El autocine (LXXV): La pequeña tienda de los horrores y Emisario de otro mundo (Not of this Earth), de Roger Corman

15 julio, 2020

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Las plantas lo devoran todo. El que tiene un jardín lo sabe. Hay que estar continuamente atendiéndolas, mimándolas, recortándolas, abonándolas… A cambio, nos proporcionan hermosura y frescor, y la sensación de que el mundo es más habitable de lo que parece. Sin embargo, al final la naturaleza siempre reclama lo que es suyo, recuperando su espacio. Aunque el proceso sea gradual y lento.

Supongamos que damos con una especie rara. Nadie sabe de dónde ha salido, pero nos la llevamos a casa. No se parece a nada que hayamos visto antes. Y de momento, nos sirve para conservar el empleo, porque este hallazgo y curiosidad botánica es capaz de llamar la atención de cualquier viandante. Una especie que, además de ser inteligente, se zampa lo que tiene a su alcance, sin pedir permiso. Cosas más raras se han visto; particularmente, en el radio de acción de la ciencia ficción más bullanguera.

Pues bien, esto es justo lo que le sucede al bueno de Seymour Krelborn (Jonathan Haze) cuando ve peligrar su puesto de dependiente en una floristería de mala vida y muerte. Ha estado cultivando en secreto una extraña planta, y ha llegado el momento de ofrecérsela al mundo. Una decisión de fatales pero muy entretenidas consecuencias.

De hecho, la “ley de la jungla” adquiere un nuevo significado en La pequeña tienda de los horrores (Little Shop of Horrors, Filmgroup, 1960), gamberrada orquestada por el insustituible, avispado y prolífico Roger Corman (1926). Cuenta el autor en su divertida autobiografía Cómo hice cien films en Hollywood y nunca perdí ni un céntimo (How I Made a Hundred Movies in Hollywood and Never Lost a Dime, 1990; Laertes, 1992) cómo de todos los films que “nunca” he dirigido, el que ha sobrevivido más tiempo como un genuino clásico de culto es el que hice más precipitadamente y por menos coste. Tan solo tardé dos días en rodar, aprovechando un plató de derribo, The Little Shop of Horrors, pero la obra ha perdurado durante treinta años en los pases universitarios de medianoche, ciclos de autor, cintas de vídeo y reposiciones para el teatro y la pantalla (capítulo VI)

Esto fue después de que Corman decidiera dedicarse a las tareas de producción y distribución, más que de dirección, y de que sacara a la palestra flamantes talentos como los de Francis Ford Coppola (1939), Joe Dante (1946), Jonathan Demme (1944-2017), Peter Bogdanovich (1939), James Cameron (1954), Martin Scorsese (1942), Ron Howard (1954), Jack Nicholson (1937) o Robert de Niro (1943), además de revitalizar las carreras de otras tantas figuras ilustres.


De las dificultades con los líquenes a los trífidos, pasando por las vainas ladronas de cuerpos (perturbaciones vegetales surgidas de la fértil imaginación de John Wyndham [1903-1969] y Jack Finney [1911-1995], respectivamente), la ciencia ficción siempre ha encontrado maneras de enraizarnos en los vericuetos de la condición humana, destilando subgéneros bien atendidos, como en el caso que nos ocupa: la invasión vegetal. No solo de la naturaleza humana intrínseca vive el género, si bien, esta constituye el lógico escenario de las múltiples manifestaciones narrativas. Los conflictos e idiosincrasia de los seres motejados de humanos no dejan de constituir el mantillo esencial e impepinable de estos encuentros y desencuentros en las distintas fases.

Escrita por Charles B. Griffith (1930-2007), nuestra película da inicio con una panorámica sobre un bonito grabado que muestra un barrio de clase incierta. Una trasposición fabulesca del lugar donde van a trascurrir los acontecimientos, y que responde al nombre de Skid Row (Barrio Bajo).

