Mira que lo intento. Hallar libros y películas donde el hecho homosexual no suponga una narrativa victimista, o se convierta en rasgo reivindicativo, distintivo únicamente de una airada opción política. Desearía descubrir textos e imágenes con personajes no estancados en los mismos comportamientos dramáticos. Historias de chicos con chicos, como antaño era familiar disfrutar de relatos de chicos con chicas, sin necesidad de recurrir a las antedichas coartadas.
Más allá de los gustos particulares, solo quedan los disgustos. Pocas excepciones escapan al desarrollo contraofensivo. Quisiera decir que Un lugar para Mungo (Young Mungo, 2022; Random House, 2023) supone una excepción, pero no es así. Está bien recordar de dónde venimos, pero no que siempre vayamos al mismo sitio: el activismo estereotipado y el colectivismo políticamente diseñado. Cada gay es un mundo, pero casi nunca nos muestran esos otros mundos. Lejos quedan los tiempos de Oscar Wilde (1854-1900), André Gide (1869-1951) o Terenci Moix (1942-2003), por citar tres de mis autores favoritos (homosexuales o no).
Como decía el
propio Gide, solo me agrada el arte que,
surgido de la inquietud, tiende a la serenidad (Diarios, Alba, 2018).
Cierta complacencia en el feísmo de la vida, que no dudo en catalogar de naturalismo literario, concita la lectura de Un lugar para Mungo, novela del escocés Douglas Stuart (1976) ambientada en Glasgow, Escocia (Reino Unido), a inicios de los años noventa. Un embrutecimiento, característico de este movimiento, sobrevuela las páginas impregnadas de realismo sucio, analfabeto y desesperanzado.
La acción
comienza, como decían los clásicos, in
media res, y se va alternando entre el presente histórico y su pretérito.
Aquí, con dos alcohólicos anónimos -de momento- que sirven de irónica
salvaguarda a un chico joven. Después sabremos los nombres y circunstancias de
todos ellos.
¿Van de
excursión? Es lo que parece. Y es lo que acontece, al menos, en un primer
momento. El trío acampa en las proximidades de un río, que será determinante en
el transcurrir de la trama.
Los adultos
son uno mayor y otro joven. St. Christopher (que tiene de santo lo que yo de
obispo), y un pederasta en toda regla, el más joven, Gallowgate. El muchacho es
Mungo, de quince años y madre ocasionalmente prostituta.
Pese a que
Mungo se siente totalmente solo, más allá de la incierta compañía, lo cierto es
que tiene un hermano mayor, que evidencia sus carencias físicas y hasta
psicológicas con una notable disposición al matonismo, Hamish, de dieciocho; y
una hermana, la más aplicada Jodie, de dieciséis, que hace las veces de madre
cuando la biológica está ausente (que es casi siempre). Esta es Maureen
Hamilton, apodada Mo-Maw, de treinta y tantos años.
En efecto,
puedo constatar y constato, que en un elevado porcentaje de casos, los
problemas de los hijos-alumnos vienen derivados de la mala disposición
–educación- de los padres.
Glasgow, c. los 80 |
Mungo siempre había sido el más agraciado de los Hamilton (capítulo II). Desatendido como está, a veces le invita a comer la vecina, la señora Campbell. Pero lo que nadie desea es la visita de los Servicios Sociales. Los Hamilton malviven. La confrontación entre los miembros de la maltrecha familia se agudiza, y encuentra su extensión en las calles, bajo la mala influencia de Hamish. Mungo se ve envuelto en altercados y desórdenes que parecen una reminiscencia de los acontecidos en el Reino Unido durante los años setenta. Como prueba el capítulo del enfrentamiento con policías en un descampado y zona de edificios en construcción (II). Bloques y rascacielos se hallaban en un lamentable estado de abandono (VI). Uno de los mejores contrastes del libro lo hallamos precisamente aquí. Frente a la materialidad y sustantiva deformidad de dicho entorno físico, vivir con visibilidad y de acuerdo a sus inclinaciones es algo que no está al alcance de Mungo Hamilton.
Con todo,
el muchacho trata de integrarse. Pero si esto consiste en tener que robar un
coche con Hamish para demostrar su hombría (íd.), como el
hermano mayor pretende cada vez que le propone algo, prefiere estar solo que
mal acompañado.
