Para el sábado noche (XCII): El puente de Cassandra, de George Pan Cosmatos, El enjambre, de Irwin Allen, y Meteoro, de Ronald Neame

02 abril, 2020

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La apoteosis del cine de catástrofes la procuraron títulos como El puente de Cassandra (The Cassandra Crossing, AVCO Embassy, 1976). Los argumentos eran cada vez más imaginativos y alambicados. En esta ocasión, incorporando ciertas dosis de intriga científica, acción y melodrama rosado (pero con gracia). Como solía ser habitual, en esta co-producción encarrilada por Lew Grade (1906-1998) y Carlo Ponti (1912-2007), también resulta atractiva la incorporación de un plantel de campanillas.

Tras los títulos de crédito, la cámara se posa de forma sintomática en la sede de la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra (Suiza). Irónico retruécano, pues de allí parte la amenaza que va a mantener en vilo a los protagonistas. En realidad, hasta este edifico llega un enfermo, que resulta no serlo, pues se trata de un truco con objeto de perpetrar un robo de material que se frustra. La ironía del caso no se detiene, porque este falso enfermo acaba convertido en un contagiado o paciente cero, por emplear la terminología al uso. Los delincuentes salen trasquilados, pero también impregnados de una sustancia muy nociva y altamente contaminante. El que logra salir del edificio, alcanza la estación de tren de Ginebra y se introduce en un vagón que hace el recorrido de Génova a Estocolmo (de Italia a Suecia). La internacionalización de la infección está servida.

A menos que se tomen medidas. A ello se aplica el coronel Steve MacKenzie (el siempre excelente Burt Lancaster), para lo que cuenta con la ayuda de la doctora Elena Stradner (Ingrid Thulin), que se ve envuelta en la emergencia sin comerlo ni beberlo.

El enfermo infecta a todo el que se cruza en su camino, pero por suerte está enclaustrado en el mencionado tren, que ya ha iniciado su recorrido. A partir de ahora, nadie podrá salir del mismo, bajo pena de que le peguen un certero tiro.


El peligro es una infección neumónica muy contagiosa. Ha sido cultivada en secreto, aunque en la ficción lo de menos es su procedencia, sino el peligro que entraña para los seres humanos. No existe un antídoto. Se trata de uno de los virus bacterianos más mortíferos, pues se propaga por las gotas de la transpiración, en lo que es una lotería cruel que depende de la inmunidad personal (los síntomas son los de un resfriado común). Aunque ya adelanto que, al igual que sucedía en la imperecedera La guerra de los mundos (War of the Worlds, 1898) de H. G. Wells (1866-1946), el virus acaba por mutar, desactivándose de forma natural (aquí debido al oxígeno enriquecido), con lo que nos libramos de una buena (en la ficción). No así los pasajeros del confiado tren, cuyo rumbo ha sido dispuesto en ruta a una población aislada en tierras de Polonia por el coronel MacKenzie, con el fin de apartarlo y tratarlo adecuadamente.

Esta es la versión oficial. El problema añadido reside en que, para llegar a dicho emplazamiento, el tren ha de atravesar el vetusto Puente de Cassandra, una línea férrea en desuso desde hace bastantes años. ¿Casualidad? En absoluto, hay muchas probabilidades de que el puente no aguante, con lo que se pueden matar dos pájaros de un tiro: a los enfermos de una dolencia que apenas entiende de compartimentos estancos, y a los testigos de un hecho que se pretende mantener oculto. Es decir, a todos los pasajeros del tren.


En los vagones viajan personas con las que trabaremos relación en la mejor tradición del cine catastrófico, de forma formularia pero práctica, con emotiva afectividad. Allí han concurrido Hermann Kaplan (Lee Strasberg), superviviente de un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y personaje tipo con el que las circunstancias se ceban; el reverendo Haley (O. J. Simpson), que esconde otra identidad, el revisor Max (Lionel Stander), la desfogada esposa de un empresario, Nicole Dressler (una sarcástica Ava Gardner), que viaja con su joven amante, el arisco alpinista Renato Navarro (Martin Sheen), la sofocante niña Katherina (Fausta Avelli) y su institutriz (Alida Valli), la escritora Jennifer Rispoli (Sophia Loren), que está a punto de perder el tren y luego la vida (al haber conseguido tomarlo), y su ex marido, un reconocido cirujano llamado Jonathan Chamberlain, que es interpretado por el estupendo Richard Harris (1930-2002; más estupendo aún con la voz al español de Rogelio Hernández [1930-2011]).

