El Wendigo y otros relatos extraños y macabros, de Algernon Blackwood

25 septiembre, 2020

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¿No le ha pasado nunca que una reflexión pertinaz le ha impedido concentrarse en la página de un libro o en la música que estaba escuchando? A los personajes de Algernon Blackwood (1869-1951) también les sucede. Siempre parecen tener algo metido en la cabeza, y la mayoría son incapaces de aplicarse en la “lectura” de sus quehaceres ordinarios. La causa es que se han adentrado en el ámbito de lo extraordinario.

En palabras del autor, es algo así como estar poseído por un sentimiento vago y sombrío. Una apreciación puesta en boca de uno de los personajes de Los sauces, narración incluida en el volumen recopilatorio El Wendigo y otros relatos extraños y macabros (The Wendigo, Valdemar Gótica, 2020). A lo largo de los mismos, Blackwood desgranará, con epítetos inefables, abstractos e intercambiables, esta inconcreción e indefensión por parte de sus protagonistas.

La selección comienza con el joven Jim Shorthouse y su tía Julia investigando El misterio de la “Casa Vacía” (las comillas son mías), una de esas típicas edificaciones que han adquirido el rango de encantadas. Ella es aficionada a las investigaciones metapsíquicas, aunque no es una profesional. En este relato inicial, observamos que Blackwood sabe crear muy bien el ambiente, disponiendo con etérea precisión la inquietante e inasible puesta en escena. Los pasillos y las vacías habitaciones parecían reproducir los ecos de innumerables pisadas, roces, siseos y murmullos apagados. Jim Shorthouse también posee percepciones psíquicas de una naturaleza poco común, como habrá ocasión de comprobar en el posterior Un caso de oídas.


Casi todos los relatos responden a consideraciones personales y psicológicas por parte de los narradores y, por lo general, protagonistas del suceso. Suelen ser sensitivos (declarados o no) en un mundo de múltiples estímulos que se abren a sus sentidos por primera vez. Valga como ejemplo contundente el joven estudiante que permanece aislado en una isla. Aislado, pero no solo; digamos que sin más compañía física (Una isla encantada).

Esta será la “fatídica” tónica general de cada caso en particular, de tales personalidades sensitivas que perciben más allá de lo que de ordinario advertimos los demás. Lo que los convierte en un espectador ligado más al plano psíquico que al material (Op. Cit.).

Junto a esta captación del entorno, también es característica de las presentes narraciones estimulantes el sostenimiento de una tensión cimentada en la incertidumbre, la duda ante los acontecimientos o percepciones, reales únicamente para el que las capta. Los hechos se manifiestan más que se plasman. Al menos, en lo que a nuestra parte consciente se refiere. Quedan a la interpretación y resultan un desafío, aunque dicha interpretación exige y permite un análisis científico que no es posible llevar a cabo (de ahí la naturaleza extraña –no necesariamente alucinatoria- de dichas manifestaciones). Mi estado psíquico no era en absoluto normal, declara el protagonista de Una isla encantada.


Por su parte, el concienzudo estudiante de medicina Marriot está preparando un examen muy importante cuando recibe la inesperada visita de un conocido, un camarada de cara pálida y ojos extraños, en su piso solitario. Es este un inquietante reencuentro con un amigo de la infancia que parece estar como en otro mundo (Cumplió su promesa).

De nuevo Shorthouse, el investigador paranormal, junto a otro ayudante que en esta ocasión hace de narrador, emprenden un trabajo de campo en el interior de un granero encantado. Es este un espacio que, en principio, nos resulta algo alejado de este tipo de experiencias, pero que por eso mismo recuerda que la expresión extrasensorial se puede dar -y de hecho se da- en cualquier escenario, por poco glamuroso que parezca. En el edificio habita una fuerza malévola y terrible que impele al suicidio. Además, señala el investigador otro detalle primordial: las experiencias ajenas nunca aportan un relato completo. Máxime cuando solo unos pocos son capaces de advertir esa otra realidad.

En esta misma línea, el cuento Con intención de robar es interesante porque demuestra que ni los propios investigadores quedan libres de sucumbir a las fuerzas insidiosas del mal.

