Decimos que
hemos dado la campanada cuando llevamos a cabo algo muy sonado, un hecho que
provoca sensación entre el respetable, y hasta escándalo. Durante el reinado
del rey aragonés Ramiro II, apodado el Monje o el Rey Campana (1086-1157), se ajustició a varios nobles levantiscos, colgándolos
boca abajo para que, en efecto, el escarmiento “sonara mucho”.
El joven
pero versado realizador sevillano Claudio Guerín Hill (1939-1973) falleció
cuando ultimaba la realización de La
campana del infierno (íd., Hesperia
Films, 1973), una co-producción
hispano-francesa, al precipitarse desde lo alto de una de las torres de la
Iglesia de San Martín de Noya, en La Coruña, Galicia (España). Reconstruida la
torre que aún hoy le falta, con material de cartón-piedra. Bastante bien, por
cierto. La última escena de la película la filmó Juan Antonio Bardem
(1922-2022).
El lugar no
ha permanecido libre de misterio y leyenda. Como digo, uno de los campanarios del
templo permanece inacabado. Lo que proporciona al enclave un semblante
asimétrico ciertamente curioso y, en las manos adecuadas, inquietante. Estas
fueron, además de las del director, las del escritor y guionista Santiago
Moncada (1928-2018), menospreciado por más de uno de esos críticos entre lo
populachero y lo intelectualoide, demasiado acostumbrados a convertir sus
fobias en pestes grupales, y sus querencias en verdades universales. Lo cierto
es que no comprendo por qué Moncada no ha sido objeto de algún volumen
conmemorativo, que yo tenga noticia, habida cuenta de las producciones en las
que intervino y las personas con las que se relacionó. Es una lástima que
tampoco dejara unas memorias. Sin ir más lejos, trabajó con Mario Bava (1914-1980:
falleció el mismo año que Terence Fisher), si
bien, no en el guión de la película que pasaremos a comentar tras esta. De
interesante y errática trayectoria, como todo lo relacionado con la falta de
industria en el cine español, Santiago Moncada fue unos de los responsables de
una de las películas que más gracia me hicieron de niño, El blanco, el amarillo y el negro (Il bianco, il giallo, il nero, Sergio Corbucci, 1975). Ni siquiera
sus obras de teatro están debidamente editadas en la actualidad (tampoco las de
José López Rubio [1903-1996]), caso de la divertida Violines y trompetas (1977). Será que no aborda de forma descarada
y comprometida ningún tema inclusivo, solidario o ecologista.
Un tercer y
cuarto puntales, tras el guión y la dirección, los encontramos en los decorados
de Eduardo Torre de la Fuente (1909-2009) y la fotografía de Manuel Rojas
(1930-1995), ambos, más que competentes profesionales. La música de Adolfo
Waitzman (1930-1998) apenas tiene, en esta ocasión, una excesiva preponderancia.
Al menos, en la copia que yo dispongo.
¿Por quién
dobla esta campana del infierno? Bueno, los principales protagonistas son el
joven Juan (Renaud Verley), su tía Marta (Viveca Lindfors), sus primas Esther
(Maribel Martín), Teresa (Nuria Gimeno) y María (Christine Betzner), el aparejador
con ventoleras, más que aires, de cacique, don Pedro (un espléndido Alfredo
Mayo), su esposa (Nicole Vesperini), y por qué no, el cura del pueblo interpretado
con su habitual y castizo desparpajo por el estupendo característico Erasmo
Pascual (1903-1975).
Las
primeras imágenes de la película nos muestran cómo Juan se aplica una máscara
de cera. En cierta medida, ya está desdoblado por este procedimiento. Porque,
además, acaba de salir de un psiquiátrico, donde al parecer ha permanecido dos
años por cortesía de su tía,
siguiendo un tratamiento. Es por ello que adquiere relevancia otro de los
planos en los que lo vemos haciendo añicos sus recuerdos en forma de
fotografías familiares y un certificado médico (¿de admisión o el alta?). ¿Y
dónde recala Juan? En la residencia campestre que fuera de sus padres, que ya
no viven, pero que está muy cerca de donde habitan su tía y sus esquivas primas.
¿Todo esto es bueno o es malo? Pues según se mire, porque de miradas, previas a
las acciones, va la representación cinematográfica. El realizador sabe emplear muy
bien el aspecto de la mirada de cara a su narrativa, tanto visual como
argumentativa. De este modo, cobran singular prestancia en la puesta en escena los
retratos y las mencionadas fotografías… en definitiva, el cómo observamos
nuestros recuerdos con el transcurrir del tiempo (y el espacio).
