Una sugestiva
imagen, obra del alemán Karl Werner (1808-1894), de los casi inmortales Colosos
de Memnon egipcios, constituye la antesala que anuncia el arcano de la vida en
la recopilación de relatos del autor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), Descenso a
Egipto y otros relatos inquietantes (Valdemar, col. Gótica, 2023). En
traducción de Marta Lila Murillo (1968). Qué tendrán las antiguas piedras
esculpidas que bajo su semblante duradero nos reclaman esa capacidad para
asombrarnos ante el misterio, mientras nos recuerdan que solo estamos de paso.
El presente
volumen, uno más de los dedicados a la labor literaria del siempre estimulante
Blackwood, vuelve a concitar aquellos elementos enigmáticos a los que ya me he
referido en alguna otra ocasión, donde la psicología se hermana con frecuencia con
el terror, en tanto que otras lo acompaña en lontananza, allí donde la
intuición puede acabar convertida en certeza, y las impresiones resultan más
sentidas que observadas. Algernon Blackwood supo trasladar al lector al lugar donde
confluyen realidad y paroxismo.
Hay quien
afirma que una conmoción física puede hacer aflorar en determinados individuos unas
posibilidades de la mente hasta entonces latentes, cualidades que habían
permanecido ignoradas por su portador. También esto puede ocurrir al entrar en
contacto con determinados objetos y lugares, por ejemplo, en forma de un legado
inesperado. De este modo, en El país del
jengibre verde (The Land of Green
Ginger), el anciano señor Adam se ha convertido en un flagrante story-teller, tras adquirir con veinte
años su herencia perdida, en un marco muy especial para un anticuario.
Así mismo,
en Los condenados (The Damned), los hermanos Bill y Frances
(Fanny), aceptan una invitación de la señora Mabel Franklyn, amiga de la
segunda, para pasar un mes en su casa solariega y campestre, llamada Las
Torres. Edificada sobre una colina de Sussex, Inglaterra. Mabel ha estado
ausente de la vida social tras la muerte de su marido, Samuel. Un rico banquero
evangelista. La viuda ha regresado tras un año de permanencia en el extranjero.
La casa cuenta con un ama de llaves, la señora Marsh. A partir de ahí, Bill se
convertirá en el atento narrador del autor. Reticente ante estas sensaciones,
porque para algunas personas suponen un salto demasiado traumático en la
compresión de la realidad; la realidad en toda su extensión. Yo deploraba, detestaba todo el asunto.
Sin embargo, ese algo inquietante, llamado a ser leído entre líneas, revoloteaba por mi mente. Como telón de
fondo, está el binomio campo-ciudad. Estar fuera de la urbe supone las más de
las veces un cambio de escenario anímico más que paisajístico. De manera harto hábil,
la alteración del carácter de las personas que habitan la casa, es percibida
con anterioridad por Bill en la progresiva desfiguración
de la propia vivienda. Ninguno de los dos
(se refiere a su hermana), podía definirlo
con exactitud. No escribí ni una sola
línea en Las Torres. Nada se
completaba allí. Abundando en ello, ¡qué
pequeña es la humanidad!, ¿por qué no existe una combinación posible y verdadera
de todas las perspectivas? En efecto, el protagonista se lamenta de nuestra
natural cortedad de miras. La presencia de una pertinaz sombra hace preguntarse
a Bill, si no es una casa encantada, ¿qué
es?
De él se
apodera una terrible tensión. La de la incertidumbre. Cuando sabes que algo
verdadero está pasando, pero no lo puedes explicar, ni siquiera concretar. Habría dado cualquier cosa por tener una
respuesta verdadera y satisfactoria. En su relación, no ya con la casa y el
ambiente que la impregna, sino con los demás habitantes, señala que entendemos en los otros solo lo que tenemos
en nosotros mismos.
Las meras
intuiciones y vagas sugestiones van cediendo paso a la verosimilitud de una
realidad extraña, al margen. Bill apunta el origen no a una, sino a varias
influencias. Tal vez poseas una
intensificación de ciertos sentidos de los que yo carezco, le dice a Fanny.
