El otro día
paseaba por el campus de la Universidad de Granada, ejercicio que suelo hacer con
alguna frecuencia. Me causó estupor contemplar unas pintadas de claro sesgo
antisemita. No sé si a fecha de escribir este artículo continuarán allí, pero
lo que no me cuesta nada imaginar es la impresión que deben causar a cualquier
persona bien informada, de origen hebreo o no.
Recordaba
Carmelo Jordá (1973) en un artículo para Libertad Digital (11-10-2023),
cómo una de las justificaciones que
siempre se han usado para excusar el terrorismo
palestino es la "ocupación
israelí"; el hecho de que, supuestamente, el país se puso
en marcha arrebatándole territorio a los palestinos o a Palestina, una entidad previa
que habría sido desposeída de lo que era suyo.
En un video ad hoc, Jordá hace un certero
análisis de la verdad histórica del
territorio que hoy en día es Israel y, sobre todo, de varios hechos
fundamentales, como que no
ha existido nunca en la historia una Palestina a la que
Israel haya quitado nada, o que cuando los árabes tuvieron la oportunidad de
crear un estado palestino, la rechazaron, como lo han vuelto a hacer con cada
proceso de paz, en varios de los cuales podrían haber obtenido condiciones muy
razonables para construir un futuro en paz. Recordaba también en su
artículo -uno de muchos- que Israel
abandonó la Franja de Gaza en 2005 por voluntad propia, y sin pedir nada a cambio, dejando el territorio
completamente en manos palestinas que, desde el primer momento, en lugar de
dedicarse a construir un futuro próspero, se han afanado en destruir Israel y
matar israelíes, mientras seguían generando la narrativa victimista que tanto
le gusta a la prensa internacional, y a lo peor de la izquierda en Occidente.
Aconsejo también
seguir muy de cerca los textos y entrevistas de Daniel Lacalle (1967) y Douglas
Murray (1979). La desinformación, ignominia, radicalidad, o simplemente mala
intención en este asunto, siguen campando
a sus anchas.
J. Lee
Thompson (1914-2002) es un realizador con obras apreciables en su filmografía. Con
especial recuerdo hacia Los cañones de
Navarone (The Guns of Navarone, Columbia,
1961), El cabo del miedo (Cape Fear, Universal,
1962) y El desafío del búfalo blanco
(The White Buffalo, Fox,
1977). Un singular cariño le tengo a El
oro de MacKenna (MacKenna’s Gold,
1969), en tu pase por TVE. Embajador en Oriente Medio (The Ambassador, Cannon
Group-MGM, 1984) es una apreciable producción a
cargo de los inefables Yoram Globus (1943) y Menahem Golan (1929-2014), escrita
por Max Jack (-), e inspirada, muy libremente, en una novela de Elmore Leonard
(1925-2013), que a continuación fue adaptada por la misma compañía, con John Frankenheimer (1930-2002) de director, en 52 vive o muere (52 Pick-Up, 1985).
Unos rótulos iniciales nos ponen en antecedentes
acerca de la situación en Tierra Santa. La O. L. P.,
Organización para la Liberación de Palestina, ha jurado no reconocer el derecho a existir de Israel. Contiene una
facción radical y terrorista denominada SAIKA
(milicia terrorista hermana de Hezbolá y Hamas), con base en Siria. En Israel se
encuentran los moderados, dispuestos a entablar conversaciones con la O.L.P.,
y los que niegan dicha posibilidad. El Mossad es el cuerpo de seguridad del
estado de Israel, la única democracia asaltada y liberal de Oriente Medio, y
unos de los países más dinámicos del mundo, mal que les pese a los defensores
del totalitarismo blando. Mientras
tanto, Europa se ha convertido en una potencia normativa más que militar: o
regula o multa; por eso, no tiene capacidad para enviar a su ejército a ayudar
a reestablecer la paz y seguridad de los gazatíes, y liberar a los actuales rehenes
israelíes.
El
embajador Peter Hacker (Robert Mitchum), bien asistido por su jefe de
seguridad, Frank Stevenson (Rock Hudson), es uno de los que piensa que hay que
perseverar en el diálogo. Ambos se encuentran en el desierto con una delegación
de la O.L.P. Por
desgracia, las buenas intenciones de Hacker no parecen casar bien con los
parámetros sanguinarios de las facciones más extremistas. El encuentro se
frustra incluso antes de comenzar. Pero el de Hacker no es mero buenísmo, al
menos, en su caso, sino la sincera exposición, política y física (puesto que
también se expone personalmente), de quien cree poder ser útil facilitando un acercamiento.