El ruinoso establecimiento donde trabajan Seymour y Audrey Fulquard (Jackie Joseph), es propiedad del emigrante polaco Gravis Mushnik (Mel Welles), y como digo, se ve al fin favorecido por la llamativa presencia de la plantita de marras y morros que sirve de reclamo, y a la que Seymour ha puesto el nombre de Audrey Junior, en cariñoso gesto hacia su compañera. Las semillas me las dio un jardinero japonés en Central Avenue, declara Seymour como toda explicación. Es un cruce, añadirá más adelante con espinoso acierto. Inolvidable es el momento en el que Seymour, que lleva de la mano al espectador, descubre de qué cuernos se alimenta la planta.

El horticultor se convierte poco menos que en un ídolo juvenil. A partir de ahí, se suceden las visitas, idas y venidas de los sujetos más extravagantes, como la clienta eternamente apesadumbrada Mrs. Shiva (Leola Wendorff), la señorita Hortensia Feuchtwanger (Lynn Storey), oficiante de un certamen floral, o la estrafalaria madre de Seymour, Winifred (Myrtle Vail), una hipocondriaca compulsivo-patológica. Personajes salpimentados con el gourmet comedor de flores Fouch Bullston (interpretado por el característico Dick Miller) y el paciente masoquista Wilbur Force (Jack Nicholson).

Aquejado de un (in)oportuno dolor de muelas, Seymour acude al dentista. Pero el doctor Phoebus Farb (John Hernan Shaner) no le inspira mucha confianza, así que, cuando este resulta ser un sádico que se enfrenta al muchacho bisturí en mano, el destino de ambos queda sellado: uno será el fiel jardinero y el otro abono para las plantas. Así, Farb se convierte en el primer aperitivo del herbáceo, que progresivamente irá aumentando su tamaño y sus ansias de conquista. Sin embargo, tras la pista de estos nutritivos sucesos andan los sargentos Frank Stoolie (Jack Warford) y Joe Fink (Wally Campo), que a veces nos regala la voz en off de esta jarana.


Cuando hice Little Shop estaba creando, como yo mismo intuía ya entonces, un género nuevo, la comedia negra de terror. Aunque había combinado el humor y la ciencia ficción en obras como Not of this Earth, lo que ahora alumbraba era un tipo diferente de film, más cínico, tenebroso y retorcidamente divertido (Op. Cit.).

En esta línea, el retrato de Seymour y Audrey es el de dos tortolitos tímidos e inocentones, o si se quiere, dos pardillos de sustrato paródico pero regados por buenos sentimientos, en un hábitat hostil y atacado de pulgones. Esto, al margen de que Roger Corman aún hace gala de una realización amateur, merced a la premura de un tiempo más que aprovechado. Su reconocimiento a través de las libres adaptaciones de relatos de Edgar Alan Poe (1809-1849) estaba a las puertas, en tanto andaba subido a la rama de un humor acendrado y macarra. Prueba de ello son los escenarios urbanos de segunda fila –¡también de séptima!– y ese cementerio de ruedas gigantes e inodoros donde acaban los protagonistas de este fertilizado cuento macabro.

Es esta pequeña tienda de los horrores una extraña encrucijada donde, sin duda, florece la semilla de la desconfianza que se da en las relaciones cotidianas, pero también el amor perenne, y la idea de que aquellos a los que ha engullido la planta son unos capullos, literalmente.

Si nos ponemos un tanto alegóricos, hasta podremos hacer notar el hecho de que la gente se queda fascinada con el espectáculo solapado de la sangre -real, mediática, hiperbólica, la que sea-. Aquella que incluso se llega a exhibir en un escaparate y se publicita en un espacio de radio, en forma de primicia atrayente y letal. Es posible. De momento, lo que hace La pequeña tienda de los horrores es poner de manifiesto la saludable indisposición que brota de nuestra sociedad, es decir, de la condición humana en todos sus variados arriates.

