El autocine (LXXI): Un trabajo en Italia y Diez negritos, de Peter Collinson

13 marzo, 2020

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Un trabajo en Italia (The Italian Job, Paramount, 1969) forma parte de un género muy fructífero en casi cualquier época, pero muy especialmente en la década de los cincuenta y sesenta. Me refiero al de los golpes con audacia, dentro del más amplio espectro del cine de acción. A él pertenecen títulos como Atraco perfecto (The Killing, Stanley Kubrick, 1956), Atraco al furgón blindado (Armored Car Robbery, Richard Fleischer, 1950), La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, John Huston, 1950), Rififí (Du rififi ches les hommes, Jules Dassin, 1955), El robo al banco de Inglaterra (The Day They Robbed the Bank of England, John Guillermin, 1960), Topkapi (Íd., Jules Dassin, 1964), El gran robo (Robbery, Peter Yates, 1967), El caso de Thomas Crown (The Thomas Crown Affair, Norman Jewison, 1968), El furor de la codicia (Le casse, Henri Verneuil, 1971), La huida (The Getaway, Sam Peckimpah, 1972), El gran asalto al tren (The Great Train Robbery, Michael Crichton, 1979), y abrazando la comedia, Rufufú (I soliti ignoti, Mario Monicelli, 1955), La cuadrilla de los once (Ocean’s Eleven, Lewis Milestone, 1960), La pantera rosa (The Pink Panther, Blake Edwards, 1963), Penélope (Penelope, Arthur Hiller, 1966), Ataque al carro blindado (The War Wagon, Burt Kennedy, 1967), Cómo robar un millón (How to Steal a Million, William Wyler, 1967), Un diamante al rojo vivo (The Hot Rock, Peter Yates, 1972), Ladrones de trenes (The Train Robbers, Burt Kennedy, 1973) o Asalto al banco de Montreal (Hold-Up, Alexandre Arcady, 1985). Así, hasta Granujas de medio pelo (Small Time Crooks, Woody Allen, 2000) y otros tantos. Un trabajo en Italia participa de buena parte de estos elementos de acción y comedia.

Nuestra historia arranca en una intrincada carretera de los Alpes, una de esas que producen vértigo con solo verlas. Estas imágenes iniciales sirven como soporte a los títulos de crédito y son conducidas por una bonita y evocadora balada compuesta por Quincy Jones (1933), autor del resto de la banda sonora, e interpretada por Matt Monro (1930-1985, una reciente edición de la partitura nos la ha ofrecido el excelente sello español Quartet, QR 406, 2019). A lo largo de todo el viaje nos acompañará de copiloto el consabido humor inglés, con algunos derrapes de italiano desparpajo. Así lo atestiguan la corona funeraria que aguarda la llegada del antedicho vehículo a un túnel, y la muestra de respeto de los secuaces mafiosos, todos ataviados de negro, cuando, apostados en la “traicionera” carretera, proceden a quitarse el sombrero.

De forma simultánea, Charlie Croker (Michael Caine) sale de la cárcel. Como buen recluso modelo que retorna a la civilización del Swinging London, se despide del señor Bridger (Noël Coward), que es algo así como el padrino de la prisión, de los que despachan pese a estar recluidos.

Siguiendo esta línea de humor, destaca la organización de otro funeral, igual de calculado que el de la montañosa carretera, con objeto de establecer Bridger contacto con sus “patrocinados”. El enlace de toda la operación será el factótum Camp Freddy (Tony Beckley), la mano no enchironada de Bridger. Un proyecto que, con todos los extras, le es propuesto a Charlie por la joven viuda Backermann (Lelia Galdoni), siguiendo las directrices de su difunto marido Roger (Rossano Brazzi).


Se trata de lo siguiente: asaltar el convoy blindado de la Fiat por las calles de Turín, la capital industrial de Italia. Concretamente, cambiando el programa de las computadoras del centro de control de tráfico de la urbe, para provocar un monumental atasco. Un golpe de unos cuatro millones cifrados en dólares. Para, a continuación, marchar a Suiza tan campantes con el dinero. Hasta el fútbol está de parte de los británicos, porque el día antes, según se nos narra, se va a celebrar un encuentro entre Italia e Inglaterra.

Para lograr dar el “cambiazo” en el referido centro de control, el grupo de infractores cuenta con la inestimable ayuda de un experto en informática, el extravagante profesor Peach (Benny Hill), que ha sido internado por su familia debido a la obsesión que siente por las gordas.

