Londres a
comienzos de los años setenta. Un transeúnte es arrollado por dos vehículos.
Pero el cielo aún debe esperar para este personaje. Digamos que no ha llegado
su hora. Uno de los policías metropolitanos (un bobby; Joe Wadham), se sorprende y comenta que el sujeto no está muerto.
En esa misma
década, concretamente en 1975, apareció en el mercado uno de esos libros llamados
a convertirse en referentes. Clásicos inmortales, podríamos decir, o al menos,
con bastante disposición para el renacimiento (múltiples reediciones). Vida más allá de la vida (Life after Life: The Investigation of a Phenomenon, Survival of Bodily Life; edaf
2016), del psiquiatra y filósofo Raymond
Moody (1944). Donde se exponían los testimonios de personas cercanas al umbral
de la muerte, que habían regresado para contarlo. Declaraciones que han
existido desde la antigüedad: Moody no era el primero, aunque sí lo fue
llamando la atención de una manera unívoca y lo más cercana a la ciencia posible.
En este
ámbito de imprecisa certeza, espanto y recelo, se mueve el argumento de Asfixia (The Asphyx, Producciones Glendale,
1972), escrita por Brian Comport (1938-2013), en torno a una idea de Cristina (-)
y Laurence Beers (1931-2008), y dirigida por Peter Newbrook (1920-2009).
Director de fotografía que, al igual que otros colegas, sintió la llamada de la
realización por medio de algún relato atractivo que quiso poner en escena. No
solo por motivos de supervivencia, económicos, sino estéticos, caso de Karl Freund (1890-1969), Freddie Francis (1917-2007), Jack Cardiff (1914-2009) o William A. Fraker (1923-2010).
Pero todo
ámbito argumental necesita de un adecuado ambiente visual y material. Ahí es
donde cobran especial significado escenarios como el de una cripta familiar, el
laboratorio del protagonista, o su salón-biblioteca, proporcionados por el
veterano decorador John Stoll (1913-1990). Espacios adornados con la música del
pianista Bill McGuffie (1927-1987), y potenciados por la fotografía de ese gran
profesional que fue Freddie Young (1902-1998).
De esta
guisa, retrocedemos al año 1875. Una mansión a las afueras de Londres, rodeada
por un suntuoso bosque. Como los humanos nos vemos circundados por el misterio
boscoso que supone la vida y la muerte. Con los alrededores (el jardín
interior), mejor o peor arreglados. Allí habita sir Hugo Cunningham (Robert Stephens, al que todos recordamos por
su rol principal en La vida privada de Sherlock Holmes [The Private Life of Sherlock Holmes, Billy Wilder, 1970]), enamorado de Anna Wheatley (Fiona
Walker). Hugo tiene dos hijos de un matrimonio anterior, pues es viudo: Christina
(Jane Lapotaire) y Clive (Ralph Arliss). Además de contar con un hijo adoptivo,
Giles (Robert Powell), que es el mayor de los tres.
El resto de
personal de la casa lo conforman el mayordomo Mason (John Lawrence) y la criada
Rose (-).
¿Y cómo se
conjugan aquí la vida y la muerte, caso de ser planos separados? Mediante la
casual indagación que lleva a cabo sir
Hugo. Casual porque está a merced de los nuevos adelantos técnicos. La apertura
de conciencia de sir Hugo va pareja a
los avances de la tecnología. Su indagación de unos aspectos más comunicantes
de lo que percibimos por nuestros sentidos, no tarda en derivar en una
auténtica obsesión. No es para menos, las nuevas revelaciones psíquicas son
trascendentales, y van sincronizadas al desarrollo concreto de la fotografía.
Una de cuyas variedades consistía en el retrato de personas fallecidas, de
cadáveres. De hecho, ¿y si se pudiera fotografiar el alma en el instante de
abandonar el cuerpo? Una tecnología relativamente reciente parece permitirlo.
