La
celebración de la Navidad nos retrotrae a nuestra infancia. Salvo excepciones,
suele ser un momento feliz, y un preciado recuerdo. Cuando toda la familia
estaba unida. A pesar de los posibles tropiezos y sinsabores. Esto es lo que
sabe transmitir una película como Historias
de Navidad (A Christmas Story, Metro-Goldwyn-Mayer,
1983), dirigida por el interesante Bob Clark (1939-2007).
Muy distintas estas fiestas -¡aunque tal vez complementarias!- a las Navidades negras (Black Christmas, Warner Bros.,
1974) del mismo realizador.
El joven Ralph
Parker (Peter Billingsley), de nueve años, desea como obsequio de Navidad la
réplica de un rifle de aire comprimido, de la marca Red Ryder, para más señas.
Regalo que no entusiasma a sus padres, el estupendo característico Darren
McGavin (1922-2006) y Melinda Dillon (1939-2023). La familia Parker vive en el
enclave ficticio de Hohman, en Indiana (EEUU),
concretamente, en la calle Cleveland. La época se sitúa a mediados de los años
cuarenta. Una de las mejores bazas de la película se encuentra precisamente en
la ambientación. La bulliciosa ciudad, el hogar, los grandes almacenes (aquí
Higbee’s, ya desaparecidos), y ese trasfondo de felicidad humanística y
mecánica, a través de la relación entre los personajes y los juguetes.
Ralph
cuenta su historia de adulto, es su voz en off
la que puntúa los distintos acontecimientos, y esta se corresponde con la del
propio autor de la novela en que se basa la película, Jean Shepherd (1921-1999).
La obra se llamó In God We Trust, All
Others Pay Cash (1966), y que yo sepa, no ha sido traducida al español. Un
personaje interesante este Shepherd, cuentacuentos, locutor de radio y
presentador de televisión.
Pues bien, Ralph
Parker, apodado Ralphie, debe mostrarse firme pero discreto si quiere conseguir
su regalo. Ya se sabe cómo son los
adultos, y de ellos depende que el presente vaya incluido en la Carta de Papá
Noel. Todos los pensamientos de Ralphie se encaminan a dicho fin, y se articulan
por medio de la citada voz en off,
que sirve de contrapunto jocoso y emotivo a las imágenes. Estos comentarios se
proyectan desde el futuro, es decir, que convierten tales imágenes en un
continuado flashback, que da forma a
los recuerdos de Ralphie. En estos ha de ver el doble escenario de la Navidad,
como festividad, y el de su casa, con ese corazón bien retratado en la película
que es la cocina.
Un hogar
modesto, con aspiraciones en concordancia. Aunque universales para cualquier niño.
En estos escenarios, físicos y anímicos, se desarrolla la vida cotidiana de la
familia Parker; una serie de rituales como pueda ser el vestirse para ir al
colegio, antes de la llegada de las vacaciones invernales. A lo que se suma el
montaje del árbol de Navidad (nada de plástico, sino auténtico), la petición de
regalos in person a Papá Noel (Jeff
Gillen), y por supuesto, la apertura de tan ansiados objetos el día de Navidad.
Por otra
parte, la visualización ofrecida por Bob Clark incardina estos recuerdos: la
imaginación, sentimientos y experiencias de nuestro protagonista, que como
digo, son extrapolables a otras latitudes y tiempos. Al fin y al cabo, las
películas navideñas son ante todo un estado de ánimo.
Los niños somos más inteligentes
(que los adultos), proclama Ralphie. Pero en su franja de edad aún ha de
enfrentarse con serios peligros. Como el encontronazo, junto a otros de sus compañeros
de escuela, Flick (Scott Schwartz) y Schwartz
(R. D. Robb), con aquellos que parecen empeñados en dejar de ser niños y
alcanzar ese estatus de idiotez característica de buena parte del mundo adulto.
Para lo cual, no tienen reparos en transformarse en los habituales adolescentes
pendencieros o los clásicos matones. Esto es, Scut Farkus (Zack Ward) y su lugarteniente Grover Dill (Yano Anaya).
