Nada mejor que dar inicio al presente artículo con unas sabias palabras del gran realizador Alexander Mackendrick (1912-1993), recogidas en su fundamental Hacer cine, manual de escritura y realización cinematográfica (On Film Making, an Introduction to the Craft of the Director, 2004; Alba Editorial, 2023). Resulta un tanto paradójico que el cine sea, por un lado, el más realista de todos los medios y que, por otro, tenga esa enorme capacidad para representar lo irreal, lo fantástico y lo onírico (Verosimilitud y suspensión voluntaria de la incredulidad).
Descubrí a François Truffaut (1932-1984), como tantos otros, a
través de su personaje de ufólogo francés en Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977), siendo un niño. Poco después
comencé a interesarme por su propio trabajo como director e incluso actor. Con
el tiempo andaba yo por la Universidad de Filosofía y Letras de Granada, en cuya
hemeroteca y videoteca, situada por aquella época en una planta baja que era lo
más parecido a unos lóbregos, aunque acogedores, sótanos peliculeros (recuerdo
que se accedía por una especie de trampilla en el suelo que daba acceso a
escalera de caracol), reposaba un material gráfico y audiovisual bastante competente,
incluso ancestral. Más tarde, yo mismo elaboraría una revista de cine para la universidad,
en la que abordar las figuras y estilos que más me interesaban, centrados principalmente
en el cine de género clásico, europeo y norteamericano, con contadísimas incursiones
en la actualidad de aquel momento (estábamos en los sosos años noventa).
Recuerdo que me dio por Ingmar Bergman (1918-2007),
pero ya se me ha pasado. En cualquier caso, lo toleraba mejor que a Godard
(1930-2022), y lo alternaba con Julien Duvivier
(1896-1967), John Frankenheimer (1930-2002) o John Ford (1894-1973), que es lo sensato. Y ya que no
me iba a dedicar al cine de una forma más directa (tampoco muchos de los que se
afanan en él lo hacen), entre otras cosas porque los libros también me reclamaban
a voces, al menos decidí divulgarlo lo mejor que pudiera. Y por cierto, que las
señales de aquel acceso a la antigua hemeroteca aún son visibles a los ojos más
atentos, pese a estar cegado desde hace décadas.
Es difícil
de explicar, cuando amas y te identificas con algo que, sin rentarte
precisamente, antepones a consideraciones que todo el mundo estimaría
preferentes. Godard acertó, justo es reconocerlo, cuando aseguró que el cine era
la realidad a veinticuatro fotogramas por segundo. Y Truffaut, al asumir que el cine no constituye una ventana al mundo,
sino un escondite; cuanto más restringido es nuestro universo, más facilidad
tenemos para resumir este mundo dentro de la pantalla. Lo complicado es elegir,
ya que todavía es más difícil rechazar lo que no se conoce y no se quiere
utilizar, que asimilar todo lo que se puede aprender (El realizador, aquel que no puede quejarse,
contenido en el volumen El placer de la
mirada [Le plaisir des yeux,
1987; Paidós, Col. La memoria del cine,
1999).
La noche americana (La nuit américaine, Les
films du Carrosse-Warner Bros., 1973) está dedicada a
dos actrices del cine mudo, significativas de su desarrollo, las hermanas Lilian
(1893-1993) y Dorothy Gish (1898-1968). En definitiva, a los cimientos de lo
que hoy es, o ha venido siendo, el séptimo arte. La película logró la codiciada estatuilla al mejor film
extranjero, y el premio BAFTA, en
sus correspondientes ediciones de 1974. Pertenece a un género muy particular y querido
por los aficionados, el del cine dentro del cine, en el que se inscriben, no de
forma pura, pues como todo género no queda exento de mixturas, títulos tan
emblemáticos como Loquilandia (Hellzapoppin, H.
C. Potter, 1941), El crepúsculo de
los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minnelli, 1952), Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen & Gene Kelly, 1952), El gran cuchillo (The Big Knife, Robert Aldrich,
1955), El desprecio (Le mépris, Jean-Luc Godard, 1963), Así empezó Hollywood (Nickleodeon, Peter Bogdanovich, 1976), Hooper, el increíble (Hooper, Hal Needham, 1978), Sois honrados bandidos (S.O.B.,
Blake Edwards, 1981), Dulce libertad (Sweet Liberty, Alan Alda, 1986), El juego de Hollywood (The Player, Robert Altman, 1992), Ed Wood
(íd., Tim Burton, 1994), o Cómo conquistar
Hollywood (Get Shorty, BarrySonnenfeld, 1995), por citar unos cuantos, y muy relevantes, limitados al
ámbito cinematográfico y no al teatral.