En cuanto a Croker, este procede de los suburbios, en tanto que Bridger, de más alta cuna pero baja cama, tiene en la cárcel, como se suele decir, su cortijo particular (el enclave es la fotogénica prisión de Mountjoy-Kilmainham, en Dublín). Incluso es jaleado como un héroe de la patria; imagen que indirectamente tiene su gracia, porque, al fin y al cabo, esto es lo que han hecho siempre, reverenciar al que rapiñaba y luego contarlo a conveniencia de la mano de una cohorte de historiadores afines.

En su séquito particular, Charlie dispone de un ayudante y mano derecha, Bill Bailey (George Innes), y de un nutrido grupo de expertos conductores, Chris (Barry Cox), Toni (Richard Essome) y Dominic (David Salamone), encargados de maniobrar con destreza los tres coches deportivos de la marca Morris que han sido puestos a su disposición por Bridger; sin duda, la imagen más icónica de la película, todos recordamos el posterior juego del gato y el ratón sobre el tejado del Edificio Palavela de Turín. 


Era la época de James Bond, de una cierta sofisticación. Todo personaje que se preciara era distinguido con un vehículo y una elegante personalidad. Seguidos muy de cerca por el villano, en este caso, el “guardián” de la mafia Guido Altabani (el estupendo Raf Vallone). Sin embargo, en Un trabajo en Italia los roles se subvierten, en el sentido de que ni el malo es tan malo ni el bueno tan bueno. Más que un enfrentamiento entre culturas y modos de ser, debemos contemplar el argumento como un entretenido forcejeo entre la picardía inglesa, no exenta de improvisación y querencias aristocráticas, y el muro de contención que supone la Mafia, aunque este se diluya pronto a favor de la autoproclamada supremacía inglesa.

Esta desinhibida premisa funciona como espectáculo fílmico que mezcla en su motor acción y comedia. Hasta los colores de los Minis corresponden a los de la Union Jack, la bandera del Reino Unido. Algo que supongo ya se encontraba en el guión firmado por Troy Kennedy-Martin (1932-2009).

Producida por Michael Deeley (1932), Un trabajo en Italia contó además con la fotografía de Douglas Slocombe (1913-2016), lo que no está pero que nada mal, y fue dirigida por el malogrado Peter Collinson (1936-1980), un niño no querido que pasó su infancia en un orfanato, y hubo que abrirse paso en la vida, tal y como comenta su viuda en el documental que acompaña a la película en su edición para DVD.


La burla acerca del aplomo y temperamento inglés no es severa, pero sí sardónica. En cualquier caso, el citado humor que desprende la película también depara simpáticas paráfrasis musicales de conocidas tonadas como Rule Britannia o Greensleeves. A lo que se suma la descarada y pegadiza tonada The Self Preservation Society, genial composición de Quincy Jones en dialecto slang, así como el hecho de que Bridger tenga la confortable celda estampada con imágenes de la Reina. Su conversación, en olor de superioridad con el director de la cárcel (el inefable John Le Mesurier) es igualmente ilustrativa. Por su parte, antes de meter la película la cuarta y quinta marchas, Charlie no para de yacer con mozas (lo que provoca el enfado de su enamorada Lorna [Maggie Blye]), igual que el agente doble cero. Tampoco es manco el hecho de que, tras el golpe, la celebración adquiera un marcado estilo hooligan, que se va de las manos y acaba con todo el entramado en suspenso…

Ahora cambiemos de escenario. Un grupo de viajeros desciende de un avión y sube a un helicóptero con destino ignoto, en tierras de Irán (Oriente Medio). Un inspector de policía repara en ellos (Naser Malek Motiee). De momento los pierde de vista, pero con su voz en off ayuda a establecer los hechos de cara al espectador. Han partido hacia algún lugar del desierto.

Es el punto de inicio de Diez negritos (Ten Little Indians (And Then There Were None) / Ein Unbekannter rechnet ab / E poi, non ne rimase nessuno, Avco Embassy, 1974), segunda adaptación de la celebérrima novela de Agatha Christie (1890-1976), después de la de René Clair (1898-1981). Todo este alarde de títulos ha de ver con las denominaciones que en cada país participante tuvo la película, ya que nos hallamos con la particularidad de una co-producción más o menos típica, en esta ocasión, entre Inglaterra, España, Alemania, Italia y Francia (anglo-hispano-germano-italo-francesa). Qué bien.


