El filo de la navaja, de William Somerset Maugham, y adaptaciones de Edmund Goulding y John Byrum

25 julio, 2019

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Una cita del Katha Upanishad, libro sagrado del hinduismo, abre El filo de la navaja (“Al filo” en esta edición; The Razor’s Edge, 1944; DeBolsillo, 2015). En ella, se reconoce la dificultad de avanzar por el camino de la salvación. Sobre todo, si tenemos en cuenta que el verdadero sí mismo -el que controla los sentidos y mantiene la mente en calma- es la fuente de todo gozo.

Casi todas las filosofías mantienen dicha búsqueda espiritual; es algo que trasciende lo externamente religioso, pero que se puede compaginar con él.

William Somerset Maugham (1874-1965) fue un autor prolífico y reconocido, aunque haya caído en cierto olvido. Un olvido que habla más de la desidia del presente que de la nobleza literaria del pasado, de la que Maugham hizo gala.

El inicio de la novela, que conforma el primer capítulo, no puede ser más interesante. Por tres motivos. El primero, porque el narrador de la novela se dispone a relatarnos los avatares de un conocido del que, aún de forma fragmentaria, ha tenido conocimiento de su peripecia vital. El segundo, porque dicho narrador se presenta a sí mismo como novelista. Y el tercero, porque nos propone un misterio respecto a la figura de dicho conocido, con algunas zonas oscuras que, según advierte, deja a la imaginación del lector. Lo que incluye el recurso de proporcionar nombres fingidos para dar como verídico el relato, aparte de conferirle una aureola de intriga a través del protagonista de los hechos. Un personaje (norteamericano) a quien el narrador (inglés) no duda en calificar de héroe (capítulo I, parte I). Por otra parte, se incide en la circunstancia de hasta qué punto nos es dado conocer al otro: el narrador se refiere tanto a personas más o menos cercanas como a distintos pueblos y culturas. Es cosa difícil conocer a la gente (I: I), por mucho trato que con esta tengamos.

William Somerset Maugham
Este narrador, novelista de éxito convertido en un personaje de ficción más -en una estructura que rebasa así sus márgenes-, y al que finalmente se identifica con el apellido Maugham (I: VI), responde a la invitación de su viejo amigo Elliott Templeton, que es tratante de arte. Elliott pone a Maugham en contacto con ese otro personaje, el joven Laurence –Larry- Darell, que acaba de reincorporarse a la vida civil tras su permanencia en el frente durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Larry va a sufrir una mutación, o si se prefiere, una revelación. Así, de un personaje de aspecto indolente, somos testigos de un proceso que lo convierte en el adalid de una intrínseca espiritualidad, en un participante sereno y reflexivo (suprema conjunción), que además mostrará ciertas dotes como sanador (nos adentremos en terreno de la sugestión o no).

Larry contrasta con Elliot Templeton, al que lo único que le interesaba de cualquier persona era su posición social (I). Sin embargo, Elliott es también un inadaptado a su modo. Pese a su extravagancia, la hermana lo define bien: lleva tanto tiempo en el extranjero que se encuentra algo desplazado. No parece capaz de encontrar a alguien que tenga algo en común con él (I). El tratante es, como Larry, norteamericano, pero se identifica más con la vistosa y figurativa aristocracia de la “vieja Europa”, de la que su país de origen adolece. En la pujante Norteamérica se siente como pez fuera del agua.

En cuanto a Larry, ¿cuál es el motivo de su inadaptación? Básicamente, una cuestión de carácter y objetivos vitales. Mientras para el resto, vivir consiste en divertirse (que no es necesariamente lo mismo que pasarlo bien), siguiendo una rutina, para Larry, el echar raíces es algo que ha de cultivarse en el interior antes de decidir establecerse en un lugar geográfico determinado.

La India, años 20
Sin duda, uno de los aciertos de la novela estriba en saber mantener por un tiempo velada la experiencia vital de Larry en Oriente. Su estancia en la India nos será narrada por él mismo, al final del libro. Larry encuentra dificultad en reintegrase laboralmente en la sociedad a la que ha servido, después de haber tenido que pasar por el trauma de la contienda. A Larry le pasó algo en la guerra. Volvió cambiado. Algo le ocurrió que cambió su manera de ser, asegura el doctor Nelson (I: VI).

