¿Por qué
muchas culturas de la antigüedad se decantaron por la estructura piramidal? ¿Es
que acaso tuvieron contacto entre sí? No parece probable, salvo en las ocasiones
en que dichas culturas coincidieron en el tiempo, ya que no en el mismo
espacio. Pero, ¿por qué la forma de pirámide? ¿Surgió esta idea de manera
accidental y escalonada en estos pueblos, distanciados por la geografía, pero
impelidos por un mismo afán? ¿Es que se trata, tal vez, de una forma y símbolo
proclive al ser humano, como los (posibles) organismos antropomorfos que cohabitan
en el cosmos? ¿Algo a lo que la naturaleza tiende?
Los
prolegómenos de El enigma de la Gran
Pirámide (L’ enigme de la Grande
Pyramide, 1971; Plaza & Janés, col. Otros Mundos,
1973) nos hablan de la forma triangular, de
las mediciones modernas -que se desglosarán a lo largo de todo el volumen-, proponen
un atractivo apunte filológico sobre el origen de la palabra pirámide, e indagan en la antigüedad de
la Gran Pirámide, que parece el modo más aséptico, y pese a todo, imaginativo,
de denominar la que es conocida por el común como Pirámide de Keops, la más
grande de las dispuestas sobre la Meseta de Guiza. Por cierto, que el nombre de
Keops (fecha de reinado: 2584-2558 a. C.), procede de la denominación de
Heródoto (484-425 a. C.), historiador sui
generis y geógrafo griego. A su vez, según recoge el temprano historiador
egipcio Manetón (s. III a. C.),
Keops fue el segundo rey de la IV
dinastía, de rama distinta a la III,
y número 28 a partir de Menes (reinado c. 3100-3075 a. C.), primer faraón que
unificó los territorios egipcios bajo su mando.
En cuanto a
nuestro autor, André Pochan (1891-1979), fue un físico y matemático francés que
dio clases en un instituto de El Cairo (Egipto), entre 1930 y 1937. Sobrevivió
a un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y
aunque algunas de sus conclusiones han sido rebatidas, esto no significa que sea
erróneo partir del ámbito científico para poder elucubrar. Con la egiptología más
literal se suele uno topar si se exponen algunas teorías paralelas.
Por ejemplo,
el libro dedica dos de los capítulos (III-IV)
a determinadas apreciaciones fantásticas del pasado. Se trata de mera
especulación romántica, pero no por ello deja de tener un marcado atractivo,
tan histórico ya como el contenido de las viejas piedras. Pochan determina, además,
la datación del monumento hace unos 4800 años, algo más antiguo de lo que lo hace
la egiptología oficial. Pero no es tanta la diferencia a la hora de encajar la
época del reinado de Keops. Bajo esta máscara de suposiciones, André Pochan
sabe distinguirse de lo que él mismo denomina los iluminados piramidales (capítulo
I).
En el primer
capítulo, el autor nos recuerda que el monumento al que hace referencia quedó
pronto desprovisto de sus bloques ornamentales y protectores, salvo algunos
ejemplos en la cara norte (y el caso de Kefrén, el “cucurucho” de la pirámide).
La Gran Pirámide formaba parte de un complejo, un hipogeo real. La siringa (el
acceso a la edificación), se hallaba en la hilera quince. Sin embargo, no ha
sido la entrada más transitada, puesto que los visitantes suelen acceder al
interior por la llamada puerta de Al-Mamún, practicada en el siglo IX,
en la quinta hilera. Abdulah Al-Mamún (786-833) fue un califa abasí, con
capital en Bagdad. Su entrada, que ya tiene algo de profanación, fue desescombrada
en 1917.
