Para el sábado noche (C): El día de los tramposos, de Joseph L. Mankiewicz

02 diciembre, 2020

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Paris Pitman Jr. (Kirk Douglas) es un forajido que cabalga entre la codicia y la socarronería. Penetra en la casa del pudiente comerciante Lomax (Arthur O’Connell), nada menos que el Día de Acción de Gracias, para desvalijarlo. Efectivamente, hace falta ser malote, o “torcido”, como atestigua la tonada principal compuesta por Charles Strouse (1928), e interpretada por el recientemente desaparecido Trini López (1937-2020). Una balada a modo de mester de juglaría que pone título a la trama y sostiene las alforjas del viaje propuesto por esta sensacional El día de los tramposos (There Was a Crooked Man…, Warner Bros., 1970).

Nadie se salva en este relato. Hasta el juez que procesa a Paris es sorprendido por la cámara en el prostíbulo en el que este fue detenido. Lo que no es impedimento para que el magistrado advierta a Paris de que la sociedad debe protegerse de tipos como usted. Total, que el frustrado atracador es enviado a una prisión territorial. No entrará solo en estas nuevas dependencias, lo acompañan el falso predicador Cyrus McNutt (John Randolph) y su agudo ayudante y estupendo ilustrador Dudley Winner (Hume Cronyn). Una pareja bien avenida en lo íntimo, que no así en lo laboral. También está el joven pendenciero Coy Cavendish (Michael Blodgett), que estaba en el mejor lugar pero en el peor momento (“cortejando” a una damisela, vamos a decirlo así). A estos se une el adusto y reservado Floyd Moon (el característico Warren Oates), tirador a sueldo y atracador que se ha ganado la fama de traicionar a sus acompañantes de correrías. Cada uno de ellos con su personalidad bien definida, pero con un elemento en común: la golfería y los deseos de escapar de la realidad social que les ha tocado vivir, a todas luces hipócrita, además de evadirse del penal donde han ido a parar. Más que sus malas artes, el descubrimiento de estas es lo que les ha hecho converger dentro de los muros de una prisión que, como Alcatraz, se encuentra completamente aislada, aunque esta vez, a causa del desierto y no del agua.


Hay en El día de los tramposos algo de la sana alegría vitalista que despliegan títulos como La ingenua explosiva (Cat Ballou, Elliot Silverstein, 1965), También un sheriff necesita ayuda (Support Your Local Sheriff, Burt Kennedy, 1968), La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, Joshua Logan, 1969), El club social de Cheyenne (The Cheyenne Social Club, Gene Kelly, 1970) o la admirable La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, Sam Peckimpah, 1970), a los que se acoge sin problema y de los que forma parte. Sin embargo, el productor y realizador Joseph L. Mankiewicz (1909-1993), siguiendo las pautas del magnífico guión firmado por David Newman (1937-2003) y Robert Benton (1932), no se contenta con la dimensión lúdica, que la hay, sino que ahonda en la naturaleza perversa de sus villanos (en la doble acepción etimológica del término: bellaquería y sagacidad pueblerina).

Entre los huéspedes de la prisión también se halla el personaje del Niño de Misuri, The Missouri Kid (Burgess Meredith), un anciano penado que lleva más años en la cárcel de los que puede recordar, y que es considerado por Paris -que siempre parece disponer de la palabra justa a tiempo-, como el ladrón de trenes más genial del mundo. Entre todos, forman un lustroso atajo de perdedores y desafortunados. O como en algún caso, “torcidos” irredentos. Personajes que malviven pisando el polvo o mordiéndolo.

A todos ellos trata de “embridar”, con su novedoso método de inserción, el flamante alcaide Woodward Lopeman (el excelente Henry Fonda), al punto de que, antes de acudir a su nuevo puesto, siendo aún el responsable de la seguridad de un pueblo, ha tenido un ataque de buenismo tratando de, con la mejor de las intenciones, prender a un forajido apartando su revólver, y en consecuencia, siendo abatido por el energúmeno. La intencionalidad del episodio está bien clara, y es fiel reflejo de la terrenal fábula del escorpión y la rana, de la que se nutre toda la película.


Varados en una prisión solitaria en medio de la nada desértica, el sheriff Lopeman no es una excepción a esta humana disquisición, aunque su naturaleza es mucho menos mezquina. Antes de hacerse cargo del presidio, a muchas millas de distancia, ha recibido el menosprecio de sus conciudadanos y de las fuerzas vivas. Existe un plano espléndido que parece inocuo cuando esto sucede. El que muestra a Lopeman mirando de reojo el rótulo de un establecimiento financiero.

El anterior alcaide, Francis Warden LeGoff (Martin Gabel), ha sucumbido en una revuelta. A todos nos une el hecho de que nos gustaría estar en otra parte, había asegurado a los nuevos reclusos durante su escueta bienvenida. No soy un hombre feliz, añadirá después.

Es este un confinamiento no exento de algunas vejaciones, hasta la llegada de Lopeman, que incluyen el contemplar las ejecuciones, los envites “amorosos” del guardián Skinner (el veterano Bert Freed), o la connivencia con el carcelero Tomasini (Alan Hale, Jr.), proveedor de la harapienta casa, de todo tipo de artículos, como cigarrillos y chocolatinas, previo pago de su importe. Bandidos de siete suelas a ambos lados de la ley. Pero como asegura el anciano Kid, de forma tan metafórica como material, no hay medio de salir de aquí. A partir de entonces, tan solo queda planear la huida.

El dinero que robó Paris a la familia Lomax no ha sido recuperado. Salvo el interfecto, nadie sabe dónde lo ha ocultado (el lugar puede ser tenido como otra sardónica alegoría). Se trata de una suma nada despreciable, aunque los métodos empleados para hacerse con ella sí lo fueran: quinientos mil dólares de la época (inicios del siglo XX). Esta información es lo que le da a Paris el poder.


Relato ejemplarizante de unos devenires cómicos y dramáticos a la par, perforados por la fotografía de Harry Stradling Jr. (1925-2017), los dardos de Mankiewicz caen dentro de la esfera del protestantismo más puritano, y de esa doble vara de medir de los poderes mediático y judicial al servicio del que manda. Máxima centrípeta que podríamos resumir así: cuando alguien se dirige a ti, lo más probable es que desee pedirte algo. Una red de intereses que se ahogan en la tina del lugar común y la más desmedida ambición.

La estupenda psicología de los caracteres, la progresión dramática, sin perder la disposición de ánimo (como la imagen de las tiendas de campaña del ejército, dispuestas fuera de la prisión tras la primera refriega), son aspectos estructurados siempre a través del diálogo y la imagen, que Mankiewicz no fue únicamente un ejemplar dialoguista. De este modo, el realizador se las apaña para que sintamos cierta simpatía hacia este racimo de deshonestos -unos más que otros-, pero sólo hasta un punto.

Por su parte, parece que Lopeman traslada su buenismo a su nuevo puesto, pero ocasión tendremos de averiguar que sus aspiraciones -bendecidas por la caprichosa fortuna-, acaban siendo otras. El antiguo sheriff puede haber quedado impedido de una pierna, pero no de su espíritu renovador. Entre tanto, se emprenden una serie de reformas en la cárcel, que incluyen la presencia de un médico en el centro, el doctor Loomis (Bart Burns), o el nombramiento de Paris como bien dispuesto capataz, mientras la posible fuga va tomando abrasador cuerpo.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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