Lo digo porque esto hace posible el hacer coincidir a estupendos actores con los que disfrutar de la película. En concreto, el grupo de viajeros recala en una lujosa y antigua fortaleza-palacio plantada en mitad de ninguna parte, en pleno desierto. Pero con todas las comodidades. Se han congregado allí atendiendo al irresistible requerimiento de un misterioso personaje, el señor Owen. Los convocados son Hugh Lombard (Oliver Reed), el chansonnier Michel Raven (Charles Aznavour), el general Guild (Adolfo Celi), el juez Cannon (David Attenborough), la actriz Ilona Verdem (Stéphane Audran), el detective privado Wilhem Blore (Gert Fröbe), la secretaria Vera Clyde (Elke Sommer) y el doctor Armstrong (Herbert Lom). Allí son recibidos por Martino, el mayordomo (Alberto de Mendoza) y su esposa Elsa (Maria Rohm).

Diez en total, si han contado bien. No obstante, para el “buen desarrollo” de esta trama con trampa, el perspicaz señor Owen cuenta además con la ayuda de otros dos secuaces, María Parkin (Teresa Gimpera) y Rick (Rik Battaglia). El invisible anfitrión, U. N. Owen (-) se da buena mano en ir menguando el número de sus invitados. En la versión original, la voz del personaje corresponde a la de Orson Welles (1915-1985).


Destaca en los prolegómenos un buen plano cenital que ubica a los protagonistas en el espacio del salón recibidor. La situación es de lo más desconcertante. Un heterogéneo grupo reunido en un espacio aislado en el espacio, e incomunicado por los medios habituales, a petición de un misterioso convocante. Todo esto es ridículo, proclama el general. Las sospechas acerca de las identidades no tardan en brotar, y aflorar el pasado de cada uno de ellos. Estando en el salón, el señor Owen hace una acusación por vía de una cinta de casete, a cada uno de los invitados. Les he traído aquí para acusarles de los siguientes crímenes…, declara la enmascarada voz de este personaje casi infalible en su omnisciencia. Poco a poco se irán exponiendo las realidades o no de estas inculpaciones.

Collinson procura otro significativo plano, esta vez circular, alrededor de la mesa donde se reúnen por primera vez para cenar. Disfrutar de la velada conlleva una parte de intriga, que se evidencia a la hora de recordar la cruel tonada que da título a la novela y la película, y otra más relajada, de la mano de una bonita canción interpretada al piano por Charles Aznavour (1924-2018).

En este sentido, me llama la atención que la “puesta en claro” de los invitados al sarao, haga que estos reflexionen en un plano general, en lugar de hacer abuso de los consabidos planos medios o primeros planos. Algunos hay, desde luego, pero es de agradecer esta elegancia cinematográfica por parte de Collinson, al que por cierto distinguimos en un cameo, como comprador de figurillas de arte, un tipo al que llaman señor White. Otro ejemplo de feliz exposición lo encontramos en el deceso de la primera víctima, planificado de igual forma.

Se mantiene la composición visual de conjunto, y los personajes no se “pisan” los diálogos. Todo transcurre con pulcra normalidad. Aislados por el desierto y las montañas en trescientos kilómetros a la redonda, sin teléfono ni radio, ni otros medios de transporte para escapar, la trama tampoco se atropella; incluso se llega a valorar el silencio.

El entorno no puede ser más pintoresco. La doble puerta de acceso al complejo se halla situada en unas ruinas que dan paso a un hotel o palacete magnificente. Como una nave espacial varada en el espacio. Una lujosa residencia que, en sí misma, es como un oasis. A ello podemos añadir una escena en el Templo de Debod de Madrid, donde conversan María Parkin y Rick, los organizadores indirectos del gustoso tinglado.


Como tras aquel punto de partida estimulante, servido por la voz en off del inspector, apenas habíamos vuelto a tener noticias de él, hora es ya de aclarar la cuestión y retomar las investigaciones oficiales, aunque de forma paralela se haya producido una interna por parte de Vera y Lombard. Atractivo indudable de la obra (And Then There Were None, 1939), es el hecho de que salga a relucir lo que todos guardamos en el armario. La cinta magnetofónica no ha mentido, al menos, en cuanto a mí, declara Armstrong. De igual modo, me agrada el mecanismo por el cual, paulatinamente, los personajes se van presentando a través del diálogo.

La presente adaptación estuvo a cargo del guionista, dramaturgo y diplomático Enrique Llovet (1917-2010), junto a Erich Kröhnke (-), con la supervisión de Harry Alan Towers (1920-2009), la fotografía de Fernando Arribas (1940) y música de Bruno Nicolai (1926-1991), que nos ofrece una composición con pasajes expresionistas a la Morricone, que deparan setentera extrañeza, y un cálido tema de misterio que nos vuelve a reconciliar con la melódica y distintiva música que dotaba de personalidad a una película, y que tan fácil de ejecutar parecía en aquella irrepetible época.

Escrito por Javier Comino Aguilera




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