Es este el tren de la muerte por partida doble. Por la infección y por su programada inmolación, como más adelante se verá. Hay mil personas en el interior que están en cuarentena, aunque el tren prosigue hacia su destino de manera inexorable por media Europa, en la que es una de las mejores ideas de la película. Escrita, por cierto, por Tom Mankiewicz (1942-2010), Robert Katz (1933-2010) y el propio realizador de la misma, el por lo general superfluo George Pan Cosmatos (1941-2005). También es revelador el hecho de que ningún gobierno de los que son informados dé su consentimiento para que el convoy se detenga dentro de su espacio, para el debido aislamiento. Pese a todo, este logra ser sellado en la estación de Núremberg (Alemania), marchando luego al otro lado de los Cárpatos. Mal momento para que el mantenido Renato sostenga airado que ¡no soy una maleta que se factura hasta el destino!


¿Por qué gustaba el cine de catástrofes? Creo yo que porque sus relatos no perdían la puntada del hilo de la humanidad, de personas cotidianas en situaciones extraordinarias, y porque sus argumentos no dejaron de parecernos nunca verosímiles (terremotos, plagas, incendios, aterrizajes accidentados, incluso barcos que se daban la vuelta). Su década dorada fueron los años setenta, acompañados de una auténtica madurez en la música de cine (la que se componía para una película, no las coyunturales canciones o temas clásicos adaptados e integrados con más o menos acierto: la música clásica no es música de cine, es música independiente empleada de forma muy puntual, en tanto que las bandas sonoras sí que se pueden considerar las legítimas continuadoras de la música sinfónica en el siglo XX).

Reflejo de toda una época, en El puente de Cassandra también aflora un grupo de jóvenes con bongos (bien vestidos y aseados, como se solía ir entonces), que entonan uno de los temas compuestos para la ocasión (la Academia comenzó a ofrecer entonces la posibilidad del Oscar a la mejor canción original, a lo que se sumaron la mayoría de compositores). Son jóvenes desinhibidos pero comprometidos con la ayuda y la defensa, supervivientes natos, por completo alejados de los que únicamente parece que sirven para beber. Tampoco escasea ese sentido del humor y desparpajo al que antes me refería. Cada vez que me divorcio de ti siento una inspiración especial, declara Jennifer a su ex marido, en relación a su trabajo como escritora. El tête à tête que ambos mantienen en el compartimento de este último, es chispeante, en la mejor tradición hollywoodiense. Cuando se desata la tragedia, los dos personajes sabrán estar a la altura, inmunizados contra la fatalidad. Al término de esta, habrán llegado a la estación de lo que verdaderamente importa, en vías de un probable tercer matrimonio (¡me gustaría decir que se trata de un final feliz, pero eso solo el tiempo lo determina!).


Pese a todo, el sacrificio continúa después de que la enfermedad remita, con la peor bacteria jamás conocida: el ser humano al servicio del poder. De este modo, el relato se corona con la debida coacción a los médicos que están al cabo de la vía (aquí todavía no los matan, directa o indirectamente, como en la bucólica China, pero las oportunas advertencias penden de sus cabezas: se ha puesto en marcha el virus de la desinformación, la política del silencio). Desgraciadamente, ya no hace falta imaginar un mundo convertido en el tren de la película.

Un agente desconocido ha neutralizado toda una base de misiles intercontinentales, cerca del apacible pueblo de Marysville (Texas, EEUU). Es el punto de partida de El enjambre (Swarm, Warner Bros., 1978), del imaginativo productor y realizador Irwin Allen (1916-1991), en torno a una novela de Arthur Herzog (1927-2010), que supongo en la línea de Robin Cook (1940) o Peter Benchley (1940-2006). Herzog fue, así mismo, el autor del libro que dio pie a la estimable Orca, la ballena asesina (Orca, Michael Anderson, 1977).

