Se suele
repetir que la realidad depende del color del cristal con que se mira, en
sabias palabras concretadas por Ramón Campoamor (1917-1901). Aunque se supone
que para ver bien todos necesitamos una visión decente, que no siempre enfoca con
la necesaria pulcritud. Si no, que me expliquen cómo es posible que medio país haya
decidido suicidarse de forma voluntaria, justificando las acciones de unos
gobernantes con el nivel más patético de la historia de una democracia, que
para colmo pretende demolerse. Andanzas sostenidas por una desinformación rampante
que, a la vista está, demasiada gente
padece, pese a hallarnos en plena “era de la información”. No debería ser una
cuestión de ideología, sino de rigurosa y responsable objetividad. Que la
manipulación de la realidad es cada vez más posible, y que el “público” la
acoge con mayor alegría e inconsciencia, es lo único que parece estar claro.
El doctor
James Xavier (el estupendo Ray Milland) también tiene su forma de ver las
cosas. Es cierto que estas se van a ir modificando, pero como le sucedía al
protagonista de El increíble hombre menguante (The
Incredible Shrinking Man, Jack Arnold,
1957), del que nuestro doctor es un claro heredero, James irá tomando posesión
de la sustantividad en detrimento de quienes le rodean -que no alcanzan ese
nivel-, e incluso de su propia entidad corpórea y aspecto físico, su organismo.
El plano de
un ojo anticipa los títulos de crédito psicodélicos, estigma gustoso de la
época, en El hombre con rayos X en los
ojos (X, Alta
Vista & American International Pictures, 1963),
escrita por Robert Dillon (1932), posterior firmante de Cuando el río crece (The
River, Mark Rydell, 1984), y Ray Russell (1924-1999), a su vez, autor de
cierto renombre responsable de la notable Íncubo (Incubus,
John Hough, 1981). Como ya hemos adelantado, la
película fue producida para AIP,
por los emprendedores James H. Nicholson (1916-1972), Samuel Z. Arkoff (1918-2001),
y el mismo realizador, el gran Roger Corman (1926).
De este
plano del ojo, como inquietante símbolo físico y alegórico, pasamos a los de
Ray Milland (1907-1986), en su papel de James Xavier. Está siendo reconocido
por un colega, el doctor Samuel Sam
Brant (Harold J. Stone). En esta primera escena de la película se pone sobre el
tapete que para James el movimiento se demuestra andando, lo que traducido a su
ámbito quiere decir que está dispuesto a experimentar en primera persona. Advierte
que el ser humano tan solo es capaz de
captar un diez por ciento de la onda espectral. Somos prácticamente ciegos. A lo que Sam le advierte que solo Dios lo ve todo. Aquí se introduce
la llamada de atención habitual al peligro que supone, para sí y para todo el
mundo, que el científico se crea lo que no es, y actúe por encima de sus atribuciones
morales (las técnicas están permitidas, siempre que se supediten a las otras). Al
espectador también se le recuerda, en palabras de James, que vemos con el cerebro. La intención,
incluso el destino, de este arrojado descubridor, también se expone de forma
diáfana. Quiero dar mayor sensibilidad al
ojo humano.
A este
proceso, en su fase inicial (y final), asiste la doctora Diana Fairfax (Diana
van der Vlis), un personaje decidido e independiente, compañera competente que
representa a la fundación que pretende financiar los trabajos de
experimentación de James. El desarrollo de unas hormonas-enzimas alteradas en
su estructura molecular, y extractadas en un suero tópico aplicado a los ojos,
en el que podemos considerar uno de los retos más sugestivos de toda la
medicina cinematográfica.
Dicho y
hecho. Ante el protagonista se van desvelando nuevos mundos que están es este, evidenciados,
con todas las limitaciones, pero con todo el interés floreciente, por la fotografía
difuminada del sólido Floyd Crosby (1899-1985),
y la expresionista música del versátil Les Baxter (1922-1996).
La
narración es, como de costumbre, rápida, lo que no quiere decir que acelerada;
sincrética, que no descuidada. En lo que ha de ver la labor de edición de
Anthony Carras (1920-2007). ¿Cuándo
empezamos?, le pregunta Diana a James acerca de las primeras pruebas. Ahora, contesta el médico.
