Otros mundos (XXXII): El enigma de la Gran Pirámide, de André Pochan

20 enero, 2024

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¿Por qué muchas culturas de la antigüedad se decantaron por la estructura piramidal? ¿Es que acaso tuvieron contacto entre sí? No parece probable, salvo en las ocasiones en que dichas culturas coincidieron en el tiempo, ya que no en el mismo espacio. Pero, ¿por qué la forma de pirámide? ¿Surgió esta idea de manera accidental y escalonada en estos pueblos, distanciados por la geografía, pero impelidos por un mismo afán? ¿Es que se trata, tal vez, de una forma y símbolo proclive al ser humano, como los (posibles) organismos antropomorfos que cohabitan en el cosmos? ¿Algo a lo que la naturaleza tiende?


Los prolegómenos de El enigma de la Gran Pirámide (L’ enigme de la Grande Pyramide, 1971; Plaza & Janés, col. Otros Mundos, 1973) nos hablan de la forma triangular, de las mediciones modernas -que se desglosarán a lo largo de todo el volumen-, proponen un atractivo apunte filológico sobre el origen de la palabra pirámide, e indagan en la antigüedad de la Gran Pirámide, que parece el modo más aséptico, y pese a todo, imaginativo, de denominar la que es conocida por el común como Pirámide de Keops, la más grande de las dispuestas sobre la Meseta de Guiza. Por cierto, que el nombre de Keops (fecha de reinado: 2584-2558 a. C.), procede de la denominación de Heródoto (484-425 a. C.), historiador sui generis y geógrafo griego. A su vez, según recoge el temprano historiador egipcio Manetón (s. III a. C.), Keops fue el segundo rey de la IV dinastía, de rama distinta a la III, y número 28 a partir de Menes (reinado c. 3100-3075 a. C.), primer faraón que unificó los territorios egipcios bajo su mando.

En cuanto a nuestro autor, André Pochan (1891-1979), fue un físico y matemático francés que dio clases en un instituto de El Cairo (Egipto), entre 1930 y 1937. Sobrevivió a un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y aunque algunas de sus conclusiones han sido rebatidas, esto no significa que sea erróneo partir del ámbito científico para poder elucubrar. Con la egiptología más literal se suele uno topar si se exponen algunas teorías paralelas.

Por ejemplo, el libro dedica dos de los capítulos (III-IV) a determinadas apreciaciones fantásticas del pasado. Se trata de mera especulación romántica, pero no por ello deja de tener un marcado atractivo, tan histórico ya como el contenido de las viejas piedras. Pochan determina, además, la datación del monumento hace unos 4800 años, algo más antiguo de lo que lo hace la egiptología oficial. Pero no es tanta la diferencia a la hora de encajar la época del reinado de Keops. Bajo esta máscara de suposiciones, André Pochan sabe distinguirse de lo que él mismo denomina los iluminados piramidales (capítulo I).


En el primer capítulo, el autor nos recuerda que el monumento al que hace referencia quedó pronto desprovisto de sus bloques ornamentales y protectores, salvo algunos ejemplos en la cara norte (y el caso de Kefrén, el “cucurucho” de la pirámide). La Gran Pirámide formaba parte de un complejo, un hipogeo real. La siringa (el acceso a la edificación), se hallaba en la hilera quince. Sin embargo, no ha sido la entrada más transitada, puesto que los visitantes suelen acceder al interior por la llamada puerta de Al-Mamún, practicada en el siglo IX, en la quinta hilera. Abdulah Al-Mamún (786-833) fue un califa abasí, con capital en Bagdad. Su entrada, que ya tiene algo de profanación, fue desescombrada en 1917.

