Para el sábado noche (XCIV): La esfinge, de Franklin J. Schaffner

02 junio, 2020

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Lo contó el propio Howard Carter (1874-1939) al tener acceso a la cámara principal donde se hallaban los restos del joven sacrificado Tutankamón (1345- 1327 a.C.). Ante la pregunta de su financiador, un inquieto lord Carnarvon (1866-1923), de si lograba vislumbrar algo, el arqueólogo británico respondió sí, cosas maravillosas (La tumba de Tutankhamón, 1923; Orbis, 1985). Esto fue un veintiséis de noviembre de 1922, al atisbar por una ranura la exuberancia del contenido de la tumba real recién horadada.

El hallazgo de algunos testimonios arqueológicos a flor de tierra, me hicieron concebir la esperanza de descubrir la famosa tumba. Fueron seis largos años de labor infructuosa y de tenaz perseverancia, acompañados por el escepticismo de los incrédulos. Tras el descubrimiento, todo cambió en un instante. Trabajamos sin descanso, con ese ardor especial de los que quieren disputar a la tierra avara un secreto o un tesoro (declaraciones extraídas, con motivo de la visita de Howard Carter a Madrid, del diario ABC del veintisiete de noviembre de 1924, dos años y un día después del acceso a la tumba. Información disponible, además, en el espléndido volumen Tutankhamón en España, de la Fundación José Manuel Lara [2017], a cargo de Myriam Seco [1967] y Javier Martínez [-]).

Justamente, un hallazgo de carácter casual es lo que ha llevado a la arqueóloga Erica Baron (Lesley-Anne Down) a las fértiles tierras del Nilo. Fértiles en misterios y peligros. Erica se halla en pos de una curiosa investigación, merced a los dos principales, y no del todo coincidentes, inventarios elaborados por Howard Carter y lord Carnarvon, acerca del contenido de la cámara del rey. A partir de ahí, se suceden unas muertes inesperadas, la primera de las cuales es observada por Erica, de nuevo por casualidad. Como le advierte el atento Akmed Khazzan (Frank Langella), casi se diría que la muerte es un estilo de vida para los egipcios. Antes ha explicado la arqueóloga inglesa, residente en Boston, a una colega del Museo del Cairo, que paso de los hombres; el único hombre que me interesa ahora es Menephta (el personaje que investiga para su tesis). Pero Erica se verá forzada no solo a tratar con los muertos, sino también con los vivos, lo que, he de admitirlo, puede resultar en extremo latoso. De hecho, por poner un ejemplo gráfico extraído de la película, me hallo en condiciones de asegurar que los vendedores locales son tan atosigantes como aquí se describe.

La indagación emprendida por Erica le lleva a presentarse en la tienda del caballeroso anticuario Abdu Hamndi (el estupendo John Gielgud), que a su vez está recibiendo la visita de descortesía de Stephanos Markoulis (el entrañable John Rhys-Davies, que aquí pasa de vapuleador a vapuleado). Al poco, Erica es testigo de uno de esos hechos violentos, y entra en contacto con el periodista de Euro Magazine Yvon Margeot (Maurice Ronet). También lo hará con el referido Akmed, que es el director general del Departamento de Antigüedades de la República egipcia-árabe, junto a su ayudante Gamal Ibrahim (Nadim Sawalha), y el solícito guía Selim (Saeed Jaffrey), que le acompañará en su paseo de rigor por la meseta de Guiza y Saqqara. En este último enclave se produce el segundo asesinato. Concretamente, en el Serapeum, donde, por parte del director, no se nos escatima la figura ridícula de un guía norteamericano con la apariencia de un entrenador deportivo (William Hootkins).


Franklin Shaffner (1920-1989) acomete toda esta trama sin florituras circenses, ofreciendo una filmación limpia, ajena a los retruécanos visuales, efectiva y fresca a pesar del calor, con afluentes que desembocan en la corriente principal del contrabando de objetos históricos. Al fin y al cabo, el relato es una adaptación de John Byrum (1947) que partía de una novela de Robin Cook (1940), Sphynx (1979; de la que existen varias ediciones en español, la mía es de Círculo de Lectores, 1981).

A este respecto, debo señalar que cada vez me enferma más la actitud de reducir el trabajo, más o menos continuado, de un realizador, Shaffner en este caso, a unas dos o tres -con suerte- películas “magistrales”, desechando el resto. Sin demérito de ofrecer una crítica equilibrada, a todos estos “sabedores” habría que recordarles aquello de lo mejor es enemigo de lo bueno. La esfinge (Sphinx, Orion-Warner Bros., 1980; estrenada al año siguiente) no es una obra maestra ni lo pretende. Lo que pretende es contar una historia atractiva, ambientada en el ayer y hoy del mundo de los descubrimientos egipcios, así como entretener. No tiene la pesimista y algo cargante profundidad psicológica de Sinuhé, ni la amena frivolidad colorista de piezas como Semíramis, esclava y reina (Cortigiana di Babilonia, Carlo Ludovico Bragaglia, 1954) o Nefertiti, la reina del Nilo (Nefertiti, regina del Nilo, Fernando Cerchio, 1961). Se adentra más en el territorio de la estupenda El valle de los Reyes (Valley of the Kings, Robert Pirosh, 1954) o El despertar (The Awakening, Mike Newell, 1980; sin el bagaje ultraterreno), ambientadas en la actualidad. Es, por lo tanto, una buena película, en el sentido de estar bien filmada y resultar grata de seguir, con algunos momentos particularmente logrados. Esto es, esencialmente bien construida, lo que no es poco tal y como está el patio cinematográfico (y no me refiero esta vez a la aplicación digital, sino al aspecto meramente narrativo).