Por lo tanto, no es de extrañar que, en Un suceso en una casa de huéspedes, las experiencias de estos personajes se establezcan en torno a un inconcreto poso de emociones de difícil transmisión, una retahíla de intuiciones certeras y fuerzas extrañas. En suma, una sensación de miedo y desconfianza, que se alterna energéticamente de párrafo en párrafo. La descripción psicológica de este proceso acompaña a los correspondientes personajes a lo largo de todo el itinerario físico y mental.


Lo mismo podemos decir de Un suceso en el campamento Skeleton Lake, donde acampa una sensación indefinida de horror y desconfianza (un crimen entre los campistas de un pantanoso bosque). También en pleno contacto con la naturaleza agreste están los protagonistas del anteriormente citado Los sauces. Despertando la curiosa y desagradable sensación de haber traspasado las fronteras de un mundo extraño en el que éramos simples intrusos. Una idea que hunde sus raíces en la personificación de los referidos árboles. Que estos latan a un nivel energético distinto al nuestro no los priva de consciencia. El alma de ciertos lugares, al menos para algunas personas sensibles, es muy real. O… era como si estuviese contemplando la materialización de las fuerzas elementales de este territorio primigenio y embrujado.

En efecto, los personajes de Algernon Blackwood son personas especialmente sensitivas, que además entroncan con otras vidas pasadas, para su gozo o pesar. Vidas propias que parecen ajenas. Una sensación continua que se perpetua en distintos estratos temporales, en lo que es un entretejido mosaico impresionista de imágenes -visiones- y sonidos (de la mente, que es como vemos, oímos y entendemos). Uno de nosotros tiene que haberlo hecho, y desde luego no he sido yo, trata de concretar uno de los cazadores campistas, intentando apresar aquello que escapa al raciocinio. Se trataba de algo nuevo, desconocido, que la palabra sobrenatural definía a la perfección.

Y hemos de tener en cuenta que el fallecimiento no es para Blackwood necesariamente el final, sino un tránsito. Una (in)certidumbre con la que poder especular. Uno no puede cambiar por el hecho de que el cuerpo haya partido (…) pero lo que yo digo significaría un cambio radical, la pérdida de la esencia individual (Op. Cit.). Algo que resulta peor que la muerte misma.


Y que se enfrenta con los pilares más firmes de algunos de los personajes. Como le ocurre al tío escéptico y racionalista del protagonista de El Wendigo, poseedor de la jerga psicológica de rigor. En esta narración, el doctor Cathcart, el indio Hank y el joven Simpson, sobrino del primero, parten en pos de su guía canadiense, misteriosamente desaparecido. El Wendigo es la personificación de la llamada de lo salvaje (…) te llama por tu propio nombre. Este ser es la ¿viva? representación de las naturalezas indómitas de un universo primigenio. Por eso, quien contempla al Wendigo, pierde la razón (con todo lo que este vocablo conlleva; puede que incluso la vida). Al fin y al cabo, una cosa era oír hablar de los bosques primigenios, pero otra bastante distinta verlos.

El proceso de locura-posesión por parte de otro huésped humano nos en narrado en forma de diario en El que escucha, título lovecraftiano que también nos remite a anteriores trofeos como El gato negro (1843) de Edgar Allan Poe (1809-1849); del mismo modo que contiene atisbos sincrónicos de Arthur Machen (1863-1947) y Ambrose Bierce (1842-1914). Nunca había percibido un olor así, y no me es posible describirlo. Una vez más, la inefabilidad de la experiencia.

De vuelta al espacio ocupados por la fauna y la flora, nos adentramos en un bosquecillo que parece estar vivo en Luces antiguas. En este cuento, un cazador penetra en el sagrado -para los indios- Valle de las Bestias, para dar caza a un alce prodigioso. Pero el dios del valle “lo atrapa”, y el sujeto cambia de parecer respecto a la autenticidad de lo que hasta ahora ha tenido por una simplona leyenda. Un argumento que me recuerda vagamente a lo expuesto en la apreciable El desafío del búfalo blanco (The White Buffalo, J. Lee Thompson, 1977).

