Nada parece especialmente inquietante la mañana que Melanie Daniels (Tippi Hedren) entra en una pajarería para interesarse por un encargo. Nada salvo el plano ordinario que la muestra contemplando un cielo cuajado de gaviotas sobre la ciudad de San Francisco. En la tienda tendrá ocasión de conocer, participando del guiño clásico del equívoco, al abogado Mitchell Brenner (Rod Taylor).
Allí, las aves están compartimentadas, debidamente clasificadas. Una circunstancia que hallará su parangón en el momento en que la joven se encuentre enjaulada en el hogar de los Brenner, junto al resto de sus componentes, la hermana menor del letrado, Cathy (Veronica Cartwright), y la madre, Lydia (Jessica Tandy).
La vivienda se encuentra en la población de Bodega Bay, al norte de California. Un lugar al que Melanie ha acudido, forzando el destino de modo juguetón, con el fin de propiciar un nuevo encuentro con Mitchell. En dicha comunidad también reside otra antigua pretendiente, la profesora de escuela Ann Hayworth (Suzanne Pleshette).
Todo parece dejado al azar y, de igual modo que hacen las aves, Melanie acecha en la distancia y como un juego a los Brenner, con la intención de poder depositar en el interior de la casa un regalo para Cathy: una pareja de periquitos.
Con todo ello demuestra que es una persona de recursos, que suele dominar la situación, aunque las circunstancias, por vía del sambenito, la hayan superado a veces. En cualquier caso, está en la naturaleza el acechar sin ser visto, tratando de pasar lo más desapercibido posible. Los pájaros también lo hacen.
A esta narrativa tan ontológica como ornitológica, se añade una forma de “aislar” personajes y actitudes dentro del plano; otra de las características gramaticales más definidoras de Alfred Hitchcock (1899-1980), que volvió a demostrar su pericia como narrador en imágenes en Los pájaros (The birds, Universal, 1963), adaptación del relato de Daphne Du Maurier (1907-1989), convenientemente desarrollado por Evan Hunter (pseudónimo de Ed McBain; 1926-2005).
Hitchcock ya había realizado otras dos películas basadas en obras de la escritora inglesa: Posada Jamaica (Jamaica Inn, Mayflower, 1939) y la célebre Rebeca (Rebecca, Selznick, 1940), escritas en 1936 y 1938, respectivamente. Una relación fructífera que culminó con la presente adaptación, reflejo de unas actitudes que, en el fondo, son soledades. De algún modo, todos los personajes de la historia, o se encuentran solos (pese a estar acompañados), o temen estarlo.
A ello se suma la arbitrariedad de unos sucesos que tienen su correlato en otras conductas humanas más descarnadas, como constata Mitchell al comentar uno de los casos que hubo de defender, en el que un marido descerrajó a su esposa seis disparos frente al televisor por el mero hecho de haber cambiado de canal.
Cuando los pájaros penetran en la casa de los Brenner se adueñan de ella. En el plano final de dicha secuencia, estos campan a sus anchas por el salón, momentos después de que el comisario (Malcolm Atterbury) asegurara que los pájaros no atacan sin un motivo justificado. Lo cual podía ser cierto hasta ese momento, como también habrá de asumir la ornitóloga Mrs. Bundy (Ethel Griffies), representante de la “oficialidad” ante los lugareños que se reúnen en un café-bar. Ella no puede creer aquello que otros ya han observado.
Acertadamente, Hitchcock evita proporcionar pistas acerca de la etiología del fenómeno, eludiendo una explicación oficial o “climática” concreta y proporcionando, a cambio, un clímax tan indefinido y perturbador como en el original literario. Un quiebro en el que el punto de vista se ha trasladado a las aves. A ellas corresponde contemplar a los humanos desde los tendidos eléctricos, canalones o el mismo cielo, su lugar más privilegiado, como demuestra ese plano “imposible” que convoca a las gaviotas sobre las alturas de Bodega Bay.
A este espléndido momento se añade la concentración de cuervos “en lo que dura un pitillo”, la puerta que se deshace a causa de los picotazos, la secuencia del ataque de los pájaros a los alumnos de la escuela local y a Melanie, primero en una motora y después en la referida vivienda; las tazas rotas en la granja que visita Lydia, o el plano final, con la mirada puesta en una conclusión argumentalmente imprecisa y turbadora.
Una anormalidad que también queda ilustrada por medio de planos picados y cenitales, angulaciones y movimientos poco habituales, el silencio roto por el sonido de los pájaros, la periodicidad en los ataques y los traicioneros picotazos durante los periodos de “inactividad”.
Anomalías insólitas y, de algún modo, convenidas (salvo, tal vez, por los periquitos…), que exigen que se eche la culpa a algo o alguien, como suele ocurrir cuando se trata de racionalizar todo aquello que escapa a nuestra comprensión. En esta ocasión, el blanco será la forastera, por parte de una madre aterrorizada y supersticiosa (Doreen Lang). Raramente tenemos en cuenta lo impredecible.
En este sentido, a la fotografía de Robert Burks (1909-1968), debemos añadir los excelentes efectos visuales de Albert Whitlock (1915-1999), en el mencionado plano de clausura o durante el ataque de los pájaros a la comunidad; junto al vestuario de Edith Head (1897-1981), la edición de George Tomasini (1909-1964) y el diseño de producción de Robert Boyle (1909-2010).
Una última y estimulante imagen la hallamos en esa bahía que Melanie atraviesa con una motora; un espacio convertido en frontera natural o tierra de nadie, que muy pronto llegará a disponer de dueños muy concretos.
Escrito por Javier C. Aguilera
Es una de mis películas favoritas. En su día me inspiró auténtico terror.
ResponderEliminarMe ha gustado tu desglose explicativo. Gracias por compartirlo