Me hace
gracia cuando leo o alguien me dice que una película ha envejecido. Precisamente,
lo que quiero y valoro del cine que llamamos clásico es el disfrute de otro
tipo de diálogos, ropa, peinados, vehículos, colores, texturas, música (por lo
general mejor que la presente), y, por qué no, efectos especiales. La
conclusión es que las personas que les digan semejante cosa no aman el cine.
Debía tener
yo unos once años cuando un buen amigo de la familia, que era abogado y
militar, invitó a mi familia a su piso y nos dio a los más peques dos títulos
para distraernos con el video. El primero era Como el perro y el gato (Cane
e gatto, Bruno Corbucci, 1982), con el siempre grato Bud Spencer
(1929-2016) –a ver si un día le dedico el artículo que merece-. El segundo
video alquilado fue Terremoto (Earthquake, Universal,
1974). Yo me emperré en comenzar por este último, porque me llamaba la atención,
y porque sabía que, si comenzábamos por la película infantil, no nos dejarían luego
acabar la de catástrofes. Lo que al revés no sucedería, pues cortarle a un niño
una película de Bud Spencer es un pecado nada venial, más bien vesánico. Así
que me salí con la mía, mientras los adultos seguían hablando de sus cosas. Me
gustó mucho la película de Mark Robson (1913-1978).
Con el tiempo, llegué a valorar otras obras suyas como La isla de la muerte (Isle of
the Dead, RKO Films,
1945), la excelente Más dura será la
caída (The Harder They Fall, Columbia
Pictures, 1956), Vidas borrascosas (Peyton Place, Twentieth
Century Fox, 1957) o El premio (The Prize, Metro-Goldwyn-Mayer,
1963), que también me trae gratos recuerdos. Su última filmación, estrenada
póstumamente, fue la entretenida El tren
de los espías (Avalanche Express,
Twentieth Century Fox, 1979),
aún bajo el hálito del cine de catástrofes, y con otro de los actores con los
que nos reencontraremos más tarde, Robert Shaw (1927-1978), igualmente
desaparecido antes del estreno.
Que estamos
de paso es de todos bien sabido. Ya depende de las zancadas o pasos cortos que
demos. Somos custodios del planeta, pero no nos pertenece. Y aunque no deseo
ponerme trascendental, hay buenas películas que nos recuerdan que nuestra
existencia no es para tanto, o al menos, que eso de portarse bien o mal sí que trae
consecuencias, si no en este plano, posiblemente en otros. Y ya que estamos en
las alturas, un plano aéreo sobrevuela la ciudad de Los Ángeles (EEUU)
hasta llegar a la presa de Hollywood, al inicio de Terremoto. El escenario tendrá su relevancia en la trama, porque
son los lugares por los que habitualmente transitamos, nuestra cotidianidad, lo
que se va a ver alterado. Me llama la atención lo bien que continúa estando la
película, habida cuenta de que hacía bastantes años que no la veía. Me refiero
en cuanto a dirección de actores y puesta en escena (la definición del bluray ayuda mucho). Máxime teniendo en
cuenta que este tipo de cine no era muy considerado por la crítica, lo que por
otra parte siempre me importó un higo
(como a Mark Robson, supongo).
Huelga
decir que uno de los principales protagonistas es, entonces, la propia ciudad,
un entorno asediado por la falla de San Andrés, con una población que se ha
acostumbrado, más o menos, a los sustos. Uno de los más morrocotudos fue el de
1989, en pleno San Francisco. En Granada (España) tampoco nos privamos de estos
tembleques o cabreos de la Tierra. Se suele decir que los edificios japoneses
han sido diseñados a prueba de seísmos. Pero Stewart Graff (Charlton Heston) se
lamenta en determinado momento de la película de que jamás debieron edificar colosos
con tantas plantas en aquella zona.