El equipo
técnico y artístico de “A propósito de Pamela”, que es la película que está
filmando, posee su base de operaciones en el Hotel Atlantic. Ellos son Ferrand,
el director (François Truffaut), Bernard (Bernard Menez), decorador y encargado
del utillaje; el productor Bertrand (Jean Champion), el director de fotografía
y operador (unificando ambos roles, pues no son la misma cosa), Walter (Walter
Bal); la maquilladora Odile (Nike Arrighi), a quienes todos se confían; la
imprescindible y avispada Joëlle (Nathalie Baye), ayudante de dirección; el asistente
del realizador, Jean-François (Jean François Stévenin), un foto-fija (Pierre
Zucca), un regidor (Gaston Joly) ¡y su esposa! (Zénaïde Rossi); hasta un
especialista inglés (Marc Boyle) para la escena en que un coche se despeña al
más puro estilo, refrendado por el montaje hacia adelante y atrás, del mítico La segunda oportunidad (RTVE,
1978-1979), puesto en marcha por Paco Costas (1931-2018) y Alain Petit (1944),
otro de esos recuerdos imborrables de la infancia. Y no menos importante, el
joven e impulsivo Alphonse (Jean-Pierre Léaud), uno de los actores principales
de la trama, y su esquiva novia Liliane (Dani), que gracias a Alphonse ha
encontrado trabajo como scrip (responsable
de la continuidad argumental y visual, pendiente de evitar los errores de raccord, esto es, el adecuado
encadenamiento entre los planos que van consecutivos). Como Liliane no está por
la labor, casi todo el peso de esta tarea recae en Joëlle.
Los entre bastidores se convierten en el
embrión de un relato que junta modos, usos y costumbres en la elaboración de
una película. En este caso, el típico dramón con ramificaciones trágicas, tan
caro al cine francés. De este modo, asistimos tanto a los entresijos del rodaje
como a las relaciones que se dan entre el citado equipo técnico y artístico,
muy bien dosificadas por François Truffaut, según el caso. Desde una actriz que
ha ocultado cierto inconveniente, Stacey (Alexandra Stewart), a la naturaleza personal
de su compañero de reparto Alexander (Jean-Pierre Aumont). La interacción del
cine con la vida real se convierte, como antes señalaba, en el motor de una
ficción que a veces avanza y otras se gripa. Incluida la gestante vida
cinematográfica de un chaval (Christophe Vesque). Esta doble vertiente se materializa
al auténtico espectador aficionado al cine, posicionado en una butaca lejos del
mero concurrente de películas (ya he incidido en otras ocasiones en el hecho de
que ver películas y ver cine son dos cosas totalmente distintas, aunque la una pueda
conducir a la otra). Lo que, además, nos lleva a descubrir y asumir la
fragilidad emocional de los actores. Su necesidad de sentirse pletóricos o
melancólicos, antes de actuar y proceder bien con su trabajo, de una forma más
incisiva que con cualquier otro profesional.
Truffaut
convierte el arquetípico argumento de la ficción en un fascinante recorrido,
sin caer en el manual. Emplea la cámara en mano o los planos secuencia cuando
es preciso, mostrándolos al espectador. Decisiones de puesta en escena (es
decir, sobre dónde colocar la cámara y qué exponer ante ella), evidencian la
personalidad de un cineasta que no está al servicio de la pleitesía digital,
sino del lenguaje cinematográfico y sus herramientas (que pueden servirse de lo
digital, siempre que este no sustituya o tiranice dicho lenguaje). También se
atiende a la importancia de los decorados, en los cuales han de interactuar los
actores. Las proyecciones del metraje filmado y la posterior labor de edición;
allí donde se concreta por vez primera el arduo trabajo, antes del procesado
final, con la inclusión de la banda sonora en París. Aquí la música baila una
pieza diegética y extradiegética, en las versadas y románticas manos,
eminentemente emocionales, del excelso Georges Delerue (1925-1992). Delerue
ganó al fin el OSCAR en
1980 por su trabajo, de corte íntimo y clasicista, en Un pequeño romance (A Little
Romance, George Roy Hill, 1979). Y siguió
alegrándonos la vida con bandas sonoras insustituibles, totalmente personales
(aspecto al que me volveré a referir al término de este artículo).
Otros carices
son contemplados por el alter ego de
Truffaut (¡o de Ferrand!). El encasillamiento de los actores adultos, Alexander
y Séverine (Valentina Cortese), las incertidumbres de la joven actriz inglesa
en alza, Julie Baker (Jacqueline Bisset), casada con un médico mayor que ella
(David Markham), como demostración de esa necesidad de equilibrio entre el reconocimiento
externo y la estabilidad interior. Todos atentos a un clima donde sobrevienen
días buenos y malos. Como ejemplifica la imposibilidad de Séverine para
desarrollar una escena seguida, completando una toma. En el caso de la madura
actriz, el bache parece superado, según se infiere del resto de la filmación.
De nuevo
Mackendrick. Si hay una diferencia
[del teatro] con el cine, es que en este
lo no dicho se vuelve dramáticamente explícito gracias a la gramática
cinematográfica: mediante movimientos de la cámara, tamaños de plano e
iluminación atmosférica (El director y el actor, op. cit.).
