Es icónica
la figura de un personaje cabalgando en solitario, recortada su efigie sobre un
vasto exterior, agreste y crepuscular. Podemos tomar dicha imagen como
representación y metáfora de lo que es la vida. Se dice que solos venimos al
mundo, y que solos partimos, a pesar de la esporádica compañía. Pero eso también
se puede trasladar al resto de la existencia, por muy acompañados que creamos
estar. Cuando rendimos cuentas, lo hacemos como individuos, por nuestros
aciertos o errores. Y ningún género como el western
ha sabido retratar mejor esta realidad.
Los
personajes de Johnny Guitar (íd., Republic
Films, 1954) también se hacen acompañar de
esta soledad. Son una muestra de todos nosotros, en mayor o menor medida. La
medida del ser humano. El western es,
en ese sentido, el género cinematográfico del humanismo, de haber existido por aquellos
días. Engloba tanto el melodrama como la comedia, y otras variantes genéricas.
Johnny Guitar se basa en
una novela de Roy Chanslor (1899-1964), hasta donde yo sé, no publicada en
español, al menos de forma reciente (seguro que la editorial Valdemar, en su
colección Frontera, le acaba poniendo remedio). Fue adaptada por el perspicaz y
multi terreno Philip Yordan (1914-2003), que ofreció un guión potente, de
diálogos arrojadizos, y otros recursos dramáticos bien desplegados, que fijan la
diana no solo en el consciente de los protagonistas (las acciones y emociones que
asimilamos de manera inmediata a través de los sentidos), sino también en su
inconsciente (las vivencias y deseos reprimidos). Polos que a veces
interactúan, en el instante que llegamos a conocer lo que ocultan las personas que
nos rodean o nosotros mismos.
El
escenario principal es el local de Vienna (Joan Crawford), varado en mitad de
un entorno tan árido como el de algunas de las personas que allí habitan. No suelen
ser oriundos, casi todos han venido de algún otro sitio, en el presente o el
pasado. Y no todos despliegan la misma actitud ante la vida. Están los que se agazapan
y rigen por los dictados del grupo (o bien dictan ellos, trasmutando egoísmo
personal por justicia común), y los que desean vivir en paz, sin excesivas
dependencias y sin rendir más cuentas que a sí mismos. Lo que los convierte en
solitarios (a su pesar o no), los auténticos “forajidos” del relato. Son los
que, aun queriendo convivir en una colectividad, no se pliegan ideológica o incluso
físicamente a ella. La imagen del citado local confundido en el paisaje es por
ello doblemente magnífica, por su plasticidad y por su sentido alegórico. Además,
la llegada al emplazamiento de Johnny Guitar (Sterling Hayden) coincide con una
tormenta de arena. De este modo, la fisicidad no solo se refiere a la
interacción entre los protagonistas, sino a la naturaleza del entorno, de forma
muy acusada. Acierto del guión de Yordan es, así mismo, que la identidad del
forastero se mantenga en suspenso. No sabremos que se trata del (ex) pistolero
Johnny Logan hasta avanzada la narración.
Frente (y
no junto) a Johnny y Vienna, se sitúan, con conocimiento de causa, los poderes
fácticos compuestos por los representantes de los terratenientes y ganaderos
del lugar, el sheriff y otros
personajes. Su forma de encarar la existencia puede ser igual de altanera, pero
diametralmente opuesta. Vienna es descrita, no solo por Yordan, sino
visualmente por el realizador Nicholas Ray
(1911-1979), como una mujer independiente. Es la mejor manera de describirla.
Aun así, todos necesitamos de alguna protección eventual contra dichos poderes
fácticos y grupales. Hombres y mujeres. Vienna, que se muestra endurecida en su
trato con la gente, se hace respetar. Pero también es sensible y asequible con
quienes la corresponden. Principalmente, sus crupieres y camareros, Eddie (Paul
Fix), Sam (Robert Osterloh) y Frank (Frank Marlowe), más el cocinero Tom (John
Carradine). Grupo de independientes al que se sumará Johnny. Ella es la dueña
del local, cuanto posee lo ha ganado a pulso, como se suele decir. Y el más difícil todavía va a ser el que se le
presenta a continuación, cuando se personan en su establecimiento el líder de
los ganaderos, John McIvers (siempre sólido Ward Bond), Emma Small (Mercedes
McCambridge), portavoz de la comunidad, y el sheriff Williams (Frank Ferguson), típico pelele al servicio del
poder (cuando se rebela ya es tarde, como suele ocurrir), entre otros. Un tira y afloja de caracteres fuertes
donde el que ostenta la ley parece tener las de ganar frente a quien solo esgrime
la justicia. La resolución moral desde luego está de parte de Vienna. El
director la encuadra en este enfrentamiento entre niveles –no solo físicos- desde
una posición dominante, en la escalinata que da al segundo piso de su recinto.
