¡A ponerse series! (XLII): It's a Sin, de Russell T. Davies y Peter Hoar

14 febrero, 2021

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Recuerdo lo que es sentir miedo. No dejaba de ser desconcertante, a la par de descorazonador, que en la década en la que hemos gozado de una mayor libertad individual -quien la vivió lo supo-, se nos sometiera -a todos- a causa de una terrible plaga mortal. Más diabólica que cualquier presagio siniestro. Sin embargo, el poder de atracción era tal que, pese a que en los ochenta camparon a sus anchas la droga, el SIDA, el terrorismo, y se evidenciaron los primeros síntomas de una sectaria ofuscación ideológica distribuida por los medios de comunicación, no cambiaría dicha década por ninguna otra de las que he vivido. En cuanto al futuro, ya veremos lo que nos depara.

¿Qué justifica tal predilección? La creatividad sugestiva en todos los ámbitos, el descubrimiento de un futuro brillante y halagüeño, la luz, el color privado de aquella infancia y adolescencia; el formar parte de un pedazo de historia culturalmente relevante. Incluso los jerséis de angora y los peinados.

Hasta la ocultación tenía su gracia. Era casi vampírica. Los lugares de cita, los encuentros causales, los desencuentros. La espera, el nerviosismo, el ansia. La conquista. Era como si uno fuese el personaje de una película (y no, nunca me arrojaron piedras, que ya estaba yo para devolverlas). Por supuesto que soy consciente de que otras personas no tuvieron la misma suerte, y que aún hoy se ven oprimidas por todo tipo de prejuicios analfabetos por razón de su condición sexual.

La miniserie -en cuanto a extensión- It’s a Sin (Es un pecado; Channel Four-HBO, 2020, estrenada al año siguiente), aborda una horquilla temporal que recorre diez años, de 1981 a 1991. No cualesquiera años, sino el reflejo de una conquista progresivamente en marcha, que de pronto sufrió el frenazo de su ímpetu. Culpables hay muchos, comenzando por el propio virus, pero puestos a seleccionar, no debemos olvidar que, junto a los avances en derechos civiles ha de convivir de forma armónica la responsabilidad del individuo. Ejemplifico esta observación con la excelente imagen del primer capítulo en la que, camino de la capital, uno de los protagonistas arroja una caja de preservativos al mar, obsequio de su padre, porque piensa que con él no va a haber ningún peligro a la hora de dejar embarazada a una chica. Es homosexual. Nada le hace sospechar que ese gesto de rebeldía le puede costar la vida.

Para progresar laboral y anímicamente hay que pisar las calles de Londres, así en los ochenta como en los swingeantes sesenta. De este modo, varios personajes convergen en un modesto piso en un céntrico barrio de la ciudad. Cada uno arrastra una pesada vida anterior y un porvenir prometedor, cargado de ilusiones. Son el vivaracho y algo alocado Ritchie Tozer (Olly Alexander), el muchacho de color Roscoe Babatunde (Omari Douglas), hijo de inmigrantes; el ambicionado pero responsable Ash Mukherjee (Nathaniel Curtis), el prudente y desapercibido Colin Morris (Callum Scott Howells), y la resuelta Jill Baxter (Lydia West), la única chica y confidente esencial del grupo. Junto con otros amigos que ya no comparten el piso, como Gregory Finch (David Carlyle), y el empleado de sastrería -de sonoro apellido- Henry Coltrane (Neil Patrick Harris), que tiene su pareja desde hace ya tres décadas.


La serie condensa bien el desembarco de la enfermedad por medio de estos protagonistas. En el capítulo segundo, destaca una nueva imagen que podemos enlazar con la anterior, la de Jill lavando en un fregadero la taza que acaba de usar un posible contagiado.

Las relaciones familiares son tensas. A lo que se añade la letal inconcreción acerca de la enfermedad. Los medios de comunicación no informan como debieran, y cuando lo hacen, muchos prefieren hacer oídos sordos. El SIDA no te afecta, asegura el médico que se pone a la defensiva ante la solicitud de información de Jill Baxter, en un centro de salud pública. Y seguramente así lo cree. En este sentido, es conmovedor, a la par de insensato, el desenfadado resumen del desconocimiento que padecen los jóvenes por boca de Ritchie (II).

Pasa el tiempo, y la despreocupación se convierte en severa amenaza. Toca hacerse las pruebas de detección de una enfermedad que puede derivar en otras, en lo que es una etiología macabra que incluye de forma grosera el azar, lacerante e inexorable (III). Hay un primero en fallecer. Al que seguirán otros. Visto y no visto. Todo sucede de forma abrupta, porque la juventud, en ninguna de sus formas, dura para siempre. El grupo ya no podrá volver a ser el mismo.