Los gráficos que muestra el presente volumen ayudan a ubicarse por las sinuosidades físicas y hasta anímicas de la Gran Pirámide. Porque su contenido es muy técnico. A partir de estos datos objetivos, Pochan saca sus propias conclusiones, que desglosaremos a continuación. Entre ellas gravita la idea de que la Gran Pirámide pudo ser un templo solar, con la característica de no estar acabado en punta (uno podía permanecer en la plataforma o colocar una estatua o cualquier otro ornamento, como un pináculo -pyramidion- dorado). También cabe la posibilidad de que el monumento no haya servido nunca de tumba, aunque esta fuera (parte de) la intención original; sino que ejerciera de cenotafio, es decir, de templo representativo de la figura a que se dedicaba. No es Pochan el único que ha elucubrado con esta posibilidad, de que, si bien la Gran Pirámide pudo haber sido ordenada como sepultura, ningún gobernante fuera enterrado en ella. Pero sí fue de los primeros. Entre las distintas teorías que tratan de explicar la Cámara “sepulcral” del Rey, o los misteriosos conductos “de aire” de la Cámara de la Reina, destaca la de André Pochan y otros colegas. Según él, dichos conductos podían ser el acceso que permitía el traspaso del ka divino (el alma que proporcionaba fuerza vital tanto en la vida como en la muerte) a los restos representativos -que no orgánicos- del difunto, junto al ba (figura animal que permitía el regreso a los lugares frecuentados en vida). Tales entidades serían capaces de atravesar estos canales “psíquicos”, ya que están obstruidos (no se sabe si en la actualidad o de siempre). Démonos cuenta que, para las antiguas civilizaciones, con más ahínco de lo que sucede hoy en día, la piedra era un material tan tangible como sensible. De igual modo, la Gran Galería que da acceso a estas cámaras, podría considerarse la de los antepasados de Keops, pues consta de veintiocho entalladuras, la última de las cuales correspondería a la de su propia efigie.

Entrada original a la Gran Pirámide

El capítulo segundo del libro se titula Las pirámides ante la historia, y aporta los testimonios de gentes como Heródoto, Manetón, Estrabón (64 a. C. -23 d. C.), Plinio el Viejo (23-79), Al-Masudi (896-956), los viajeros occidentales de los siglos XVIII y XIX, y los arqueólogos ingleses, entre los que sobresale sin demasiado esfuerzo el gran Flinders Petrie (1853-1942). Se incluye la expedición francesa a Egipto de 1798-1801, el poeta y ensayista romántico, empedernido viajero a Oriente, Gérard de Nerval (1808-1855), y una serie de lucubraciones absurdas recogidas por Pochan. A lo que se va a añadir, más tarde (IV), la relevante importancia del nombre, el poder del verbo, por el que nada existe antes de ser nombrado. Es fascinante la supervivencia de este mundo tan ajeno, en principio, a nosotros, tanto en formas como en fondo, en determinados ritos de iniciación, como los de Eleusis (con hasta setenta y dos grados), y algunos emblemas remanentes en una logia de francmasones. Probablemente, sin el alma -o almas- del original. 

El capítulo III (La epidemia piramidal), se centra en lo que el autor no duda en calificar de “piramiditis”, como la pulgada piramidal de David Davidson (1884-1956). No en vano, Egipto ha venido siendo un espacio de ensoñación y clarividencia que frente (o ante) el aspecto científico, constituye un corpus subjetivo a la fuerza. Pochan distingue entre soñadores bíblicos y empiristas castradores de todo lo mágico. Prefiere situarse en un término medio.

Insiste en el capítulo IV (Los autores modernos), con las visiones del abate Moreux (1867-1954), y se presta a una imagen harto sugestiva. La de los constructores vistos como utensilios inconscientes de la Divinidad (¿incluiría esto al faraón?). Como espacio real y material, las dimensiones de la Gran Pirámide guardan relación con datos científicos precisos. Ambas vertientes no son excluyentes. Egipto es un crisol étnico y espiritual, donde cada región disponía de su propia concepción religiosa y dioses particulares, con lo que la síntesis de creencias que intentó Akenatón (reinado 1352-1335 a. C.) resultó infructuosa a la larga (y VII). Ambos faraones, Keops y Akenatón, están emparentados en su culto a un dios único, aquí Jnum, allí Atón. No obstante, predominan dos concepciones, la hermopolitana (el culto a Osiris), y la heliopolitana (el dios sol Ra). Y se explican ambas. En este capítulo incluye Pochan su asombroso fenómeno del relámpago, dado en la cara sur de la Gran Pirámide, por el que se produce un efecto óptico de gran belleza matemática y trascendencia ceremonial.