Graff es ingeniero
de edificios y un ex jugador de rugby. Está casado con Remie (Ava Gardner), la
ya madura hija de su jefe, Sam Royce (el entrañable Lorne Greene). El
matrimonio hace aguas, y más que va a
hacer, así que Stewart ha entablado relación con Denise Marshall (Genevieve
Bujold), una joven viuda con un niño pequeño, Corry (Tiger Williams).
Más allá
del entorno, los otros personajes principales, en esa característica afín al
género que supone el jugar con los destinos cruzados, son el corredor de
acrobacias en moto Miles Quade (Richard Roundtree), su amigo y socio Sal Meechy
(Gabriel Dell), y la hermana de este último, Rosa (Victoria Principal), que el
dúo pretende como reclamo para su futura gira de actuaciones. También están
Jody (Marjoe Gortner), un pre-Taxi Driver, supervisor en un supermercado de
barrio y aficionado al culturismo, que hará emerger su potestad y resentimiento
cuando lo movilicen como soldado en las calles, y la secretaria de confianza de
Sam, conocida de Denise, Barbara (sic)
(Monica Lewis). Por último, pero no menos importante, el baqueteado policía Lou
Slade (George Kennedy), que tiene el honor de contar en su currículum con
gerifaltes idiotas, para variar. Los solemos llamar superiores, no sé por qué. Casi
diría que este es el principal epicentro, el malestar que supone el roce de
unos con otros. Ya no quiero seguir
siendo policía, declara Lou, añadiendo a continuación que la gente no vale un pepino. Al fin y al
cabo, él solo persigue la justicia, en tanto la ley se empecina en perseguirle a
él.
Algo más
matizados están otros jefes, como el del geólogo Walter Russell (Kip Niven).
Pese a incurrir en delito de lesa suficiencia, pronto cambiarán las tornas para
el señor Stockle (Barry Sullivan), director del Instituto de Sismología de Los
Ángeles, y para el alcalde de la ciudad (John Randolph), provisto de una
dignidad mayor que su homónimo de la película posterior. Pese a todo, no puede
evitar exponer, con indecorosa sinceridad, que el gobernador y yo ni siquiera pertenecemos al mismo partido, en el
momento en que ha de ponerse en contacto con este. Otros personajes secundarios,
pero relevantes, son el doctor Vance (Lloyd Nolan), y Max (Scott Hylands), uno
de los vigilantes de la presa de la ciudad, atosigado por su propio ingeniero-jefe,
que pronto se pondrá de su parte (Lionel Johnston).
Confieso
que me encanta el paisaje setentero de la ciudad, aún recreado en estudio. Me
lo imagino con música de, pongo por caso, el genial Sweet Fanny Adams (1974) de la banda Sweet. Pero la música oficial es la intimista creación del maravilloso
John Williams (1932). Un no muy recordado pero estupendo trabajo, en la línea
de El Coloso en llamas (The Towering Inferno,
John Guillermin, 1974), también de ese año, o
el previo La aventura del Poseidón (The
Poseidon Adventure, Ronald Neame, 1972).
Producida
por Jennings Lang (1915-1996), Terremoto
fue escrita por el para mí desconocido George Fox (-), tal vez un seudónimo, y
por el más que conocido Mario Puzo (1920-1999), autor de El padrino (The Godfather, 1969). Ello depara, merced a la realización de Mark Robson,
momentos bien traídos. Verbigracia, la primera víctima resulta inesperada, un
técnico en un ascensor, antes del gran cataclismo. La narración también
proporciona buenas dosis de acción, como una persecución en auto. Pero el
conjunto no lo hacen únicamente los efectos, sino los actores, todos estupendos.
Y esa característica de focalizar el aspecto dramático en unas pocas pero
valiosas vidas.
Más aún. Los
planos generales resultan soberbios, privilegio de contar en el equipo con el gran
Albert Whitlock (1915-1999). Y sin alharacas folloneras, allende el sistema de
sonido sensurround. De hecho, ¿para
cuándo un libro ilustrado acerca de este versado artista, aunque sea en inglés?
