El trampero, de Vardis Fisher, y adaptación Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sydney Pollack

21 mayo, 2022

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Cada país construye su historia, muchas veces denigrando al resto de países. A cada pueblo le corresponde la labor de reivindicar la suya propia. Para los buenos historiadores, esto es, los no carcomidos por la transmisión ideológica interna o foránea, el proceder es claro. Ellos se deben a los datos objetivos, por muy interpretables que estos resulten. Por eso es importante el respeto a los símbolos, porque representan dicha historia. Constituyen una humana vivificación y evocación, que debería amparar a todos -salvo a quienes deseen sentirse excluidos-, y que entra en conflicto con quienes piensan -o les ha sido inculcado- eso de que una bandera es tan solo un trapo, o que somos algo más que dicha bandera, sin que mencionen nunca qué más somos o como si ambas posturas fueran irreconciliables. Recomiendo que se desacomplejen e informen mejor. Por ejemplo, mediante algún reciente esfuerzo español frente a los embates de una Leyenda Negra que ya dura siglos, y que se sigue manteniendo incluso -y principalmente- dentro de nuestro propio territorio.


Me refiero al modélico y muy necesario documental España, la primera globalización (López Films, 2021), de José Luis López-Linares (1955). El documental más visto en los cines de España, merecedor de cero Goyas (ya tiene delito que un galardón al séptimo arte se intitule Goya, con todo respeto, en lugar de Perojo, Neville, Buñuel, Berlanga o Segundo de Chomón).

Pese a todo, como no hay nada cien por cien perfecto, he de decir que, lamentándolo mucho, en uno de los contenidos que se ofrecen en el DVD de extras (no en el documental per se), una de las (notables) historiadoras intervinientes (proclive a algunas prescindibles salidas de “pata de banco”, como ya he constatado en alguna otra ocasión), comenta respecto a la aniquilación de los indios nativos de Norteamérica, que esto en las películas de John Ford no sale. Lo cual es falso. Máxime teniendo en cuenta que John Ford (1894-1973) es uno de los represaliados por la nueva dictadura de la corrección política. Hay están títulos como Fort Apache (Íd., 1948), donde se muestra la crueldad de un dirigente militar sectario, remedo de Custer (1839-1876), contra los indígenas, en contraposición a la decisión de “imprimir la leyenda”, o El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964), sobre las condiciones de vida en una reserva. Junto a películas como Flecha rota (Broken Arrow, Delmer Daves, 1950) y Soldado azul (Soldier Blue, Ralph Nelson, 1970), por citar solo unas pocas. Adoptar este discurso simplista de forma gratuita e innecesaria es ponerse del bando de los represores. Y si se suele recriminar, con razón, el hecho de que algunos cineastas deberían informarse mejor acerca de la historia antes de pasar a filmarla (un buen ejemplo lo encontramos a la hora de abordar la Conquista de América), no es menos cierto que muchos historiadores también deberían instruirse bastante más sobre cine. No sobre “películas”, sino sobre cine. Más, siendo este el arte definidor del siglo XX por excelencia.

Pintura de Mark Maggiori
No, lo que hicieron los Estados Unidos, en épocas mejores y en función de la personalidad de cada uno de sus cineastas, fue, precisamente, crear una épica de los Estados Unidos. Lo que no ha sabido o no ha querido hacer España. Un compendio de carácter universal, como muy bien supo advertir Jorge Luis Borges (1899-1986), al recordar que el western suponía la pervivencia de la épica en nuestros días. Además, John Ford fue católico irlandés; sui generis, pero católico.

Así que heme aquí con un nuevo título de la insustituible narrativa western ofrecida por la editorial Valdemar en su colección Frontera. Pieza nada complaciente, por cierto, pero que explica muy bien esa manutención, incluso necesidad, de respeto hacia la historia por parte de los norteamericanos. Se trata de El trampero (Mountain Man, 1965; Valdemar Frontera, 2012), del periodista, ensayista y profesor universitario Vardis Fisher (1895-1968), en traducción de Gonzalo Quesada (1966). Libro donde el autor cita -milagro- a otro colega, Bernard de Voto (1897-1955), lo cual no es inesperado, teniendo en cuenta que el presente texto y el ensayo previo están íntimamente relacionados.

De hecho, y como bien se señala en la introducción del libro, el Hombre de Montaña (Mountain Man) no era solo un trampero. Por mucho que se escogiera este título para su versión al español. Se trataba, además, de un explorador, nómada y comerciante. Alguien apartado, en cualquier caso, de las redes de la civilización.

A mediados del siglo XIX, esto es lo que hace Sam Minard en los parajes semi vírgenes de las Montañas Rocosas (Rocky Mountains). Toda una geografía que recorre Canadá y Estados Unidos por su sector occidental y en perspectiva vertical. Una libertad palpable que duró hasta que dichos enclaves se vieron saturados de gente.