El autor del artículo en la Meseta de Guiza
El capítulo V (Los grandes enigmas) nos recuerda que las grandes pirámides estaban pintadas, así como la orientación de la Gran Pirámide, contraponiendo textos antiguos con mediciones modernas, y la determinación de los equinoccios y solsticios, conjuntamente con la alineación de los dos obeliscos de Heliópolis (de los que tan solo permanece uno). Para Pochan, el monumento muestra una triple intencionalidad, posible tumba de Keops (insisto en el hecho de la posibilidad, pues los historiadores más oficialistas no han hallado nada contundente que haga indicar que esto sea un hecho), lugar de iniciación, y templo del dios solar Jnum. No en vano, se especula con que su forma piramidal y el color rojo de sus muros de revestimiento ayudasen a la captación de las energías solares (y hasta siderales). Luego, se hace un recorrido, entre sucinto y prolijo, por el estado físico de la Gran Pirámide, a través del tiempo y los distintos testimonios que han sobrevivido, y se recala en los meditados calendarios egipcios. Un calendario móvil. El horario del primer día del año se desplazaba con el transcurrir del tiempo, para que su venida fuera lo más exacta posible; otro apartado bien interesante, que denota que los antiguos egipcios estaban mucho más adelantados de lo que creen nuestros modernos egiptólogos. De hecho, el antiguo egipcio (pueblo finalmente conquistado y dispersado) propone a las claras una alianza entre el hombre y la divinidad. Su monumental legado no atestigua necesariamente el orgullo megalómano de los déspotas, sino la pericia y ejemplaridad de una cultura, ciencia y técnica, que nos obliga a revisar lo que concierne al discernimiento y competencias del hombre en la antigüedad, sus técnicas de construcción, y sus conocimientos matemáticos y astronómicos.

El capítulo VI (Las vicisitudes de la Gran Pirámide), se centra en las fases de la construcción y las expoliaciones sucesivas del monumento, entre las que se cuenta el irremisible daño perpetrado por el sultán Saladino (1137-1193), y en menor medida, pero no por ello desdeñable, el patriarca Cirilo de Alejandría (370-444). En el último capítulo, VII (Retorno a los orígenes), Pochan facilita un listado de los reyes de Egipto, desde Menes hasta Diocleciano (244-311), y nos habla de los distintos diluvios universales, comenzando por el de Gilgamesh.


Es inevitable acabar como empezamos. Haciéndonos muchas preguntas. ¿Existe alguna relación entre las pirámides de Egipto y las de Caldea, Etiopía y Meso y Sudamérica? ¿Existirá la cámara sepulcral que relata Herodóto, en la que podrían yacer los restos del finado Keops? Es lo que piensa André Pochan. La historiografía se reviste de leyenda.

El enigma de la Gran Pirámide haría las delicias de un geómetra. Es un relato técnico (las medidas de la Gran Pirámide, la medición de la Tierra por los antiguos egipcios, etc.), y un libro señero que dio que hablar dentro de la presente colección, y en el mundillo de los interesados por estos temas. Lo podemos considerar un volumen-compendio con aire de miscelánea, pero muy exhaustivo, capaz de abrumar por la profusión de datos técnicos, aunque también hace acopio y recoge recuerdos muy valiosos de los cronistas que desfilan por sus páginas; todos tratando de expresar una realidad que hace tiempo se nos ha escapado. Ante a esta divulgación técnica no hay que asustarse, al fin y al cabo, la Gran Pirámide es mucho “toro pasado”. En este sentido, yo veo a André Pochan como un antecedente de la siguiente generación de investigadores del legado egipcio; arqueólogos o no. Me refiero a estudiosos como John Anthony West (1932-2018) -cuyo La serpiente celeste [Serpent in the Sky, 1979; Grijalbo, 2000] recomiendo encarecidamente-, Graham Hancock (1950), Robert Bauval (1948) y Robert M. Scoch (1957). Pese a quien pese, nombres ya importantes en la historia de la egiptología.
 


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