¿Qué ha podido causar esta alarma? Un grupo de militares debidamente pertrechados penetra en las instalaciones. El complejo parece no albergar vida, pero el personal encargado del mismo permanece allí. Han fallecido todos por causas que son un enigma. El único que queda con vida es un civil, el entomólogo Bradford Crane (un hierático Michael Caine), y esto porque llegó momentos después del ataque.

A Crane le picó la curiosidad y se introdujo en el desguarnecido centro de comunicaciones para investigar, después de haber contemplado una espectacular nube de abejas sobrevolando el cielo. Allí es hallado por el mayor Baker (Bradford Dillmann, siempre enredado en papeles aviesos) y el quisquilloso general Slater (Richard Widmark). Es una sorpresa encontrarlo vivo, ya que el lugar está sembrado de operarios muertos. Se piensa en un ataque bacteriológico, pero la respuesta, como queda dicho, es más simple y, por ello, más aterradora. Un tipo especial de abeja, la llamada africana (aunque existe un debate sobre su procedencia), ha sido la causante de dicho ataque. Una violación de la seguridad no prevista, tan eficaz como inimaginable. Ataque, sí, pero de un enemigo inesperado que, como se comprobará con asombro antes de la definitiva identificación, tan solo alcanza la ridícula velocidad de siete millas por hora (unos once y pico kilómetros); una birria, pero de consecuencias letales.


Crane advierte de que, si no se controla este metódico y mayúsculo enjambre, las abejas asesinas se extenderán por todo el país (incluso en perjuicio de las que no lo son, y que son necesarias para el mantenimiento del ecosistema y el desarrollo de los cultivos sometidos a la polinización). Recordemos que las abejas ya son de por sí una evolución de las avispas. Irwin Allen ejecuta un buen plano circular durante la necesaria explicación del entomólogo a los militares.

Con el permiso del consejero del presidente, Crane establece su base de operaciones en Marysville, donde entabla contacto con la doctora Helena Anderson (Katherine Ross). El pueblo se prepara para celebrar su concurso floral anual. La intrahistoria de esta población se quintaesencia en los personajes del alcalde y farmacéutico Clarence Tuttle (Fred MacMurray), la maestra y directora de la escuela Maureen Schuster (Olivia de Havilland) y el mecánico Felix Austin (Ben Johnson). También en la camarera embarazada -y abandonada, para más señas- Rita (Patty Duke Astin), y el muchacho Paul Durant (Christian Juttner), subsiguiente víctima del ataque de las abejas, al haber perdido a sus padres.


Entre tanto, Crane se ha puesto en contacto con el inmunólogo Walter Krim (Henry Fonda) y los especialistas Hubbard (Richard Chamberlain) y Newman (Morgan Paull). Cada minuto que pasa es precioso, asegura Crane, consciente de que nos hallamos ante una carrera contra reloj. Hemos sido invadidos por un enemigo más sangriento que la propia raza humana, especifica.

Por su parte, el general pronto aprenderá que no se puede abordar toda contingencia desde el exclusivista punto de vista antropomorfo, es decir, que no todo gira en torno al ser humano en el universo. A elaborar una anti toxina capaz de combatir un veneno de efecto fulminante se afanan los médicos involucrados, pero en el ínterin, el pueblo padece otro ataque sin paliativos, desconocido en su historia.


Ahora la colonia de abejas se dirige disciplinadamente al interior del estado, con vistas a alcanzar la ciudad de Houston. La emergencia es tal, que hasta el doctor Krim llega a probar sobre sí mismo la vacuna que ha elaborado, en uno de los momentos álgidos de la película. Como lo es la retirada de uno de los cadáveres de la base de misiles, por parte del padre del operario en cuestión, Jud Hawkins (Slim Pickens). También resulta especialmente dramático el repunte crítico -las recaídas- que padecen algunos de los afectados con dos o tres picaduras (más producen la muerte), un empeoramiento cercano al fallo cardiovascular que provoca alucinaciones (Helena será uno de ellos). De igual modo, es tan hábil como inquietante la idea por la cual las abejas intuyen el antídoto y lo rehúyen.

