Ojeando por
enésima vez un volumen recopilatorio llamado
Discos que han pasado a la historia (Mondadori-Heineken,
2008), aunque el título es lo de menos: Discos que hay que escuchar o Las mejores canciones de no sé qué, me
encuentro con una preponderancia de música anglosajona –buena, nadie lo duda-, que
es muy definidora, sino del desprecio, sí del desconocimiento hacia el trabajo en
otras lenguas, que continúan perpetrando algunos colonizadores de la cultura. Y
no me refiero a los artistas latinos que consiguen un Grammy cantando en la
lengua de Shakespeare (1564-1616) o de Cervantes (1547-1616), sino a la total y absoluta
ausencia de composiciones en español en tales compendios. Fuera de España,
quiero decir: sirva como ejemplo patrio el ya descatalogado Los discos esenciales del pop español (Lunwerg,
2010), de Jesús Ordovás (1947).
La cosa es
tan chovinista, cuando no escorada políticamente hacia el sonrojo, que hasta
perpetran esta “depuración” consigo mismos. En el volumen al que hacía
referencia, no aparecen ni por asomo intérpretes tan esenciales y definidores
como Frank Sinatra (1915-1998) o Barbra Streisand (1942), al margen de los gustos de
cada cual, y sí conjuntos que incluso hacen doblete y acaparan un determinado
estilo (el rock) sobre los demás. Pero el sur también existe. Bien sostenido
por la lengua española, que cada vez se habla en más lugares. Formando parte de
esta cultura, está la música cantada en nuestro idioma. Claro que nosotros
mismos preferimos a veces premiar una progrez con evidente fecha de caducidad antes
que la trayectoria de un Manuel Alejandro (1932).
En cierta
ocasión, un idiota que tenía por compañero de clase, en los tiempos de la EGB,
me afeó -o rio- la conducta por andar por ahí con una casete para el walkman, que era un recopilatorio de
temas populares del momento (1986). Junto a autores en inglés, incluía
canciones de Ana Belén (1951), Patxi Andion (1947-2019), Roberto Carlos (1941) y José Luis Perales (1945). El pobre diablo no entendía que todas las canciones
eran buenas. De hecho, resulta que siempre me ha gustado escuchar desde Parálisis permanente hasta María Dolores Pradera (1924-2018), de David Bowie
(1947-2016) a Demis Roussos (1946-2015). Y creo
que he salido ganando.
A estas
alturas no voy a descubrir a Mecano. Ni siquiera a redescubrirlo. Nos basta con
comprobar que su música ha quedado. Como casi todo lo de los años ochenta. La
primera vez que los escuché, curioso, fue en un recinto militar, el Club de los
Mondragones en Granada, donde mis padres tenían por amigo a un teniente coronel
jurídico, uno de los tipos más ilustrados para el cine que he conocido, y lo
cierto es que aquello estaba bastante bien, había hasta cine al aire libre, y allí
descubrí Dune
(íd., David Lynch, 1984). Se trataba de la canción Me colé en una fiesta, perteneciente al álbum homónimo de Mecano,
que dio origen a todo (CBS, 1982).
Qué original y pegadizo sonaba. Un año más tarde le pedí a mi padre que me
comprara el segundo disco, Dónde está el
país de las hadas (CBS, 1983),
que fue el primero que tuve (el inicial lo repesqué en casete).
A estos
trabajos siguieron Ya viene el sol (CBS,
1984), irregular en su conjunto, quizá por ser demasiado seguido al anterior
(este disco debió haber salido en 1985, con más tiempo de “procesado”), pero que
aun así contiene temas tan magníficos como Hawaii-Bombay, Busco
algo barato, Aire o El mapa de tu corazón. También el
notable ejercicio electro pop de Japón.