La casa de
la tía está plagada de dichas imágenes. También el dormitorio de Juan, aunque más
artísticas y de desnudos. A veces las figuras humanas se ven esmeriladas a
través del cristal de una puerta. Así, la de don Pedro, queda deformada por el
vidrio de una pecera, o la de Juan, que hace lo propio sobre la superficie del simpático
clavicordio que toca en su casa, nuevamente habitada. No es la única distorsión
de los rasgos, hasta las abejas del contorno van a ser responsables de alguna de
ellas. Son recursos otras veces vistos, pero que aquí cobran una especial
significación, más allá de lo estético. Esa mirada turbia también se posa sobre
el paisaje gallego. Las playas emergen solitarias y encapotadas, neblinosas. Una
casa en ruinas parece mimetizada con el bosque. Es en este entorno lluvioso y
herrumbroso donde Juan irrumpe con su moto, a su llegada a la localidad, de
costumbres tan viciadas como cabría esperar. Allí se topa con un mendigo con
ínfulas de vidente (Saturno Cerra), que nos da cuenta de cierta fatalidad en
Juan; de que este es un muchacho predestinado, ya desde niño. Te advertí que serías desdichado, le
recuerda el vagabundo. A lo que Juan replica que mis cartas las jugaré yo. Se me ocurre un antecedente literario con
una situación similar, en la novela, con su correspondiente adaptación, Noche eterna
(Endless Night, 1967; Molino,
1985; Planeta DeAgostini, 2022), de Agatha Christie (1890-1976), donde a la pareja
protagonista se le vaticinaba un destino aciago en plena campiña, por una
vidente. Ello no le resta originalidad o verosimilitud al argumento propuesto
por Santiago Moncada. No será la primera vez que el autor eche mano de libretos
y motivos considerados ya clásicos, como sucede con Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en
la ninguneada y a reivindicar –sin pasarse, pero a reivindicar- El calor de la llama (Rafael Romero
Marchent, 1976). No importa, Mocada es un excelente dialoguista, y un
manierista a la hora de dramatizar sus desarrollos. Otro ejemplo a tener en
cuenta es su guión de Cazar un gato negro
(Rafael Romero Marchent, 1977).
Algo de folclore
popular coexiste en la idea, también expuesta en el siguiente título que pasaremos
a comentar, de que los hechos del pasado pueden permanecer estancados hasta que
(les) llega la hora de resucitarlos. Diría que Juan se ve incapaz de pasar
página pese a haberla leído, y comprendido su significado. Sus actos ulteriores
se relacionan más con la venganza que con lo ultraterreno.
En cuanto a
Guerín Hill, el realizador nos ofrece una planificación de corte –nunca mejor
dicho- clásico, de sugestivos y armoniosos movimientos con la cámara. Sabe
sostener el misterio sin teleobjetivos ni subrayados, que tanto afean otras
propuestas patrias o foráneas de aquella época, por medio de una puesta en
escena mejor dispuesta que en coetáneos envites, pongo por caso, La orgía de los muertos (José Luis
Merino, 1973), sin por ello negar a esta su lograda capacidad atmosférica, y
otros detalles valiosos que ahora no hacen al caso.
De momento,
Juan se gana la vida en el matadero del lugar, lo que procura imágenes
realistas y desgarradoras. Luego sabremos del auténtico fin de esta dedicación,
y el por qué no dura mucho. De carácter contemplativo, díscolo e independiente, en ajustadas palabras de su tía, Juan se
instala en su antiguo hogar, como ya he señalado, a veinte kilómetros de los
remanentes de su familia. Tía Marta le ha estado pagando los gastos médicos,
pero una vez más, la mirada se distorsiona al caber la posibilidad de que lo
haya estado haciendo para tratar de confinar e incapacitar a Juan, con la
excusa de procurar su bien. Un tema, el de la presunta locura del protagonista,
que constituye otro tópico al que el guión sabe dar la vuelta. La apariencia de
sanación o deterioro de la salud mental del protagonista, trata de hallar
respuesta a través de su historia de las tres hijas desaparecidas en la mar,
que narra a don Pedro. O con la broma de los ojos arrancados. ¿Propensión a la
imaginación más negra y jocosa o mera crueldad?