Algo de lo que es perfectamente consciente Emma. Lo cierto es que Vienna está
investida de la libertad ética del que se ha labrado su porvenir.
Pero esta firmeza
no está exenta, como digo, de honestidad ante quienes la respetan, como
demuestran las palabras de su empleado Tom, al comentar ante Johnny que nunca pensé que estaría a sueldo de una
mujer, y de buen grado.
Por su
parte, Emma, que acaba de perder a su hermano en el asalto a la diligencia,
reclama una justicia refrendada más por las apariencias que por las evidencias.
Es un personaje truculento. No es el único en la esfera del western, pero sí uno de los más
notables. Y es mujer. Carcomida por la insatisfacción y el resentimiento, Emma
es portadora de cierto complejo de inferioridad respecto a Vienna. De pocos
personajes se puede decir con tanta seguridad -a favor de la actriz- que la
cara es el espejo del alma. Entre dos aguas queda el contratista e ingeniero del
ferrocarril Andrews (Rhys Williams), que respeta a Vienna, pero no acaba de
definirse en la disyuntiva, lo cual demuestra la equidistancia de los que
siempre pretenden sacar la mejor tajada
(si bien, en el montaje que ha quedado, el personaje apenas tiene relevancia).
Las iras de
Emma no solo se dirigen a Vienna, también a Kid,
apodado el danzarín (Scott Brady), tal
vez porque actuó en el local de Vienna y fue su amante. Kid es el líder de otro grupo, tan cohesionado –en puridad, tan
inestable- como los demás, conformado por una pandilla de holgazanes, que finalmente
derivarán en cuatreros sin remedio. Dicen trabajar en los restos de una mina abandonada
de plata, un aspecto argumental que tendrán en común las dos películas que hoy vamos
a comentar. Estos representantes de la vida fácil, motivo que los aleja
totalmente de Vienna y Johnny en su independencia, son el típico chulo de
barra, artero, bravucón y pendenciero, Barret Lonergan, Bart (Ernest Borgnine, que por su físico se vería forzado a interpretar
este papel en más de una ocasión), el tuberculoso Corey (Royal Dano), y la
víctima inocente que no es capaz de hallar mejores compañías, entre otras cosas
porque no las hay, el adolescente Turkey Ralston (Ben Cooper).
Es lógico
que Kid y Vienna ya no se entiendan.
Ella ha luchado por lo que tiene. Kid
lo afana, incluida a la naturaleza. Pero los minerales arrancados al esqueleto
de la mina no serán óbice para que perpetre el robo al banco del pueblo, con la
excusa de haber sido forzado a “cambiar de aires” por McIvers y el sheriff Williams. En este torbellino, Vienna
no desea perjudicar a nadie (mucho menos matar a alguien), o que Johnny lo haga.
Tan solo ansía que la dejen en paz con su negocio.
La suerte
de todos estos personajes depende del mencionado ferrocarril. La expansión hacia
el oeste procuraba grandes oportunidades, que como de costumbre, tratan de
acapararse. En el pueblo se es muy consciente de este próspero horizonte. De
ahí que algunos se hayan atribuido el mérito de haber llegado los primeros. Estos
asentadores y colonos no desean compartir con nadie ajeno a su grupo dicha
prosperidad. Los forasteros no son bienvenidos, y los que no comulgan con sus ruedas de molino, son despreciados e invitados a marcharse. La oportunidad revestida
de antipatía es demasiado golosa.
Pero no
todo se supedita a una mera cuestión económica. Subyace como causa más profunda
y real un trasfondo de insatisfacción sexual y resentimiento personal. Vienna
tiene claro que a ella no la van a echar. Cuando
llegué aquí quemé mis maletas. Pero, en un ambiente tan viciado y
polarizado, ¿en quién confiar? El dilema se nos presenta también en la
actualidad. El interior agreste se solapa con la belleza despojada de los
exteriores. Como la tensión emocional lo hace con el ritmo frenético de la
persecución tras el saqueo del banco.
A la
recuperación del dinero su suma la inquina. No es casualidad que contemplemos a
una Emma vestida de negro luterano. Ciertamente, es ropa de entierro (el de su
hermano), que viste junto al resto de sus aborregados acompañantes de caras agrias, pero el hecho es que ya
no se desprenderán de esta indumentaria en lo que queda de película. No en vano,
Emma actúa como una furibunda predicadora. Como contraste, Vienna acaba vestida
de blanco resplandeciente desde el momento en que enciende las luces de su establecimiento.
Fanatismo grupal frente a libertad individual. Esta es la esencia dramática de Johnny Guitar.