Lo cual se hace extensivo a la dueña de la casa. Precisamente, la idea motriz y
más atractiva del presente relato, es la presencia de una figura humana que
actúa como vórtice, puerta de acceso o punto de encuentro hacia otros seres y
entidades. El mismo sustrato que se exponía en Poltergeist, fenómenos extraños (Poltergeist, Tobe Hooper, 1982), pero dejando al lado la vistosidad de la fenomenología. Focalizando
la apreciación paranormal en uno de los congregados (allí, una niña). De este
modo, la narrativa queda envuelta en un velo de misterio y apreciaciones que,
no obstante, conducen a un desenlace tanto físico como psíquico. El terror de Mabel ha revivido a los otros.
Todos se congregan en dirección a esta
pequeña luz, buscando una salida. De alguna manera, muchos de nosotros dejamos
huella, en forma de pensamientos y actitudes, impregnaciones positivas o
negativas, creencias religiosas, etc.
Este
enfrentamiento abrupto con lo desconocido, evidenciado en primer lugar por una
distorsión de la psique, es sustrato común en todos estos relatos. Así, un escocés
soltero de mediana edad que se siente atraído por la figura de una escurridiza
joven en las distintas recepciones sociales a las que asiste, se verá inducido
al suicidio de forma casi determinista, en Una
soga de tres cuerdas (A Threfold Cord). La experiencia de Malcolm Mc Quitie, tal
como la relató, no parecía ninguna farsa, ni obra de su imaginación, ni un
espejismo.
A continuación, conocemos a Binonitz, un paciente especial del doctor Plitzinger
(de nuevo la mente como antesala de la alteración física), que forma parte de
un grupo de viajeros rusos que están de visita curativa en Egipto. Tales son
los prolegómenos de Las alas de Horus
(The Wings of Horus), narración que
forma parte de ese cúmulo de relatos, dentro y fuera de su autor, que podemos
considerar desconcertantes por pesadillescos, en los que la aprensión trata de
hacerse corporeidad, quedándose siempre en un umbral desvanecido. Cuentos indefinibles,
más que indefinidos, y hasta cierto punto extravagantes. Inefables, aunque las
palabras no falten o a veces acudan a borbotones. Es poner negro sobre blanco una
experiencia difícil de transmitir si no se ha vivido en primera persona. En
este caso, el reflejo de un desdoblamiento. Pero, además, en determinada
escena, Algernon Blackwood nos invita a contemplar la vida como una fiesta de
disfraces, equiparable a un baile de máscaras donde un hombre puede mimetizarse
con un pájaro. Porque este tipo de relatos buscan más la representación de una
atmósfera y estado de consciencia angustiosos, que la concreción de una
narrativa de más cercana identificación para el lector.
Descenso a Egipto (Descent to Egypt) es la narración que da
nombre a la compilación. Podemos considerarla una nouvelle, pues se trata de la exposición más larga de las contenidas
en este volumen, buen ejemplo de relato de corte psicológico: del narrador que
trata de entender a sus apesadumbrados y crípticos amigos, hasta cierto punto
cautivos del hechizo de una tierra tan milenaria como la que bañan las aguas
del Nilo. George Isley trababa de
encontrarse a sí mismo. En estos momentos no tiene un hogar fijo, pero sí
un imperioso afán de aventura. Hasta que se siente atraído por un anhelo
interior, y no solo exterior (el conocer otras tierras), al constatar la
posibilidad de haber dispuesto de otras vidas en el pasado. Una vida anterior que no encontraba alivio
ni descanso en las cosas modernas. Es decir, un desubicado buscador. Atento
a señales externas y visibles de este
viaje interior y espiritual. La andanza es, por lo tanto, doble (externa e
interna), pero siempre íntima y reservada. Nunca de un modo contrapuesto, sino
complementario. Salvo para las personas que lo perciben desde fuera, los no
iniciados. Aun así, es cierto que parece haber espacios más proclives a esta
deriva de aventura. El Egipto antiguo
yace a la espera (…) aunque esté muerto, sigue sorprendentemente
vivo. Por mucho que las fachadas parezcan inertes y remotas, aún palpitan. En aquel desierto había una seducción de
potencia inusitada. El desierto es contemplado como un ente vivo. Egipto observaba y escuchaba. Descenso a Egipto es, de esta manera, una
narración tan sugestiva en su forma como desasosegante en el fondo. Repleta de
frases estupendas, cargadas de significado. Microrelatos en sí mismos. La maquinaria mental de la medida del tiempo
sufrió una dislocación. George debatía
sobre la posibilidad de que los signos zodiacales fueran alguna clase de
inteligencia celestial. La atmósfera
de esta tierra majestuosa, hoy tan frívola, ayer tan inmensa, provocaba una
elevación del horizonte espiritual, que revelaba posibilidades asombrosas.