La realidad golpeará al embajador en forma de un ataque indiscriminado al final
de la película, pero también en forma de una imprevista esperanza en el ser
humano. O hilando más fino, en algunos seres que no han dejado de ser humanos.
Antes de
que esto suceda, y complete uno de los círculos dantescos –en el buen sentido- de
su experiencia vital, Peter declara ante Frank, mientras aguardan la llegada de
los enlaces árabes en pleno desierto de Judea, que creo que la paz solo llegará a estas tierras cuando todas las personas
de buena voluntad se sienten a razonar juntas. A lo que Frank contesta, con
mayor conocimiento de causa, que su
inocencia sería estimulante si no fuera tan peligrosa. El vadeo de todo
caudal embravecido nos hace madurar, no solo en edad. Es aquel un territorio
regado por el odio, y a todos nos gustaría decir que reconciliable. Tenemos
entonces, como portavoces de toda una comunidad y del deseo global, a dos
personajes en la encrucijada de la historia, encarnados por dos sólidos
actores.
Movido por
la buena voluntad que el mismo propugna, Peter insiste en el acercamiento. No puede usted regirse por una lógica
simplista, le recomienda, así mismo, el Ministro de Defensa de Israel,
Eretz (Donald Pleasence, otro estupendo actor de soporte).
Pero por si
toda esta presión no fuera suficiente, resulta que la esposa del embajador,
Alex Douglas (Ellen Burstyn), se entiende
con el anticuario Mustafá Hashimi (Fabio Testi). Y una de las veces lo hace
cuando su marido se halla, precisamente, en el antedicho encuentro en el
desierto.
En
realidad, Mustafá pertenece a la O.L.P.,
pero como el propio embajador comprobará, no está cerrado a un entendimiento,
ese dar un paso adelante que necesita
la nación en su conjunto. Sin embargo, Mustafá no sabe quién es Alex en un
principio. Desconoce la identidad de su amante. El Mossad, que sí la sabe, la
tiene bajo vigilancia y ha filmado pruebas de esta infidelidad tan inconveniente,
a nivel personal y político. Porque alguien ajeno al personal de seguridad se
las ha apañado para sacar una copia de los amantes infieles, y se la ha proporcionado a unos chantajistas. La labor de
Peter parece quedar comprometida, salvo por la responsable ayuda de Frank. Pese
a todo, este matrimonio en dificultades tiene la suficiente hechura como para
seguir respetándose e intentar salir del trance.
La
narración culmina con la reunión en las ruinas romanas de Antipatro, orquestada
por Hacker y Hashani. El encuentro semi clandestino acaba, como no es difícil
imaginar y ya he anticipado, como el rosario
de la aurora. Los extremistas árabes acaban con toda perspectiva de
optimismo, en forma de vidas humanas, tanto árabes como israelíes. Como suelen
hacer y siguen haciendo. Las buenas intenciones solo parecen servir para seguir
empedrando los caminos más tortuosos. No
hay esperanza, se lamenta Peter, consciente de lo que no sabía al principio,
pero debía intentar.
Filmada en
escenarios reales, Embajador en Oriente
Medio es un relato de acción e intriga (política, pero intriga al fin y al
cabo). Desgraciadamente muy real. La acción la puntea la música de Dov Seltzer
(1932). En cuanto a la realización, resulta correcta. A veces incluso inspirada,
como atestiguan las imágenes de Peter en el interior de un antiguo cine abandonado,
donde le es mostrada la grabación comprometedora de su esposa. La tensión
personal es reflejo de la social, y viceversa.
La fotografía
la puso el polaco Adam Greenberg (1937), el mismo de Terminator (íd., James Cameron, 1984) y Ghost (íd., Jerry Zucker,
1990). Embajador en Oriente Medio se
inserta en la línea de otros títulos apreciables, y generalmente detestados por
los afines a la sinrazón vocinglera, tales como El árabe (The Next Man,
Richard C. Sarafian, 1976), La chica del
tambor (Little Drummer Girl, George Roy Hill, 1984), que está mejor de lo que
recordaba, o la serie La hermandad de la
rosa (Brotherhood of the Rose,
Marvin J. Chomsky, 1989), también protagonizada por Robert Mitchum (1917-1997).