En suma, algo para lo que el ser humano no está preparado. Sí para las rencillas entre las divergentes cadenas de mandar -más que de mando-. Se decreta el cierre de escuelas y oficinas públicas. La amenaza no hace distingos, casas, iglesias, hasta centrales nucleares se ven sometidas a esta disciplina. Mientras tanto, en contra de lo que marca el sentido común, las autoridades confirman que la tragedia de Marysville es un fenómeno localizado que seguramente no se repetirá.

Los actores veteranos sostienen la acción emotiva espléndidamente, y es un aliciente para poder disfrutar de esta y otras películas del género. El alivio amable lo proporcionan el mencionado dúo de enamorados de la directora de escuela. Pero hasta el humor tiene un precio. Como el azar de un parto es capaz de impedir una muerte (dos, en puridad, el de la madre y el hijo).


El enjambre contó con una versión más larga de la que fue estrenada en los cines y en video. La ha recogido el formato DVD, pero poco más aporta a lo ya conocido. Sí querría destacar las imágenes inéditas de Brad y Helena paseando de noche por las desiertas calles de Marysville. También de la versión extendida entresaco el divertido y apabullante comentario del mayor Baker, que al descubrir a Crane rezando por una pronta solución, se pregunta desconcertado si se puede confiar en un científico que le pide ayuda a Dios.

El remedio final está muy bien traído (no así la resolución llamativa y exagerada de caldear el ambiente de Houston). La revancha bacteriológica wellsiana a que ya hemos aludido se refiere, en este caso, a un experimento con el sonido.

Una emergencia hace que se requiera al doctor Paul Bradley (Sean Connery). Una vez ha sido interceptado su rumbo en una carrera de regatas, el ingeniero y astrónomo es dirigido al Lyndon B. Johnson Space Center de Houston. Allí se entrevista con su director, Harry Sherwood (el estupendo Karl Malden), que le pone al corriente de la situación que se avecina, en una inesperada reunión a dos. Un nuevo cometa, recientemente descubierto, se dirige hasta Orfeo, un meteorito del Cinturón de Asteroides (que se haya situado entre Marte y Júpiter). Esto, tras una introducción estimulante y explicativa, al estilo de las que se hacían en los años cincuenta, y que sigue a los iniciales títulos de crédito.

Antes del impacto y de que se desprenda un enorme fragmento del meteorito principal, en ruta hacia la Tierra con intenciones poco amistosas, Bradley ha de enfrentarse con los políticos obtusos (quizá sea este un pleonasmo). Menos mal que contamos con el Hércules, un satélite armado con cabezas nucleares que fue diseñado por Bradley para hacer frente, precisamente, a las amenazas procedentes del espacio, pero que, por uno de esos cambios climáticos políticos, ahora apunta hacia la Tierra. Al igual que su hermano gemelo ruso Pedro el Grande. Se trata entonces de ponerse de acuerdo para lanzar un ataque conjunto que impida al destructivo fragmento de Orión alcanzar nuestro planeta.


El gobierno, encabezado por el presidente de la nación (Henry Fonda), se pone a tomar medidas desde el minuto uno (les recuerdo que estamos en el ámbito de la ciencia ficción). Lo hace en pos de una eficacia que maneja datos y no consignas. De tal modo, se apela a lo más difícil de sobrellevar, tal y como está acostumbrada la mayoría de la gente a seguir las directrices ideológicas al servicio de papá Estado: la responsabilidad individual. Es decir, que cada uno hace lo que debe hacer. Momento crucial para demostrar quién se conduce con heroicidad o con estupidez congénita.

