Para el sábado noche (LXXXVI): Terror en Amityville, de Stuart Rosenberg, y Al final de la escalera, de Peter Medak

25 octubre, 2019

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Y la luz en las tinieblas resplandece,
y las tinieblas no prevalecieron sobre ella.
JUAN 1:5

Cada vez más hastiados de la vulgaridad a que se han visto sometidos los géneros cinematográficos y televisivos, desde las series de instituto para adolescentes de todo corte y confección hasta “otra de tiburones”, no es de extrañar que el volver la vista atrás sea encauzarla hacia delante. Al menos, para el auténtico cinéfilo. Las fotocopias pueden no dejar de ser cada vez más espectaculares, pero forman parte de una actualidad que enseguida pasa de moda. Quizá donde más se constate el hastío sea en el género de terror. No me refiero a su cantidad, claro está, sino al abotargamiento de ideas y conceptos, clichés sonoros y visuales y, por supuesto, las relativamente impactantes puestas en escena. Un manido magma al que se ven abocadas incluso las propuestas, a priori, más interesantes, como sucede con las recientes entregas del Expediente Warren, que narran de forma más o menos aplicada los singulares avatares del matrimonio de expertos en ocultismo Ed (1926-2006) y Lorraine Warren (1927-2019), pioneros en la investigación de los sucesos paranormales (sin percibir emolumentos por ello).

Jay Anson (derecha), autor del libro Aquí vive el horror
Y aquí nos topamos con el escollo de siempre. De ser ciertas estas experiencias paranormales, nos hallamos ante el umbral de otra realidad, que aun siendo parte de la misma (esos otros mundos que están en este), provoca que el género cinematográfico arroje desiguales saldos de escalofrío. De ser falsas -no necesariamente fraudulentas- todo se queda en un fuego de artificio a gusto del consumidor.

Cuando en 1977 se publicó Aquí vive el horror (The Amityville Horror; Plaza & Janés-Círculo de Lectores, 1980), del escritor y documentalista norteamericano Jay Anson (1921-1980), fue inevitable que los escépticos de estos fenómenos tacharan el libro de relato interesado, alegando que el primer inquilino, que acabó con la vida de su familia de aquella manera, había solicitado del autor y los posteriores ocupantes (físicos) de la casa, que terciaran en su condena, más que merecida, alegando enajenación mental por causas “extrasensoriales”, alegrándose los bolsillos al mismo tiempo. Es una teoría plausible pero pendiente de comprobación y, en todo caso, incapaz de anular la posibilidad de unos fenómenos reales en aquel sitio (fueran los indios locales, un colono chiflado o los extraterrestres los causantes de los mismos, que esto, a mí al menos, me importa un pito).

La razón de dicho escepticismo es obvia. Propio de los seres humanos es separar el polvo de la paja -aún más unos que otros-, o si me lo permiten, el árbol de las hojas. Un proceso inevitable que conlleva un riesgo, el de no alcanzar a ver que sin el uno no existirían las otras.

Fraudes hay, misterios inexplicables y realidades que se nos escapan también. Territorios donde no alcanza nuestra mirada y, consecuentemente, nuestro entendimiento. Otra cosa es que, en el caso que nos ocupa, la casa (¡perdón por tanta aliteración!) supuestamente encantada de Amityville, y su análoga de Al final de la escalera, hayan sido objeto de llamativas interpretaciones. ¡Qué horror que el cine meta mano en estos asuntos tan poco sólidos! Pero es que el material acumulado dentro de dichos muros es tan espectacular, que ya se corresponda con la autenticidad de unos hechos, o sea el ingenioso y aterrador producto de una ficción novelada y cinematográfica, lo indudable es que no deja de tratarse de una aventura extra-ordinaria a mayor gloria de su crudeza y pavor.

Aquí vive el horror arranca con un breve pero magnífico y honesto prólogo de un tal reverendo John Nicola (1929). A continuación, nos adentramos en el espantoso mundo experimentado por el matrimonio Lutz, formado por el topógrafo George (1947-2006) y su esposa Kathy (1946-2004), e hijos.