La muerte es solo un estado transitorio,
especifica la tía Marta. Pero puede haber otra forma de muerte en vida.
En la parte
visual, La campana del infierno
también contiene otros buenos momentos, como el que muestra a Juan frente al
mar, cavilando (¿sobre qué?, tan solo podemos imaginarlo). O bien contemplando
su instrumental quirúrgico, y cómo opera en su laboratorio (aunque no sea
médico). Extendiendo nuestro símil, aseguraría que Juan se ha arrancado los
ojos de verdad, en un sentido metafórico, ya que cuando lo hace físicamente es
un engaño, una ilusión óptica.
El actor,
Renaud Verley (1945), despliega un atavismo casi animal, enormemente atractivo,
un punto desmesurado, frente a la belleza más preclásica de sus tres primas, en
distinto grado de represión. A lo que Juan tocará a rebato, a su modo
introspectivo pero primario. La campana
del infierno es una narración donde continuamente se invita al espectador a
mirar, a veces a taparse los ojos (la visión que ofende), como hace Juan, pero
también a escuchar. Micrófonos, grabaciones y magnetofones, no siempre vistos antes
de ser ejecutados, forman parte del entramado con el que los unos tratan de
controlar a los demás. Ítem más, adoptando cierta apariencia de guasa y mezclando
ambas facetas, imagen y sonido, resulta que Juan da la impresión de estar
tocando el mencionado clavicordio, cuando en realidad se trata de otro trucaje.
Nuevamente, un ardid tan sencillo como eficaz.
Seguimos. Es
terrible verse perdido en una ciudad desconocida. Como la Venecia de No mires ahora (Don’t Look Now, 1971), relato de Daphne de Maurier (1907-1989), que abordábamos hace poco. Cualquier ciudad
histórica con personalidad nos sirve. El director de fotografía y cineasta
italiano Mavio Bava escogió Toledo (España), en la notabilísima El diablo se lleva a los muertos (Euro
America-Roxy Film, 1973), nueva co-producción, esta vez,
entre Italia, España y la entonces República Federal de Alemania (es decir, la
auténticamente democrática). El guión es original de Bava y su productor, Alfredo
Leone (1926), con el que no acabó demasiado bien debido a que, tras el estreno
de El Exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), Leone acometió un nuevo montaje
con buena parte del material filmado por Bava, añadiéndole escenas
alternativas, y sacándose de la manga otra película (un terrorífico spin off, podríamos decir), más cercana
al argumento y visualización de la ofrecido por Friedkin (1935-2023). Huelga
decir que, en el caso italiano, con resultados más pedestres, como he podido
comprobar en la doble edición ofrecida por Regia Films (2015).
De la
fotografía no se encargó, en esta ocasión, Mario Bava, aunque supongo que la
supervisó, sino nuestro Cecilio Paniagua (1911-1979), técnico cualificado y
versátil. La música de Carlo Savina (1919-2002) también requiere una mención
especial, máxime cuando ha sido objeto de una reciente edición por parte del
valiosísimo sello español Quartet (QR 480,
2022), y por conformar una estupenda banda sonora
con vocales de Edda dell’Orso (1935), que potencian los aspectos más tétrico-románticos,
asaz estéticos, de una película en la que también se incorporaba algún
fragmento del extraordinario Concierto de
Aranjuez (1939) del maestro Joaquín Rodrigo (1901-1999), en respetuosa versión
de Paul Mauriat (1925-2006).
El demonio
en Toledo. ¿Por qué no? ¿Acaso no se nos muestran las figuras de El Greco (1541-1614) algo
distorsionadas? Partiendo de esta misma impresión, de forma directa o
indirecta, Mario Bava destila la genial idea de incorporar a la fisonomía de la,
ya de por sí, misteriosa urbe, un fresco de, según se comenta, mediados del
siglo XII, que se
conserva incompleto, pero en cuyos vestigios aún se distingue la efigie del
diablo (con sibilina claridad, ¡es posible que haya sufrido una vigorosa restauración!).
Se trata de una representación que es conocida popularmente con el nombre de El diablo se lleva a los muertos.
Enlazaremos con este título después.
A la histórica
ciudad llega Lisa Reiner (Elke Sommer), una turista norteamericana. Durante su
estancia, callejeando, Lisa reconoce en un establecimiento de antigüedades a este
personaje del diablo. Como si el tiempo se hubiera detenido, o aquel individuo
fuera la reencarnación de la figura del mural. Responde al nombre de Leandro (el
simpar Telly Savalas), y ejerce de chófer de una familia aristocrática venida a
menos. Parte de su cometido consiste en llevar a reparar a dicho establecimiento
unas figuras de cuerpo entero, unos maniquís a los que viste y adecenta con
reverencial dedicación. Son sus fetiches… o muñecos vudú.