En palabras
de sir Hugo, necesito una respuesta. Lo que le pasa al científico es que es
consciente de que dicha respuesta la tiene en sus propias manos, y no quiere
que se le escurra. Tras la fotografía, el invento del cinematógrafo le hace
progresar aún más en su teoría, apoyada por hechos hasta entonces
pertenecientes únicamente a la esfera de lo religioso, pero que ahora pueden
ser constatados a través del método científico, ahondando de paso en su
monomanía.
Hugo se
sirve de Giles como ayudante, a pesar de que el joven se muestra inicialmente
escéptico. Conforme se van desarrollando las investigaciones en torno al
ensanchamiento del citado método científico, su convicción se verá alterada gracias
al desarrollo de esas nuevas tecnologías. Toda una evolución de los parámetros
mentales, con la cual nos enfrentamos los seres humanos de forma periódica. Se
supone que para bien.
Destaca la
armónica composición entre los personajes dentro del encuadre, bellamente
fotografiado por Freddie Young. Aún en los momentos de alejamiento o
crispación. Personajes dispuestos por un realizador, director de fotografía, decorador,
músico, etc., de la misma manera que nuestros destinos parecen organizados en
un orden cósmico, que algunos incrédulos aún se empeñan en sacar de la vía de
lo universalmente establecido.
La agonía
(asfixia) ante la presencia de la muerte, es una manifestación breve. Según la
mitología griega, representa el espíritu de dicha muerte. Una imagen nada
beatífica, que se “materializa” en momentos de peligro (no necesariamente
cuando el fin es inevitable, esto es, se pueden reproducir los parámetros de
peligro cercanos a la muerte).
Como a
Víctor Frankenstein, a Hugo se le plantea la
duda de los límites; de si lo que está haciendo es ciencia, si el fin justifica
los medios, si, como le recuerda Giles, hay
cosas con las que no se debe experimentar.
La agonía es
presentada como un ente vivo. Y por breve que sea su “desvelamiento” o
“materialización”, puede ser apresada, como descubre sir Hugo. Esto amplía las fronteras del entendimiento científico y
los márgenes narrativos de la película. La Parca es capaz de buscar a sus
destinatarios (más que víctimas) pre-establecidos. Pero el fin de los
experimentos de sir Hugo es vencer a
la muerte.
¿Cómo?
Atrapando la agonía de cada uno. En estos menesteres, Hugo se haya en buena
disposición con sir Edward Barrett (Alex
Scott), presidente de la naciente Asociación Parapsicológica Británica. Las constataciones
fotográficas han venido siendo refrendadas por este colega, al menos, en un
principio. A su vez, Hugo es un científico abierto en sus apreciaciones, y es
generoso, como demuestra (según se nos narra) su ayuda a la hermana enferma de Mason.
Esto no quiere decir que el protagonista deje de padecer un proceso de cerrazón
consigo mismo, al negarse a compartir sus siguientes avances con los demás
(salvo con Giles, a estas alturas, más confidente que ayudante).
Formando
parte de la puesta en escena de Peter Newbrook, propenso al plano medio, corto o
genérico, perfectamente imbricado en los distintos escenarios (la suya es una
puesta en escena clásica), encontramos algún que otro apunte visual interesante.
Como mostrar a sir Hugo y Giles en un
mismo plano, cuando el primero involucra al segundo, pasando de la prometedora
y entretenida teoría a la perturbadora práctica. Es decir, cuando ambos se
adentran en terreno ignoto. Así mismo, Hugo se nos aparece en contraplano
cuando se indispone con sir Edward
(ambos están ahora desligados del mismo plano de realidad y conocimiento).
Hasta ese
momento, sir Hugo ha experimentado la
sustracción de la agonía con animales… no permitiéndoles morir. En consecuencia,
proporcionándoles la inmortalidad. O tal vez la palabra justa sea
“indefinidamente”, pues la indefinición parece ser la materia prima en estos
experimentos, y nada dura para siempre. En cualquier caso, ha llegado la hora
de experimentar con seres humanos.
Reparos,
ciencia y moral, la Inteligencia Artificial que se nos avecina.