Por supuesto que todas las informaciones desgranadas deben ser puestas en tela de juicio, pero de juicio, no de desprecio racionalista. He de admitir, que cuando me tocó ver, como todo adolescente que se preciara, Terror en Amityville (The Amityville Horror, AIP-MGM, 1979) del con frecuencia reivindicable Stuart Rosenberg (1927-2007), tuve la sensación de no contarse entre lo más granado de su filmografía. Una copia en video -sin respeto por el formato original de la filmación- daba apariencia de rutinaria a la puesta en escena del realizador. Otra razón de peso es el desfile de tal desaguisado paranormal, que pone a prueba la paciencia y suspensión de la credulidad del espectador o interesado en el tema (retomaré el asunto más adelante); como el hecho de que, tras un episodio de levitación, la familia aplace su salida definitiva de la casa.

No obstante, a diferencia del citado Expediente Warren, donde pese a las buenas intenciones, campan a sus anchas deficiencias de guión que se podían haber soslayado de haber presentado la redacción un mejor acabado (niños que no se despiertan ni a tiros tras un estrépito), y quitando los espurios efectos de sonido acostumbrados, con los que se comenzaron a adornar las películas del género a partir de los años ochenta, un efectismo verbenero que nos hace dudar continuamente de si las cosas fueron así, lo cierto es que Terror en Amityville destaca, precisamente, por su pasmosa torcedura de lo acostumbrado, ese pánico congelado de lo cotidiano (aparte de supuestamente verídico). Como nota curiosa, los Warren llegaron a Amityville, en el condado de Suffolk, Nueva York, en 1976, para proceder con una investigación que fue vilipendiada por los escépticos. Nota bene, las alteraciones de los acontecimientos llevadas a cabo por el cine deben siempre ponerse en cuarentena, pero no invalidan un hecho factible.


Aparte de que, este afán por el descrédito hacia los Lutz y el autor del libro no tiene sentido real si, como se comenta en el mismo, el joven acusado del múltiple asesinato había declarado durante el juicio que, durante meses, antes del “incidente”, había oído voces… (capítulo I; recalco durante meses; las comillas son mías).

Fuera un tiro a ciegas, es decir, una excusa encaminada a la reducción de su condena, el producto de un desequilibrio mental, o incluso consecuencia del consumo de sustancias tóxicas como el L.S.D., lo que queda claro es que el crimen no puede ser justificado de forma ética. De hecho, la labor de Jay Anson es la de un notario. Apenas toma partido. Se limita a narrar los (posibles) hechos. Al tiempo que acomete una sutil indagación psicológica de los miembros del matrimonio Lutz (ella estuvo casada antes y los hijos no son de George).

Hablaba anteriormente de la parafernalia paranormal de la puesta en escena. Esta incluye manifestaciones de todo tipo, como sonido de tambores y trompetas, emanación de sustancias viscosas, prodigalidad de insectos, teletransportación, posesión, y otros grotescos fenómenos, como la presencia de un cerdito a modo de “amigo invisible” de la hija pequeña de los Lutz. Parecen extravagancias, pero están recogidas en el libro tal cual. Un despliegue del que sabrá sacar partido -al no estar sujeta a tan riguroso sumario- Al final de la escalera. Ello, pese a contar con vasos comunicantes, como la visita a un archivo de microfilmes o la revelación de un espacio escondido dentro de la casa (aquí, el cuarto oscuro del sótano, pintado de rojo, que a su vez oculta un pozo; allá, la presencia de otro pozo bajo el suelo de una estancia, en el que es uno de los momentos más inolvidables de la película).

Claro que el cine tiene la (des)ventaja de que, salvo que se pretenda lo contrario, ha de mostrar como verosímil lo inverosímil, hasta los hechos (reales) más desconcertantes, so pena de caer en el ridículo ante los potenciales espectadores. Eso que solemos comentar de si estuviera en una película no nos lo creeríamos.