Está bien retratada lo que es la clase media -tirando a baja- británica (IV). Como la ubicación temporal por vía de cuatro rasgos ambientales (música, sin ahogarnos en la reconstrucción). Del mismo modo, los roles quedan bien definidos, en el sentido de la personalidad de cada uno de los protagonistas. Nos encontramos con la naturaleza ariana de Ritchie, la sagitariana de Roscoe, la capricorniana de Jill y la pisciana de Colin, todos con sus idas y venidas contractuales relativas al sustento de la vida. El caso de Colin es paradigmático, pues ha sido despedido por no ceder a los avances de un superior baboso (II). También es ilustrativa de la doble moral la cena de capitostes políticos, cada uno con su pareja masculina más joven. Lo que conlleva un giro argumental ciertamente forzado, e incluso ridículo, cuando el gubernativo Arthur Garrison (Stephen Fry) asegura a Roscoe que, en realidad, no está interesado por él -por la homosexualidad, en definitiva-, más que como un señuelo o aditamento puesto de moda que le ayuda a recuperar su auténtica virilidad heterosexual (¡!) (IV). Esto, después de haber retozado juntos, por decirlo así. Un retruécano que solo se justifica en el sempiterno manotazo anti conservador o anti liberal de rigor, que parece tan risible como inevitable en tantas series de la actualidad, que más hacen bandera de la ideología política que de los seis colores de la libertad sexual. Menos de brocha gorda, a mi entender, resultan las puyas contra el anglicanismo y el metodismo puritano.


A partir de ahí, se acentúan los calvarios, integrados principalmente en el proceso de pavor de Ritchie. En primer lugar, por no hacerse las pruebas a causa del miedo -la confirmación de su miedo-, y luego, por confirmarse sus sospechas a través de las mismas. Es cuando ese miedo inicial cede el paso al pánico a lo desconocido.

La serie no se centra en la investigación médica, pero sí en el inicio de las reivindicaciones de identidad. Con el riesgo de que el activismo esté siempre a un paso de destacarse de forma violenta (esa que no se justifica nunca cuando es por el otro extremo), o de desteñir los referidos colores con los más uniformes y bastante menos coloridos de la ideología política. En este sentido, la miniserie se conduce con cierto maniqueísmo: los poderosos apestan, los no-gais son mezquinos y paletos, en su mayoría, y las víctimas son unos mártires incomprendidos por todos. No era exactamente así, aparte de que, pese a los patrones clínicos establecidos, cada caso era único en sí mismo.

Así, el capítulo V y último es el de los reproches y las culpas, el de las necesidades afectivas no atendidas. La aletargada madre de Ritchie, Valerie (Keeley Hawes), entra en escena con (excesiva) fuerza, después de diez años de tibieza, lo que tampoco justifica el que sobre su conciencia tengan que recaer cada una de las culpas, de los actos cometidos a conciencia por su hijo y todos los homosexuales del mundo. Pese a todo, está claro que trata de hacer de madre (sobre)protectora en lo que no ha venido siéndolo durante todos esos años de tirantez impositiva e incomprensión familiar.

De este modo, circulan sin respetar las normas de integración, la inconsciencia, la criminal desinformación (estatal y personal), y la falsa vergüenza impuesta por los demás hacia una condición aún hoy no plenamente aceptada. Con el riesgo, repito, de que los yerros y responsabilidades individuales se diluyan en favor de una corriente que quiere trasladar las culpas a los otros, a pesar de sus evidentes fallos; en este caso, centrados en la acaparadora madre de Ritchie. Emotiva es la despedida de este último ante un amigo de la adolescencia, mucho antes de hacerlo ante su propia familia. De hecho, esa despedida postrera no nos es mostrada, creo que con el buen acierto de escapar de lo manido. A la que sí asistimos es a la de un Ritchie que nos dice adiós como un bailarín que se enfrenta a su última salida al escenario (V).


De It’s a Sin destacaría su sutileza emocional –más que crítica- y su finura argumental. Lejos de la enloquecida simbología de la corrección política, cada vez más desatada e inaudita, la serie sabe entrar en contacto de forma epidérmica con situaciones que van del naturalismo más dramático a la irracionalidad casi cómica. Y lo hace, finalmente, sin confundir lo social con lo panfletario ni lo político con lo dogmático.

Tampoco está de más recordar que un país que pierde el respeto hacia sus víctimas, sean de la naturaleza que sean, está condenado al fracaso.

En definitiva, es peligroso perderle el miedo al miedo. No se trata de una cuestión de moral -ni mucho menos un castigo divino-, sino de supervivencia. Al fin y al cabo, el conocimiento adquirido de manera individual -es decir, laboriosa- es lo que nos hará libres, y no ninguna elusiva verdad.




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