A la obra de Roger Corman le salió un esqueje en forma de musical. Esto fue en 1982, cuando se estrenó off-Broadway Little Shop of Horrors, adaptación del original de Griffith y el realizador. Hollywood, siempre atento a los flamantes y lozanos brotes, no tardó en contemplar la posibilidad de una adaptación muy entonada.

Fruto tardío pero sabroso, La tienda de los horrores (Little Shop of Horrors, Geffen-Warner Bros., 1986) cuenta con el aliciente de unas canciones pegadizas abonadas por el talento de Alan Menken (1949) -con el apoyo de Miles Goodman (1948-1996) para las transiciones necesarias al formato cinematográfico-, y el malogrado Howard Ashman (1950-1991), autor de las letras así como del guión de la película.

Esta nueva versión fue entutorada por Frank Oz (1944), al que muchos recordamos por sus estupendas labores de titiritero en películas tan espléndidas como El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, 1980) o Cristal oscuro (The Dark Cristal, Jim Henson y Frank Oz, 1982), sin olvidar su intervención en la entrañable La película de los teleñecos (The Muppets Movie, James Frawley, 1979). Posteriormente, Oz dirigiría la simpática Qué pasa con Bob (What About Bob, 1991).


Se repiten los roles principales y de soporte, y se respeta la ambientación original de los años sesenta, lo que sin duda es un acierto estilístico; esta vez, bajo los auspicios del color más radiante y estacional: de los tonos desenvueltos de la primavera, siempre dispuesta a la ensoñación, a los más austeros del otoño, sito en los atardeceres y en los callejones. Pese a todo, he de señalar que una orgánica versión coloreada del retoño de Roger Corman fue puesta recientemente a la venta en formato DVD.

Seymour (Rick Moranis) es un joven dependiente con aptitudes botánicas. Está secretamente enamorado de su compañera de trabajo y frustraciones Audrey (Ellen Greene). La tienda pertenece al igualmente desilusionado Mushnik (Vincent Gardenia). Pero sus vidas van a experimentar una metamorfosis, puesto que Seymour ha estado cultivando la planta en cuestión en el sótano del establecimiento, un espacio olvidado de Dios y los clientes. Ambos personajes centrales -con permiso de la planta- resultan de una inocencia definitivamente perdida, como la edulcorada -pero límpida- época que rememora Audrey en una de las composiciones.

En este sentido, las canciones son estupendas, de tonos irisados muy variados, aunque la raíz es claramente la música de los años cincuenta y primeros sesenta. Soy una mala hierba del espacio exterior, se congratula en cantar Audrey II, nombre que Seymour ha puesto al engendro botánico. Otra baza la hallamos en los decorados. Se incide en la idea del entorno destartalado característico del relato precedente, en esta ocasión, reproducido en los estudios. Un suburbio “deprimido” del que, aseguran algunas letras que cuando se es de este barrio no se progresa jamás. En suma, un espacio donde la depresión es un statu quo.

Que en tan desvencijada barriada haya lugar para una floristería ya es una rareza. Pero maravillosa.


En La tienda de los horrores sí se nos proporciona una explicación en consonancia. Según relata Seymour, un rayo ha impactado sobre una “atrapamoscas” durante un eclipse total de sol, en un establecimiento chino (un espacio que nos recuerda al del descubrimiento de Guizmo). En contraposición, otro tipo de corriente será la encargada de fulminar la amenaza, en un final más optimista que el dispuesto previamente. O casi.

Inolvidable es la presentación del novio “rebelde” y abusón de Audrey, Orin Scrivello (Steve Martin). De tal modo, que la extraña flora se incrementa con una no menos extraña fauna, de la que forman parte el locutor del programa Mundo raro, Wink Wilkinson (John Candy), el publicista Patrick Martin (James Belushi), y por supuesto, el fotosintético dentista, trasplante de “médico loco”, que es Orin himself. Sin olvidar a su boscoso y adepto cliente Arthur Denton (Bill Murray). Buenos recuerdos nos trae el alquiler de esta pièce de résistance en plena eclosión de los video-clubs.

