El autocine (LXII): Atraco perfecto, de Stanley Kubrick

15 junio, 2019

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Por lo general, el cine “de atracos” ha contado siempre con el favor del público. Resulta inevitable sentir atracción por los elaborados y disciplinados preparativos, aunque algunas veces se recurra a una chabacana improvisación por parte de los protagonistas, con resultados fatales en ambas vertientes, aparte de esa empatía que se establece con la mayoría de los personajes. Si esto tiene lugar en un escenario evocador, la escenificación dramática se completa armónicamente. En el caso que nos ocupa, destacan las imágenes de un hipódromo, e incluso un estupendo plano sostenido de la carrera en movimiento. Este mecanismo cinematográfico que conocemos por travelling volverá a ser empleado por el realizador Stanley Kubrick (1928-1999) de forma significativa a lo largo de Atraco perfecto (The Killing, United Artist, 1956).

Por ejemplo, durante la presentación de algunos de los personajes, como el contable borrachín Marvin Unger (Jay C. Flippen), en su primera visita al hipódromo. Igual método de exposición se destina al ex presidiario Johnny Clay (Sterling Hayden), antes de la definitoria séptima carrera, o cuando el grupo sorprende a un espía durante su reunión clandestina. El mismo movimiento acompaña al luchador y ajedrecista Maurice Oboukhoff (Kola Kwariani), que realiza un trabajo puntual en dicho hipódromo.

Con ello demostraba el entonces incipiente realizador que su personalidad cinematográfica se desarrollaba en dos ámbitos complementarios: el del guión, generalmente a cargo de un colaborador externo, y el de su plasmación en imágenes. Precisamente, respecto a la escritura, queda evidenciado que los integrantes del grupo -más que de la banda- tienen establecido su propio código y forma de comunicación. Cada integrante es sustancial, pues solo con las otras piezas podría saberse si el resultado era como él –Clay- imaginaba, tal y como comenta la voz en off que, a modo de crónica omnisciente, nos traslada los hechos.

En lo tocante a los protagonistas, concreta Johnny Clay que llevan una vida en apariencia normal y decente, pero tienen sus problemas. Después de cinco años en prisión, el cabecilla del grupo está dispuesto a volver a intentarlo. Hasta cuenta con el apoyo de su compañera Fay Preston (Coleen Gray), que lo ha estado aguardando durante todos esos años con resignada observancia. Siempre he creído en ti, en todo lo que me has dicho, le confiesa, en un sentimiento que tiene algo de platónico y que se remonta a los tiempos en que era una niña. Aunque Clay trata de mantenerla al margen, Fay no lo está (por mucho que permanezca en un modesto segundo plano narrativo).


Lo cierto es que los descritos por Kubrick y Jim Thompson (1906-1977) no responden al patrón mal encarado, impasible y traicionero de los gánsteres al uso, sino que abrazan la figura del perdedor. Esto es algo que sustancia la película y favorece la identificación del espectador con los protagonistas, corales en su determinismo e indefensión ante el destino.

A los referidos Clay y Marvin, se añaden el policía Randy Kennan (Ted de Corsia), endeudado con el prestamista Leo (Jay Adler), el barman del hipódromo Mike O’Reilly (Joe Sawyer), y el cajero del mismo, George Peatty (eufónica e irónica resonancia con Pity, interpretado por el simpar Elisha Cook Jr.; aprovecho para señalar que todos los actores están excelentes). Especial atención nos depara George, pues es retratado argumental y visualmente como un pelele dominado por una femme fatale de altas ambiciones pero escasos vuelos, llamada Sherry (de nuevo, una magnífica Marie Windsor). Ella se entiende a su vez con el atractivo seductor Val (Vince Edwards), que marcará un punto de inflexión en el relato, en una escena bien dispuesta por Kubrick: resulta sorpresiva y demoledora en su sanguinaria exposición del tempus fugit. El cuadro se completa con la incorporación del tirador semi profesional Nikki Arcane (Timothy Carey).

Al final, queda claro que lo que fallan son los seres humanos, cual escopetas de feria, más que nuestra ocasional y bienvenida humanidad, de la que tampoco carecen los protagonistas de Atraco perfecto. Pese al afán de Clay por consignar el más pequeño cambio en el plan establecido por todos, prevalece la singularidad del caos, el azar y la necesidad, ese leve movimiento capaz de alterar la compleja estructura al completo.


Otras soluciones de puesta en escena sobresalen. Como el plano sostenido de la charla entre George y Sherry, tras la antedicha reunión; o más tarde, el que los muestra en la cocina de su apartamento. Tampoco interrumpe Kubrick la dinámica visual y rítmica cuando Clay arroja el saco del dinero por una ventana y escapa del lugar del delito. De forma previa, ya se nos ha advertido acerca del destino del botín, con lo que la inserción de un contraplano habría sido innecesaria (en suma, es lo que distingue a un buen cineasta de otro que no lo es tanto). Por no hablar del espléndido –cinematográficamente hablando- escenario de los bungalós que regenta Joe Piano (Tito Vuolo), a las afueras de Los Ángeles, donde está ambientada la acción.

Además, los pormenores del atraco nos son desvelados mientras este sucede, y no en la citada reunión donde, de forma acertada, se generan las expectativas y se atan cabos. Y aquí entramos en otra categoría fundamental en la plasmación fílmica de Atraco perfecto, su juego con el tiempo. La película propone un sugestivo montaje, a cargo de la enigmática Betty Steinberg (1910-1965), en torno a saltos temporales durante la narración del atraco; estos se refieren a cada uno de los personajes implicados y a su situación en una estructura donde la realización es como un puzle donde se van encajando las piezas. Por ello, en Atraco perfecto las pretensiones se acompasan con los resultados, de igual modo que los personajes quedan bien definidos psicológicamente desde un primer momento, por medio de una certera línea de diálogo o un gesto (en una clásica forma de acompasar guión y realización). Casi todos ellos buscan el amor o, en su defecto, alguna demostración de afecto (sincero o no). Ocurre con Fay, George… incluso Marvin le propone a Clay permanecer juntos, lejos del mundanal ruido de los demás (supuestamente, como “padre” e “hijo”). El barman Mike sería la excepción, en relación a su mujer enferma, Ruthie (Dorothy Adams).


Desarrollada –más que escita- por el propio Stanley Kubrick, del original de Lionel White (1905-1985) Clean Break (del que desconozco edición en español), pero contando con los certeros diálogos del novelista Jim Thompson, Atraco perfecto fue producida por James B. Harris (1928) y cuenta con la música de Gerald Fried (1928) y la fotografía de Lucien Ballard (1908-1988).

En definitiva, y como antes recordaba, las debilidades humanas y cierta precipitación en la resolución, dan al traste con el plan. Un planteamiento narrativo similar o equivalente al de La jungla de asfalto (The Asfalt Jungle, John Huston, 1950), donde el fatalismo juega un papel crucial, no solo en cuanto al vistoso final -algo que intuimos pero que no deseamos-, sino como forma de representación del devenir condicionado del ser humano, pues desde los comienzos de la película asistimos a sus fallas y no solo a sus motivaciones. Esto es lo que acaba de distinguir a Atraco perfecto. La imagen de la derrota final nos es dada de espaldas (de uno de sus protagonistas), de una forma mucho más significativa y demoledora que frontal.

Escrito por Javier Comino Aguilera 


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