Podemos
referirnos a tres vértices en este relato dolorosamente iniciático. El primero
es la cita a Akenatón (1372-1336 a. C.),
y todo lo que le sobrevuela. No es la única. La Era de Acuario se avecina (ya
estamos padeciendo su frialdad técnica). Y el Kybalion (The Kybalion,
1908). Lo que es arriba es abajo. Segundo. El aislamiento general de quien
accede a este conocimiento particular, estrictamente personal. El narrador, curiosamente
sin nombre, y sus amigos George Isley y Moleson, habían revivido un poder que los arrastraba hacia atrás. No es un
regreso al terror de lo ancestral, sino a la fascinación del pasado histórico y
privativo, hasta sus más exhaustivas consecuencias. Esto es, a nuestras vidas
anteriores. La regresión no es entonces una experiencia estrictamente terrorífica,
aunque infunda el miedo lógico a lo desconocido, sino algo anhelado. Un
escindirse del presente. Pasar a otro
lugar involucra a la traslación, no a la extinción. Estos símbolos medio en ruinas están en contacto con aquello que fue.
¿Dónde radica entonces el peligro? En que el
alma adopta las cualidades de la deidad que venera. Algo bueno o malo,
según se mire, y sea la deidad. Lo más parecido a una distorsionada realidad
virtual. Una carcasa física sin deseo espiritual, a eso pueden quedar reducidos
Moleson e Isley, una vez han decidido que sus almas vivan en el pasado, en la
tierra de los ancestros que fueron ellos mismos. A fin de cuentas, ¿qué son
presente y pasado, sino una simultaneidad cuántica?
Ítem más. Los
átomos de los que estamos compuestos, ¿pueden reaccionar mal ante los de otra
persona, como si sufrieran una aversión, física en este caso? Interesante
premisa que articula Química (Chemical). ¿Son la repulsión y la
atracción un mero asunto de química corporal? El joven Jim se hace estas mismas
preguntas, al tiempo que efectúa una serie de indagaciones en el Museo
Británico, en nombre de un escritor para el que busca cierta documentación,
mientras se aloja en la pensión de la señora Smith. Con un abordaje novedoso,
fundado en la original plasmación de la relación entre el protagonista de los
hechos y el narrador de los mismos, amigo del primero, se logra hacer más
interesante un planteamiento que ha sido abordado en multitud de ocasiones: la
presencia fantasmal que, al parecer, solo uno de los personajes advierte. Y subrayo
al parecer, porque a lo mejor los otros se han decantado por el silencio…
Un nuevo
espacio que aloja lo inusitado, convirtiéndose en refugio de prácticas ocultistas,
lo encontramos en El caso Pikestaffe
(The Pikestaffe Case). Helena Speke posee
una exclusiva casa de huéspedes. Acoge al profesor de matemáticas –y algo más-
John Thorley. En tan reducido contorno se desarrolla la amplitud de
conocimiento hermético y cósmico de un universo paralelo, reflejado en un
espejo, superficie siempre sugerente. Una dimensión a la cual se ha trasladado
Thorley en compañía de su aventajado alumno Gerald Pikestaffe. A los dos se los
da por desaparecidos.
Finalmente,
Juego de pelota (Playing Catch), es lo más parecido a la descripción de un viaje
astral filosófico. No se trataba de una
alucinación en la que estas facultades quedan en suspensión. Era un fenómeno honesto y genuino,
declara sir Anthony, uno de los
intervinientes. La pelota que indica el título es equiparada con la luna.
Para la
práctica mentalista, todo es mente. Visible e invisible. Esto ya lo sabía
Algernon Blackwood. Uno de esos escasos autores de género esotérico que sabía
de lo que estaba hablando.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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