En su día,
dediqué un artículo a la autora inglesa Daphne du Maurier (1907-1989). Recalo nuevamente en ella para hacer hincapié en su
inquisitiva prosa y, como es mi costumbre en este blog, comentar una de sus
adaptaciones que cumple años. En concreto, el volumen al que me voy a referir
es No mires ahora y otros relatos,
publicado por La Biblioteca de Carfax en 2018, en traducción de Miguel Sanz
Jiménez (-).
El primero
de los relatos es el que da título a la recopilación, No mires ahora (Don’t Look
Now, todos los textos son de 1971). Se alimenta de la tradición de la
literatura gótica en un escenario que, a su vez, nos retrotrae a la hermosa
costumbre del Grand Tour Europeo
(imperdible el volumen dedicado por Taschen), en su vertiente más literaria; en
concreto, en su acepción de libros de viajes (Alejandría de Forster [1879-1970], Egipto de Flaubert [1821-1880], los viajes por España de Richard
Ford [1796-1858], y un extenso etc.) Costumbre establecida a partir del siglo XVII,
por no retrotraernos al XVI y a Andrea
Navagero (1483-1529), cuando el viaje era una aventura más romántica, calmada y
reflexiva, en lugar de una experiencia tan uniforme, mecánica y aborregada,
envuelta en un perpetuo selfie, individual
o colectivo.
En la
narración de Daphne du Maurier, destaca igualmente cierta tensión entre lo
racional y lo emocional. No en vano, ¿en qué ámbito podemos delimitar, si tal
concreción existe, el aspecto sobrenatural? ¿A lo meramente sensitivo, al
encuadre científico? Lo más sensato parece combinar ambos. En cualquier caso, al
anhelo espiritual y necesidad de sentirse confortado, se ha unido siempre el
peligroso equilibrio entre lo real y lo irreal, o expresado de otra manera, y desasiéndonos
ya de los manejos fraudulentos, entre lo visible y lo no visible.
Como en
todo, se trata de una decisión individual, casi nunca grupal, pues la
sensibilidad en este apartado tan íntimo es personal y pocas veces transferible
(ahí está la proliferación de sectas y grupos mesiánicos de todo pelaje y
condición, que brotan como setas con cada periodo cíclico convulso). La
búsqueda ha de ser, por esto mismo, lo más objetiva posible, aun partiendo de
nuestra subjetividad, como en el caso de los antiguos gnósticos, místicos y eremitas.
Hecha esta
introducción, vamos con el primero de los relatos. El homónimo. John y Laura se
hayan en Italia. El matrimonio disfruta de unos días de relativa calma tras el
desgraciado fallecimiento de su hija Christine. Existe otro hijo menor que se
haya en un internado, Johnny. El relato de Du Maurier comienza con una escena
en un restaurante en Torcello, con la contemplación de dos hermanas gemelas,
una de ellas ciega, encuentro visual y después físico que va a polarizar la
visita y la relación entre los cónyuges. Esta mirada es recíproca, del
matrimonio a las hermanas, de cierta edad, y de las hermanas al matrimonio;
además de bifocal, consciente de que la realidad no ha de ser la misma para
cada uno de los participantes. No en vano, John y Laura han comenzado la velada
inventando un jocoso juego de falsas identidades respecto a las ancianas,
viajeras como ellos.
Existe otro
aspecto narrativo definidor: conocemos a Laura a través del diálogo y a John
por sus propios pensamientos. Pero la voz narrativa es otra, la omnisciente. Si
tomamos un mayor contacto con Laura es por lo que de ella piensa su marido, por
cómo la ve. Una reciprocidad que queda en el aire, pues desconocemos las
reflexiones de la esposa, que entran a formar parte de la idea que se forje cada
lector. En lo más profundo, él no conoce completamente a ella, y seguramente al
revés. Esto no lo concierta Daphne du Maurier porque sí. Precisamente, John va
a ser el personaje que no está en sintonía con los acontecimientos, con el
talante sobrenatural que estos adquieren. De regreso a Venecia, en otro
restaurante, la hermana ciega advierte a John de que también él posee la
facultad de la videncia, como a ella misma le sucede, pero que, como tantas
personas con un don oculto, aún no ha desarrollado su potencial (potencial
individual, que puede ser puesto al servicio de los demás, pero que nunca se
circunscribe a un conjunto, vuelvo a aclarar). Las pobladas calles y los callejones
menos transitados de Venecia se convierten así en un sorpresivo y atosigante
escenario. Algo que sabrá trasladar a imágenes la película. Una Venecia, donde
transcurre el resto de la acción, desangelada no solo por la lluvia, pues esta
puede favorecer su encanto, sino por el estado de ánimo de John. Libro y
película son la descripción de dicha atmósfera interna, trasladada al exterior.