Pues bien, este es el auténtico protagonista o foco narrativo primordial de Al filo de la navaja, aunque los primeros indicios nos hagan suponer que podría serlo Elliott Templeton, personaje, en cierta medida, equivalente, y no carente de interés. Más que contraponerse a sus personajes, Maugham (autor y personaje él mismo) parece querer complementarse con ellos. El uno, Elliott, con su estructurada existencia capricorniana y probable ascendencia en Tauro, y el otro, Larry, con sus conmovedoras aspiraciones piscianas y determinación lunar ariana (permítaseme la analogía), que pasarán del querer holgazanear (I: VII-X) a encontrar, sino respuesta, sí sentido a muchas de las preguntas existenciales de la vida. En suma, y siguiendo con el símil propuesto, ambos se encuentran en Acuario (que es lo que Maugham era, además de ser el signo que se haya justo en medio).

El camino de Larry comienza por su peripecia viajera personal, que nos será desgranada en adelante, a modo de flashback; y más tarde, prosigue con su asimilación (de dentro a fuera: una vez que Larry ha aprendido a encontrarse, desea darse a conocer dentro de su ámbito más inmediato; más adelante incidiré sobre este punto).


Un proceso el de este protagonista indirecto que, no en vano, incluye la lectura (I: VII), como determinante universal para emprender todo viaje, físico y mental. Parecía meditar, su sonrisa iluminaba su rostro con una luz interna (I: VII).

Tras el sinsentido de la guerra, Larry trata de encontrar, precisamente, el sentido de la vida. No alcanzaré la paz hasta haber tomado una opinión concreta acerca de las cosas. Añadiendo que es difícil expresarlo con palabras (I: X). Lo más arduo, como advierte Maugham, reside en que Larry está buscando algo sin saber exactamente lo que busca (I: X).

Los personajes satélites -más que secundarios- son, así mismo, relevantes, y resultan entrañables en su excentricidad o idiosincrasia. Así ocurre con la señora Louisa Bradley, hermana de Elliott, el doctor Nelson, el apuesto irlandés Gray Maturin o la casadera Isabel. Pertenecen a una esfera pudiente pero no exactamente aristocrática, netamente norteamericana. Los diálogos de que se sirven están repletos de aceradas cuitas (I: VI), como blandidos en una cortés sesión de esgrima.

Somerset Maugham nos propone, creo yo, una novela sobre la comunicación, pero, ¿con los demás o con uno mismo? Es razonable suponer que ambas cosas, pero he ahí la gran diatriba. En un principio, Larry opta por lo segundo, pero con vistas a ser útil al resto, a las personas que componen su microcosmos, en función de sus capacidades. Su ponderación vital, por lo tanto, no es excluyente, aunque halla su raíz en el encuentro esencial con uno mismo, con el individuo. Unas veces, el autor-narrador es testigo directo de los acontecimientos; en otras ocasiones, nos informa puntualmente como si lo hubiera sido, dramatizando la acción desde su prisma de novelista, con la representación pertinente de los diálogos, haciéndose eco de una técnica narrativa encantadora.

En realidad, como antes daba a entender, no se puede decir que Larry sea el único personaje principal de la obra, aunque sí sobre el que pivotan el resto de personajes, lo deseen o no. Su peso dramático sobre el conjunto de caracteres es ineludible, lo cual es llevado a término por el escritor teniendo en cuenta el poderoso influjo del off narrativo: la presencia de Larry es continua pese a no estar presente en muchas escenas de la obra.

Chicago, años 20
Este doble aspecto de la comunicación es lo que define al personaje central. Comunicación con su interior y con los demás. En un momento dado, se comenta de Larry que su cara reflejaba una paz de nueva índole para Isabel (II: IV). En realidad, su inconcreto vagabundear ha conllevado, como el propio Larry explica, el leer de ocho a diez horas al día, asistir a algunas clases en la Sorbona, durante su permanencia en París, y aprender griego y latín (II: IV). Nada de lo que se entiende hoy día por hacer el vago.

La relación con Isabel es tremendamente caudalosa, en un sentido no crematístico. Mientras Larry, laureado ex piloto de la Primera Guerra Mundial, persigue la adquisición de toda la sabiduría que pueda atesorar, Isabel arguye que eso no suena a cosa práctica. Para Larry, sin embargo, se trata de algo enormemente divertido (II: IV). Está claro que ha de proseguir su camino sin ataduras. Es decir, viviendo como un inadaptado –de lo políticamente correcto- al filo de la navaja, esa línea divisoria entre los senderos trillados por los demás y el que se construye uno mismo, lejos de terceras opiniones e ideologías espurias (no sorprende que Somerset Maugham haya caído en un relativo y calculado olvido).