Un prólogo sitúa la acción en el antiguo Egipto. Concretamente, en el Valle de los Reyes, igual de calcinado que ahora. Allí se imparte expeditiva “justicia” en la figura de un grupo de asaltadores de tumbas. Y de salteadores va nuestro relato, solo que unos poseen acreditación académica y otros, un ancestral “derecho de familia”. Saltando hasta nuestro presente, el populoso El Cairo de finales del XX (la precisión casi resulta anacrónica), Erica se afana en atesorar toda la información que puede acerca del médico, arquitecto y científico Menephta (un nombre inventado; Behrouz Vossoughi), que ejerció durante el reinado de Seti I (este sí real, 1323-1279), faraón del que, por desgracia, se conoce poco, aclara la arqueóloga. Precisamente, los antedichos asaltantes fueron cogidos in fraganti violentando la tumba de Tutankamón, mientras el arquitecto preparaba la de Seti. Su obsesión consiste en elaborar una sepultura inviolable con todos los mecanismos puestos a su disposición, circunstancia que nos retrotrae, siquiera vagamente, a Tierra de faraones (Land of Pharaoh, Howard Hawks, 1955).


El contenido de la tumba excedía nuestra fantasía, señaló Howard Carter en uno de los artículos que Erica ha leído en la hemeroteca del Museo del Cairo. Una circunstancia que se puede aplicar a la aventura que ella misma va a vivir. En Luxor, se aloja en el famoso Winter Palace, a la búsqueda del hijo del anticuario, Teufik Hamdi (Tutte Lemkov), que reside en Tebas. Allí es agasajada por Akmed. Mezclar los lugares turísticos (sea Egipto, París, Nueva York, El Partenón, o lo que sea) con una trama atractiva, puede resultar placentero si se hace con amenidad. En compañía de Akmed, visita Erica el Valle de los Reyes, donde este le indica las tumbas de los trabajadores (bien expresado por su parte) que erigieron los monumentos y escavaron la superficie del terreno. Todo esto era mi patio de recreo, comenta el encargado de antigüedades; cada ser humano tiene su lugar secreto, añade, en este Valle está el mío.

La investigación sobre una posible tumba de Menephtah parece estancada hasta que Erica se entrevista con la señora Aida Raman (Eileen Way), que es la viuda del que fuera capataz de Howard Carter; gracias a lo cual, el marido obtuvo los derechos de venta de souvenirs en el Valle.

En todo momento la música juega un papel protagonista, con pasajes tan dinámicos como en el mejor Goldsmith (1929-2004). La partitura se debe a Michael J. Lewis (1939), al que recientemente me referí con ocasión del comentario de la película Tinieblas (The Man Who Haunted Himself, Basil Dearden, 1970). Un autor “escondido” -con escasa discografía, oficial al menos- pero muy recomendable, y con un fragmento tan magnífico como el que precede al encierro de Erica. Como contraste, en el segmento que se sucede, Franklin Schaffner, también productor, renuncia con acierto a la música, significando así la soledad en que queda la arqueóloga. En determinado momento, incluso coloca la cámara en el interior de una alhacena, para advertir con el sonido que Erica ha vuelto porque ha olvidado hacer algo. También es de destacar la imagen en negro tras los títulos de crédito, que enlaza con el descubrimiento de Howard Carter y su famosa sentencia. Así como el movimiento de cámara que muestra la presencia de Akmed Khazzan en la habitación de hotel de Erica; un recurso sabido pero simpático. Quisiera añadir, además, el concurso del diseño de producción de Peter Lamont (1929) y nuestro Gil Parrondo (1921-2016), así como la asistencia de dirección de José López Rodero (1937), y la pulcra fotografía de Ernest Day (1927-2006).


El ambiente está creado. A la luz de una candela o haciendo alarde de las modernas linternas, saldrá a la luz un misterio que ha sido guardado durante generaciones. Así, al igual que ha venido sucediendo otras veces, Erica hará su descubrimiento definitivo (la ubicación del tesoro) por pura casualidad (o merced al destino, léase como se quiera), tras una serie de avatares (im)previstos. En realidad, el dilema que se le plantea a la investigadora consiste en la pesarosa ecuación renombre internacional-renuncia de la felicidad, que habrá de saber despejar; si bien, con ayuda. Es decir, la gloria o la dicha personal. Siempre hay que sacrificar algo.

En realidad, el tesoro en liza es producto del saqueo, un expolio organizado por los propios residentes del país (lo que no deja de ser una apuesta atractiva, teniendo en cuenta que las culpas siempre han recaído -de forma justificada- en los demás). Pero no por ello deja de ser un tesoro. Con su correspondiente trampa arquitectónica. Esa que dirime la ecuación.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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