La zona muerta (The Dead Zone, 1979; DeBolsillo,
2003), es prima-hermana de Asfixia. Pertenece al grupo de novelas
de talante paranormal del escritor norteamericano Stephen King (1947), habitualmente en la linde de lo sobrenatural. Fue una
producción para Paramount de Dino de Laurentiis (1919-2010), figura siempre a
reivindicar, y Debra Hill (1950-2005), habitual colaboradora de John Carpenter (1948). Escrita por Jeffrey Boam
(1946-2000), del que recientemente comentábamos su trabajo para Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones
and the Last Crusade, Steven Spielberg,
1989), cuenta con la música del malogrado Michael Kamen (1948-2003), y la fotografía
del no muy prodigado Mark Irwin (1950).
Su
protagonista es el profesor de literatura John Smith (Christopher Walken). Estando
con su prometida, Sarah Bracknell (Brooke Adams), le asalta una visión en plena
atracción de la Montaña Rusa. Un torbellino
interno en pleno torbellino externo. Que además deja al protagonista en clara indefensión,
como le sucedía a la intérprete de Ojos (Eyes
of Laura Mars, Irvin Kershner, 1978),
cuando captaba las imágenes de un asesino en serie. John es profesor de
literatura, pero no podrá seguir empleándose en este cometido. No obstante, el
dato nos sirve para enlazar con el clásico de la literatura La leyenda de Sleepy Hollow (The Legend of
Sleepy Hollow, 1820; Valdemar Gótica, 2009),
de Washington Irving (1783-1859). A John le
asedia una forma de muerte, que lo va consumiendo cada vez que padece una de
estas premoniciones, en las que él se encuentra físicamente presente, saltando
de un escenario a otro. Visiones que lo consumen, pero que deparan la vida a
los demás, cuando sus advertencias son atendidas.
“Chapado a
la antigua”, John Smith (nombre y apellido cercanos a los de Juan Nadie),
procede de una familia humilde, y no se aprovecha de Sarah cuando esta lo
invita a entrar en su domicilio. Lo que le ha sucedido es un total y completo
cambio que le va a descolocar la vida (más que desorganizarla: lo que se le
exige es una nueva organización). Este cambio se manifiesta, como suele ser
habitual, tras un severo traumatismo, en este caso, producido por un accidente de
automóvil. Alteración psíquica o apertura,
mejor expresado, que conlleva una incursión a esa otra realidad que nos
observa. El lugar donde no alcanzan nuestros sentidos habituales. Y la modificación
psicológica de entender que, lo que nos sucede, es algo real. No imaginado.
Tampoco es
casualidad que John acabe aislado (como Juan Nadie [Meet John Doe, Frank Capra, 1941].
Después de una experiencia –comprensión de la vida- de tal envergadura, se hace
muy difícil que pueda volver a ser la misma persona, o pueda relacionarse con
los demás en plena normalidad.
De momento,
John va a dar con sus huesos a la Clínica Weizak, regentada por el doctor Sam Weizak.
Un personaje nada negativo, para variar, interpretado por el gran actor Herbert
Lom (1917-2012). Las razones por las cuales John no presenta ninguna cicatriz
cuando despierta tras el accidente, son espeluznantes. Resulta que ha estado en
coma casi cinco años.
Parte de su
problema es que John hace públicas sus nuevas capacidades. Y estas cosas es
mejor no airearlas en los medios. Quienes no las comparten, sienten envidia, y
quienes no las entienden, las atacan. Ni siquiera se toman la molestia de
analizarlas, si esto conlleva salir de los parámetros prefijados por un frío laboratorio.
Me llama la
atención que la planificación del realizador canadiense David Cronenberg (1943) resulta algo cerrada. Como si no favoreciera
la respiración, o esta se entrecortara. Esto sucede por dos motivos, desde mi
punto de vista. El primero, que la filmación de la puesta en escena está
encaminada, me figuro que por consejo directo del productor Dino de Laurentiis,
al mercado videográfico. Al principio, las películas en formato ancho perdían
mucha factura visual cuando se trasladaban a la cinta de video (no se respetaba
el cinemascope), quedando la imagen cortada o, lo que es peor, comprimida. Esto
se arregló en los últimos años ochenta, por el sencillo método de respetar el
formato original, sin someterse a la disciplina de tener que rellenar todo el
espacio de una pantalla de televisión, y con la llegada de los nuevos formatos
digitales (DVD y Bluray, más respetuosos con el contenido).