Pues así sucede con la experiencia de los Lutz, está demasiado recargada como para, en un primer momento, poder ser creída. También como para resultar falsa. Dependerá del punto de vista, y de haber experimentado en carne y mente propias, sucesos similares (no lo permita Dios). La conclusión que presenta el libro es esclarecedora en este sentido.


Tras los títulos de crédito, Terror en Amityville da comienzo con unos resplandores en el interior de los ventanales de la vivienda. Estos no obedecen -en principio- a algo sobrenatural, sino que son consecuencia de los disparos durante el múltiple asesinato. Por desgracia, son insertados otros planos más detallados de lo sucedido, en el interior de la casa, que considero innecesarios. Como lo son algunos esporádicos acercamientos con la cámara. Pero esto no es privativo de Rosenberg, aparte de que, por lo demás, la filmación es correcta.

Respecto al lugar donde se van a conjurar los acontecimientos, comenta la agente inmobiliaria (Elsa Raven) que no hay otra [casa] igual en los alrededores, sobre todo a este precio. Algo así como un regalo envenenado. Más tarde, ante el avance de las primeras manifestaciones, especificará George (James Brolin), que junto a su esposa Kathy (Margot Kidder) saben de los sucesos anteriormente acaecidos, que las casas no guardan recuerdos. Algo que, como sabemos, se revelará falso.

Me llama la atención un plano de transición que enlaza la vivienda con el embarcadero, pero este parece no ir más allá, al menos, en el montaje que conocemos. También la imagen de la niña pequeña de la familia, durmiendo en extraña posición, junto a la pertinaz indisposición del padre Delaney (Rod Steiger), y su incapacidad de poder comunicar con los Lutz, son momentos de desasosiego bien conseguidos. Como sucede con el registro fotográfico de los acontecimientos dramáticos ya descritos, en lo que parece ser una impregnación que puntualmente se repite a las tres y cuarto de la madrugada, hora en que acontecieron los asesinatos. De forma paulatina, la película se irá enfocando en la transformación mental y hasta física de George.


Los entes malignos debilitan psíquicamente a quienes pretenden poseer, minando la fortaleza o las defensas de una persona especialmente predispuesta, o puede que de cualquier persona. Anhelan el placer de los sentidos. Y para colmo, pueden actuar a distancia, como comprueba el padre Delaney. Algo que se parece condensar de forma gráfica en la imagen de George precipitándose, literalmente, en el interior del cenagoso pozo, en el interior de la casa.

Al resto de personas “no seleccionadas”, la impregnación provoca un acusado rechazo. Así le sucede a la amiga médium Carolyn (Helen Shaver), o a tía Helena, que es una monja (Irene Dailey; personaje ausente de la novela-testimonio). O de forma más severa, al padre Delaney, cuya ceguera -tampoco descrita en el libro-, presenta una temporalidad que desconocemos. La adaptación del texto corrió a cargo de Sandor Stern (1936), y la película contó con la fotografía del experimentado Fred J. Koenekamp (1922-2017). Salvo el tema central, la música de Lalo Schifrin (1932) resulta calculadamente destemplada, pese a que, como digo, proporciona una de esas nanas inolvidables tan caras al género de terror.

Entre los apuntes más destacables, se cuenta la expresión de estupefacción del sargento Gionfriddo (el característico Val Avery) al contemplar el -conocido- rostro de George, tan similar al del convicto detenido por él un año atrás.

De la exposición de olores expuesta en el libro prescinde la película, al ser difíciles de representar de forma convincente en el cine. Así como de las levitaciones. No ocurre lo mismo con los sonidos de la dichosa banda de música. Hace bien Stuart Rosenberg en no sobrecargar la trama. Pese a todo, añade otro episodio ausente del libro, verdaderamente demoledor e inquietante, el de la niñera que se queda encerrada en un armario (Amy Wright; que no apareciera en el libro no quiere decir que sea apócrifo).