Perdida entre
las callejas de Toledo, Lisa tratará de encontrar una salida, material y
metafórica, con la única compañía de la estupenda música de Carlo Savina, y el
sonido del viento. A los que se agrega la tonada, también del maestro turinés,
proveniente de una caja de música que porta Leandro. En estos recovecos, un
“desconocido” (Espartaco Santoni), confunde a Lisa con una tal Elena. Más
tarde, será Maximiliano (Alesio Orano), el descendiente de la antedicha familia,
donde recala Lisa, quien proceda a esta sorprendente identificación. Más que
una confusión entre personajes, Lisa semeja una nueva reencarnación, al estilo
de la de Leandro.
El estado
nervioso de Lisa se va alterando. Incapaz de reencontrarse con su grupo
turístico, en puridad, de reincorporarse a la realidad, le sorprende la noche,
y tropieza con un matrimonio mal avenido, formado por Francis y Sophia Lehar
(Eduardo Fajardo y Sylva Koscina). Viajan en su auto de época, detalle nada
baladí, y con su propio chófer, George (Gabriele Tinti). Todos desembocan -¿por
casualidad?- en la villa de una condesa (Alida Valli) y su citado hijo
Maximiliano. Al tomar contacto todos estos personajes, apenas se relacionan
entre sí. Las actitudes resultan hieráticas, como si ya estuvieran en el vestíbulo
de una realidad paralela. Que se vayan,
será mejor para todos, especifica a modo de advertencia la condesa. A lo
que su hijo replica, con probable afán literal, que ellos no saben a dónde ir. Más adelante, Leandro se suma al
aparente desconcierto al comentar que en
general, sé todo de todos.
Una vez se
ha decidido que los visitantes pernocten en la casa, nos involucramos en la
mansión, a expensas de conocer el verdadero origen y circunstancias de los
protagonistas. Lo cual es un acierto a nivel inquisitivo. Tiempo y espacio
parecen haberse confundido, como rubrica la conclusión del relato. Respecto a
este último aspecto, una vivienda que solo a ratos parece haber sido diseñada
para ser habitada, o in illo tempore, configura uno de esos escenarios
desportillados y maravillosos tan caros al (buen) género gótico de terror y
misterio, circundada por una zona de nadie que responde al esquivo nombre de
jardín. En realidad, la ubicación corresponde a una villa romana, pese a estar
ambientada la acción en Toledo. Este espacio físico y simbólico, estación de
tránsito, posee además distintos niveles. En efecto, el escenario múltiple parece
compartimentarse en otros muchos –otras muchas interioridades-, con lo que podemos
pasar de las acogedoras estancias donde se
hace vida común, a la otra ala y pasillos de la mansión, donde se hace la otra vida. La planificación y
el entorno crean entonces una sensación de inquietud muy rematada. Unas veces
despojada, otras, certificada por distintos adornos de compostura antropomorfa.
Figurillas de porcelana, mecánicas, estatuas, maniquíes… Símbolo de nuestro
propio transcurrir. ¿Son estos modelos a escala una representación de nosotros
mismos, o somos nosotros mismos? ¿Tal
vez conforman nuestro disfraz en la Tierra, o son una forma icónica aunque
material, de permanecer anclados a la misma, por un espacio indeterminado de
tiempo? Como sabremos al final, por el comentario de uno de los chavales que
juegan al balón en los aledaños de la otrora majestuosa villa –de forma más reposada,
en principio, que los que aparecen al término de Bahía de sangre (Ecologia del
delitto, Mario Bava, 1971)-, es este un lugar donde no ha vivido nadie en
cien años. Tal vez de ahí provenga el porte decimonónico del vehículo de los
Lehar, y el atuendo demodée de la
condesa y Maximiliano.
