Peyton Place, de Grace Metalious, y adaptación Vidas borrascosas, de Mark Robson

25 julio, 2020

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Un año, a principios de octubre, el veranillo de San Martín llegó a una ciudad llamada Peyton Place (Parte I: capítulo 1). Este pueblo se halla situado en el norte de Nueva Inglaterra, EEUU. Como anécdota simpática -y puede que hasta posteriormente intencionada- hago notar que la avenida principal de Peyton Place se llama Elm Street.

De John Dos Passos (1896-1970) a Camilo José Cela (1916-2002), el retrato emergente de unas vidas que se entrecruzan en un espacio de contornos físicamente definidos, pero anímicamente polimorfos, ha enriquecido la literatura -también el cine- como un género en sí mismo. Aquí es donde encaja una novela como Peyton Place (Íd., 1956; Bruguera, 1982; Orbis, 1983; Blackie Books, 2010-2019) de la escritora estadounidense Grace Metalious (1924-1964). Una novela al estilo de las creaciones de Elizabeth Gaskell (1810-1865), Katherine Anne Porter (1890-1980), Eudora Welty (1909-2001) o los relatos de Flanney O’Connor (1925-1964). Incluso de Carson McCullers (1917-1967), por citar esta vez solo autoras femeninas.

Después de leerla, diría que un gélido y calculado sarcasmo es la columna vertebral de los relatos entrelazados en esta ficción realista, ya sea al referirse a las distintas congregaciones religiosas o a los ancianos que vegetan como si formaran parte del paisaje (I: 1).

Grace Metalious expone muy bien la psicología de tan dispares pero avenidos personajes, sin por ello convertir el contenido narrativo en una inacabable digresión discursiva o conductista. El sustrato es un mundo inmovilizado por los moldes que rigen en Nueva Inglaterra (I: 2). Aparte del narrador omnisciente, existen otras voces que actúan como observadores de lo que ocurre, como la señorita Elsie Thornton, la maestra de escuela. Le parecía estar librando una batalla perdida contra la ignorancia (I: 2). Es este un punto nuclear al que luego regresaré.

De forma similar, la joven Allison MacKenzie es el carácter introspectivo, la que atesora un mundo propio y no se acopla a los parámetros modales habituales. La que sabe que no encaja, pero nunca se aburre; poseedora de un rico universo interior del que se vale para (sobre)vivir.

Prevalecen este tipo de personajes como un hilo conductor frente a la previsibilidad del resto. Como todo camino interior, este transcurrir no queda exento de momentos ingratos. En algún lugar del camino que le conducía a la madurez, [Allison] había perdido la sensación de ser amada y de pertenecer a un estrato determinado del mundo (I: 3). La muchacha se precave contra los demás desde muy temprana edad.

Grace Metalious
El escenario es un lugar hermoso, sin duda, con prosapia e historia, habitado por las contradicciones, noblezas y miserias de los seres humanos. Y en efecto, vamos asistir a sendos elementos. Para unos, el espacio será un apartado refugio; para otros, no hay refugio que valga cuando se huye de uno mismo. Únicamente aquí, en la colina, podía Allison estar segura de sí misma y satisfecha (I: 3). La madre -Constance Mackenzie- era de carácter demasiado frío y práctico para comprender a una niña tan sensible y soñadora (I: 4). Pese a todo, los disparejos caracteres no sirven para quebrar los lazos paternofiliales, en este caso, como sí ha lugar en otros. Madre soltera (pero que ha hecho creer a todo el pueblo que es viuda), a Constance le gustaba vivir sola (I: 4). Ha decidido dejar aparcado el sexo; en definitiva, toda relación con los hombres.

En el estrato más ruinoso de estos últimos está Lucas Cross, personaje con el que el naturalismo desborda los márgenes realistas de la novela (I: 7). El hecho es que los protagonistas raramente se entienden los unos a los otros. Con excepciones; o mejor dicho, por etapas. De las cuales, la pubertad es una de las más problemáticas, sino la que más. Tampoco falta el demoledor retrato de la típica -por desgracia- madre sobreprotectora, manipuladora e hiperestésica, respecto a su hijo y el mundo que le rodea. En esta ocasión, las figuras responden a los nombres de Evelyn y Norman Page. Evelyn establece una relación de dependencia con el hijo que a la larga es letal, pero que ciertamente contaría con el beneplácito de algunos psicólogos (I: 17). Luego está el escenario físico y estacional al que hemos aludido. Y una ubicación temporal que comienza siendo incierta, pero que se va concretando a través de pinceladas diseminadas. Por ejemplo, con la presencia del sonido de Glenn Miller (1904-1944) (I: 12), una referencia al año 1937 (I: 27) o a la mala época del año 39 (II: 15).