Los
gráficos que muestra el presente volumen ayudan a ubicarse por las sinuosidades
físicas y hasta anímicas de la Gran Pirámide. Porque su contenido es muy
técnico. A partir de estos datos objetivos, Pochan saca sus propias conclusiones,
que desglosaremos a continuación. Entre ellas gravita la idea de que la Gran
Pirámide pudo ser un templo solar, con la característica de no estar acabado en
punta (uno podía permanecer en la plataforma o colocar una estatua o cualquier otro
ornamento, como un pináculo -pyramidion-
dorado). También cabe la posibilidad de que el monumento no haya servido nunca
de tumba, aunque esta fuera (parte de) la intención original; sino que
ejerciera de cenotafio, es decir, de templo representativo de la figura a que
se dedicaba. No es Pochan el único que ha elucubrado con esta posibilidad, de
que, si bien la Gran Pirámide pudo haber sido ordenada como sepultura, ningún
gobernante fuera enterrado en ella. Pero sí fue de los primeros. Entre las
distintas teorías que tratan de explicar la Cámara “sepulcral” del Rey, o los
misteriosos conductos “de aire” de la Cámara de la Reina, destaca la de André
Pochan y otros colegas. Según él, dichos conductos podían ser el acceso que
permitía el traspaso del ka divino
(el alma que proporcionaba fuerza vital tanto en la vida como en la muerte) a
los restos representativos -que no orgánicos- del difunto, junto al ba (figura animal que permitía el
regreso a los lugares frecuentados en vida). Tales entidades serían capaces de atravesar
estos canales “psíquicos”, ya que están obstruidos (no se sabe si en la
actualidad o de siempre). Démonos cuenta que, para las antiguas civilizaciones,
con más ahínco de lo que sucede hoy en día, la piedra era un material tan
tangible como sensible. De igual modo, la Gran Galería que da acceso a estas
cámaras, podría considerarse la de los antepasados de Keops, pues consta de veintiocho
entalladuras, la última de las cuales correspondería a la de su propia efigie.
Entrada original a la Gran Pirámide |
El capítulo
segundo del libro se titula Las pirámides
ante la historia, y aporta los testimonios de gentes como Heródoto,
Manetón, Estrabón (64 a. C. -23 d. C.), Plinio el Viejo (23-79), Al-Masudi
(896-956), los viajeros occidentales de los siglos XVIII
y XIX, y los arqueólogos ingleses, entre los
que sobresale sin demasiado esfuerzo el gran Flinders Petrie (1853-1942). Se
incluye la expedición francesa a Egipto de 1798-1801, el poeta y ensayista
romántico, empedernido viajero a Oriente, Gérard de Nerval (1808-1855), y una
serie de lucubraciones absurdas
recogidas por Pochan. A lo que se va a añadir, más tarde (IV),
la relevante importancia del nombre, el poder del verbo, por el que nada existe
antes de ser nombrado. Es fascinante la supervivencia de este mundo tan ajeno,
en principio, a nosotros, tanto en formas como en fondo, en determinados ritos
de iniciación, como los de Eleusis (con hasta setenta y dos grados), y algunos
emblemas remanentes en una logia de francmasones. Probablemente, sin el alma -o
almas- del original.
El capítulo
III (La
epidemia piramidal), se centra en lo que el autor no duda en calificar de
“piramiditis”, como la pulgada piramidal de David Davidson (1884-1956). No en
vano, Egipto ha venido siendo un espacio de ensoñación y clarividencia que
frente (o ante) el aspecto científico, constituye un corpus subjetivo a la
fuerza. Pochan distingue entre soñadores bíblicos y empiristas castradores de
todo lo mágico. Prefiere situarse en un término medio.
Insiste en
el capítulo IV (Los autores modernos), con las visiones
del abate Moreux (1867-1954), y se presta a una imagen harto sugestiva. La de
los constructores vistos como utensilios inconscientes de la Divinidad (¿incluiría
esto al faraón?). Como espacio real y material, las dimensiones de la Gran
Pirámide guardan relación con datos científicos precisos. Ambas vertientes no
son excluyentes. Egipto es un crisol étnico y espiritual, donde cada región
disponía de su propia concepción religiosa y dioses particulares, con lo que la
síntesis de creencias que intentó Akenatón (reinado 1352-1335 a. C.) resultó infructuosa
a la larga (y VII).
Ambos faraones, Keops y Akenatón, están emparentados en su culto a un dios
único, aquí Jnum, allí Atón. No obstante, predominan dos concepciones, la hermopolitana
(el culto a Osiris), y la heliopolitana (el dios sol Ra). Y se explican ambas.
En este capítulo incluye Pochan su asombroso fenómeno del relámpago, dado en la cara sur de la Gran Pirámide, por
el que se produce un efecto óptico de gran belleza matemática y trascendencia
ceremonial.