Prevalece la idea motriz del pozo o vía de comunicación con lo ultraterreno. Es decir, el acceso a nuestro nivel de realidad, que los entes emplean y que se emplaza, no bajo las escaleras de entrada de la vivienda, como se especifica en el libro, sino adjunto al cuarto de sacrificios pintado de rojo que se encontró dentro de la casa. También se incide en la progresiva “locura” de George, siendo Kathy la que consulta la hemeroteca, en busca de respuestas. En definitiva, Stuart Rosenberg sabe trasladar, como señalaba, el terror de lo vivido al ámbito de lo familiar, eso que anida -o se puede atizar- en el interior de cada uno de nosotros (como por otra parte sucedía en la espléndida Pesadilla diabólica [Burnt Offerings, 1976] de Dan Curtis [1927-2006]).

No fue hasta haber leído el relato escrito de los hechos, que Terror en Amitivylle comenzó a tener un sentido, respondiera o no a unos acontecimientos reales. En definitiva, que Stuart Rosenberg no había hecho una mala película. Queda en el recuerdo el angustioso final, sintetizado en la escena en que George llama a su perro Harry, en una casa que la familia acaba de abandonar para no volver nunca jamás.

Al final de la escalera (The Changeling, Annabissis-Universal, 1979; estrenada al año siguiente) es una paráfrasis de buena parte de lo expuesto. El distinguido compositor John Russell (George C. Scott) ha perdido recientemente a su esposa e hija (Jean Marsh y Michelle Martin) en un fatídico accidente de tráfico. Fatídico porque este acontece en una solitaria y apartada carretera: como si estuviera escrito que así sucediera.

Tras el luctuoso suceso, regresa John a un apartamento vacío y despojado; pero tan solo de muebles, no de recuerdos. Estos los portará John consigo a su nuevo destino laboral, en el conservatorio de Seattle, de donde es originario. Allí dará conferencias y se dedicará a su tarea de componer. Pronto encuentra una casa donde poder trabajar de forma sosegada y relativamente aislada, proporcionada por Claire Norman (Trish Van Devere), empleada de la Sociedad para la Conservación Histórica. La casa Chessman, que así se intitula el emplazamiento, ha venido siendo cuidada por dicha Sociedad, pero lleva bastantes años sin ser ocupada. De hecho, Claire supone que la casa se hizo para ser habitada. Un comentario casual que contrastará con el de otro miembro de la Fundación, la señora Huxley (Ruth Springford), que precisamente advierte que esa casa no quiere que la habite nadie.


El traslado conlleva la pesada carga de la soledad -para el que no la ha buscado de forma voluntaria-, más que el pasar página. Pero John no es el único que ha sido cercenado de su familia, como pronto tendrá ocasión de comprobar.

En Al final de la escalera, el acompañamiento musical cobra un especial protagonismo. A la labor compositiva de John, autor de hermosas piezas de corte posromántico, se añade la partitura extradiegética de Rick Wilkins (1937) y Ken Wannberg (1930), en la que prevalece una música al piano como voz dominante, misteriosa pero cálida, inquietante y envolvente. De este creativo y doloroso modo, John trata de verter en su obra todo el dolor padecido. A su ayuda parece acudir una melodía de antaño, que es incorporada a su nueva composición de forma inconsciente, en la que es una de las ideas más brillantes de la película. Se trata de una melodía (compuesta por Howard Blake [1938]), que proviene de una caja de música y que le es dictada, diríamos que telepáticamente. Aun así, ni siquiera el mantenedor de la casa, el señor Tuttle (Chris Gampel), para el que es normal que la vivienda produzca ruidos, ha advertido nada fuera de lo corriente. Solo John es el principal receptor de las manifestaciones. Más tarde, cuando estas se materializan con progresiva fuerza, las podrán advertir otros personajes. Los desencarnados desean ser escuchados y que se haga justicia.