Selena Cross, hija de Lucas, es el personaje pivotal. Nos es mostrada físicamente como una persona muy desarrollada para su edad, y aunque aún sigue siendo una niña, poseía toda la sabiduría de la pobreza y la desdicha (I: 8). La muchacha se haya en el tránsito de los trece a los catorce años, en la primera parte de la novela.

Ilustración de una población en los años 50
Luego, como sucede con las estaciones, sobreviene la segunda parte (de las tres que se compone el libro). Han transcurrido los años. Para los adultos apenas supone nada. Para los chicos que pasan a la adolescencia mucho. Tal es el caso de Allison, que entabla amistad con el enfermizo Norman Page, después de que Selena haya decidido salir con el bondadoso Ted Carter. Ellos también tratan de escapar de esa sobreprotección que se cimienta en la idea de los hijos como posesión material y mental de los padres, lo que en el caso de Selena adquiere visos especialmente trágicos. Con ello nos sumergimos en la corriente más naturalista de la novela. Así, la transgresión delictiva que acontece es un acto frontalmente derivado de la indigencia mental, más que de la pobreza física, aunque ambos vayan de la mano. La incultura y la mala fe, junto a la inédita descripción de determinadas situaciones escabrosas, confieren al libro una pátina de escandaloso o polémico. Hoy no nos sorprendemos, porque apenas queda nada de qué sorprenderse, pero la fuerza de algunas imágenes permanece intacta. Como la perduración de las ruindades o las bondades de los seres humanos (el retrato de algunas madres es especialmente perturbador, como ya he dicho). En este sentido, Lucas Cross es el epítome de todas las flaquezas, vulgarismos y atrocidades que se perpetran en el nombre del más inculto embrutecimiento.

A lo que se suman, salvando las distancias, las psicologías de Rodney Hamilton y Betty Anderson, durante su cita y posterior encuentro sexual en el campo (II: 12). Y también la del padre del primero, Leslie Harrington, otro consentidor de vástagos (II: 13).

Personificación de todo el conjunto de la población, cual ente orgánico, cuando Peyton Place vio al joven Ted Carter andando por Elm Street, una calurosa noche de julio, con una caja de bombones debajo del brazo, en dirección al hospital donde estaba su novia, le aprobaron y aplaudieron (II: 7). En el reverso formal, que no temático, el proceso de cómo se extiende un chisme es tan severo como divertido (II: 14).

Esta y las siguientes imágenes pertenecen a la adaptación cinematográfica
Pero Allison, Constance, Ted o Selena no son los únicos caracteres con determinación y progresiva responsabilidad. A Peyton Place llega Thomas Makris, que va a ser el nuevo director del instituto. Procede de Nueva York, y es un hombre apuesto y decidido. Su primera impresión del municipio es que se trata de un lugar cansado y aprensivo (II: 15).

Razón no le falta. En la novela también asistimos al proceso mental del suicidio de uno de los protagonistas (II: 15); una situación que se resuelve en la película de forma más sorpresiva (pero tan eficazmente como en la novela). Es cuando aquello que llevamos dentro sale a la luz. De esta forma, Constance Mackenzie acaba por confesar su desafortunada experiencia vital a la hija, de forma poco ortodoxa, pues esto ocurre durante una violenta discusión (II: 16). Por contraste, que al fin y al cabo así es la vida, el enfrentamiento entre las dos confesiones religiosas por el entierro del personaje antedicho (Nellie Cross) se resuelve con implacable gracia.

La madurez también atenaza a Norman Page, aunque el desprejuiciado humor lo sorprende actuando de voyeur de la señorita Hester Goodale, la “loca del pueblo”, mientras esta lo es del matrimonio Card (II: 18). Una actitud o patología que se ramifica a modo de unas muñecas rusas. Tratando de huir de esta senda marcada, Allison y Norman fingieron que eran Robinson y Viernes, pero después decidieron que ambos eran Thoreau (1817-1862) (II: 15).