Romántica, en el sentido de ser el talante el que envuelve la contemplación del
entorno.
Cuando
Johnny, el hijo que permanece en Reino Unido, es diagnosticado de apendicitis,
el matrimonio decide regresar. Al no haber más que una plaza libre en el avión
más inmediato, es Laura la que parte, dejando a John a la expectativa, de
regreso por carretera. El desconcierto de John ante la precipitada marcha de su
esposa, y su acción abortada, pues su regreso se frustra al reconocer a Laura en
un vaporetto junto a las gemelas, constituyen un intríngulis de precisa pero
brumosa definición. Al menos, en el ámbito del realismo, pues aunque realistas
son los ropajes, la mirada que los reviste es siempre romántica (me refiero al citado
romanticismo). Más tarde, Laura dará sus propias señales de vida en Londres.
Esto coincide con la presencia en la ciudad italiana de un asesino en serie, cuya identidad es un misterio añadido.
La niña a la que John protege de un presunto agresor, resulta ser otra malformación
en la visión e interpretación de la realidad. Una fatal coincidencia entre mil,
que solo puede ser ajustada por el destino. Desgraciadamente, el más funesto. Una
mala pasada de un mal aprovechado don. La pérdida de la hija ha supuesto para
John y para Laura un cambio sustancial en la percepción visual y psíquica de
los dos, pero cada uno ha de gestionar su propio destino.
Imagen de Venecia |
La
siguiente narración es El manzano (The Apple Tree). En ella, la afanosa y
algo cargante Midge y su marido, del que no llegamos a conocer su nombre de
pila, se evitan. El matrimonio se ha precipitado en el hastío, sobre todo por
parte de él. Tras una neumonía, nuestro narrador queda viudo y jubilado. Pero
siendo esto un alivio, encuentra una tormentosa transferencia entre Midge y un
retorcido y viejo manzano. Nadie más lo ve así, pero para él la correspondencia
es casi diabólica. Incluyendo los frutos que el árbol proporciona. Así, lo que
los demás (una empleada de hogar y un jardinero, principalmente) admiran en el frutal,
fortaleza, afán de renacimiento y superación, capacidad de agradar desde la
senectud… él es incapaz de verlo, por asociarlos en cuerpo y alma con su
difunta esposa. Una vez más, la visión interna ofusca y retuerce el paisaje
externo. ¿O es que, tal vez, el narrador de estos hechos tiene razón y la
correspondencia existe? Hasta el ramaje que se cierne sobre él a modo de
reproche parece atestiguarlo. ¿Son los hechos fruto de su percepción? ¿Personificación o transmigración?
¿Proyección o simbiosis?
La capacidad
para el detalle de la pasada vida en común de estos dos personajes es la
cotidiana pero inquieta baza de Du Maurier, como destellos que regresan a la
mente del protagonista. Ir hacia lo que
le gustaba con su propio tiempo. De hecho, la autora parece relacionarse
mejor con la psicología masculina en todos estos relatos. Su voz narrativa se
corresponde con sus interioridades. Salvando un final algo previsible y
rebuscado, de naturaleza redentorista, sobresale dicha indefinición, como en
todo buen relato que roza lo fantástico, en su vertiente fantasmal más
abstracta. Con M. R. James (1862-1936) a la
cabeza y Edgar Allan Poe (1809-1849) en las
extremidades. Esta deriva no hace olvidar todo el cúmulo de sensaciones
compartidas e identificaciones que el lector establece con el personaje. Al
contrario, las realza. Me da la impresión de que la autora entiende bien el
sano ejercicio de la soledad deseada.
En No después de medianoche (Not After Midnight), el narrador,
Timothy Grey, es un maestro de escuela. Pero ha abandonado el último trimestre
a causa de un virus. Un virus muy particular. ¿Dónde lo habrá cogido? Es
soltero, tiene cuarenta y nueve años y enseña a los clásicos (filosofía, arte, historia,
literatura). Está en esa fase de la vida en la que se empieza a dilucidar y
clarificar eso de las relaciones y afanes personales. El defecto, si es que se puede considerar así, es la aversión a
implicarme con la gente. Amigos sí
tengo, pero en la distancia. Comentario que demuestra su inteligente
independencia.