Para más
señas, el sheriff le espeta a Vienna no puedes pretender ser neutral. Es
decir, libre. Dando a entender lo de costumbre, que o se está con ellos o corre
el riesgo –muy palpable- de ser identificada con el grupo de malhechores
encabezados por Kid. La ley la juzgará, ultima Emma. Lo que
traducido a su lenguaje quiere decir que por ella y los de su cuerda (ideológica y física, pues hasta llegarán
a la ejecución por ahorcamiento). Nada más gráfico que la expresión de Emma
cuando prende fuego al local de Vienna. También destina a las llamas el vestido
blanco de la dueña. Pero la pureza, más allá de los ropajes, permanece. Como la
vileza.
En todo
resulta modélico el guión de Philip Yordan. Como ejemplo postrero está la excelente
y letal ocurrencia del caballo de uno de los perseguidos, revelando el camino
hasta el refugio secreto de los forajidos y la mina. Y el duelo en la
balconada. Un duelo femenino.
Acompañando
todo este torbellino emocional, sobresale en Johnny Guitar el valor contrapuntístico de la música, en las alegrías
y las desazones, los recuerdos del pasado y el tormentoso presente, hasta que
la muerte los separe. Victor Young (1900-1956) fue un maravilloso compositor, y
la canción principal, que ha contado con multitud de versiones, se hizo muy
popular en la interpretación original de Peggy Lee (1920-2002). La película se
estrenó además en un año crucial, en un periodo en el que los formatos
panorámicos trataban de estandarizarse para competir con la televisión. Cada
estudio ofertaba su propio sistema anamórfico y procesado del color. Y la
distribuidora independiente Republic Pictures (1935-1967), no fue ajena a estos
cambios, proponiendo el exótico trucolor,
esta vez, de la mano de Harry Stradling (1901-1970).
Producida
por Charles Brackett (1892-1969), y realizada por Henry Hathaway (1898-1985), director
impulsivo pero maravilloso, del que apenas nos acordamos, El jardín del diablo (The
Garden of Evil, Twentieth Century Fox,
1954) es una narración en continuo recorrido. Como sucede en tales casos, el
trayecto no es tan solo físico, material, sino también espiritual. Junto con Johnny Guitar, se nutre de la
versatilidad del entorno, con algún que otro espacio estático (allí el local de
Vienna, aquí un poblacho mexicano), y el itinerario interno de los
protagonistas. El jardín del diablo
fue escrita por Frank Fenton (1903-1971), en torno a un relato de Fred
Freiberger (1915-2003) y William Tunberg (1905-1988). Como curiosidad, el
primero fue el responsable en la escritura de la entrañable El monstruo de
tiempos remotos y varios capítulos de la serie Starsky y Hutch (Starsky
& Hutch, ABC,
1975-1979), entre otros buenos trabajos para la televisión.
A la
población mexicana de Puerto Miguel arriban unos forasteros. Hooker (Gary
Cooper), del que apenas sabremos que ejerció de sheriff, y que entiende el español; Fiske (Richard Widmark), un jugador
profesional, y como él mismo demuestra al final, algo poeta. No tiene reparo en autodefinirse, de todos intento sacar algo, su pasado o su oro. Y Luke Daly (Cameron
Mitchell), un joven e inexperto cazarrecompensas. En todos ellos va a
prevalecer el misterio de su pasado. Se ha estropeado el barco que los
trasladaba, con la intención de buscar
oro en California, así que los tres recalan en la cantina La favorita del citado pueblo. Allí
aparece Leah Fuller (Susan Hayward), que tiene atrapado a su marido en una
mina, a un par de días de distancia, y solicita ayuda, bien remunerada. Los
tres visitantes aceptan el encargo antes de que acabemos de saber incluso sus
nombres. La situación es apremiante.
El riesgo
mayor que van a correr estos rescatadores, es que el lugar al que se dirigen se
encuentra en pleno territorio apache. Este cuenta con la referida mina, según
dice Leah, descubierta gracias al mapa cedido por un anciano sacerdote. Además,
el grupo es la suma de sus individualidades. Entonces, [ustedes] no se
conocen, advierte Leah en la cantina, antes de partir. No hay tiempo para
excesivos miramientos, es imperioso conseguir ayuda. A los forasteros de suma el
lugareño Vicente Madariaga (Víctor Manuel Mendoza). Un viaje orquestado por el
destino, es decir, por la mezcla del determinismo y el libre albedrío al que
somos sometidos, con escalas materiales y anímicas imprevistas.
Con la
resuelta Leah asistimos a otro personaje femenino fuerte e independiente. Ella no se cansa nunca, comenta Fiske.