Lo segundo es más bien consecuencia de lo primero. Con dicha planificación, Cronenberg
y otros colegas lograban transmitir a las imágenes cierto carácter atosigante y
opresivo, potenciado por la pantalla grande (de cine).
A John le piden
ayuda el sheriff Bannerman (Tom
Skerritt) y su ayudante Frank (Nicholas Campbell), como último recurso para
tratar de dar con la pista de un asesino y violador que está aterrorizando toda
una población. No es la primera vez, ni será la última, que las fuerzas del
orden echan mano de personas dotadas con un especial talento extrasensorial.
Pero, como
ya he anticipado, las incursiones de John no están exentas de peligro. Cuando tengo esas visiones me siento como si
muriera por dentro. Es decir, que de alguna manera, John está envejeciendo,
sus capacidades lo están consumiendo. Ha de restringirlas a casos muy
determinados. Como el de Chris (Simon Craig), un niño replegado en sí mismo
(más que autista), hijo del industrial Roger Stuart (Anthony Zerbe).
Stuart está
valorando su apoyo al senador Greg Stillson (Martin Sheen), candidato a la
presidencia de la nación. El senador cuenta con la inestimable ayuda de su
acólito y guardaespaldas Sony (Geza Kovacs). En su coacción al periodista
Brenner (Leslie Carlson), Stillson proclama que voy a ganar por mucho, y ningún hijo de puta me lo va a impedir. Es
uno de esos personajes ávidos de poder y sin escrúpulos, que a veces se escapan
de las páginas de la ciencia ficción para asaltar la realidad. Alta política, no cabe duda.
Aquí se
establece un curioso paralelismo. Distintas a las de John son las “visiones”
que proclama Stillson. Típicas de un iluminado verborréico y egocéntrico. Un “elegido”
(líder político-religioso a los que se pliega gustosa una nutrida mayoría, que
desde la cuna hasta la tumba jamás ha variado su voto), para el que las
personas son números, que suman y restan con objeto de hacer inmediatamente
borrón y cuentas nuevas. He de cumplir
con mi destino, proclama el candidato. Un destino irradiado por su yo. Si John
es capaz de captar la suerte de muchos de nosotros, llegando a anticipar su
propio destino, Stillson tan solo posee la visión, supuestamente gloriosa, de
sí mismo. No por medio de ninguna anticipación premonitoria, sino por pura
egolatría y narcisismo (y una desbaratada visión de la historia). Los destinos
de John y Stillson están ligados, ciertamente, pero son muy distintos.
No
obstante, ¿el destino se puede alterar, o solo contamos con la percepción de
que disponemos de la capacidad de poder cambiarlo? Una percepción que tal vez
forma parte del destino mismo. En este sentido, La zona muerta es el espacio donde se entrecruzan el espacio y el
tiempo. Espacio donde nos parece que el futuro no está escrito, y se puede
interactuar con él.
La zona muerta no es
excesivamente epatante. No lo es al modo de algunas producciones actuales. Ni falta
que le hace. Funciona a dos niveles, el visual y el argumental, y dentro del
argumental, a un nivel más profundo, el teórico: lo que la narración propone
(en los textos literarios hablaríamos de un lenguaje literal y otro figurado).
La espectacularidad de sus imágenes se circunscribe a lo que estas implican por
sí mismas. La zona muerta es una
película de horror de cámara (valga la doble acepción, cinematográfica y
musical). Otras piezas de Cronenberg, como Videodrome (íd.,
Universal, 1982), contaban con un presupuesto escueto, pero resultaban más
gráficas y viscerales. La virtud de La
zona muerta consiste, precisamente, en la contenida plasmación de la
angustia de quien se siente solo y postergado, por poseer cualidades superiores
a los demás.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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