Así, el
catorce de agosto (tal día como hoy, en que se publica este artículo), da
comienzo el arriesgado experimento, en principio, con la supervisión de Diana y
Sam. Un cualitativo salto al vacío del que James va a ir apartando,
progresivamente, todas las redes que lo aferran al mundo conocido. El peligro
existe, pero el deseo de adentrase en lo ignoto, sabiéndose un pionero, es más
poderoso. No obstante, ¿y si se altera la vista de una forma irreversible?
En estas
estamos, cuando la fundación, en palabras del señor Sayer Browhead (el
característico Morris Ankrum), rechaza proseguir con una ayuda que resulta
fundamental para, sino el éxito, sí la continuación de los experimentos. Los
riesgos se concentran en un progresivo daño del cerebro. Primero psicológico, derivado
en la obsesión con llegar a desvelar lo que nos está velado, por medio de
nuestros limitadores sentidos.
Vi esta
película por primera vez en televisión. Se emitió en 1983, pocos días antes de
mi décimo cumpleaños, en el espacio juvenil Pista
libre de TVE (1982-1985),
que por aquel entonces contaba con un cine-club para chavales. Se me quedó
grabado el final, y otros tantos fragmentos de la película. Luego descubrí la
poderosa voz de la que Ray Milland hacía alarde. ¡Quién no ganaba con el
doblaje de José Guardiola (1921-1988)!
Inolvidable
es la escena de la fiesta de los amigos de Diana a la que acude James. Las
situaciones cotidianas de la vida ya se han convertido para él en una extensión
de sus experimentos. De este modo, las consecuencias de la nueva visión, que
diría David Cronenberg (1943), se bifurcan.
Como advierte James, el efecto es acumulativo. Y crea adicción. Algo así como un
suero de la verdad. Yo solo miro, y digo
lo que veo. Pero es que, además, modifica sensiblemente el aspecto de los
globos oculares. El efecto óptico es demoledor. El protagonista comienza a no
reconocer lo que ve. Le sucede con Diana, cuando ambos personajes se reencuentran
tras una serie de vicisitudes. James se ve incapaz de reconocerla, salvo por la
voz. Pese a todo, continúa con la necesaria sangre fría como para seguir
dictando por audio un diario: la actitud científica hasta sus últimas y más
dramáticas consecuencias.
Y si aquella
presunta ofensa a Dios se acaba por concretar, la Biblia será la responsable de
proporcionar el doloroso remedio. Una especie de regreso al “seno materno” en
forma de cita, como muchas veces sucede con el libro sagrado (Xavier recala en una
comunidad protestante), interpretada al pie de la letra.
Hay que
anotar la participación de Dick Miller (1928-2019) y Jonathan Haze (1929), actores
que ayudaron a definir el cine de Roger Corman, en una feria. Escenario afín al
fantástico, desde La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932),
pasando por El carnaval de las almas (Carnival
of Souls, Herk Harvey, 1962), hasta la muy
eficaz La casa de los horrores (The Funhouse, Tobe Hooper, 1981). Un espacio que alberga entre sus lonas lo mejor y lo peor
del ser humano (la diversión y la explotación, en los casos más extremados).
Cierto es que estamos en un proceso mundial de cambios. Parece que siempre lo estamos, aunque ahora de forma más acusada (y acusadora). Hasta la astrología lo predice, ya que hablamos de “temas raros”. Pero ello no debería servir para que, los de siempre, se queden con todo el pastel, cocinado por nosotros con esmero, las más de las veces, justo es reconocerlo, no sabiendo integrar los ingredientes de lo aprendido.
El caso de Están vivos (They Live, Alive Films & Universal,
1988) es similar al de El hombre con
rayos X en los ojos, pese a los años que separan una propuesta de otra. John Carpenter (1948) contó en esta ocasión con
actores poco conocidos, dotando de eficacia alternativa y sorpresa subliminal
la narrativa. La película fue adaptada por el propio Carpenter según el relato
de Ray Nelson (1931-2022), Eight O’Clock
in the Morning, de 1963, el mismo año de la pieza de Corman.