The Art and Soul of the West, de Charles Marion Russell
La ambientación en consonancia es formidable. Frente a una disposición de estados cortados con tiralíneas, emergen cordilleras y llanuras, lagos y praderas. Una vida extraña, salvaje, terrible, romántica, dura y excitante (Nota al lector).

Novela introspectiva, de personajes en el más amplio sentido de la expresión, con acusada proyección psicológica, Vardis Fisher procura una continuidad entre las tres secciones o bloques en que se divide. Es decir, los capítulos no se detienen numéricamente. La narración -proyección- es lineal.

Estamos en agosto de 1846. Con veintisiete años, y remontando el río en dirección al Valle Bitter Root, con el objetivo de vivir su vida y, si es posible, tomar una esposa, nuestro protagonista entabla un combate mortal con un enemigo digno: la existencia. Llama la atención en este personaje, del que más tarde sabremos que se llama Sam Minard, su afición a la música, de no ser porque es un amor compartido por la persona que lo ha creado, el autor (I: I). Efectivamente, las referencias musicales cultas sazonarán el relato de las peripecias de Minard con absoluta normalidad, haciéndonos ver que su decisión de alejamiento no es fruto, en modo alguno, de la incultura o la “falsa realización”. Las constelaciones le decían que era más o menos medianoche (I: V). Cielo en el que se distingue a veces una luna de Mozart, bañada de una potente espiritualidad en lugar de fervor religioso, en la que la emoción, bien transmitida, importa más que algunas palabras, mejor o peor pronunciadas. Cuánto nos vamos a divertir sin impuestos, sin policía, sin gobierno, sin vecinos, sin predicadores… (tiene razón nuestro narrador, en esto, o lo más parecido, ha de consistir la auténtica Gloria… en las alturas) (I: VI). Las alusiones a músicos clásicos son, como digo, continuas. Bach (1685-1750), Vivaldi (1678-1741), Beethoven (1770-1827), Mozart (1756-1791), etc. (I: IX, I: X, II: XVI, II: XVII…). Incluso despide Fisher su novela con un hermoso símil musical, que invito a descubrir.

Al poco tiempo de iniciar su recorrido, Sam Minard tropezará con la esposa superviviente de un feroz ataque indio. La señora Kate Bowden. Aquella no era una tierra para personas dedicadas a evitar la crueldad de los seres vivos para con otros (I: II). Le construye un refugio a la mujer, la aprovisiona y se marcha (a buscar esposa). Minard es, por consiguiente, un personaje íntegro, no se aprovecha (I: III). No bebía nunca, y poseía una fuerte determinación en todos los sentidos (I: VI). También toca música ante Kate para hacerle compañía (III: XXX).

Lonely Trapper, de Alfredo Rodríguez
Todas estas vivencias e impresiones físicas se ven acompañadas igualmente de la reflexión personal e íntima. Por ejemplo, cuando Sam recuerda a su familia u otros episodios trascendentales (I: VII, I: IX, III: XXX). Incluso Kate lo hace, pese a su estado de alteración psíquica (I: IV).

Aunque no le tenga excesivo miedo a lo ignoto -no tanto al peligro-, Sam no puede evitar preguntarse cómo morirá. Encuentra y pierde esposa. E inicia una represalia, solo (II: XIII), o en compañía de otros tramperos (III: XXXI), con sus “contraprestaciones” (II: XX, II: XXII). Todo parece formar parte de esa vida que ha escogido. La única diferencia con las nuestras es que los acontecimientos se suceden de forma menos espaciada y más abrupta (de los que da cuenta el transporte de huesos de algunos seres queridos, I: XIII).

Y aunque la muerte puede surgir en cualquier recoveco del azaroso camino, la placidez coexiste. A la muerte de un joven indio, al que Minard rinde honores por su arrojo y valentía (II: XV, III: XXX), se sucede el compromiso plácido de la Pipa de la Paz, que le es ofrecida por un nuevo jefe crow, tan anciano como el que ha sido desterrado y ha muerto congelado en el exilio (III: XXXIV). Los pieles rojas convertían la guerra en una filosofía y un modo de vivir, como hace el torero con el toreo (III: XXX). Sin embargo, Sam no se había sentido normal desde la muerte del joven en el río (III: XXXII). Prefería con mucho cantar a disparar (Íd.). O un buen baño en algún manantial de agua caliente. Leer la naturaleza era para Sam como leer la Biblia (II: XXI). Más allá de las fronteras físicas, la gente en las ciudades nunca tenía la oportunidad de conocerse (II: XVIII). Y cierta e interiormente, no nos conocemos los unos a los otros salvo por nuestros actos aleatorios (III: XXXIV).