Un camino individual que conlleva una decisión, un sacrificio, por tener que romper determinados lazos “terrenos”, con objeto de senderear y ampliar otros más intangibles, siempre bajo la suspicaz, racionalista y, por qué no, envidiosa incomprensión de los demás. Pero, a pesar de que un mundo media entre Larry e Isabel, la muchacha no queda retratada exclusivamente como una snob, como lo pueda ser su tío Elliott, sino más bien como una hija de su tiempo y condición social. Como norteamericana, tanto ella como su madre, miss Bradley, han sabido hacerse a sí mismas y disfrutar de lo que la vida, también en la vieja Europa, les ofrece. Algo a lo que no desean renunciar, pero a lo que se enfrenta Larry, cuyo indagar no excluirá, por otra parte, el trabajo físico (en una mina). Su búsqueda no es anti-Occidente, perniciosa idea que tanto arraigo banal ha exhibido: Oriente es lo bueno y Occidente lo malo (aún hoy hay quien cae en esta simpleza). Larry interacciona en ambos mundos pues sabe que son uno solo.

Costa Azul
Como observamos, Somerset Maugham establece bien las dificultades de tipo social y personal a las que se enfrenta esta pareja de jóvenes, tal cual es observado por el narrador. Según este, el camino escogido por Larry es largo y duro (II: VII). Por algo, concreta que hay dos clases de estudiosos, los que trabajan por su cuenta y los que lo hacen en manada (III: II). Aparte de que, hagamos lo que hagamos, siempre vamos a ser criticados.

Conforme avanza la novela, el otro gran protagonista es el tiempo. Por un lado, el que se refiere a Larry, y por otro, el que atañe a las personas de distinción social (III: III). No todos envejecen igual en Al filo de la navaja. Unos encuentran su destino interior, en tanto que otros tan solo languidecen, sobrepasada su época de aparente esplendor. A estos, otros vendrán a sustituirles de forma externa; cambian los gustos y las modas, pero no así la distinción. Y junto a las artificiales pero atractivas funciones sociales, se transforman las apreciaciones de las ciudades. Por ejemplo, del bullicioso París de los años veinte a la prometedora Costa Azul, lugar de desparpajo y agasajo para el encuentro y alterne del más alto copete. Lugar fascinante y hasta facineroso expuesto en el último y ameno ensayo de Giuseppe Scaraffia (1950), La novela de la Costa Azul (Ill romanzo della Costa Azzurra, 2013; Periférica, 2019). Un escenario de fuegos artificiales y de seres habilidosos e influyentes. A su lado, Larry Darrell muestra otro tipo de influencia menos visible pero más enriquecedor; menos en comandita. Transita de lo espirituoso a lo espiritual.

Lo que nos lleva a un capítulo con atisbos de comedia de enredo muy bien urdido. La (falta de) asistencia de Elliott a la fiesta de una notable princesa, en un momento en que el patricio anda de capa caída. Hasta en ello mostrará Larry su bondad, tomando cartas -¡o carta!- en el asunto; pero será en la primera adaptación de la novela, porque curiosamente, en el libro, este gesto corresponde al narrador (V: VII).

Insisto en la duplicidad de ambos personajes. Elliott, más anquilosado en sí mismo debido a sus condicionamientos endogámicos, se debe a la vida social, en tanto que Larry se abre a un mundo no visible pero de resultados tanto espirituales como materiales. Son dos formas de abordar la comprensión del mundo, profundas o superficiales en función de lo que se busca, esto es, lo que se pide a la vida. En definitiva, se trata de dos maneras de mirar. En el caso de Larry, con ojos que más parecían mirar hacia dentro que hacia fuera (VI: III). De hecho, el chico ya apuntaba maneras. Como aviador, comenta que me sentía parte de un todo inmenso y bellísimo. Un recorrido, peldaño a peldaño, en el que, como decía, siempre le acompañan los libros.

Difícil terreno, en cualquier caso, el que invita a separar y conciliar, al mismo tiempo, iglesia o confesión religiosa con espiritualidad. Con el problema del mal como telón de fondo del mundo. No sorprende, en este sentido, que haya quien rechace la ayuda de Larry, como sucede con el personaje de Sophie McDonald, una amiga de la infancia que reaparece en la recta final de la novela. Lo hace de forma consciente y con resultados fatales.