El
predicador invidente (Raymond St. Jacques) que atenaza la trama, tiene razón. Nos han cegado con la mentira. ¿Por qué les rendimos culto? Nos tienen
controlados.
Se refiere
a los líderes seudo religiosos y a los políticos (que pueden perfectamente
ocupar el lugar de los primeros); a aquellos que viven de un cargo público
desde su más tierna adolescencia, sin apenas ostentar otros lugares y estudios
donde caerse muertos, y a quienes han
convertido los medios de comunicación más visibilizados en unas –muy eficaces,
por cierto- correas de transmisión ideológicas, naturalmente subvencionadas
desde el aparato del poder. ¡Qué frescos e insensibles se deben sentir desde estas
presuntas alturas!
Era la
época en la que estaba en boga la publicidad de la tele por cable y las antenas
parabólicas, como opuesto a las sempiternas crisis económicas, inflaciones y
recesiones que creaban –y siguen creando- un núcleo de pobreza difícil de
estabular, aunque en la película este se encuadre en unos metros cuadrados.
Entre los nuevos desheredados se cuenta John Nada (el actor y luchador
profesional Roddy Piper), trasunto en español de Juan Nadie que, tras algunos infructuosos intentos, acaba encontrando empleo como
obrero de la construcción. Allí entabla amistad con su compañero de fatigas -y
más que vendrán- Frank (Keith David, visto en La cosa [The Thing, 1982]).
Pero hay
algo que distingue a John como protagonista. Pese a la mala situación que está atravesando,
este asegura en un determinado momento que yo
creo en América y respeto las reglas. Es decir, que sigue teniendo claro el
basamento democrático y no se avergüenza de su bandera.
Nada es el
clásico héroe solitario. Decidido y con un código ético de valor. Dispuesto a
sacrificarse por defender la causa de su libertad, que es la que redunda en la
de los demás. Un concepto clásico del cine norteamericano que a muchos se les
ha atragantado históricamente, y que, con frecuencia, ha sido malinterpretado
por algunos críticos de la vieja escuela, más pendientes de la razón ideológica
que de la cinematográfica. John Nada aspira a que su suerte cambie, a ser
posible, sin depender del proteccionismo estatal ni la red clientelar. Se
debate entre enfrentarse a las circunstancias o crear las suyas propias, en la
medida que estas nos son permitidas, en nuestro cada vez más cercado círculo de
libertad individual.
La mencionada
preminencia de la televisión (en 1988) es solo comparable a la que hoy detentan
las llamadas, en un alarde eufemístico, redes sociales (y subrayamos lo de
redes). Una interferencia parece cosa habitual (como lo eran entonces los
cortes de emisión, que algunos recordamos). Pero esta que muestra la película es
distinta. En la pantalla se nos aparece el rostro cuasi crispado de quien desea
darse a conocer (John Lawrence), y le es negado tal derecho (el speech’s corner no basta). ¿Estamos a
las puertas de otra demonizada teoría de la conspiración? El interferente lucha
por visibilizarse, mientras que John Carpenter, haciéndose partícipe de la
deuda contraída con el gran género clásico de la ciencia ficción, aspecto que
comparte con otros muchos colegas de generación, inserta en el televisor imágenes
de la estupenda The Monolith Monsters (íd., John Sherwood, 1957). El mensaje admonitorio ahonda
en el terror. Están acabando con nuestra
adormecida clase media. Cada día hay más
pobres. E igualmente aterrador, ya no
tenemos identidad.
De la
película se desprenden tres parámetros vitales. Se hace indispensable la
necesidad de información (no manipulada); están entre nosotros -a estos dos
parámetros responde la imagen (casi) final de los presentadores de un
telediario, al descubierto-, y por último, el individuo haciéndose fuerte,
conforme va accediendo a los fragmentos de información que se van desvelando,
en progresión paralela -y mortal- a la de Ray Milland. También como esperanza
del bien común (nada que ver con el egoísmo que tantos atribuyen a la
individualidad, en favor del sometimiento colectivo). Mostrar cinematográficamente
las fallas para, de alguna manera no
invasiva, concienciar, espolear el libre albedrío del espectador sin
aniquilarlo. De ahí nace una resistencia en el descampado donde malvive un
nutrido grupo de desalojados, en todos los sentidos. De hecho, esta parte de la
ciudad tiene su epicentro en una iglesia adyacente, rodeada por grandes
edificios (que de alguna manera semejan los monolith monsters).