Olvídense de los comentarios plastas y sobadamente antisemitas que jalonan
muchas de las informaciones respecto a estas películas. Es un consejo.
Consejo que
les traslado a la siguiente propuesta. Amanecer
rojo (Red Dawn, Metro
Goldwyn Mayer, 1984). Película masacrada por el
sectarismo crítico, pero que en sí misma es un ejercicio cinematográfico formidable.
John Milius (1944), excelente guionista, venía de dirigir Dillinger (íd., AIP,
1973), El viento y el león (The Wind and the Lion, Columbia
Pictures, 1975), El gran miércoles (Big
Wednesday, Warner Bros.,
1978) y Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 20th.
Century Fox, 1982). Todas ellas excelentes
películas. De un notabilísimo nivel. Como lo seguirían siendo Adiós al rey (Farewell to the King, Orion,
1988; estrenada al año siguiente) y El
vuelo del Intruder (Flight of the
Intruder, Paramount Pictures,
1991). Entre sus créditos como guionista figuran Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, Sydney Pollack, 1972), Apocalypse Now (íd., Francis Ford Coppola, 1979) y Traición sin límites (Extreme
Prejudice, Walter Hill, 1987). Sin olvidar
el planteamiento de 1941 (íd.,
Steven Spielberg, 1979).
Una cita de
Franklin Delano Roosevelt (1882-1945) da la bienvenida a los espectadores a
Calumet (Colorado, EEUU),
población anclada en la historia de sus fundadores. Y nos da cuenta de a lo que
se van a tener que enfrentar los protagonistas: un mundo en descomposición. En
efecto, antes de los títulos de crédito iniciales, se nos ha puesto en
antecedentes por medio de unos rótulos, de la situación mundial. Hay que
aclarar que la película entronca con lo que llamamos narraciones distópicas. Es
decir, las que muestran una realidad o futuro alternativo, siempre plausible. EEUU
se encuentra aislado políticamente, la ONU
ha desaparecido por servir de muy poco (profético), la hambruna asola la Unión
Soviética, y en Alemania gobiernan los Verdes. Amanecer rojo es, en efecto, una distopía, aunque no tan lejana
como podía parecer (que se lo digan a los ucranianos o a los que sufren privación
de libertad por defender la misma). Se juega, en cualquier caso, con esta otra
probabilidad, surgida en una década de tremendos logros técnicos y creativos, y
no menores miedos a una inminente Tercera Guerra Nuclear. Ya saben, el conocido
recurso de “qué habría pasado si Hitler (1889-1945) hubiera ganado la guerra”.
No está lejos John Milius de Philip K. Dick
(1928-1982).
Tampoco es
baladí que la primera víctima de este visceral ataque en suelo norteamericano sea
la enseñanza, en la figura del profesor Teasdale (Frank McRae). Comandadas por
el coronel cubano Ernesto Bella (Ron O’Neal) y el soviético Bratchenko (Vladek
Sheybal), las tropas invasoras atacan sin aviso previo (otro Día de la Infamia u 11-S). La población queda en estado de sitio. Un lugar donde no
faltan los colaboracionistas e infiltrados. Pero sin pasarse, Bella es
perfectamente consciente, respecto a la población sometida, de la necesidad de ganar sus corazones y sus mentes.
Comunismo en estado puro.
Forzados a
huir a las montañas, un grupo de chavales estudiantes que parece haber tenido
mejor suerte, se refugia en los entresijos del Bosque Nacional de Arapaho. Ellos
son Jed Eckert (Patrick Swayze) y su hermano Matt (Charlie Sheen), Daryl (Darren
Dalton), hijo del alcalde; Robert Morris (C. Thomas Howell) y Dani Mondragón (Brad
Savage), el más joven. Al grupo se sumarán las nietas del matrimonio Mason (Ben
Johnson y Lois Kimbrell), Toni (Jennifer Grey) y Erika (Lea Thompson). A las
rencillas propias de una situación límite habrán de oponerse el compañerismo a
ultranza y el liderazgo asumido. Los chicos aprenderán a cazar, a organizarse,
y también a enterrar. De un puñado de
niños asustados, en palabras de Jed, pasarán a emplear la estrategia y el
camuflaje. Incomunicados al principio (la radio ha recibido un disparo),
suplirán esta carencia con un aparato nuevo, que les proporciona el señor
Mason, y más tarde, con las noticias recientes y una recapitulación de los
hechos por parte del coronel Andrew Andy
Tanner (Powers Boothe), un piloto derribado. El grupo se autodenomina los wolverines (nombre de un animalito: el
glotón o carcayú, que además es el del equipo local de baseball), con lo que se
incrementa el sentido de pertenencia que les ha sido arrebatado.