Así, el resuelto Bradley hace frente a las dificultades administrativas y pide la ayuda del astrofísico Alexei Dubov (un Brian Keith que borda su papel); personaje bon vivant y altamente competente. No obstante, el presidente oculta toda la verdad para evitar el alarmismo durante una rueda de prensa. El foco de atención de la película apunta al reducido grupo de personas que sí están enterados de que lo que sucede. En un clima no demasiado favorable para el entendimiento, como denota la reunión a cuatro voces, es decir, con dos intérpretes, uno ruso y otro norteamericano, dirigida por el cerrado y caricaturesco general Adlon (el bueno de Martin Landau).

Los prolegómenos de este nuevo desastre son, pese a todo, estimulantes: se puede avecinar una nueva era glacial, según Bradley. El centro de operaciones se establece en el subsuelo de Nueva York, en una base secreta junto a una estación del metro, pegada al río Hudson. Este control central nos recuerda a la guarida de Lex Luthor, aunque aquella se mostraba mucho más confortable y menos desangelada que esta.


Además de Dubov, Bradley mantiene una fluida comunicación con Yamashiro (Clyde Kusatsu), en Tokio, y sir Michael Hughes (Trevor Howard), director del Observatorio Jodrell en Inglaterra. Es él quien le avanza que uno de los fragmentos de la colisión –no el cuerpo central, que trata de desviarse con los misiles en órbita-, se va a precipitar sobre la Gran Manzana. Habrá otros daños colaterales, desde una vistosa lluvia de meteoritos hasta un pavoroso tsunami en Japón o una avalancha en los Alpes Suizos.

Meteoro (Meteor, American International – Warner Bros., 1979) expone sin ambages la buena coordinación entre científicos rusos y norteamericanos. A ello se aplica la intérprete y astrofísica Tatiana Donskaya (Natalie Wood). No son los efectos especiales de ahora, ni falta que hace, el producto, por modesto que sea, posee elementos que en el presente escasean, como la capacidad sincrética, la atemporal fascinación de un espectáculo no mareante, y el respeto hacia esos primeros peldaños sin los cuales no se sostendría el resto de la escalera. El sustrato humano está ahí, y la diversión, aún en temas tan rocosos, garantizada.

Un esfuerzo conjunto nos ha salvado del impacto de este meteoro. El realizador Ronald Neame (1911-2010) inserta buenos momentos de transición, como aquel en el que el científico Rolf Manheim (Bo Brundin) y Dubov juegan una partida de ajedrez, a la espera de los resultados que deparen el Hércules y Pedro el Grande. A su vez, Laurence Rosenthal (1926) contribuyó con una magnífica banda sonora (las dos previas correspondieron a Jerry Goldsmith [1929-2004]).


Las amenazas están ahí, el campo es ancho. De dónde vendrá la siguiente, vayamos usted y yo a saber. Lo que parece que no muta es el hecho de que el pueblo se enfrenta a la desinformación de las redes del Estado (eso cuando no distribuye material defectuoso). Aún recuerdo la cara de estupefacción de algunos colegas ante el cierre inminente de los centros educativos: luego caí en la cuenta, tan solo estaban informados por los medios de comunicación afines al poder, esos del esto no se podía prever. Un cuadro agravado por diecisiete decisiones autonómicas (a falta de un liderazgo común firme, en lugar de verborreico y lastimero), y la inconsciencia de una hornada de jóvenes que desde hace generaciones no saben estar a la altura de lo que significa ser adolescente. Tampoco falta algún idiota que en su vida ha montado una empresa y reivindica los sistemas de una dictadura infecta, afeando la conducta a quiénes, de forma voluntaria, abastecen con sus recursos y capital. Tales críticas, de gente que en lugar de regir nuestros destinos –la fiebre del poder- debería estar diagnosticada, fomentan un escenario de confrontación encaminado a sacar rédito político, enfrentando a la población. Por no hablar de los chalados del castigo divino al capitalismo. Frente a todos estos, nuestra enhorabuena a los médicos, personal sanitario, agentes del orden y empleados de servicios básicos de todo tipo. También a la iniciativa privada en su conjunto, esa que mantiene la llama de los suministros y hace que, incluso quienes la denuestan, se beneficien de sus atenciones.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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