1877-1945), distingo en el expositor un ejemplar de El Triángulo de las Bermudas (The Bermuda Triangle, 1974; Pomaire, 1974) de Charles Berlitz (1914-2003). Libro que supuso un hito, en número de ventas y paroxismo mistérico, que por lo visto es consentido por los invasores. Tal vez porque lo han revestido de infantilismo y superchería, y porque emplean dicho misterio para aleccionarnos a través de mensajes ocultos, en otro irónico retruécano.

En una sociedad así, ¿qué será lo siguiente? ¿Cambiarle el nombre a las cosas para que parezcan novedosas y funcionales? ¿Subvencionar –es decir, pagar nosotros- el separatismo y la inversión lingüística? ¿Presentar a condenados por terrorismo en las listas electorales, cayendo en la vergonzosa trampa semántica de llamar lucha armada a lo que es un asesinato? ¿Qué la gente se acostumbre a ver todo esto como algo normal? No se alarmen, tan solo estoy exponiendo ejemplos de pura ciencia ficción.


Pues ahí estaremos, dando la batalla a nivel individual, que es la mayor fuerza con que cuenta la colectividad. Al fin y al cabo, también Campoamor ha sido tergiversado, o cuando menos, ninguneado. Recuerdo que en la Universidad de Filosofía y Letras no solo no era leído, sino que era abiertamente menospreciado. Culpa suya, por no dedicarse a la política más “comprometida” con harto afán, como ha de hacer todo autor de bien. En el panteón de los sacrificados refulgen muchas llamas.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Clásicos Inolvidables (CLXXII): El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite

06 agosto, 2023

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La memoria es uno de los elementos más característicos y a la vez frágiles de nuestra personalidad. Nos reconstruimos día a día a partir del relato que hemos interiorizado sobre nuestra vida, aunque los recuerdos van renovándose desde el olvido cotidiano. Y en la vorágine de la vida posmoderna, a veces no encontramos la ocasión para reflexionar sobre los pasos que hemos atravesado. En medio de ese camino que atravesaba Dante al inicio de su Divina Comedia, cuando observaba el lugar, esa selva oscura, adonde le habían llevado sus pasos. Pero también en la memoria hay puntos de ruptura, hechos que quedan marcados por algún impacto (aunque en ocasiones ese mismo impacto puede provocar que, como mecanismo de defensa, olvidemos). Así, muchos son los que recuerdan qué hacían en días señalados por alguna tragedia global, como los atentados a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001.

Carmen Martín Gaite trata de hacer memoria en El cuarto de atrás (1978). Reconstruye los retazos de su infancia y juventud, de la pérdida de la inocencia y el advenimiento de la madurez. De lo que supuso la guerra civil en su vida y de los acontecimientos familiares que la llevaron a esa mitad del camino en que se encontraba a finales de los 70, durante la Transición. Pero su forma de hacerlo no se encuentra en el medio narrativo habitual en el que su generación y posteriores habían caído, no se trata de un relato cronológico de unas memorias tradicionales. 


Porque en El cuarto de atrás se encuentra una voz muy personal y madura que desde su presente, casi a finales de los setenta, reconstruye algunas de sus vivencias como si se conversara con la autora, a través del monólogo que todos nos contamos a nosotros mismos sobre nuestras propias vidas. Este hecho provoca que la novela sea una obra compleja o, mejor dicho, difícil. Es la autora la que pretende que sea así, aunque lo que quiera contar no sea nada novedoso, pretende retorcerlo mediante la forma, para lograr transmitir mejor el hilo de sus pensamientos y la forma en que ha reconstruido esa memoria del pasado. 

Toda la obra sucede en una única noche de insomnio, en la que un misterioso hombre la llama para una entrevista que tenían pendiente y que ella no recordaba. Cuando él llega a casa, empiezan a dialogar y, a pesar de sus reticencias iniciales, cada vez se siente más cómoda contándole al supuesto periodista el hilo de sus pensamientos y reflexiones sobre el pasado. Así, la novela es, en gran medida, una novela dialogada, en la que aparecen numerosas digresiones, generalmente a través de la voz narrativa, para exponer los recuerdos y reflexiones de la vida de la propia autora. Por eso, toda la narración tiene un carácter fragmentario, de anécdotas sueltas en el tiempo, sin una trama concreta ni un hilo narrativo cronológico. Carmen Martín Gaite reconstruye su infancia y juventud de manera inconexa, resumiendo grandes periodos de tiempo en momentos puntuales. 