Finalmente, Sam regresa al norte mientras las masas humanas llegan al oeste. Desplazado por las hordas de gentes y el ferrocarril. Un edén en lo paisajístico, continua trampa en lo moral. Esto queda bien expresado en el libro. En estos episodios postreros (III: XXXII), habla el ensayista y naturalista Fisher por boca de Sam.


Este estado de ánimo primordial es el que el realizador Sydney Pollack (1934-2008) traslada y sabe transmitir a su adaptación cinematográfica, Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, Warner Bros., 1972), de la mano de su guionista, el notable John Milius (1944), junto a Edward Anhalt (1914-2000), en torno a la novela de Vardis Fisher, en simbiótica mixtura con el relato Crow Killer (1958), de Raymond W. Thorp (1896-1966) y Robert Bunker (-).

Como reza una voz en off inicial respecto al protagonista, aquí llamado, como queda dicho, Jeremiah Johnson, nadie sabía de dónde procedía, pero no importaba. Quería ser un hombre de montaña. Con lo que asistimos embebidos a la historia de una vocación, en el marco de las Montañas Rocosas, descritas por otro de los personajes, Del Gue (Stefan Gierasch), como la médula del mundo.

Digamos entonces que la película de Sydney Pollack toma el libro como punto de partida para representar de forma visual su espíritu, cualidad del cine que encuentra su mejor expresión cuanto más personal y distintiva (y equilibrada) sea la intención y puesta en escena del realizador. Aquí, Pollack logra que el paisaje hable por sí mismo, con la debida aportación fotográfica de Duke Callaghan (1914-2002). No está la adaptación dulcificada, y sí ennoblecida, amén de esencializada. Lo que en el libro es descarnado y directo, aquí se torna poético y elusivo (pero está presente). No existe, por lo tanto, a mi entender, dulcificación, sino dos formas de expresar una misma realidad. Tampoco atiende la película a todos los aspectos argumentales de la novela, ni tiene por qué. Resulta fiel y respetuosa en la parte que le atañe. A lo que se añade una adecuada y bonita música a cargo de John Rubinstein (1946) y el malogrado Tim McIntire (1944-1986), recordado principalmente en su faceta de actor.


La imbricación con el marco natural es tal, que Pollack no rompe la planificación cuando, por ejemplo, al inicio del relato, Jeremiah Johnson (Robert Redford) trata de atrapar con la dificultad de un novato un pez, en un riachuelo cubierto por la nieve. No quiero ni pensar en la de planos que habrían sido precisos para que algunos renombrados cineastas de la actualidad contaran la misma idea. El personaje siempre está en la naturaleza. Agreste, embaucadora, complaciente, traicionera.

Pero como nadie nace, ni siquiera a la naturaleza, por generación espontánea, trascendentales son los encuentros de Jeremiah con otros hombres de montaña, como el buhonero Bear Claw (Will Geer), cazador de osos pardos. Maestro y discípulo. Qué tiempos en los que alguien se ofrecía a guiarte y no a adoctrinarte. ¿Nunca sientes nostalgia?, le pregunta Jeremiah. ¿De qué?, contesta Bear. Otra toma de contacto providencial se da con el citado Del Gue, al que encuentra enterrado hasta la cabeza.

De igual modo se respeta el dramático episodio con la mujer “enajenada” (Allyn Ann McLerie), que ha perdido a su familia. Pollack también lo resuelve con cuatro planos. La única diferencia, totalmente pertinente, tal vez por rozamiento con el otro relato original, es el hecho de que el protagonista adopta a un niño superviviente al que llama Caleb (Josh Albee), pues este ha perdido la facultad del habla debido al trauma.

Teniendo esto en cuenta, la película procura una grata sucesión de estampas con significado. Y abrupta fisicidad, como el ataque de los lobos cuando Jeremiah se halla de caza para abastecer a su no buscada pero apreciada familia, en pleno territorio crow, en Colorado.


El buen hacer del director también se alza en el plano del caballo que aparece por la puerta de la cabaña, ya abandonada, y que poco después Jeremiah va a incendiar, incitando a su dueño a dejar dicho escenario e iniciar una nueva etapa en su vida. De la que no quedará exenta una cumplida y justa venganza, cual ángel exterminador. Esa fisicidad a la que aludíamos se perpetúa, casi ad infinitum, en los tropiezos con una sucesión de indios exterminadores, que actúan en solitario. Instantes que Sydney Pollack va a representar por medio de planos encadenados, en un ordenado torbellino de hazañas y recuerdos.

El viaje de Jeremiah Johnson tiene en la película una estructura inversa: se reencuentra con los parajes y personas que antes había dejado atrás. Pero ante la pregunta de si ha valido la pena, en modélica charla planificada por Sydney Pollack, queda claro que ya no es el mismo que fue, con lo que la respuesta es un tal vez. Algo aún por concretar.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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