Sabe lo que quiere y cómo defenderlo, es decidida. Por ejemplo, desbarata las
señales que Vicente va dejando a lo largo del camino. A Daly pronto lo pone en su sitio. Y el personaje nos
depara una imagen estupenda, cuando penetra en las ruinas de una iglesia, para
inspeccionar el lugar y rendirle cierta reverencia. Es la única que lo hace.
En cuanto
al entorno físico, destaca el paso por el desfiladero, que ejerce de auténtica
frontera entre el espacio conocido y el inexplorado (con todo lo que esto
conlleva a nivel personal). Es una excelente idea separar ambos mundos por este
“puente” de contornos traicioneros, asistido por un profundo acantilado. El
resto de decorados son reales, es decir naturales, al margen de algunas
superposiciones, como las del referido acantilado. Sabiamente combinados con
los interiores en estudio. Y lo que es mejor, resultan muy sugestivos a la hora
de mostrar los efectos de un volcán que cubrió casi toda la región de negro,
salvo el campanario, una capillita y el pozo que da acceso a la mina. Un polvo
volcánico de aires marcianos, que nos recuerda el paisaje lunar de Cielo amarillo
(Yellow Sky, William Wellman, 1948). Lo llaman El
jardín del diablo.
No es un
mal grupo el que parte en ayuda del marido de Leah, John Fuller (Hugh Marlowe),
pero el envilecimiento es una amenaza más imperiosa que la de la de las tribus
cercanas. Es lo que ocurre cuando aparece algo que pone a prueba la humanidad
misma, aunque esta atracción fatal forme parte de la misma. En muchos westerns se da rienda suelta a dicha naturaleza,
hasta la eclosión desbocada y paroxismo casi caricaturesco de la fiebre del oro
en la espléndida El bueno, el feo y el
malo (Il buono, il brutto, il cattivo,
Sergio Leone, 1966). Aunque no afecta a todos
en un mismo grado. La perspectiva de enriquecerse flota como una amenaza apenas
visible, intangible, al igual que el ataque de los indios. Tanto como una como
otra acabaran por materializarse. El tercio final depara la persecución de los nativos
por el desfiladero, apabullante precisamente por la preponderancia en el
montaje de los planos generales, a lo largo y ancho de todo el recorrido. El
paisaje y el humano se enlazan, sus intencionalidades se confunden -o aclaran-,
y se engrandece o empequeñece nuestro paso por este mundo, al margen de la
época que nos toca vivir. Una sensación acentuada por la composición visual en scope, y por una narración sin los
ritmos precipitados o premiosos de muchas de las producciones actuales,
supuestamente trascendentes a tenor de dicho ritmo frenético o moroso. Por el
contrario, en El jardín del diablo, la
perfección del guión y la realización encuentra los suficientes asideros en los
que apoyarse, y recovecos por donde oxigenarse. Las charlas a dos son el mejor
ejemplo de ello. Principalmente, las de Hooker y Leah. Al punto de que Fuller
también le pregunta a su esposa quién es,
después del tiempo que han pasado juntos. Justa indagación por su parte, pues Leah
ya hace tiempo que se ha encontrado a sí misma, lo que no puede decirse del
marido (aunque al final acabará asumiendo y construyendo su propio destino).
Pero no
solo es el destino el que decide quién vive o quién muere, también está el
elemento material del oro. En una continua mixtura de ambas cosas. La definición
personal ante dos polos complementarios más que opuestos, se enseñorea de este
jardín del diablo. Humanidad versus oro, integridad y veteranía versus
juventud. Cómo amalgamarlas. No importa el lugar en el que estemos. En cuanto
aparece el abuso, la civilización desaparece, como recuerdan los pocos
vestigios que no ha enterrado la lava del volcán. Un enclave espiritual y una
civilización desaparecida más. Quizá
quieran [acaparar] el oro para morir
ricos, concreta Hooker respecto a sus acompañantes. Pese a lo cual, todos nos necesitamos, añade. Más tarde
dirá a Leah que todos llevamos una cruz
(un sacrifico) a cuestas. Con lo que
no hace falta atender a más explicaciones, el pasado queda implícito, y el
futuro se recorta en lontananza, bajo un esperanzado crepúsculo.
Los
aspectos argumentales y visuales de El
jardín del diablo sobresalen aún más gracias a la fotografía de Milton
Krasner (1904-1988) en tecnicolor, con algunas aportaciones del mexicano Jorge
Stahl Jr. (1921-2003), el vestuario de William Travilla (1920-1990), a sueldo
de la Fox, y naturalmente, la música del irrepetible Bernard Herrmann (1911-1975),
en su día, editada por Varèse (Bernard Herrmann at
Fox, vol. 2, 1999).
Escrito por Javier Comino Aguilera
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