Por ejemplo, comenta las visitas a Madrid con sus padres para comprar, mostrando las diferencias entre Salamanca, como ciudad de provincias, y la capital, que siempre le fascinaba; menciona el refugio al que acudía con su familia para evitar las bombas que lanzaban los aviones, donde la presencia de un niño vecino la reconfortaba; también la ocasión en que acompañó a su padre a recoger los restos de su vehículo durante la guerra, mostrando que, en medio de la tensión, vivió un momento de libertad apasionante al no contar con la vigilancia de su padre, más pendiente de otros asuntos; o, en un sentido más amplio, la narración de los espacios físicos de su vida, como el cuarto de atrás que da título a la obra, lugar de juegos para su hermana y para ella, hasta que poco a poco la necesidad de un espacio útil empezó a desplazar su uso como despensa, marcando el fin de su infancia. 

Madrid a mediados del siglo XX
No obstante, este cuarto de atrás es también un refugio, un paraíso perdido que se recupera a través de la memoria. Como sucedía con la inventada isla de Bergai que compartía con una de sus amigas íntimas de la niñez, ya fallecida en el momento de la entrevista (según la edición de Cátedra, la identidad de esta amiga sería Sofía Bermejo, fallecida en 1968), ese lugar imaginario en el que se aislaban para evitar sentir dolor y al que dedica el sexto capítulo de la novela. Esta isla fue un regalo de su amiga, que le permitió dar el paso de la materialidad de los juguetes a lo etéreo de la fantasía y la imaginación, quizás un paso fundamental para su porvenir como escritoraDestaca también el paralelismo que siente la autora con Carmen, la hija de Franco, tratando de ponerse en su lugar como niñas que eran de la misma edad, desde la ocasión en que pudo verla en persona a lo lejos hasta su evolución con el paso del tiempo. O el impacto que causó en ella la muerte del dictador, por la incredulidad que le causó por haber vivido la mayor parte de su vida con su presencia permanente: Y fueron pasando los años y siempre su efigie y solo su efigie, los demás eran satélites, reinaba de un modo absoluto, si estaba enferme nadie lo sabía, parecía que la enfermedad y la muerte jamás podrían alcanzarlo. (capítulo IV)

No obstante, estas narraciones anecdóticas están salpicadas y desordenadas a lo largo del libro, de esa conversación que mantiene con el entrevistador, pero también consigo misma. Por ejemplo, cuando relata sus experiencias juveniles en Madrid, en realidad se encuentra preparando té en la cocina, y el tiempo parece detenerse en ese momento para dar absoluta libertad a la voz narrativa para adentrarse en esos recuerdos (capítulo III). Y esas anécdotas están imbuidas de largas reflexiones que permiten a la autora comparar su visión actual con sus vivencias pasadas. Por ejemplo, es curiosa la interrupción en el capítulo VI que le hace el entrevistador al preguntarle si ella era lesbiana, momento en el que nos plantea la invisibilidad de la homosexualidad cuando era joven, cómo en otros tiempos, previos a su paso por la universidad, no hubiera entendido ese término porque no entraba en su cotidianidad (Solo se puede ser lesbiana cuando se concibe el término, yo esa palabra nunca la había oído). 

Carmen Martín. Piñor Agosto 1946
Pero, sin duda, una de las más relevantes es la evolución social del papel de la mujer, mostrando, entre otras cuestiones, su desprecio a la servidumbre a la limpieza, a la incapacidad de su abuela o de su madre para desarrollarse profesionalmente aunque lo desearan ([A mi madre] le encantaba, desde pequeña, leer y jugar a juegos de chicos, y hubiera querido estudiar una carrera, como sus dos hermanos varones, pero entonces no era costumbre, ni siquiera se le pasó por la cabeza pedirlo [capítulo III]), o incluso de sus limitaciones por los prejuicios morales, incluyendo los propios mediante la autocensura. Por ejemplo, comentará cómo el modelo de mujer ideal era el de madre y esposa abnegada, llegando al punto de que se trataba de sonreír por precepto, no porque se tuvieran ganas o se dejaran de tener; sus heroínas eran activas y prácticas, se sorbían las lágrimas, afrontaban cualquier calamidad sin una queja, mirando hacia un futuro orlado de nubes rosadas (capítulo III). Contra este modelo se rebela la autora, que muestra en varias ocasiones su deseo de libertad, de tener una vida conforme a sus deseos personales, algo que sí puede realizar a través de la ficción y de la escritura, el refugio ideal para escapar de las leyes de la realidad: [Bergai] es para eso, para refugiarse. Y luego dijo también que existiría siempre, hasta después de que nos muriésemos, y que nadie nos podía quitar nunca aquel refugio porque era secreto. [...] Mi amiga me lo había enseñado, me había descubierto el placer de la evasión solitaria, esa capacidad de invención que nos hace sentirnos a salvo de la muerte (capítulo VI).