Lo que enlaza con otra idea que considero vital. En su situación de pérdida, resulta plausible que otro ente necesitado de resolución, trate de ponerse en contacto con John, ya que este se encuentra “en modo receptivo”; algo así como un estado alterado de la vigilia. Por otra parte, el entorno de la morada parece de ensueño. Un espacio bucólico, con un lago cercano que resplandece a la luz del día. Por algo, la región está rodeada de miles de acres de parques y bosques.


Junto a la fotografía de John Coquillon (1930-1987), destacan los elegantes travellings que muestran la casa, vacía pero no deshabitada, cuando John está al piano. También el plano picado al llegar a la vivienda, por vez primera, desde las escaleras hacia el recibidor. Un par de movimientos envolventes circulares (John con unos amigos o John componiendo), se suman a los expresivos primeros planos de la sesión de espiritismo; junto a otro movimiento de acercamiento cuando esta ya ha concluido, y John se dispone a escuchar lo que ha sido registrado en su grabadora (es el momento de tener certeza de que el otro lado también existe, algo probablemente no contemplado por nuestro protagonista hasta entonces). Podemos añadir la imagen en picado -y contrapicado- del pozo en casa de los Grey, y el reloj que marca las seis de la mañana cuando se reproduce un fenómeno acústico, cual si estuviera registrado en otra cinta magnetofónica inmaterial.

Frente a golpes y toda clase de manifestaciones, por las que en otras películas nadie ve alterado su sueño, o a nadie se le ocurre encender una maldita luz, que es lo primero que se hace cuando uno está asustado, la película de Peter Medak (1937) prescinde, por suerte, de todas estas tontadas de (mal) género, adentrándose en aspectos cotidianos, lo suficientemente inquietantes como para resultar universalmente efectivos. Tales como un grifo abierto o una puerta que se abre sola. O el recurso de la pelota, que no describiré. Situaciones desconcertantes que parecen responder a la travesura de un niño más que a un hecho demoniaco. Es decir, la película transcurre sin cargar las tintas, como viene siendo tan habitual. Hasta podríamos señalar que el capitán DeWitt de la policía, el simpar John Colicos (1928-2000), con la voz de José Guardiola (1921-1988) en la versión al español, mete más miedo que todos los fenómenos juntos que se dan en la casa (no en vano, representa un poder o fuerza oculta muy real, la de la amedrentación en nombre de los que detentan el poder).


Dicho de otro modo, Al final de la escalera no sacrifica la emoción por la pirotecnia. Esta emotividad no resulta forzada, sino que fluye de forma natural dentro del ámbito de lo sobrenatural (entendido como adyacente). Además, la película procura reflexión, y no ganas de exorcizarla tras su visionado. Potenciando el misterio más que el desagrado, la película se convierte en un clásico del suspense como del terror por derecho propio. Hasta la planta alta de la casa se torna espacialmente más tortuosa a medida que se clarifican los antecedentes de los fenómenos. Una casa que perteneció a la familia del ahora senador Joseph Carmichael (Melvyn Douglas). No es extraño que, en este estado de cosas, dicho espacio también contenga una habitación sellada. Una zona sin adecentar, ni física ni energéticamente, que presenta otras escaleras en su interior, a modo de tortuosas cajas chinas.

En este relato, hilvanado por William Gray (-) y Diana Maddox (1926), en torno a una historia de Russell Hunter (1929-1996), existe una víctima fallecida y otra viva, en la figura del senador. Especialmente sensibilizado, como receptor de una llamada de auxilio y dinamizador de un asunto que se debe solventar, John Russell será el medio físico (complementario a la médium psíquica Leah Harmon [Helen Burns]), que hará que los difuntos propios y ajenos puedan al fin descansar en paz. La imagen final de la caja de música, que continua “emitiendo”, se puede interpretar en ambos sentidos, de agradecimiento o estancamiento. Yo opto por lo primero.

Escrito por Javier Comino Aguilera



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