En la tercera parte han transcurrido cuatro años más. Estamos en la horquilla 1943-44. En concreto, en octubre de 1943, donde se repite la situación del arranque de la novela. El ciclo ontológico parece haberse quedado estancado, pero no: Paul Cross, hermano mayor de Selena se ha casado y regresa a la chabola familiar para echar una mano a la muchacha y a su hermano menor, Joey. La guerra no había producido muchos cambios en Peyton Place (III: 4). Aunque sí el paulatino mal comportamiento de los alumnos de la señorita Thornton durante la contienda (III: 1). De una manera u otra, todos los personajes van a quedar marcados por unas circunstancias históricas o personales, incluida la pérdida accidental -no en combate- de algún miembro físico.


El relato psicológico se hace extensivo a los roles “de soporte”, como el dueño del periódico local, Seth Bushwell (III: 3) o el propietario de las fábricas Cumberland, el referido Leslie Harrington. Dos procesos se ponen en marcha al inicio del segmento final. El pleito contra este último, que nos es narrado en flashback, y el juicio de un asesinato del que tampoco ofreceré más detalles, que se da a tiempo real.

Al final, no se trata de lo-que-las-campiñas-esconden, sino de lo que la incultura e ignorancia están haciendo de forma paulatina en el grueso de una población (y empleo el verbo en presente con intención). Sin embargo, Metalious deja un margen para esa compasiva pureza a la que nos referíamos al principio, en forma de una justicia aún no contaminada (o lo suficientemente alejada de los resortes del poder), como un elemento de libertad primordial que, cuando falla, hace que se venga abajo todo el sistema, por muy democrático que se pretenda. Así lo ponen de manifiesto dichos procesos judiciales, o la muerte ciertamente inesperada de uno de los protagonistas en un accidente de tráfico, episodios que son el contrapunto de otros sucesos humorísticos bien traídos, como el de la congregación evangélica de Pentecostés que confunde al borracho de Kenny Stears con un profeta (!) (III: 5). O el hecho de que el infortunado Norman Page regrese de la guerra convertido -nunca mejor dicho- en un héroe de pega (III: 6).

Cierto que el escenario de los acontecimientos es un lugar tan idílico como Peyton Place, pero Grace Metalious no cae en el error de contemplar las grandes urbes como islas salvíficas. De hecho, Allison regresa asqueada de su experiencia en Nueva York (III: 11). Su futuro como escritora ha quedado establecido en el último de los capítulos del libro, algo que la autora retomará en su secuela Retorno a Peyton Place (Return to Peyton Place, 1959).

Como observa el ya integrado Thomas Makris, no es más que una ciudad como cualquier otra. Tenemos nuestros personajes, pero también los tiene Nueva York y cualquier otra ciudad, grande o pequeña (III: 13).

Los títulos de crédito iniciales de Vidas borrascosas (Peyton Place, Twentieth Century Fox, 1957), están compuestos por una serie de estampas del lugar que parecen congeladas, hasta que las puebla la palabra. En concreto, la voz en off de Allison MacKenzie (Diane Varsi), puesto que estamos en un relato en retrospectiva. Una buena solución por parte del realizador Mark Robson (1913-1978) y su excelente guionista John Michael Hayes (1919-2008), que les permite jugar con los pasajes y las elipsis necesarias en toda trasposición cinematográfica. El envoltorio de estas pasiones y encontronazos no pudo ser mejor fotografiado por William C. Mellor (1903-1963).

Tras estos créditos y una breve presentación de Allison -que irá punteando el relato de forma poética en contadas pero adecuadas ocasiones-, otra llegada se produce. Es la del aspirante al puesto de director del instituto, Michael Rossi (Lee Philips). Personaje que, recordemos, respondía al nombre de Thomas Makris en el libro. Desconozco las razones de este cambio, salvo que el apellido italiano refuerza con mayor claridad los ascendentes foráneos -y por lo tanto innovadores- del personaje. Antes de la entrada oficial al pueblo, representada por un cruce ferroviario y el cartel que da la bienvenida a los visitantes, ya quedan bien establecidos visualmente los dos mundos que están condenados a cohabitar en Peyton Place. El del pueblo en sí, y el de las chabolas de la Depresión. El año es el de 1941.


