Para el sábado noche (CXII): Detective sin licencia, de Stephen Frears

02 diciembre, 2021

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La ciudad, Liverpool. La chica, la confiada y desenvuelta estudiante universitaria Allison Wyatt (Carolyn Seymour). Un amor que no pudo ser, reconvertido en amiga y confidente, la cuñada Ellen (Billie Wthitelaw). Y el investigador privado, Eddie Ginley, encarnado con convicción por Albert Finney (1936-2019), y personaje que sobrevive a las penurias que le rodean como contador de chistes en el Broadway Club, un local de extrarradio donde degustar desde una buena cerveza envuelta en humo hasta una agudeza agridulce, olvidando la realidad del momento gracias a un puñado de números musicales con sabor de antaño.

Excelente idea por parte del incipiente realizador inglés Stephen Frears (1941) fue la de convertir en un elemento de su puesta en escena y argumental el humor característico y agradecido que impregna buena parte de las mejores novelas del género detectivesco. Lo hace en la perspicaz y bien articulada Detective sin licencia (Gumshoe, Columbia Pictures, 1971). Alguna vez nos hemos referido a la parodia, pero cuando se hace bien, no cabe duda de que los resultados son tan jugosos y apetecibles como en los estándares clásicos.

Pues bien, una vez establecido el dramatis personae más sentimental y allegado que va a acompañar a Eddie, vayamos con el conflicto en cuestión.

Pese a considerarse un insignificante animador de club nocturno, nuestro hombre conoce las réplicas y contrarréplicas, es decir, el lenguaje como arma de defensa primordial y certero método a la hora de tratar de llegar al fondo de cualquier asunto relacionado con un encargo. El que sea. Generalmente, vinculado con la traición personal (política, familiar o de amistad), y la constatación de la corrupción que anida con mayor ímpetu en determinadas naturalezas humanas, de las que tal vez se derive y adquiera un nuevo significado la expresión naturaleza muerta. Es una posibilidad.

Eddie no es un aficionado, está bien titulado por las calles y personas de su ciudad, en un microcosmos donde asoma la realidad universal de ese ser humano, con sus esplendores y miserias. Esplendores encarnados, está de más decirlo, por el particular código de honor y figura -a veces finura- del propio detective. Un elemento distintivo con el que sabe jugar muy bien el relato escrito por Neville Smith (1940), guionista y actor británico para la radio, el cine y la televisión.


Por ejemplo, en un rasgo de modernidad, también humorístico, contemplamos cómo Eddie acude con regularidad a un psiquiatra (Tom Kempinski), con ánimo, más sarcástico que catártico, de exponer sus problemas hacia todo lo que le rodea. Al igual que Sherlock Holmes lo hará en la estupenda Elemental, doctor Freud (The Sevpen er Cent Solution, 1976) de Nicholas Meyer (1948).

El patrón de Eddie en el citado club nocturno es el competente y, ante todo, buen amigo, Tommy Wright (otro rostro conocido: Billy Dean), que se representa a sí mismo en todas y cada una de las fotografías que adornan su despacho con personajes célebres de la farándula, a través de un cuidado fotomontaje. El que no sale en la foto no existe, resulta evidente, aunque la mayoría de los detectives que conocemos y adoramos prefieren el anonimato, el desenvolvimiento en las sombras, esquinas y baretos.

El caso es que Eddie es convocado por vía telefónica a una cita en el Hotel Plaza. Allí le son entregados, por medio de un señor misterioso, Jacob De Fries (George Silver), los datos de su siguiente cometido. De Fries es el hombre gordo, el Sydney Greenstreet (1879-1954), para entendernos, del relato. Un personaje capaz de transmitir tanto malicia y desconfianza como compasión.

Eddie trata de conducirse con honestidad respecto a dicho encargo, poniendo sobre aviso a la futura víctima, ejerciendo su sentido del humor y del honor; ese código binario al que hacíamos referencia y que viste por los pies a cualquier detective que se precie.

Es la forma de sobrevivir, pese a su apariencia de sabueso de medio pelo o tres al cuarto, del que se sabe duro de pelar (léase difícil de sobornar), y, por lo tanto, se muestra, más a sí mismo que a los demás, honesto y con principios, alejado de los ardiles de la dominación y el relumbrón. Al contrario que los otros personajes, doblegados por el doblez.


Detective sin licencia posee la virtud primigenia de contraponer las características e idiosincrasia de las películas clásicas de detectives, a la Inglaterra de inicios de los setenta. Lo que se traduce en ropajes, vehículos e iluminación. Tan característicos de la época como mortecinos, en decreciente emulsión del pasado Swinging London al gestante glam y futuro punk, fuente de irradiación musical del nihilismo y la protesta más descarada. El espacio vital de Eddie no pretende tanto a un nivel formal, es más recoleto y menos llamativo, aunque igual de acusador y descontento. Lo rubrican escenarios como la cocina del apartamento de Ellen, el destartalado barrio de edificios de ladrillos oscuros que yace junto a un descampado, por donde aflora el vetusto y semi corrompido río Mersey; naturalmente, el apartamento de Eddie, más una oficina para desempleados o la pordiosera habitación de hotel donde es alojado el menguado De Fries.

Espacios y argumentaciones suscritas por la voz en off de Eddie. A veces, único testigo ante el espectador de algún altercado o golpe recibido; puede que una paliza con ínfulas de disuasoria.

En definitiva, tópicos resueltos con gracia. Como el encuentro de Eddie con Mel Conway (Bert King), un antiguo amigo de la infancia y de orquesta; el hecho de que el detective le ha soplado el encargo a otro colega, John Straker (Fulton McKay), o la visita a la librería ocultista Atlantis, post años sesenta, en la capital. Una tapadera para vender droga, cuya dependienta es un émulo de la Dorothy Malone (1924-2018) de El sueño eterno (The Big Sleep, Howard Hawks, 1946). O no por último menos descacharrante, la conversación que Eddie mantiene con la secretaria de su hermano, Ann Scott (Wendy Richard), abarrotada de divertido anarquismo lingüístico, que ambos contendientes afrontan como si de un partido de ping-pong se tratara, y donde no hay vencedores ni vencidos.

No obstante, estos calculados desenfrenos, uno de los puntos fuertes o neurálgicos de la película lo establece la relación de Eddie con su hermano William (el espléndido Frank Finlay), más aventajado en el ámbito de los negocios y parte del meollo de la cuestión puesta en liza. Diez mil libras por liquidar un asunto que ha de ver con la damisela en apuros Allison, igual de dura, confiada, cínica y resuelta que el resto de personajes de esta trama con caperucitas feroces transmutadas de femmes fatales.


Stephen Frears imprime, de forma mesurada, un ritmo veloz, a veces endiablado, pero siempre caustico. Sabe pulsar los resortes del género expuestos en el guión de Smith con sabia presteza, y sobre todo, es capaz de señalar con el dedo cinematográfico a la gente que no es capaz de demostrar lo que asegura ser. El único que escapa a este aciago determinismo es Eddie. Pese a que asegura que siempre soy el perdedor, para nosotros se convierte en el ganador.

Anotar finalmente la presencia en la música del brillante compositor Andrew Lloyd Webber (1948), y la fotografía de un embrionario Chris Menges (1940). Además de la voz de Rogelio Hernández (1930-2011) en la traslación al español, un plus a la hora de disfrutar de una película tan entretenida y animosa como es Detective sin licencia.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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