No hay
mucha luz, entendida como metáfora, en la vida de Mungo, hasta que conoce a un
chico de su edad, vecino del barrio. Se trata de James Jamieson, que posee un
palomar en las cercanías de estos edificios (IV).
El hecho coincide con uno de los cada vez más espaciados retornos de la madre,
que ahora trabaja en una caravana de comida rápida y poco escrupulosa, con su
nuevo novio.
Parte de
esa luz, se la proporciona a Mungo la fortaleza de la hermana intermedia,
Jodie. No exenta de flaquezas, quizá más asumibles.
Nada le producía más excitación a Hamish que saltarse la ley
(íd.).
Las peleas con bandas están bien descritas, poseen el necesario nervio
narrativo. La deuda argumental contraída con La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), es evidente; incluso,
demasiado evidente (mucha más carga de profundidad poseía la novela de Anthony
Burgess [1917-1993], en cualquier caso, por no hablar de manifestaciones más
sentidas como Rebelde sin causa [Rebel without a
Cause, Nicholas Ray, 1955]) o West Side Story
[íd., Robert Wise, 1961]. Los contendientes no parecen de barrio, sino barriobajeros,
que no es lo mismo. Incluso viviendo en entornos muy humildes, se puede
prosperar anímicamente. Esta deficiencia hace que los personajes estén siempre
y angustiosamente a la defensiva. En sus diálogos y actitudes. Todo un caldo de
cultivo para la incultura y la discriminación. Se hace difícil empatizar con tales
personajes secundarios, en verdad. Son como varios universos disgregados,
constreñidos en uno solo, algo hiperbólico. Un reino muy desunido. Por otra
parte, que las clases medias-bajas del Reino Unido pueden resultar más cafres
en las calles, un concierto o un estadio, que el resto de razas “superiores”,
es un hecho constatado.
Mungo es un
chico especialmente sensible, huelga decir que no encaja en este ambiente de
asfixia. Mungo significa el estimado, el
querido (XII). Es
sobrecogedor el instante en que ha de cuidar a su madre alcohólica (íd.). Sin
embargo, llega el día. O mejor dicho, la noche. Esa en la que al fin nos las
apañamos para dormir en casa de nuestro mejor amigo. A Mungo le sucede con
James (VII).
Este acercamiento, aún incipiente, entre los muchachos, se contrapone a la violación que sufrirá Mungo a manos de sus acompañantes, en el futuro inmediato (XI). Episodio que se une al de los malos tratos vecinales (X), o el intento de aborto por parte de Jodie y Mungo (XIII).
No
obstante, tanta miseria ahoga el relato. El texto está sobrecargado (como le
sucedía al naturalismo en sí, excepción hecha de doña Emilia Pardo Bazán [1851-1921]: el suyo era un naturalismo anti francés).
Descripciones
crudas, excesivas, que retratan el entorno y el tratamiento en las relaciones
de los personajes, casi sin excepción, entroncando con este nuevo naturalismo británico
(V). A ello se une la maldita costumbre de
narrar adelante y atrás en el tiempo, para hacer interesante la historia. La
narración lineal se ha convertido en lo subversivo.
De igual
modo, junto al aspecto físico, imbuido de las distintas fachadas que se
procuran los protagonistas, principales o de soporte, convive el talante moral,
o de forma más precisa, su carencia. Atisbando el futuro y la represión de la
sociedad, el que nadie se entere siempre
ondea a lo lejos. Un escenario en el que Mungo y James tratan de esclarecer sus
roles. Lo cual les fuerza incluso a ir en contra de su naturaleza, tratando de
ligar con dos chicas (XIX). Mungo
no se quiere ver reflejado en su vecino, el soltero señor Calhoun. En el barrio
lo llaman el mariposón, con lo que está
todo dicho (VIII, XXIV).
La homofobia de los progenitores se alimenta de todo este clima de incultura.
Las peleas entre católicos y protestantes son la representación gráfica de esta
intransigencia (XX). Según
Hamish, el hermano mayor, no hay una razón concreta para ello, pero yo me lo paso de puta madre (íd.). Del mismo
modo, la droga y la violencia se dan la mano en Jocky, el novio de la madre. Esto
es lo que te deja dinero hoy en día. Y añade, a mi edad el amor es más una molestia que otra cosa.