El autor del artículo en la Meseta de Guiza |
El capítulo
V (Los
grandes enigmas) nos recuerda que las grandes pirámides estaban pintadas, así
como la orientación de la Gran Pirámide, contraponiendo textos antiguos con
mediciones modernas, y la determinación de los equinoccios y solsticios,
conjuntamente con la alineación de los dos obeliscos de Heliópolis (de los que
tan solo permanece uno). Para Pochan, el monumento muestra una triple
intencionalidad, posible tumba de Keops (insisto en el hecho de la posibilidad,
pues los historiadores más oficialistas no han hallado nada contundente que
haga indicar que esto sea un hecho), lugar de iniciación, y templo del dios
solar Jnum. No en vano, se especula con que su forma piramidal y el color rojo de
sus muros de revestimiento ayudasen a la captación de las energías solares (y hasta
siderales). Luego, se hace un recorrido, entre sucinto y prolijo, por el estado
físico de la Gran Pirámide, a través del tiempo y los distintos testimonios que
han sobrevivido, y se recala en los meditados calendarios egipcios. Un
calendario móvil. El horario del primer día del año se desplazaba con el
transcurrir del tiempo, para que su venida fuera lo más exacta posible; otro apartado
bien interesante, que denota que los
antiguos egipcios estaban mucho más adelantados de lo que creen nuestros
modernos egiptólogos. De hecho, el antiguo egipcio (pueblo finalmente
conquistado y dispersado) propone a las claras una alianza entre el hombre y la divinidad. Su monumental legado no
atestigua necesariamente el orgullo
megalómano de los déspotas, sino la pericia y ejemplaridad de una cultura,
ciencia y técnica, que nos obliga a revisar lo que concierne al discernimiento
y competencias del hombre en la antigüedad, sus técnicas de construcción, y sus
conocimientos matemáticos y astronómicos.
El capítulo
VI (Las
vicisitudes de la Gran Pirámide), se centra en las fases de la construcción
y las expoliaciones sucesivas del monumento, entre las que se cuenta el irremisible
daño perpetrado por el sultán Saladino (1137-1193), y en menor medida, pero no
por ello desdeñable, el patriarca Cirilo de Alejandría (370-444). En el último
capítulo, VII (Retorno a los orígenes), Pochan facilita
un listado de los reyes de Egipto, desde Menes hasta Diocleciano (244-311), y
nos habla de los distintos diluvios universales, comenzando por el de Gilgamesh.
Es
inevitable acabar como empezamos. Haciéndonos muchas preguntas. ¿Existe alguna
relación entre las pirámides de Egipto y las de Caldea, Etiopía y Meso y
Sudamérica? ¿Existirá la cámara sepulcral que relata Herodóto, en la que
podrían yacer los restos del finado Keops? Es lo que piensa André Pochan. La
historiografía se reviste de leyenda.
El enigma de la Gran Pirámide
haría las delicias de un geómetra. Es un relato técnico (las medidas de la Gran
Pirámide, la medición de la Tierra por los antiguos egipcios, etc.), y un libro
señero que dio que hablar dentro de la presente colección, y en el mundillo de
los interesados por estos temas. Lo podemos considerar un volumen-compendio con
aire de miscelánea, pero muy exhaustivo, capaz de abrumar por la profusión de
datos técnicos, aunque también hace acopio y recoge recuerdos muy valiosos de los
cronistas que desfilan por sus páginas; todos tratando de expresar una realidad
que hace tiempo se nos ha escapado. Ante a esta divulgación técnica no hay que asustarse,
al fin y al cabo, la Gran Pirámide es mucho “toro pasado”. En este sentido, yo
veo a André Pochan como un antecedente de la siguiente generación de
investigadores del legado egipcio; arqueólogos o no. Me refiero a estudiosos
como John Anthony West (1932-2018) -cuyo La
serpiente celeste [Serpent in the Sky,
1979; Grijalbo, 2000]
recomiendo encarecidamente-, Graham Hancock
(1950), Robert Bauval (1948) y Robert M. Scoch (1957). Pese a quien pese, nombres
ya importantes en la historia de la egiptología.
Escrito por Javier Comino Aguilera
0 comentarios :
Publicar un comentario
¡Hola! Si te gusta el tema del que estamos hablando en esta entrada, ¡no dudes en comentar! Estamos abiertos a que compartas tu opinión con nosotros :)
Recuerda ser respetuoso y no realizar spam. Lee nuestras políticas para más información.