Como detalle nada baladí, Farkus lleva su suéter bastante raído, digno de
cierta lástima.
No es el
único obstáculo a combatir, Ralphie y su hermano pequeño Randy (Ian Petrella),
a quien protege, pronto se dan cuenta de que casi todo en esta vida depende del
estado de humor de los adultos. En este caso, de los padres. Hay situaciones
que pintan mal, y se resuelven de la forma más amigable e inesperada posible, y
viceversa, tonterías que se hacen un mundo. Además, se corre el grave peligro de que los citados regalos
no consistan en lo que los niños quieren, sino en lo que los padres creen que
estos desean. Una amenaza más cierta que la del rifle de juguete. Aun así,
siempre hay un hueco en Historias de
Navidad para respetar la ilusión.
También sobresale
en la narración la presencia y empleo de la radio (Woody Allen [1935] le
consagró una de sus mejores películas). Su figura amueblada era solo comparable
con las actuales redes sociales (salvando -o ahogando- las distancias). Sigue
siendo el medio que más me agrada, el que manejo con mayor asiduidad. La
televisión es algo que ha quedado anclado en mi memoria de niño y adolescente, pero
dejé de verla en 1990, con la arribada de las privadas, y con poquísimas
excepciones (que no tengo reparo en citar): Qué
grande es el cine (RTVE,
1995-2004), Las chicas de oro (The Golden Girls, Touchstone-NBC,
1985-1992), las retransmisiones de Fin de Año y el Concierto de Año Nuevo. Nada
más y nada menos, y ustedes disculpen la digresión. Por algo este mágico
aparato que provoca el afloramiento de miles de imágenes mentales se sitúa en nuestra
película en un lugar prominente de la casa, el salón. También es llamativa la
vestimenta de los muchachos en aquella época, sencilla pero elegante. Y por
supuesto, los modales. Otro acontecimiento, siempre alborozado, es la llegada
de la nieve. La rúbrica de la Navidad.
Formando
parte de las ensoñaciones de Ralphie (de cada niño), destaca la de la señorita
Shields (Tedde Moore), maestra de primaria, transformada en la Bruja del Norte de
El mago de Oz
(The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939). Es el típico docente que, en
la vida real ha dejado de ser un niño, pero que lejos de resultar antipático,
que los hay, desempeña su trabajo de forma honesta y hasta cierto punto
afectuosa. Algo que los chuiquillos notan enseguida. Inolvidable resulta la enorme
decepción de Ralphie por la ajustada nota de su redacción, a la que tanto
empeño había puesto, y en la que tanto confiaba. Lo mismo le sucede con su
pertenencia al Club Infantil de la Radio
Huérfana Annie. Nos acercamos al mundo adulto.
Acierto de
la producción es, así mismo, la banda sonora proporcionada por los recónditos Paul
Zaza (1952) y Carl Zittrer (1941), al estilo de los dibujos animados (una buena
edición en Turner Classics,
2009). Y procedimientos cinematográficos propios del cine mudo, como el empleo
del fundido en iris (un fundido a negro), las cortinillas o la cámara rápida,
para envolver de humorismo muchas de las acciones. Hay además, un momento de
cinematografía extraordinario, cuando Ralphie contempla desde la ventana del
aula lo que le ha pasado a su amigo Flick
con un poste del patio. La distancia es solo física, no emocional.
Hubo tres secuelas,
pero solo la más reciente recrea de nuevo el tiempo de la Navidad. Estas fueron
Sucede en las mejores familias (My Summer Story / It Runs in the Family, Bob Clark, 1994), donde los protagonistas
son distintos, Historias de Navidad 2
(A Christmas Story 2, Brian Levant,
2012), que no he tenido ocasión de ver, y Una
nueva historia de Navidad (A
Christmas Story Christmas, Clay Kaytis, 2022), revival con Peter Billingsley (1971) retomando su papel de Ralph,
ahora como adulto. Aparte de una adaptación del original para la televisión que
se hizo en 2017.