Total, cada hombre se encuentra en un nivel distinto de desarrollo espiritual. Como advierte Larry, el yo es uno con el yo supremo (VI: VI). El encuentro penúltimo -por no sentenciarlo a último- entre Larry y Maugham, en una cafetería, desde por la noche hasta bien entrado el día siguiente, ejemplifica el referido acercamiento de posturas entre lo oriental y lo occidental. Larry ha aprendido que lo importante no es saberlo todo, sino no perder de vista el interés por las cosas. A lo que se suma un giro inesperado en el tramo final de la novela: la muerte sorpresiva de uno de los personajes (hay dos muertes, pero la otra es anunciada).

En definitiva, la historia de Elliott y el resto de personajes, corre paralela a la de Larry, y he de admitir que me ha interesado, incluso conmovido, tanto como la de Larry mismo.

Y ahora voy a proceder con mi exposición de las dos adaptaciones cinematográficas de esta excelente pieza de Somerset Maugham, comenzando por la más reciente y dejando la primera para el final, por la sencilla razón de que la clásica resulta ser muy superior a la última.

Realizada por John Byrum (1947) en 1984, responsable de la interesante Insertos (Inserts, 1975) y del guión de la entretenida La esfinge (Sphynx, Franklin J. Schaffner, 1980), su versión de El filo de la navaja (The Razor’s Edge, Columbia Pictures) se ve condicionada por la participación de su co-guionista, el también actor Bill Murray (1950), de probadas dotes cómicas pero absolutamente inapropiado para interpretar el papel de Larry Darrell (probablemente estemos ante el miscasting más sonado desde que el estólido Ryan Gosling [1980] fuera escogido para interpretar a Neil Armstrong [1930-2012] o emular a Rick Deckard). No hay nada peor para un espectador que no creerse a un personaje. Y eso es justo lo que sucede aquí.

Tratando de soslayar esta circunstancia, la camaradería entre los amigos de la infancia que componen nuestra historia da lugar a una escena de apertura donde se intercalan los títulos de crédito, aupados por la bellísima partitura de Jack Nitzsche (1937-2000). La experiencia durante la Primera Guerra Mundial y su posterior recesión marca la deriva de tales personajes. Algo que Byrum dramatiza enfatizando los aspectos que en la novela se dejaban a las palabras de Larry Durrell o la imaginación del lector. Así, se nos muestra la actividad de Larry (Bill Murray) y su amigo Gray Maturin (James Keach) como conductores de unos vehículos-ambulancia.


En esta ocasión, la boda entre Isabel y Larry es cosa hecha (no así en la novela), por lo que se aplaza. Lástima que la encarnación del personaje convierta su búsqueda en una bufonada. La adaptación depara, pese a todo, algunos momentos mejor inspirados, como el hecho de ponerse a cantar los soldados-médico para conjurar el miedo, en pleno campo de batalla. También destacaría el elocuente plano que muestra a Isabel (adecuada Catherine Hicks) observando la nutrida estantería de libros que Larry ha ido acumulando en su apartamento de París. También sobresalen las imágenes socarronas que confrontan los felices comentarios de Elliott respecto al futuro viaje de Larry a la capital francesa, con la realidad (en cualquier caso, una resolución tomada de la adaptación precedente). Lo mismo habría que decir de la estupenda encarnación de Denholm Elliot (1922-1992) como Elliott Templeton; si bien, aunque en la novela deviene fundamental la mudanza que causa Larry al resto de personajes, incluido el narrador, este aspecto se obvia en la presente adaptación. Por ejemplo, la sanación de Gray Maturin transcurre con los dos hombres a solas (Larry y Gray), en lugar de en presencia de Isabel y Maugham, que es lo procedente.

Y pasamos ya a la mejor versión de la novela. El guionista, actor y realizador -parece que también novelista- Edmund Goulding (1891-1959), fue el encargado de llevar a la pantalla la sugestiva novela de Maugham. La adaptación es modélica. Por algo fue obra del excelente Lamar Trotti (1900-1952). Además, El filo de la navaja (The Razor’s Edge, Twentieth Century Fox, 1946) cuenta con un espléndido plantel de actores.

Se respeta, igualmente, la figura del narrador, el escritor inglés Somerset Maugham, encarnado maravillosamente por Herbert Marshall (1890-1966). La estructura de la película respeta la disposición en retrospectiva, aunque no se hace abuso de este recurso, a causa de que el relato es introducido y epilogado por el personaje-novelista, sin recurrir a engorrosos saltos temporales, procediendo con una narración lineal en la que ni siquiera se fuerza la voz en off. Ya digo que la traslación cinematográfica es magnífica.