Siguiendo nuestro recorrido, otro joven se siente atraído por una hermosa muchacha en un concurrido baile. El problema está en que sólo él la puede ver (El baile de la muerte).

En La víspera de la fiesta de mayo el arranque es magnífico. El protagonista, que es médico (un médico materialista, en sus propias palabras, definición extensiva a muchos), se muestra muy ufano porque le va a enseñar a un amigo folclorista, amante del misterio, un sesudo libro de esos que rebate todas las ideas ocultistas; que “demuestran” que el ámbito de lo paranormal y esotérico son mera charlatanería. La demostración será espuria, huelga decirlo. En una casa apartada, al otro lado de las colinas, ambas vertientes se verán las caras. Incluso antes de llegar a la mansión campestre de su amigo, en plena naturaleza (esta vez de “apacible” estampa), se produce el encuentro con lo insospechado.


Pero los sentimientos expuestos no se refieren con exclusividad a la percepción de lo inhabitual. Y, en cualquier caso, esta captación es bidireccional. Lo revela un fantasma que demanda algo tan inusitado como un poco de amor (también físico) en El cuento de fantasmas de la mujer, para así poder pasar de plano o dimensión. No está mal traída la idea. Una simbiosis poética y física se da igualmente en El embrujo del mar, donde un viejo marino se funde con las olas ante sus amigos como testigos. Línea argumental que se completa con la personificación psicológica que padece un pintor hacia el elemento fuego que ha arrasado un bosque, en El incendio del páramo.

Abundando en ello, hallamos a una institutriz especialmente sensitiva en Transferencia, donde de nuevo la angustia, las sensaciones, anteceden al hecho en sí. En este caso, se trata de la aprensión que siente hacia otra persona, e incluso a un espacio físico (un trozo moribundo de jardín y su relación con un niño), a lo que se une la visión que anticipa un asesinato (gracias a lo cual, este podrá ser evitado). Un fenómeno que, como antes les sucedía a otros personajes, tan solo contempla la protagonista, y que, rizando el rizo, tiene su correspondencia en Cómplice, centrado en la indagación sensorial de otro crimen, esta vez, perpetrado -no en potencia-, en un hotel de montaña. Como podemos observar, los relatos están interconectados por una suerte de red invisible.

A continuación, otro niño incursiona en la zona crepuscular de la mansión victoriana en la que vive, en el relato La otra ala. Si el anterior chiquillo no disponía de la capacidad necesaria para percibir el peligro, o no la había desarrollado, este sí la posee, como sucede con muchos niños.

Ítem más. En El ocupante de la habitación, un profesor que llega a su nuevo destino en una población alpina, experimenta las turbaciones mentales de otra persona (ocupa la habitación de una turista desaparecida y una fuerza ajena se vale de él). Hasta los objetos se ven impregnados de esta magnitud esotérica. Así, en La bolsa de viaje, el objeto en cuestión ha sido empleado por un asesino para esconder los pedazos de su víctima. La dificultad estriba en que un joven abogado la ha confundido con su nueva maleta de viaje…


Considero que El hechizo de la nieve es la obra maestra de las contenidas en este volumen. El protagonista se siente en comunión con la naturaleza, al punto de no desear en exceso la claudicante y en parte obligada compañía de otros semejantes (de eso que se llama vida social). Un estar con uno que nada tiene que ver con la soledad forzada, por mucho que se empeñen los ecuménicos de costumbre. Por eso se decide a dar un paseo nocturno por las inmediaciones de la villa alpina donde ha acudido, con objeto de escribir un libro con tranquilidad y disfrutar de alguno de los deportes de invierno. La naturaleza, a primera vista impertérrita, es aquí sentida como un prodigio que crecía alrededor de él como una presencia, matizada por un instinto tumultuoso y pagano que alimentaba su propia sangre. El caso es que el visitante traba contacto con una misteriosa mujer.

Como podemos comprobar en el presente volumen de relatos, para Algernon Blackwood la naturaleza es un ente vivo, orgánico, que evoluciona por medio de nuestros sentidos. Una presencia que se manifiesta en toda su extensión.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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