Así mismo, destaca el plano del contratista Cameron (Lloyd Gough), observando
atónito por la ventana del edificio en que se encuentra, cómo la ciudad se
resquebraja. Una imagen en la que destaca la efigie esférica del emblemático
edificio de Capitol Records. Contemplando, en suma, esa fuerza telúrica que en
pocos segundos va a disolver toda estructura, no solo física, sino
organizativa.
La
inclusión de un primer temblor, más leve, pone en evidencia a Remy ante su
esposo, que se da cuenta de que las pastillas que ella ha ingerido son una
añagaza, un chantaje emocional, por llamarlo de otra manera. Tampoco es baladí
el detalle de la fila para el agua que enlaza, sin ellas saberlo, a Denise y
Remy, separadas por unos pocos metros (pero una gran distancia emocional). Lou
permitiendo la presencia de unos hare krishna en la vía pública, después de que
le hayan cortado las alas. La puerta de
la presa que deja de encajar, y en fin, la angustia en los resquicios del Hotel
Wilson Plaza, en el último segmento de la película. Todo bajo los auspicios de
una estupenda fotografía del siempre competente Philip Lathrop (1912-1995).
Y de un recuerdo
infantil a otro. Debió de ser en un pase por la televisión pública (la única que
entonces había en España), de nuestro siguiente título. Me refiero a la
resolución, sencilla y directa, hasta un punto humorística, de Pelham 1,2,3 (The Taking of Pelham 1,2,3, Palomar-United
Artist, 1974). Tan grabada se me quedó (por
su sencillez, lejos de toda espectacularidad), que durante años traté de volver
a toparme con aquella historia de la que desconocía el título (la cosas no eran
como son hoy). Un final que, como es lógico, no voy a desvelar.
Pelham 1,2,3 se
fundamenta en la novela homónima de John Godey, seudónimo de Morton Freedgood
(1913-2006), publicada en 1973 (Círculo de
Lectores, 1974). Fue adaptada por Peter Stone
(1930-2003), co-responsable de Charada
(Charade, Stanley Donen, 1963), Arabesco (Arabesque, Stanley Donen, 1966), y ya en
solitario, la sabrosa Pero, ¿quién mata a
los grandes chefs? (¿Who is Killing
the Great Chefs of Europe?, Ted Kotcheff, 1978). El conjunto contó con la fotografía
del recientemente desaparecido y magnífico Owen Roizman (1936-2023), y una vibrante
composición a cargo de David Shire (1937). Disponía de ella en una edición de
la extinta FSM, pero no
pude vencer la tentación de volver a adquirirla en la atractiva versión de Quartet
Records (QR 453).
Música excelente se mire por donde se mire, aunque en la película no luzca toda
la banda sonora.
Aquí nos
reencontramos con Walter Matthau (1920-2000), entrevisto como estoico borrachín
de bar en Terremoto, y como ya
anuncié, con Robert Shaw.
El nuevo
escenario es subterráneo, principalmente. En cualquier caso, también está
marcado por el signo de tierra, como en nuestro ejemplo anterior. Una sensación
de angustia que queda potenciada, por paradójico que parezca, gracias al formato
en cinemascope; en principio, más
afín a los espacios abiertos. El interesante realizador Joseph Sargent
(1925-2014) maneja bien la planificación. Al margen de sus estupendos trabajos
para la televisión, de los que quisiera reseñar dos adaptaciones de Willa
Cather (1873-1947) y Larry McMurtry (1936-2021), respectivamente, Mi Antonia (My Antonia, Gideon Productions - USA Network,
1995) y Las calles de Laredo (Streets of Laredo, DePasse
Entertainment, 1995), o también La noche que aterrorizó a América (The Night That Panicked America, Paramount
TV, 1975), Joseph Sargent debe ser recordado por otras atractivas
propuestas, como Colossus
(Colossus, the Forbin Project, Universal,
1970), The Man (id., Paramount,
1972), y la hagiográfica pero en absoluto desdeñable MacArthur (íd., Universal,
1977). Hasta llegar a la era del videoclub con la simpática pero inocua Pesadillas
(Nightmares, Universal,
1983), donde se diluyó y volvió a recalar en el ámbito televisivo.