Al igual que en la novela, Constance Mackenzie (una certera Lana Turner) regenta el establecimiento de modas The Tweed Shop. Su hija Allison, sin embargo, se muestra desenvuelta desde un primer momento y comienza a hacer uso de su imaginación. Me gustaría ver mundo, comenta. Una perspectiva que se intensifica con el comentario de Rossi acerca de que las cosas que no podemos ver son importantes. Rossi realza el papel de la educación, defiende que los alumnos dispongan de sus propios ideales -y no de ideales impuestos-, pero matizará su postura en lo referente a la conveniencia de aprender datos históricos o biográficos. No en vano, con este personaje se tratan varios puntos esenciales. Por ejemplo, Rossi viene con métodos progres de implantación “ética” por vía de la enseñanza. Algo que le recrimina Constance, que no cree que la escuela deba suplir el papel de los progenitores.

Otros capítulos del libro quedan bien establecidos en la película. Como son el cumpleaños de Allison, el “viaje” de esta y Norman a la cima de la colina, el baile de Graduación o la confesión firmada por Lucas Cross (Arthur Kennedy) al doctor Matthew Swain (Lloyd Nolan) (II: 6).

De igual modo, asistimos a la esperanzada relación entre Ted Carter (David Nelson), que desea ser abogado, y Selena Cross (Hope Lange), la cual se dispone a esperarle el tiempo que sea necesario. El cambio de look de Selena es llamativo. Pasa de ser una muchacha morena a la perfecta WASP -sin menosprecio de la actriz que lo interpreta-, aunque no por ello, hay que decirlo, el personaje se ve afectado en su deriva original. A su vez, destaca la vocación de escritora de Allison o la honradez del citado doctor Swain.

Por su parte, Norman Page (Russ Tamblyn) es un muchacho sometido, pero en absoluto enfermizo (su “enfermedad”, en todo caso, es mental, debido a ese sometimiento a la madre [Erin O’Brien]). En los apartados más escabrosos de la novela, como es un aborto, sí se aprecia cierta ambigüedad expositiva, pero a la larga beneficiosa. De tal modo que cabe preguntarse si el hecho traumático ha sido natural, debido a una caída, o si se trata de una acción premeditada. Lo cierto es que caben las dos posibilidades -la del libro, intencionada, y esta otra-, lo que, en el fondo, termina siendo un acierto.


Del mismo modo sucede con los honores dispensados a Norman Page, un asunto que no se aborda de igual manera que en el libro, si bien, aunque el personaje queda dignificado en la pantalla -menos hundido que en la novela, si se prefiere-, no por ello deja de padecer sus desdichas. Al igual que Rodney Harrington (Barry Coe), personaje más honroso en la adaptación (no sé si “humanizado” sería la palabra correcta: los viles también lo son). Siguiendo en esta línea, el padre de Rodney, Leslie (el estupendo Leon Ames), acabará por acercarse más a la novia del muchacho, Betty Anderson (Terry Moore). Son personajes a los que el libro les tiene reservado un destino distinto, menos noble, o puede que más despiadado. Eso sí, todos ellos son los representantes de una juventud sesgada por la guerra y el dominio familiar en ambos formatos. Al punto de que, en la traslación, otro de los protagonistas principales llega a confesar un delito, en lugar de descubrirse, tal cual queda expuesto en la novela, sin que por ello se altere el propósito y resultados de la narración previa (por el contrario, se aligera).

En toda la película destacan los interiores en tono pastel, sin apenas color. Por eso, cuando Constance reaparece ante Michael Rossi con un restallante vestido de color rojo, la circunstancia de lo que esto significa no pasa desapercibida al espectador. 

Otra diferencia respecto al original la hallamos en el hecho de que Rossi no está presente cuando Constance descubre el pasado que ha tenido ante su hija. La escena está debidamente condensada en la película. En esta, la madre dará sus explicaciones de forma menos dramática a Rossi en privado, en la antedicha secuencia del vestido rojo. A partir de ahí, la joven Allison deberá aceptar la situación antes de traducirla y verterla a palabras.


Aquel primer invierno lejos de casa fue moldeando mi personalidad -asegura la voz de Allison en el tercio final-, pero muchas veces, mi memoria volaba hacia los campos y calles de Peyton Place.

El éxito de la película fue tal que, además de una secuela, Regreso a Peyton Place (Return to Peyton Place, José Ferrer, 1961), basada en la continuación de Grace Metalious, esta dio origen a una serie de televisión de carácter más “amable” y familiar -no por ello despreciable-, que en España se estrenó con el sonoro título de La caldera del diablo (ABC, 1964-1969).

Escrito por Javier Comino Aguilera

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