Respecto a Sucede en las mejores familias (MGM),
no me parece especialmente destacable, aunque tampoco despreciable. Lo que
sucede es que no contiene el sabor “mágico” de la primera. Lo mejor es que
vuelve a tomar como escudo defensivo la ambientación de los años cuarenta, en
el verano que sigue a las correrías de la primera parte. También despunta la
sensación de lo que es vivir, o mejor, criarse, en una pequeña y acogedora
ciudad. Y el artefacto de las bicicletas, solo permitido una vez que han
terminado las clases en junio, y aditamento indivisible para cualquier chaval,
empezando por mí mismo. No obstante, el objeto de deseo es, en esta ocasión, una
peonza de primera categoría con la que participar en auténticas competiciones,
y en un segundo plano, el ir de pesca (en un lago cercano). Tiene su gracia la
nueva redacción que compone Ralphie, tomando como modelo El Decamerón (Decamerone,
1353) de Giovanni Boccaccio (1313-1375), ya que la maestra ha pedido a su clase
que se inspire en alguno de los libros de sus padres. También la Exposición Mundial,
aunque no se saca mucho partido de ella, y el triste episodio de la subasta de
raídos bienes de una familia vecina, que ha de marchar. Más tontorrona que
cándida, al menos la película, dirigida de nuevo por Bob Clark, no cae en el
exceso de la destrozona cacharrería del subgénero de películas familiares afines
y vecinos conflictivos. Le hubiera venido bien insuflarle algo de chispa, en
lugar de mostrar a unos adultos atontolinados, algo que evita la primera, pese
a estar interpretados por actores de primera línea como Charles Grodin
(1935-2021) y Mary Steenburgen (1953). Sobrevela el concepto, casi perdido, de
estimar los instantes y objetos cotidianos que hoy apenas valoramos.
Más lustre
muestra Una nueva historia de Navidad
(Warner Bros. – HBO), dirigida
por Clay Kaytis (1973), responsable de la simpática aunque algo aparatosa –como
todo hoy en día- Crónicas de Navidad
(The Christmas Chronicles, Netflix,
2018). Está interpretada por los mismos actores que la película original, con
una sola excepción que pasaré a comentar enseguida. La triste noticia de la
muerte del padre, a quien se recuerda de modo muy sentido en este nuevo relato
(agradecimiento a su figura y al actor que la incorporó), provoca el regreso de
Ralph a Hohman, Indiana -retruécano de Hammond, en el mismo Estado. Ahora con
su propia familia, establecida en Chicago. En la casa de la calle Cleveland continúa
estando la madre, esta vez, interpretada por Julie Hagerty (1955), a la que no
veía hace unos treinta años en una película (Melinda Dillon debía estar ya muy
enferma o retirada). La acción se sitúa en 1973. Al igual que en la primera de
las secuelas, el recurso de la voz en off
deviene un lastre, sin ese contrapunto jocoso y mejor acabado de la primera
parte. Es innecesaria la mayoría de las veces. Pero rescatamos otros aspectos
positivos, como la humilde decoración de la casa, que sigue igual que siempre. Excepción hecha de un
mueble-televisor que, pese a todo, comparte espacio con el mueble-radio. Los
pantalones de pana y los jerséis de cuello vuelto, o que dejan sobresalir los
picos de las camisas, también me resultan intemporales. Pero existen otras
bienvenidas novedades de cara al espectador, como el bar de Flick, el antiguo compañero de escuela
de Ralphie, con Schwartz como uno de los clientes más asiduos. Precisamente, a
este le es trasladado “el gran reto” de rigor (en la primera película, pegar la
lengua a un poste; aquí, lanzarse por el vetusto trampolín de un olvidado
parque de atracciones).