También lo es la realización de Goulding. Una estupenda secuencia de inicio presenta a los personajes en un club de campo, durante el verano de 1919 en Chicago (EEUU), en los tiempos de prosperidad que siguieron a la guerra.

De hecho, llama la atención el empleo de planos largos y la cadencia de escenas sostenidas, a lo largo de toda la película.


La secuencia del club de campo se compone, por consiguiente, de planos largos y, en un principio, cada uno da comienzo con la presentación de alguno de los personajes. Uno de ellos lo hace con la figura de Elliott Templeton (magnífico Clifton Webb), otro con Isabel Bradley (Gene Tierney), otro conjunto con Isabel, Gray Maturin (John Payne) y Sophie McDonald (Anne Baxter), otro con Isabel y Larry Darrell (Tyrone Power) bailando, y otro con estos dos últimos, a solas en un kiosco del citado club, espacio donde se sinceran acerca de su relación. Transcurrido algún tiempo, también lo harán en el modesto apartamento que Larry ocupa en París. Un alejamiento que aterra a Isabel. Puede ser un año, tal vez más, dilucida la joven antes de la partida de Larry.

Por otra parte, presenta mayor fuerza la enunciación a Isabel del episodio traumático de la guerra, descrito con palabras en lugar de visualizado. Este queda a la imaginación del espectador y a las palabras del narrador. Una representación más gráfica, aunque no alargada en exceso, se reserva a la experiencia de Larry en las minas de carbón, donde traba amistad con el ex religioso Kosty (Fritz Kortner). Como efectivas son las elipsis que atañen a Larry en el interior de su refugio en el Tíbet. El misterio de lo que allí le ha sucedido le sigue perteneciendo a él exclusivamente. Por algo ha asegurado con anterioridad que quiero tener éxito en la vida, pero no en lo que la mayoría considera éxito. Un aspecto trascendental que (querer) compartir con los demás. ¿Y qué piensas hacer si encuentras la sabiduría?, le espeta otro personaje. Hacer buen uso de ella, contesta Larry. Doble dificultad para nuestra figura literaria y cinematográfica.

Naturaleza y divinidad son indivisibles para Larry. Y el ser humano forma parte de ambas. Me sentí como liberado del cuerpo, desvela. A lo que añade su guía espiritual en el Tíbet (Cecil Humphreys) que debes vivir en el mundo para amar las cosas del mundo, no por sí mismas, sino por lo que hay de Dios en ellas. Frase que resume muy bien esa doble vertiente -o filo- del buscador espiritual, proceda tanto de Oriente como de Occidente. Lo confirma la puesta al día de Larry a Maugham tras los estragos de la Depresión.


La versión cinematográfica de Trotti también respeta la sanación por trasvase de energía o sugestión (o ambas) de Larry hacia Gray. Además, destaca la corrosiva pero muy humana presencia de Elliott, un personaje que quedará más desdibujado en la posterior adaptación. Los buenos deseos de Elliott respecto al viaje de Larry a París se contraponen con la realidad de las imágenes que muestran al joven bregando en un barco conservero, como se suele decir, ganándose la vida. Una resolución que, como ya advertimos, fue retomada por la versión de Byrum.

Una escena al estilo da inicio mostrando un pequeño altercado en una fiesta de la capital francesa. Se compone de planos más breves que los anteriores, pero resultan igual de expresivos y se encadenan a otros que dan cuenta de la última noche de la pareja protagonista en París. Termina la escena con un nuevo altercado en lontananza (dos marineros pegándose), lo cual, es visualizado por Goulding sin escatimar en descriptivas grúas y desplazamientos laterales con la cámara, ambos recursos bien empleados, con el concurso de la fotografía del extraordinario Arthur Miller (1895-1970; no confundir con el dramaturgo, claro).

Otra escena análoga a la novela es la que se refiere a una Sophie varada en París. Lo mismo sucede con la charla entre Maugham e Isabel, después de que Larry anuncie su compromiso con Sophie. Son momentos de una intensa emotividad y un marcado conflicto interior, que discurren mal que bien, hasta la despedida última (no sé si final) de Isabel y Larry. De cualquier manera, hay personas que iluminan, que irradian paz. Y Larry es una de ellas.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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