Timothy,
pintor aficionado aunque competente, es otro de los personajes de Du Maurier
que se haya de viaje, esta vez, en la isla de Creta, en Grecia. Ha “tomado
posesión” de un recoleto bungaló con estupendas vistas al mar, que
anteriormente estuvo ocupado por un inquilino del complejo hotelero que murió
ahogado, el señor Charles Gordon. Curiosamente, también aficionado a la
arqueología. Durante su estancia, Timothy también entra en contacto, a su pesar,
con el desagradable matrimonio Stoll. Lo que no aumenta su deseo de entablar
relaciones. Lo mejor de aquel lugar era
la ausencia de vecinos.
El relato
prosigue penetrando en los resquicios de la historia clásica y mitológica con el
artificio de un supuesto brebaje infernal del sonriente dios Dioniso, que convertía
a sus seguidores en víctimas de la embriaguez, pero sobresale mucho más cuando
Timothy se encuentra a solas consigo mismo. Por otro lado, es sugestiva la habilidad
de la autora a la hora de entreverar los aspectos más realistas, físicos y hasta
psicológicos, con esa otra parte fabulosa y legendaria de la vida, en la que
muchos de sus protagonistas se entremezclan con las ficciones ideadas por los propios
hombres.
En este
sentido, El estanque (The Pool), vuelve a hacer hincapié en
los aspectos más alegóricos, esa otra realidad que por lo general no
percibimos. Que, con suerte, tan solo intuimos. Pues para la niña protagonista,
Deborah, la seguridad de la casa de sus abuelos, se opone al mundo secreto que
cobijan el bosque y el estanque. Con la curiosa connotación de que lo que
desprende seguridad se convierte en antipático, en tanto que lo arcano, semeja
un lugar reconfortante y alternativo.
El último
relato contenido en el volumen es Las
lentes azules (The Blue Lenses),
del que creo recordar que también hablé en el artículo anteriormente citado. La
paciente Marda West ha sido sometida a una delicada operación de cirugía, con
objeto de recuperar la visión (una vez más, la corriente narrativa de la
visión). Solo que la vista que recupera no es la que tenía prevista, por mor de
unas lentes transitorias, mientras fortalece sus ojos tras la delicada
operación. Con renovada soltura, la autora nos sumerge en el ámbito figurativo de
la suplantación, incluso la personificación de seres animales, unos híbridos.
La realidad transmutada en elementos de apariencia grotesca, algo que no
esperábamos y que desprende una alta dosis de angustia ¿Se trata de una
conspiración contra la paciente? No parece tener sentido, salvo que, algo en el
proceder de su marido y una de las enfermeras, nos hace atisbar una
explicación. Nuestra visión, a la par de la de la protagonista, no es completa.
Nunca lo es.
Las citadas
lentes proporcionan la particularidad en Marda de ver a cada persona con la
fisonomía de un animal. A cada una de ellas se le atribuyen unas
características y rasgos animales, no de forma metafórica, como muchas veces
hacemos mental y mecánicamente (es un cerdo, menudo cabrito, es una víbora,
como las ovejas, etc.), sino con ínfulas de realidad. Los símiles son muy
diversos. El que les (nos) corresponde por apariencia, carácter, intención o
intuición. El relato también posee una lectura alegórica. Estaba sola en un mundo animal.
A mí, Las lentes azules me parece claramente
influida por los libretos de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956) –hay un momento en el que, de forma
literal, la gente se vuelve y mira con extrañeza a Marda-, Plan diabólico (Seconds, John Frankenheimer, 1966), o la recientemente
comentada en este blog, Están vivos (They
Live, John Carpenter, 1988), cuyo relato
base fue publicado en 1963.