En efecto,
tras autobuses, aviones, trenes, edificios y barcos, faltaba la red del metro. Otro
espacio cotidiano para la mayoría de nosotros.
Allí se dan
cita, para nada bueno, el señor Greene, un ex maquinista (Martin Balsam) cuyo
nombre real es Harold Lobman, tal y como se descubrirá al final de la película;
el líder del que se va a rebelar como un grupo de secuestradores, el señor Blue
(el siempre sólido Robert Shaw); el señor Brown (Earl Hindman) y el señor Grey
(Héctor Helizondo). Todos portadores de su respectivo mote y bigote postizo.
Producido el secuestro de uno de los vagones de la línea, en concreto, el
Pelham 1,2,3, se ponen en funcionamiento el teniente Zachary Garber (Walter
Matthau), del cuerpo de policía de transporte de Nueva York, y su compañero de
fatigas Rico Patrone (Jerry Stiller).
De momento,
sus únicos aliados son el tablero de desplazamiento para la localización de los
vigilantes de la policía de transporte, y las mesas de control de cada una de
las líneas. Podemos añadir la espinosa comunicación a través de un micrófono de
excelente diseño. Una vez liberado el conductor del tren, Denny Doyle (James
Broderick), quedan diecisiete pasajeros secuestrados, junto al revisor (Jerry
Holland). Dieciocho en total, y de esas personas a las que la mala suerte
retiene bajo las armas de la ideología, las creencias religiosas o la mera extorsión
crematística. Esto acerca Pelham 1,2,3
al terreno del policíaco, pero sin perder la esencia catastrofista (cuando el
vagón se precipita sin frenos).
Desde dicho
centro de mando, Garber va a lidiar con las exigencias de los secuestradores,
las vidas de los rehenes y la selva humana de algunos de los técnicos que le
rodean. Como el supervisor Cat Dolowicz (Tom Pedi) o el jefe de trenes Frank
Terryl (Dick O’Neill), encargado de la ejecución de la red metropolitana. El
apelativo del vagón de metro que retienen los captores, unos con antecedentes
menos tranquilizadores que otros, responde al nombre de la terminal y a su hora
de salida. Los extorsionadores reclaman a la ciudad de Nueva York un millón de
dólares (de la época), que para colmo
hay que preparar en un disminuido espacio de tiempo.
A estos
personajes se suma el guardia de seguridad James (Nathan George), que queda
retenido en el túnel del vagón, a pocos metros del mismo, y el inevitable
alcalde, Albert (Lee Wallace), un tipo griposo y pusilánime, en sí mismo, retrato
inmisericorde del nada divino oficio político. Le salva los garbanzos el eficaz y sarcástico teniente de alcalde Warren LaSalle
(Tony Roberts). Estos dos últimos personajes se diferencian de los anteriores,
policías y ladrones, por el tono de farsa que tanto guionista como director les
procuran. Más dignidad muestran el comisario Phil (Rudy Bond), el comandante de
la policía Harry Borough (interpretado por el estupendo Kenneth McMillan), y el
inspector jefe Daniels (Julius Harris), del Departamento de Operaciones
Especiales, y al que muchos recordamos por su participación en Vive y deja morir
(Live and Let Die, Guy Hamilton, 1973). Ante la profesionalidad de los
antedichos, resume el alcalde que tendré
que oír cómo me silban.
Tanto en Terremoto como en Pelham 1,2,3 destaca más la angustia que el número de fallecidos, a
diferencia de tantas exageradas piezas de acción de la catastrófica actualidad. De este modo, les vuelvo a mostrar hoy dos
ejemplos de actores y películas con los que he crecido, y espero seguir
haciéndolo. Un pico, para mí, difícil de superar. Como ese que marcan los
sismógrafos.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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