La
esporádica voz en off de Ferrand resulta
precisa, y puntúa determinadas sensaciones y acontecimientos, útiles al
espectador. Los problemas personales ya
no cuentan, el cine ha vencido. Es decir, que Truffaut nos recuerda que, al
socaire de la política cahierista,
cada obra posee una personalidad propia, buena o mala, y que esta puede
sobrepasar o decepcionar las ambiciones de su autor. También es verdad que,
para lo que un director puede considerarse un fracaso, para la mayoría del
público, o un puñado de personas ajenas al proceso de producción, puede
significar un logro, incluso una conexión personal. Sin que se pueda determinar
qué mirada ha de prevalecer (son muchos los cineastas que han renegado de una
obra notable por motivos estrictamente personalistas). Tales son los andamiajes
del cine. Como ese jarrón de hotel que, de forma involuntaria, pasa a formar
parte de la propia puesta en escena de una película, incidiendo en el
imprevisto azar. En palabras de Ferrán, si
no confiáramos en la suerte nos dedicaríamos a otra cosa.
El título
de La noche americana responde al
procedimiento según el cual, se puede filmar de día aparentando que es de
noche, con los debidos filtros en la cámara. Apariencia de verosimilitud que se
suma a la gramática del montaje hitchcockiano,
en la partición del plano, como ocurre con la imagen fraccionada sobre la cama
vacía de July. Lo cual denota sorpresa y angustia en quienes advierten la
ausencia de la actriz. Tampoco se olvida Truffaut de su sentido homenaje a la
urdimbre de cualquier relato, en la figura de los efectos especiales, como son la
creación de distintos sonidos o de la nieve. Y una reivindicación al cine hecho
en los estudios cinematográficos. Ahora
se abandonan los estudios, las películas se hacen en la calle, sin estrellas y
sin guión, comenta Ferrand. Merece la pena que nos detengamos en este
aspecto. Ferrand-Truffaut es consciente de que, sin la deuda que tenemos todos
los que amamos el cine como una realidad alternativa superior a la real, por
vía del legado clásico, ninguno, incluidos los espectadores, estaríamos donde
estamos. En este sentido, Ferrand se sabe al sentado al borde del final de una
época. A la que por suerte se puede regresar, por medio de todos los
testimonios heredados y debidamente conservados.
François Truffaut
aupó como articulista y ensayista el cine de autor, por el que se ponían de
relieve una serie de características individuales que no eran tenidas en
cuenta, a la hora de abordar la crítica cinematográfica, con contadas
excepciones. Ello presentaba el peligro potencial de enfrentar el talento de un
director a las demás circunstancias (generalmente adscritas a un estudio), en
la elaboración de una pieza cinematográfica, como si estas, que son
precisamente las que reivindica Truffaut en su película, bajo la atenta mirada
del director, carecieran de valor, o solo pudiera sobresalir el talento fuera
del ámbito de la producción cinematográfica clásica. Era una deriva peligrosa
pero que se produjo.
Truffaut
escapó a este desvío -o desvarío-, anticipando las trampas y el reduccionismo
que tales parámetros suponían. La corriente dio sus frutos, y no fue
despreciable su razón de ser en aquella época, aunque bajo cierta pátina
aleatoria, dejó fuera a muchos realizadores de valía, ajenos a la bendición de los
críticos franceses. Ahora sabemos que el cine es mucho más amplio, y que
depende, como se expone en La noche
americana, de multitud de idiosincrasias encaminadas a un fin común. La
figura del artesano, injusta por definición, ha quedado sobreseída. Pero es que
no todo el mundo posee la personalidad en el mismo sitio. Se puede ser autor
dentro del sistema de estudios, siempre que se tenga una personalidad
cinematográfica que ofrecer. O guionista, decorador y fotógrafo. Unos serán más
versátiles que otros; hasta un mismo realizador / personalidad puede mostrar soluciones
muy distintas a lo largo de su carrera cinematográfica. No se trata
necesariamente de una evolución, puesto que ello conllevaría que los trabajos
previos son menos maduros, lo que el propio Truffaut desmiente, sino más bien de
ofrecer las singularidades que cada puesta en escena requiere. Así, el
auténtico director es fácilmente distinguible de los realizadores que carecen
de dicha personalidad, donde reside la auténtica frontera entre una buena
película y la que está de moda (no siempre distinguibles por la crítica).
En un
momento en que la realización cinematográfica está cada vez más
despersonalizada, lo cual se acrecentó a partir de la década de los noventa,
parece imperativo volver a retomar el necesario equilibrio entre lo que se
muestra y cómo nos es mostrado. Para eso solo hace falta que los nuevos realizadores
posean y desarrollen una personalidad específica, y que junto a Christopher Nolan (1970) o Denis Villeneuve (1967), tengan a los autores clásicos de la historia del cine
en su panteón de referentes, al igual que un arquitecto conoce la historia de
su disciplina desde los inicios, o un literato auténtico (es decir, alguien que
dedique tanto tiempo a leer como a escribir), conoce a quienes le precedieron.
Si consideramos que el resurgir de dicha personalidad en plena era de lo
digital es algo posible, tal vez asistamos al regreso de la política de autor,
bien entendida. De momento, no aguardo grandes cambios, por esa falta de
conocimiento de los cimientos del séptimo arte por parte de quienes ahora se
empeñan en añadir más plantas al edificio.
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