Las
incursiones de los wolverines me
recuerdan a las de los hombres del S.A.S. Así
mismo, la narración muestra algunas concomitancias con El señor de las moscas (Lord
of the Flies, 1954; Alianza Editorial, 2010),
de William Golding (1911-1993). De todo ello hay en un guion prístino y
primordial, obra del propio Milius, junto al futuro realizador Kevin Reynolds
(1952). Uno de sus mejores hallazgos es la roca que sirve de cenotafio, un
espacio para recordar a los familiares fallecidos, cuyos nombres se van
grabando (al punto de que Jed acabará esculpiendo el suyo y el de su hermano,
en previsión de lo que pueda pasar: desean ser recordados). En la franja de
enero, pues los meses se suceden a lo largo de la narración, desde febrero
hasta el final de la guerra, uno de los paisajes que sirven de transición parece
salido de los pinceles de Caspar David Friedrich (1774-1840).
No todo EEUU
ha sido ocupado, existe la llamada América Libre, una zona relativamente segura,
pero como sucedía con el infame Muro de Berlín (1961-1989), cuya caída inicia
la reconversión del comunismo a otros afluentes ideológicos, a ver quién es el guapo que la alcanza.
Una
circunstancia que, según esa crítica sectaria a la que antes hacía alusión, solo
se podía representar en época remota, como la de Conan, el bárbaro. Pero no en la actualidad o presente histórico. No
es vano, comenta el piloto Andrew en determinado momento que la semana que viene lucharemos con espadas.
Recalcando más tarde que la situación parece
la época medieval.
Supongo que
lo que les fastidiaba a estos críticos es el hecho de que la unión individual
hace la fuerza. Algo que nunca han comprendido los adictos al colectivo. Las
invasiones no son únicamente físicas ahora (que las hay), pero sean de
enfrentamiento directo o de guerrilla ideológica y terrorismo selectivo, lo
inquietante es que siempre comienzan por lo político. La materialización de
esta ideología la ubica John Milius en los campos de concentración donde los
invasores mantienen a los familiares de nuestros protagonistas. Los llaman
“capos de reeducación”. Conversos a la fuerza, el espacio es el de un autocine.
La única promesa incumplida por los wolverines
será la de no volver a llorar.
Cruda
epopeya de supervivencia, como lo era Conan,
y hasta último envite del “cine de catástrofes”, y en cierto sentido, muchas películas
de John Milius participan de estos aspectos argumentales, Amanecer rojo enfrenta a sus inexpertos protagonistas (el “eso aquí
no puede pasar”) a la materialidad de las ideologías más totalitarias. Y lo
hace sin concesiones. Hoy en día, y por desgracia, no resulta tan profética
esta Guerra de los Mundos a pequeña escala. Por otra parte, la filmación de Milius
es espléndida.
Amanecer rojo cuenta también
con una extraordinaria partitura de Basil Poledouris (1945-2006). Qué gran
compositor era. Sin duda, una de las mejores bandas sonoras de los ochenta. Y
hubo muchas.
Noticias
que hasta hace poco nos hubieran parecido ciencia ficción, las asumimos como
cotidianas. Verbigracia, los lazos de Rusia con el separatismo español, entierros
de víctimas mientras el gobernante de su país acude a actos de entrega de
premios, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado sin efectivos, inquilinos okupas, más costes laborales y menos
productividad, intoxicaciones en el grueso de la información ofertada por los
medios afines al nuevo régimen, amenazas contra el que no se pliega al discurso
del poder, política y narcotráfico, cancelación cultural, blanqueamiento de
asesinos y sus filiales, incultura en los hemiciclos, asfixia de los sectores
primarios, criminalización de la derecha, etc. Estamos peor que nunca. La
polarización es extrema. No en vano, la historia de la humanidad está repleta de
guerras que sus contendientes no querían luchar, pero a las que se vieron
abocados.
Escrito por Javier Comino Aguilera