De nada
servirían todas estas buenas intenciones sin la limpieza de la filmación: los
planos compositivos y el montaje de John Carpenter son estrictamente clásicos.
No hay un movimiento de la cámara que carezca de significado. Pienso en el
despliegue policial que siega las casuchas del descampado. Algo más que arrasar
el chabolismo, en este caso.
A esta toma
de conciencia personal responde Carpenter con la ironía del ataque
“indiscriminado” en el banco, donde su tocayo John se encarga de disparar
contra los invasores (que son vistos como personas normales y corrientes por los
demás), en lugar de contra seres humanos. O el ansia de dinero y poder de tanta
gente, vista como un afán extraterrestre, una marcianada, Así mismo, John Carpenter juega muy hábilmente con la
idea de los cómplices humanos, afines a los infiltrados. Unos particulares
“afrancesados”. Al igual que le sucedía al protagonista de la película
anterior, para Nada y Frank el efecto de las gafas que portan es como una droga, te dejan hecho polvo. Ambos
anti-héroes clásicos -insisto- entablan relación con Holly Thompson (Meg Foster,
y actriz por lo general desaprovechada), ayudante de programas en una cadena de
envergadura, el canal 54. Este nuevo acceso al siguiente nivel de visión no está
exento de traumatismo, somatizado en la escena fordiana de la pelea, algo alargada, entre Frank y Nada, donde
sobrevuelan golpazos a cascoporro. De alguna manera, vagabundos somos, y en
vagabundos nos convertiremos (si es que sobrevivimos).
Otra idea
visual brillante consiste en que el título de la película, They Live (Ellos
viven), se sobreimpresione a modo de un grafiti. Uno más de los que se pueden encontrar
por la calle. A esto se añade el adecuado recurso del cambio de fotografía, que
pasa del color al blanco y negro a lo largo del metraje, en un efecto pleno de
significado; al revés de lo que sucedía en la reciente Oppenheimer (íd., Universal,
2023) de Christopher Nolan (1970). Como
curiosidad añadida, en un quisco visitado por Nada, junto a nombres como los de
Lawrence Sanders (1920-1998) y Edgar Cayce (1877-1945), distingo en el
expositor un ejemplar de El Triángulo de
las Bermudas (The Bermuda Triangle,
1974; Pomaire, 1974)
de Charles Berlitz (1914-2003). Libro que supuso un hito, en número de ventas y
paroxismo mistérico, que por lo visto es consentido por los invasores. Tal vez porque
lo han revestido de infantilismo y superchería, y porque emplean dicho misterio
para aleccionarnos a través de mensajes ocultos, en otro irónico retruécano.
En una
sociedad así, ¿qué será lo siguiente? ¿Cambiarle el nombre a las cosas para que
parezcan novedosas y funcionales? ¿Subvencionar –es decir, pagar nosotros- el
separatismo y la inversión lingüística? ¿Presentar a condenados por terrorismo
en las listas electorales, cayendo en la vergonzosa trampa semántica de llamar lucha armada a lo que es un asesinato? ¿Qué
la gente se acostumbre a ver todo esto como algo normal? No se alarmen, tan solo
estoy exponiendo ejemplos de pura ciencia ficción.
Pues ahí
estaremos, dando la batalla a nivel individual, que es la mayor fuerza con que
cuenta la colectividad. Al fin y al cabo, también Campoamor ha sido
tergiversado, o cuando menos, ninguneado. Recuerdo que en la Universidad de
Filosofía y Letras no solo no era leído, sino que era abiertamente menospreciado.
Culpa suya, por no dedicarse a la política más “comprometida” con harto afán,
como ha de hacer todo autor de bien. En el panteón de los sacrificados refulgen
muchas llamas.
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