Llega el
triste momento en que se hacen necesarias las visitas a la casa de empeños. Más
que en los años noventa, parece que andamos instalados en la actualidad más
casposa. No hay una familia en el relato que no esté descompuesta. Toda una
anticipación. El drama hace especial mella en los cadáveres de la podredumbre ética
y material. La hipocresía de quien esgrime una moral, pero no es capaz de
actuar bajos sus designios (St. Christopher, Gallowgate).
A la hora
de atisbar dicho futuro y comprender el presente, Mungo se ve en la necesidad
de enfrentarse a la madre, mientras acontece una sonada trifulca callejera. Una
de esas algaradas a las que solo falta la música de Sex Pistols. La chulería es
estomagante, como toda chulería barriobajera. El odio religioso invadió el cielo nocturno en forma de objetos
arrojadizos (XXIII).
Ese odio es más bien la excusa para liarse a golpes. Tan patético como
contemplar a unos salvajes iletrados hacerse pasar por hombres. Por su parte, la
policía es una masa con la que enfrentarse. No poseen nombre y apellidos.
Tampoco sensibilidad (esta contraposición por ambas partes es la que habría
dado como resultado una gran novela).
Décadas
atrás mirábamos al cielo. Ahora nos extasiamos contemplando las pantallas. No
hay que temer que ellos vengan, ya están entre nosotros. Como en una película
de miedo. Se desenvuelven entre el gentío sin que apenas los percibamos. Me
refiero, claro está, a los damnificados de la LOGSE
y sus postreras mutaciones. Ya están aquí.
En la
novela, las connivencias disfrazadas de convivencias, se concentran en viviendas
sociales equiparables a campos de batalla. Interiores y exteriores. Un lugar para Mungo se vende como una
novela sentimental. Preparad vuestros
corazones y esas cosas, tan caras a los críticos, lectores y, seguramente,
espectadores, de lágrima fácil y desvelo social. Yo la veo más, como antes he
señalado, adscrita al género naturalista, con algunos momentos de afectividad.
Bien escrita, pero alargada en exceso. Preparad vuestros estómagos, diría yo. Cuando
otro de los personajes descubre a los amantes retozando en el campo, da una
paliza a James cerca del palomar (XXIV).
Pasado y presente se reencuentran en la encrucijada del capítulo XXVI.
La narrativa se unifica. En el XXVII
y penúltimo capítulo, Mungo regresa de su malhadada excusión (es recogido por
un amable -menos mal- autoestopista, que pese a todo se interesa por él de
forma ambigua, sin que la cosa pase “a mayores” o descienda “a menores”).
El final es
bonito. Por fin atisbamos algo de emoción y energía positiva. Pese a quedar la
acción, nuevamente, in media res (XXVIII).
Tal vez, aquí pueda haber un principio. No sé por qué me acordé del final, más
o menos abierto, de la película Después
del amor (Shoot the Moon, 1982),
de Alan Parker (1944-2020).
A veces me
quedo mirando a algunos alumnos y no puedo evitar pensar -en casos muy
determinados- ¿qué va a ser de ellos? Los mejores aprovechan la oportunidad que
les brinda la permanencia obligatoria en el centro educativo, pese a tener
problemas de distinta índole. Otros pasan olímpicamente
de tal oportunidad de poder salir adelante y mejorar su situación. Proceden de
familias desestructuradas, no, lo siguiente. Lo que en los años ochenta era una raya en el agua, se ha convertido en
océano. Junto a los contenidos académicos, procuro hablar con ellos,
conocerlos, brindarles mi ayuda (que en ocasiones desprecian). Qué tiempos más
feos nos ha tocado seguir viviendo.
A nosotros.
Para ellos, son los únicos que hasta el momento han conocido.
¿Qué va a
ser de ti?
Bueno. Tal vez seamos más fuertes de lo que parecemos, a pesar del desorden y la falta de conocimiento a la que nos vemos abocados. Tal vez consigan salir adelante, si logran escapar de su adicción al móvil.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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