Para el sábado noche (XCIX): Vestida para matar, de Brian de Palma

01 noviembre, 2020

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En una lista de “las diez mejores bandas sonoras de la década de los ochenta”, es seguro que incluiría la composición de Pino Donaggio (1941) destinada a Vestida para matar (Dressed to Kill, Filmways, 1980); y si fuera por orden cronológico iría la primera. La escena inicial de la ducha no es tan solo un claro homenaje a su “homónima” de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), es además, una ensoñación que aúna intimismo, anhelos insatisfechos -o satisfechos en la imaginación- y sensualidad potenciada por la música. Todo lo contrario del plano en la cama que Brian de Palma (1940) introduce a continuación, rutinario y carente de deseo. Un mero trámite.

Quien está en la ducha, expuesta a todo tipo de inclemencias, es Kate Miller (Angie Dickinson), ama de casa -poco más sabemos de ella- que se halla en la franja de la mediana edad. Kate recibe ayuda emocional del doctor Robert Elliott (Michael Caine), un psiquiatra comprensivo con sus pacientes. De hecho, Brian de Palma, autor también del guión, siempre estuvo muy vinculado a la escenificación de los entresijos de la mente, y hoy tendría el terreno incluso más abonado que entonces, habida cuenta de la cantidad de gente tratada que existe. La mujer está casada, pero como ya se ha visualizado, con el marido las cosas no van bien. Estamos en el ámbito de quiénes somos y cómo nos proyectamos.

Hasta la vanidad de un médico tan centrado como es Elliott queda reflejada en un espejo, cuando Kate procede a insinuarse. Una incitación que se traduce, igualmente, en determinados movimientos envolventes con la cámara. En este sentido, De Palma sabe transmitir la textura de un tapiz elaborado de forma y fondo, en consonancia con los grandes cineastas del pasado. Lo que nos conduce a la portentosa secuencia en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, regocijo visual que se alimenta de la espléndida instantánea expuesta en Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958). No obstante, quiero dejar bien sentado que el realizador no se limita a copiar, sino a crear en torno a las representaciones clásicas. A estas alturas, pienso que son pocos los que siguen cayendo en este tópico error.

En el museo, Kate ejerce de espectadora, incidiendo así en la idea de que todos nosotros somos voyeurs, en distinto grado o dadas las circunstancias. En este teatro del mundo, nuestra protagonista entabla contacto visual con Warren Lockman (Ken Baker). La seducción se materializa. Pero es tortuosa como la vida misma.


Los polos se atraen o se repelen. O ambas cosas; parece cuestión de tiempo o alternancia. Ante las pinturas de la pinacoteca, Kate anota sus impresiones (simbólico-culinarias) en una agenda. Está interactuando. Anteriormente, en la ducha, ella imaginaba el “asalto” de un sujeto varonil. Queda bien establecido que todos poseemos otra personalidad, o personalidades. En ocasiones las mostramos a algunos, no necesariamente a los familiares más cercanos, ya que a veces elegimos a extraños.

En este deambular de la mente, el bellísimo y enigmático acompañamiento musical es pieza de cohesión, que incardina una trama de intriga psicológica, pero de orden criminal y policiaco. Lo que incluye las salas del referido y renombrado museo como un escenario donde poder ligar. Ahí podemos ser observadores de quien nos observa, como luego le sucederá a un impertérrito taxista. Hasta los cuadros le devuelven la mirada a Kate, sentada en una de las salas. Claro que también se pueden alterar los polos y pasar de ser cazadores a presas.

Insatisfecha en un mundo que ofrece muchas posibilidades, los más variados estímulos, Kate aprovecha la ocasión. Aunque todo esto no tendría el mismo interés sin la traducción a imágenes del personalísimo director, sin su impronta visual (los realizadores actuales me resultan bastante menos fascinadores, aunque sí más alambicados y tecnologizados). De forma sintomática, De Palma no fracciona el plano que enlaza a Kate con el tipo casual que le aguarda en un taxi, sino que lo sostiene para vincularlos y mostrar de pasada a otra figura entre los dos. Lo mismo da que ahora las relaciones se articulen por medio de Tinder y no en un museo, o que nos comuniquemos por WhatsApp en lugar de valernos de un bloc de hotel para dejar una nota, las situaciones y descompromisos no han variado.


Cuando un crimen que implica a todas estas personas se comete, entra en escena el teniente Marino Morrison (Dennis Franz). Por su parte, el hijo de Kate, Peter (Keith Gordon), también despliega sus recursos para averiguar qué es lo que ha sucedido. Emprende una investigación paralela e in situ, por su cuenta y riesgo. A su modo, también lo hará Liz Blake (estupenda Nancy Allen), que ejerce la prostitución a través de una agencia de acompañamiento. Ella estaba presente cuando se perpetró el asesinato, en otra secuencia apresada en el tiempo -las mentes- de los protagonistas.

La plasmación de la historia se beneficia, así mismo, del espléndido aprovechamiento del formato en cinemascope. Por ejemplo, durante el interrogatorio del teniente a Elliott, en las dependencias de la policía, donde se establece una comunicación en virtud de las miradas -y otros dispositivos de escucha-. Incluso de forma humorística, en el restaurante donde Liz explica a Peter los vericuetos de la sexualidad humana.

A partir de ahí, unos se espían a otros. Legal, intuitiva o lúdicamente (por el placer de matar). Peter lo hace vigilando a los pacientes de Elliott. Al fin y al cabo, uno de ellos puede ser un asesino. Y en efecto, el doctor da la impresión de estar protegiéndolo, aunque por los motivos menos sospechados. Al acecho también anda la policía, el asesino que le sigue la pista a Liz, o el doctor Levy (David Margulies), integrante de un sanatorio mental, respecto a otro de sus pacientes, apodado Bobbi (sic).


Brian de Palma emplea otros recursos igualmente efectivos, como la pantalla dividida, con objeto de simultanear algunas de las acciones de sus personajes. Esta exposición denota el estado de vidas paralelas de los mismos. Argumentalmente, son recorridas y hasta barridas por los roles sexuales; dichos, más que puestos en entredicho.

El inspirado realizador recurre además a unos expresivos primeros planos de Kate o Liz. Esta última es partícipe de una segunda ensoñación, en la misma ducha con que se abría la película. Precisamente, cuando más desprotegido parece estar uno, sin la ropa.




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