La madurez
llega con Entre el cielo y el suelo (Ariola,
1986), línea de una de las canciones, y que sigo considerando el mejor disco de
su carrera. Admito que por motivos estrictamente personales, pero todos los
motivos lo son. Luego vino el muy exitoso Descanso
dominical (Ariola,
1988), donde ya se advierte una evidente indagación en diferentes estilos, aspecto
que se transmitiría al último trabajo completo de la formación, Aidalai (Ariola,
1991). Sobresaliente en conjunto, a Descanso
dominical solo le sobra la pánfila No
hay marcha en Nueva York (nunca he podido con ella). Gracias a Dios lo
compensan el resto de composiciones, entre las que destacan por méritos propios
El cine, Los amantes, La fuerza del
destino, la seminal Mujer contra
mujer, que el grupo versionó en francés, Un año más, y las sentidas Eungenio
Salvador Dalí y Héroes de la
Antártida, con textos de Stefan Zweig
(1881-1942).
Años más
tarde apareció el recopilatorio Ana-José-Nacho
(Sony-BMG, 1998), con algunas
canciones nuevas que no estaban mal, y el pasar
a la historia, parece que de una forma definitiva. Los enfrentamientos
entre los hermanos Cano, José María (1959) y Nacho (1963), son legendarios,
aunque no lo supimos hasta tiempo después. Entre medias quedaba la maravillosa
voz de Ana Torroja (1959), perpleja ante la aniquilación de tanto talento. Nada
volvió a ser lo mismo en los noventa, para casi ninguna banda de aquella época.
Los
primeros álbumes se benefician de la frescura de los arreglos. El primero de
ellos, con el concurso de Luis Cobos (1948); no olvidemos que fue el autor de
la popular tonada para saxo Un paso más
allá (1979), además de productor y arreglista de Joaquín Sabina (1949),
Miguel Ríos (1944), Olé-Olé, Paloma
San Basilio (1950), Pedro Vargas (1906-1989), Ana Belén (1951), Julio Iglesias
(1943) o Tino Casal (1950-1991), entre otros.
Todos estos trabajos siguen sonando bien. El álbum más tecno de Mecano tal vez siga siendo el de debut,
en la onda de Oviformia SCI,
La Mode, Soft Cell o Yazoo. Nada
que envidiar a los álbumes británico-americanos, en cualquier caso. Me siguen
gustando bastante los dos primeros discos, son definidores de una etapa difícil
de repetir.
Todo este
éxito levantó auténticas ampollas entre algunos de los grupos coetáneos de la segunda
década prodigiosa. Aunque tengo muy claro que había lugar para todos ellos, es
verdad que el primer dinero guardado era, por lo común, para comprar el disco de
Mecano.
Del primer
álbum entresaco un tema menos conocido, pero que siempre me ha impresionado, El fin del mundo, junto al instrumental Boda en Londres. Una sana costumbre esta
de las composiciones instrumentales, aunque no se trasladara a todos los álbumes de
estudio de la banda. Tal vez, el más emotivo de ellos sea el homónimo del disco
de 1983. Aquí restallan con singular destreza las canciones Barco a Venus (generacional y
conmovedora), Este chico es una joya
(la ponía una y otra vez), El amante de
fuego (me daba miedo), El ladrón de discos (me encantaba) y Un poco loco (a
repescar).
Y como lo
mejor es para el final, de Entre el cielo
y el suelo, poseen para mí una especial significación Esta es la historia de un amor, No
tienes nada que perder y 50 palabras,
60 palabras o 100. No obstante, todo el disco es una obra maestra, en
contenido y forma. El más flojo y disperso me sigue pareciendo el último, Aidalai.
En suma. Un
gran tesoro está aguardando en forma de canciones en español. Las hay para
todos los gustos. Como todo tesoro oculto, permanece invisibilizado a ojos
foráneos. Y en efecto, ninguna riqueza existe si no acaba por salir a la luz y resplandecer.
La historia no se ha escrito únicamente en inglés.
Escrito por Javier Comino Aguilera
Barco a Venus (1983)
No tienes nada que perder (1986)
Los amantes (1988)
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