Estas figuras
manufacturadas, o diablofacturadas, a las que antes aludía, y que decoran una
caja de música, se deslizan al son de una nueva tonada, sinuosa pero
tranquilizadora, como quien representa una plácida danza de la muerte, tan sencilla
como ineludible, hasta cierto punto mecanizada (no recordar apenas de dónde
venimos ni quiénes somos), que transporta a Lisa a una presunta vida anterior,
o bien, a ser testigo del destino de la susodicha Elena y sus amores con Carlo,
el desconocido hallado en pleno centro, que resulta ser el segundo marido de la
condesa (su plano es el del pasado, pues este ya ha fallecido, incluso cuando
encontró a Lisa en la ciudad: el tiempo, entreverado, ya estaba haciendo alarde
de su relatividad). Maximiliano proclama esta dualidad temporal y de la
protagonista con otras palabras, Elena,
Lisa, es lo mismo para mí.
No en vano,
el tiempo es el gran protagonista en El
diablo se lleva a los muertos. Y no me refiero únicamente a la
comparecencia de algunos relojes formando parte de la puesta en escena,
decadentista y decimonónica (un reloj con cadena, y otros semejantes, de
mesilla, de pared), sino al aspecto temporal que estamos observando, y que
quizá encuentre su mejor traslación visual y hasta metafísica en uno de dichos relojes,
carente de agujas. A su vez, los personajes se desplazan por la dimensión que
supone la casa, con el mismo ceremonial y parsimonia que algunas de esas agujas
y figuras móviles. Por ejemplo, cuando trasladan a la primera de las víctimas del
grupo a un pabellón adyacente, previo tránsito por esa zona preterida que es el
jardín; por descontado, con su correspondiente estatuaria.
Todos
parecen conocer a Lisa de antemano. Salvo quizá ella misma. Cuando estás aquí, me transformo, le
especifica Maximiliano. De hecho, se habla de un quinto invitado, como el octavo pasajero, pero probablemente se
refieren a la finada Elena, que es la que va a determinar el postrero desarrollo.
Postrero en todos los sentidos. Los fantasmas del pasado bien pueden regresar para
atormentarnos, inducidos, aún más si cabe, por nuestra propia locura, obstinación
o pesar. Es el caso de Maximiliano. Al fin y al cabo, la insania siempre ha de
responder a una o varias razones (o sinrazones). Frente a esta mirada aviesa pero
fascinadora del futuro (mortuorio), no hay nada peor –léase, más traumático,
aunque generador de nueva “clientela”-, que desenterrar
el pasado, en expresión de Leandro. Dicho de otro modo, mejor es dejarse
llevar, en determinadas circunstancias, ante ese umbral que todos hemos de
atravesar. En dirección determinada por nuestros actos en vida. Así, Lisa
recibe la ayuda de Carlo, cuando los dos niveles de realidad se solapan (la
realidad y la otra realidad), pues que éste haya fallecido no significa que aún
no habite el entorno, la vieja casa y la ciudad. Por ende, en esta mansión, espacio
interdimensional, o están todos muertos o en trance de estarlo.
Mario Bava
nos presentó una de las encarnaciones diabólicas más inesperadas y originales,
artísticas y refinadas, desconcertantes y mundanas (gusta de los caramelos, que
más tarde el actor trasladaría a su celebérrima serie Kojak [id., CBS,
1973-1978]). Pues son muchas en el cine. Hermanada al Claude Rains (1889-1967)
de El diablo y yo (Angel on My Shoulder, Archie Mayo, 1946).
Otra idea primordial es que el diablo no es el brazo ejecutor, al menos de
forma directa: lo somos los seres humanos. Como siempre. Lo es el mal en toda
su extensión, esa porción maligna que cada uno, en mayor o menor medida,
albergamos. Y cuyas nueces –frutos-, recoge el susodicho diablo.
La
modernidad de la propuesta coincide además con el advenimiento de las nuevas tecnologías.
Condición que se transfiere a un avión de pasajeros sin pasajeros, salvo los
convocados. Esos a los que les ha llegado la hora. Relojes –advertencias- no
faltaban. Es la nueva Barca de Caronte. Modernizarse o morir. O mejor dicho,
morir y modernizarse. ¿Pero morir como tránsito o como castigo? Tal vez exista
un diablo, como unas máscaras de la muerte cormanianas
de distintos colores, para cada tipo de delito.
Las
connotaciones que se derivan de la película, de su puesta en escena así como
argumentalmente, son muchas. Es este clima de inquietud el que vence. Aunque no
lo sepamos explicar en su totalidad, esto es, racionalidad, sí somos capaces de
apreciar su capacidad motivadora. Entre coronas funerarias y figuras humanas,
unas reales y otras no tanto. O expresado de otra manera. Unas con apariencia
de vida y otras que ya la han perdido.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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