La esposa
de Ralph es Sandy (Erin Hayes, lo mejor del reparto), y sus hijos Julie (Julianna
Layne) y Mark (River Drosche). Ralph desempeña un rutinario trabajo de oficina,
pero lo que de ansía de verdad, su mejor regalo navideño, podríamos decir, es
publicar una novela y triunfar como escritor. Algo que logrará solo en parte, y
por una vía imprevista (los relatos de su familia que se publican en el
periódico local, y la laboriosa esquela de su padre), en lo que es una de las
mejores aportaciones de la película. Mientras tanto, solo restan dos días para la
Navidad cuando Ralph recibe la luctuosa noticia. En lugar de ser los
progenitores los que acudan a Chicago, como ha venido sucediendo los últimos
años, para celebrar las fiestas, será Ralph el que acuda a su antigua casa.
También ha sido avisado el hermano menor, Randy, al que los negocios van
bastante bien. Como ya dije, todos están interpretados por los mismos actores
que en la primera.
Ralph sigue
siendo un niño adulto, al contrario que su hermano. No obstante, y aunque
parezca un contrasentido, cuanto más se aleja la narración de esta perspectiva
del adulto (demasiado) aniñado, mejor resulta. La Navidad pinta mal tras la
muerte del padre. Pero se reconduce cuando Ralph se anima y entiende que los
seres verdaderamente queridos no se marchan nunca, o al menos, no lo hacen para
siempre. Cuentan los recuerdos, aunque nos parezca que no siempre están vivos.
Y el reencuentro con los viejos camaradas
del colegio. Lo cual depara otro momento muy especial, cuando Ralph se topa con
el ex matón Scut Farkus, en un giro
inesperado y emotivo.
Como apunte
divertido, están las llamadas de las esposas al bar de Flick, mientras los aterrados maridos piden angustiados que se les diga
que no están allí.
Una nueva historia de Navidad
rescata el espíritu de la primera, aunque nada pueda volver a ser lo mismo.
Sobresale la idea de volver a casa de los padres, nuestro antiguo hogar; el
verse reflejado en los hijos, como un ciclo celeste, y el obituario del padre,
que proporciona a Ralph por primera vez el “bloqueo del escritor” (por lo
demás, es torrencial, lo que no quiere decir que un escritor maduro). La
película deviene bienintencionada y un tanto novedosa, pese a repetirse
esquemas como las visualizaciones de los ensueños, la avería del vehículo familiar
(con otras derivadas), la molesta presencia de los abusones del barrio, la
compra del árbol, los perros del vecino, y el regreso a Higbee’s, aún en activo
y resistiendo el paso del tiempo como por
arte de magia (a mí me sucede lo mismo con los Almacenes “El 95” de Granada, ya desaparecidos). Aunque lo mejor
está, creo yo, en la visita de Ralph al desván, auténtica caja de Pandora,
donde reposa el traje de conejo rosa de las navidades pasadas, y el viejo rifle
Red Ryder de doscientos tiros.
Cada
Navidad puede ser distinta, pero prevalece en lo básico. Es sintomática la
escena en que los niños son los que montan el Árbol, frente a la apatía de los
mayores. Era más divertido con todos,
comenta el adolescente Mark. Lo que hace que, volviendo la vista al pasado más
saleroso, los padres vuelvan a implicarse. No
pienso rendirme, declara más tarde Ralph ante los infortunios que ha de
sortear. Ni mejores ni peores: los más familiares y cotidianos. Al fin, la casa volvía a estar llena de vida.
En la
actualidad va todo tan rápido que necesitamos que nos recuerden lo que pasó
antes de ayer, sobre todo en política. Tenemos memoria de pez, o solo para lo
que nos interesa. Pero en cuanto a los recuerdos más personales, películas como
Historias de Navidad nos ayudan a
afianzarlos. No es esta primera historia tan complaciente como pudiera parecer
a primera vista, pero sí que resulta estrictamente humana. Y encuentra una
buena continuación en Una nueva historia
de Navidad. Al fin y al cabo, ambas se dirigen a un público infantil y
familiar, y en cada infancia y familia uno encuentra de todo.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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