Como antes
adelanté, No mires ahora no es tan
solo un relato sobre la doble visión que casi todos poseemos. La videncia también
se traslada al modo en que percibimos la realidad más inmediata. A ello se
ancla John Baxter (Donald Sutherland), incapaz de emprender su personal y
demandado viaje al más allá, por
encima de lo que percibimos como racional. Con ello no quiero decir, por
supuesto, que lo racional deje de tener presencia, sino precisamente, que esta
ahoga la amplitud de visión: John no explora las capacidades que le son
sugeridas. No es culpa suya, al menos de forma consciente. Su rechazo de esta
doble visión, de su aproximación al terreno de lo sobrenatural, se fundamenta
en la falta de un guía metódico, interno o externo, que no permite que dé ese
salto (al vacío: lo dará igualmente, pero sin conocimiento de causa; dicho de
otra manera, sin constatar que la realidad se expande). Nada es lo que parece, asegura John a Laura (Julie Christie) al
comienzo de la adaptación escrita por Alan Scott (1939) y Chris Bryant
(1936-2008), dirigida por el peculiar director de fotografía británico Nicolas
Roeg (1928-2018). Uno de esos cinematographers
que pasaron a la dirección, con resultados dispares. Entre los mejores de estos
profesionales siguen estando Karl Freund
(1890-1969), Jack Cardiff (1914-2009), Freddie Francis (1917-2007), Mario
Bava (del que nos ocuparemos prontamente, 1914-1980) o Peter Hyams (1943). Scott y Bryant son, además, los responsables
de la entretenida e injustamente menospreciada El despertar (The Awakening, Mike Newell, 1980).
Amenaza en la sombra (Don’t Look Now, British
Lion - Paramount Pictures, 1973), que no es un mal título en
español, es fiel en lo esencial al relato original, con algunas leves
salvedades que especificaré. Visualmente resulta más simbólica y compleja (una
muñeca varada en el escalón de uno de los canales venecianos). A veces fría,
geométrica o asimétrica, según se mire,
contemplativa y distorsionada, preciosista entre visillos e inoportunos zooms, extraña de definir. Unas veces ensimismada
(la escena en la cama), otras desconcertante, como si su intencionalidad fuese
más captar dicha atmósfera desasosegada y disconforme que explicarla o seguir
una argumentación deductiva. Para el espectador. Este dispone de todas las
piezas, pero le será relativamente arduo unirlas sin la ayuda previa del relato
escrito. A lo que se suma, por suerte de forma esporádica, una puesta en escena
de carácter nervioso (aunque pertinente), con la ayuda de la cámara en mano.
Pero aun
siendo llamativa la visualización que se arremolina en torno a esta amalgama de
inquietudes y sensaciones, no es la única zona interesante de la película. Es
el guión el que sabe reconstruir de manera pulcra el ambiente descrito en el
cuento. Ambas vertientes no siempre parecen encontrase, como le sucede a John
con su propio destino, pero no dejan de intentarlo.
Al inicio
contemplamos al matrimonio en su casa de Inglaterra. John repasa una serie de diapositivas
de vidrieras. Es él, y no Laura (Julie Christie), quien intuye que algo fatídico
pasa. Nicolas Roeg, invocado por sus guionistas, ha avanzado una premonición destinada
al personaje de John. La tragedia familiar se sucede a continuación, potenciada
de forma dramática por el aspecto visual, por supuesto. En este caso, el color
rojo del chubasquero de la niña (Sharon Williams). Casi diríamos que un rojo Minnelli. Portador de una
intencionalidad muy específica, identificar la figura de cara a las supuestas
apariciones de la pequeña en Venecia. La imagen fija el foco entre el verdor
neblinoso del paraje inglés, en el interior de un plano que da la impresión de
congelarse. Pese al distanciamiento que parecen portar los dos principales protagonistas,
el accidente de la niña los afecta profundamente. Acierto es, en este sentido, introducir
dicha figura de color en el contexto de las diapositivas que observa John para
su trabajo. En concreto, una persona con un impermeable rojo en una antigua
iglesia. Imagen, sino premonitoria, sí inquietantemente correlativa.
Otro dato
significativo que varía respecto al texto de origen, pero que en nada aturde su
significado, es el hecho de que el matrimonio Baxter está establecido en la
ciudad de Venecia. No se haya de visita. John es un restaurador que trabaja en
la Iglesia de San Nicolo dei Mendicoli. Es decir, ambos están instalados, pero
aún no forman parte del paisanaje, son unos apátridas emocionales. Incluso el
contacto con las gemelas escocesas Heather (Hilary Mason) y Wendy (Clelia
Matania), que cuida de la primera, es igual de proceloso para John que en el
relato impreso. Heather es la vidente invidente. Su capacidad física está
mermada, no así su capacidad psíquica, altamente desarrollada.
Todos
parecen haber cumplido un periodo en la vida y asomarse a otros derroteros, sino
distintos, complementarios del primero. Incluso el hotel en el que se aloja el
matrimonio (Hotel Europa) parece haber cumplido su anual ciclo. Cierra por fin
de temporada. Las estaciones climáticas se solapan con las vitales; al fin y al
cabo, andamos sometidos a ellas.