El siguiente ofvi (objeto filmado no identificado) que hoy ha aterrizado en nuestra sección es Emisario de otro mundo (Not of this Earth, Allied Artist, 1957), aprovechando que andamos explorando la galaxia Roger Corman. Producida y dirigida por él, al igual que la anterior, la presente película reincide -aunque fuese filmada con anterioridad- en los aspectos ya destacados del ambiente marginal y suburbano.

Escrita por el mencionado Griffith, al alimón con Mark Hannah (1917-2003), nos situamos nuevamente en los extrarradios. Un coitus interruptus juvenil termina con el asesinato de la muchacha a manos y ondas de un encopetado Paul Johnson (Paul Birch). Con ello se pone de manifiesto el carácter “foráneo” del individuo, ser amenazador pero con aspecto humano, que ha venido a la Tierra para sojuzgarla (como un político pero sin sonreír jamás).

Se da la circunstancia, además, de que Johnson no soporta los ruidos demasiado agudos. Siempre porta un maletín inquietante, y si es verdad eso de que hay miradas que matan, la de Johnson lo evidencia con desparpajo. Los ojos de este señor de negro quedan ocultos tras unas gafas de sol, pero pronto nos son mostrados por Roger Corman, porque lo prometido en los sugestivos prolegómenos es deuda. Así, tras los títulos de crédito iniciales, advertimos que los ojos de Paul Johnson son blanquecinos y opacos, y que, en efecto, pueden causar la muerte. También emplea la hipnosis como peligroso recurso anulador de voluntades. De hecho, avanzado el relato, descubrimos la comunicación telepática entre los de su especie. Es este un recurso tanto argumental y amedrentador, como presupuestario, que anima a que el cotarro de las situaciones desarrolladas no sucumba al peso del estereotipo: como dan testimonio esas infracciones de tráfico que les son puestas al vehículo mal estacionado de Johnson. Luego sabremos que el policía en liza, el oficial Harry Shebourne (Morgan Jones), es pareja sentimental de la protagonista.


Johnson ha alquilado una casa en un apartado barrio, y cuenta con la ayuda de una enfermera capaz de controlar sus continuas transfusiones (algo que es atribuido a una extraña enfermedad de la sangre). Un aspecto que me recuerda al del sujeto vampírico de Kolchack, el vampiro de la noche (The Night Stalker, Dan Curtis, 1971). De nuevo la sangre como elemento vertebrador.

La enfermera está interpretada por la que fuera una de las indiscutibles reinas consanguíneas al género, Beverly Garland (1926-2008). Junto a Nadine Storey, que así se llama su personaje, está el espabilado chófer y doméstico contratado por Johnson, Jeremy Pittsburg (Jonathan Haze, en contrastado cambio de rol). Jeremy ejerce de fisgón con causa y correveidile. Completan el cuadro de mandos el doctor Rochelle (William Roerick), superior de Nadine, y el ocasional vendedor de aspiradores Joe Piper (Dick Miller, todo un talismán), que pasaba por allí proporcionando la gustosa pincelada desopilante. Por algo, el tal Johnson es una amenaza en toda regla para la especie humana, solo que en este caso presenta una carcasa humana en lugar de vegetal.

La música de Emisario de otro mundo la proporcionó el reivindicable Ronald Stein (1930-1988; una buena recopilación fue editada por el sello Varèse Sarabande: Not of this Eart, The Film Music of Ronald Stein, VSD 5634). Como de costumbre, Roger Corman acomete su empeño con generosas y desenfadadas dosis de emoción y suspense, como ocurre a lo largo de la conclusión, en la que se inserta una persecución automovilística, y un colofón deus ex machina.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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