En torno a esta cuestión, se intercalan múltiples referencias intertextuales y culturales en el relato. Así, por ejemplo, habla de sus ídolos juveniles, de la música de la época, mencionando, por ejemplo, a Concha Piquer, de las novelas rosas, las revistas y otras novelas que solía consumir en su juventud, incluyendo a autores como Elena Fortún (1886-1952) o Antoniorrobles (1895-1983) o del cine, por ejemplo, con la referencia a Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940). Pero también habla de su propia obra. En cierta forma, El cuarto de atrás es también una obra metaliteraria, que dedica parte de su contenido a reflexionar sobre el proceso de creación a través de la voz de la autora. Así, menciona cómo empezó a compartir una libreta con una compañera para escribir una historia conjunta (interesante también cómo mantiene un diálogo con ella en el capítulo VI, al rememorarla y darle vida gracias al recuerdo de la isla Bergai), cómo valora la decisión narrativa adoptada en el que fue su primer éxito, El balneario (1955) e incluso menciona los preparativos para una obra posterior, su ensayo Usos amorosos de la posguerra española (1987), que tiene en esta novela a parte de su predecesora. En este sentido, lo que habíamos calificado como una novela tiene también un apartado de ensayo, de reflexión sobre el proceso de escritura de su propia autora. No en vano, las hojas de este libro se van acumulando en el interior de su historia conforme avanza las páginas el lector.

Carmen Martín Gaite, fotografía de 1958
Por último, reside en El cuarto de atrás el misterio, un misterio no resuelto y que deja la duda de su veracidad: ¿qué es realidad y qué es ficción? Como le proponía su entrevistador en la novela, no debería ser tan clara y evidente como fue en su primera novela para revelar que lo que sucedió fue una ensoñación. Por eso, en esta ocasión, todo lo sucedido queda velado para interpretación del lector, pues aunque la autora despierte por la llegada de su hija (momento que le permite mostrar el desarrollo del papel de la mujer con el paso del tiempo), si lo que ha vivido ha sido un sueño, este ha interactuado con su realidad. Como sucedía con el final de Origen (Christopher Nolan, 2010), permanece la duda y eso deja la puerta abierta a la fantasía, sobre la que también reflexionará la autora. Al final del cuarto capítulo y durante todo el capítulo quinto se ofrece una situación anormal en el conjunto de la novela: una conversación telefónica entre Carmen y Carola. Carola considera que Carmen es la amante de su novio, Alejandro, que es el entrevistador que la espera en el salón. Pero conforme avanza la conversación, todo se enreda en un juego de identidades, en unas cartas escritas por una tal C. y en una trama romántica que no llega a resolverse. Sin duda, el inserto más peculiar de la obra, más cercano a la novela de folletín o a la telenovela que al resto del estilo; tanto es así que incluso la protagonista se irrita por su cierre, un cliffhanger típico del género. A su vez, sirve para dar paso a otros recuerdos de la autora y para revivir el estilo de las novelas rosas de su juventud a las que había referenciado.

En definitiva, una novela poliédrica y compleja, que no tiene trama concreta, que es híbrida en las formas que adopta, incluyendo el ensayo, que parece adentrarnos en el pasillo de la mente de su autora, para dar vueltas en torno a sus recuerdos, pensamientos, reflexiones e, incluso, juegos mentales y creativos. De esas obras que cuanto más tiras del hilo y descubres sus costuras, entiendes mejor su maestría.

Escrito por Luis J. del Castillo



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