En el caso
de los Baxter, de estar estancada su relación, esta comienza a fluir. Por un
lado, porque Laura se muestra pletórica con la buena nueva, esto es, la
posibilidad de una vida ulterior para su hija. Por otro, porque John le deja
hacer. Si ella es feliz, también lo es él. Otra cosa será lidiar consigo mismo.
El rechazo al que antes me refería tiene más que ver con su desconocimiento y
alejamiento del tema sobrenatural, que con su incapacidad para afrontarlo. Al
fin y al cabo, como vaticina Heather a Laura, también él posee el don.
En la
película, eso sí, se produce una mayor interacción con las hermanas. En una narrativa
algo deslavazada, pero sin perder la compostura enigmática, pues lo mostrado se
basa más en actitudes y sensaciones que en hechos constatados sobre un suelo
firme. Hasta la ciudad de Venecia responde a esta misma apreciación. Asistimos
a acciones paralelas que se atraen y se repelen, con estética verité de la época, en a veces confusa
amalgama. Pero el espíritu del libro -y de la niña- no decae. No parece haber
vuelta atrás, tan solo avance por multitud de entresijos y recovecos (la
materialidad física). Y aunque nos dé la impresión de que somos responsables de
nuestro avance, la impresión se amplía con la sensación de estar siendo
dirigidos (la materialidad emocional). De este modo, la amenaza en la sombra se
cierne sobre John o su hijo Johnny, sin que sepamos con exactitud cuál de los
dos está en peligro. Lo cual tiene sentido, habida cuenta del desenlace, exactamente
igual en el libro que en la película, y en el que el uno no puede representar
su destino sin el otro.
El percance
del pequeño Johnny se respeta. Pero el progenitor no está excluido, en modo
alguno.
Filmando en
la inigualable ciudad italiana, el realizador Nicolas Roeg requirió a un
compositor veneciano para su película. E hizo bien, pues este resultó ser Pino
Donaggio (1941). Su música acentúa aún más una Venecia descompuesta entre
andamios, fascinante y desportillada. Precisamente, la brumosa amenaza comienza
a materializarse con la descomposición de uno de dichos andamios. Nuestras
vidas dependen de hechos casuales, con frecuencia, al albur de los mecanismos
que nosotros mismos fabricamos. Somos más frágiles e impredecibles de lo que
nos gusta admitir.
Novedad de
la adaptación es la congruente incorporación del empleador de John, el obispo Barbarrigo
(Massimo Serato). Así mismo, capaz de presentir un peligro. Esto lo hace
Nicolas Roeg con exquisito minimalismo, a base de alguna mirada o gesto del
personaje. Más tarde, el apercibimiento de que algo va a suceder lo visita en la
soledad de su espartano dormitorio.
Dentro de
esta aflicción sustantiva, recojo empero un matiz de enojo. El inserto de las
ancianas partiéndose de risa no sé a qué viene, salvo que se trate de una
apreciación denigratoria por parte de John, que piensa que todo esto no es más
que un fraude organizado para impresionar a su esposa. En cualquier caso, tal y
como está dispuesto en la película, genera una confusión innecesaria: las
facultades para la videncia de Heather son expuestas, para bien de la armonía narrativa
de la película, como una realidad. Explicada o no. Y por muy inasible que se
pretenda dicha armonía. Jugando con esta ambigüedad, que me resulta más
ilusoria que real –en los mimbres del libro no cabe tal-, puede dar la
sensación de que el afán de las hermanas es fraudulento, cuando no es el caso.
A ello se opone la propia imagen de Heather entrando en trance violento. Esto
hace que la vertiente narrativa del asesino en
serie parezca un macguffin, un
pretexto para el resto de derivadas. O su sustento. ¿Seguirá el asesino
haciendo de las suyas? Lo cierto es que Amenaza
en la sombra se hace fuerte hurgando en los callejones de la mente y de la
urbe.
Entre la
ficha técnica de la película observo el detalle curioso de la participación del
futuro realizador australiano, efímero pero grato, Graeme Clifford (1942), como
responsable de la complicada edición. La fotografía, supervisada, me figuro,
por Nicolas Roeg, fue ofrecida al excelente Anthony B. Richmond (1942), antes
de que el desorientado Kenneth Brannagh (1960)
desamortizara las intrigas venecianas con el nefasto pináculo de su sobrehormonada
trilogía de Hercules Poirot.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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