Para el sábado noche (LXXIX): All That Jazz (Empieza el espectáculo), de Bob Fosse

02 febrero, 2019

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En el cine, con frecuencia, asistimos a la representación de una figura popular o anónima, en función de su significación. Este personaje puede, a su vez, conectar con el espectador dependiendo de los arquetipos o caracteres-tipo que despliega y que todos acumulamos, favoreciendo la identificación. Cada personaje suele estar dotado (sobre todo en el cine que llamamos clásico) de una personalidad bien definida. En el caso de la película que nos ocupa, All That Jazz, empieza el espectáculo (All That Jazz, Fox-Columbia Pictures, 1979), asistimos a la biografía personalizada de quien la suscribe, el coreógrafo, bailarín y director Bob Fosse (1927-1987).

El también coreógrafo, bailarín y director en la “ficción” cinematográfica, Joe Gideon (el estupendo Roy Scheider) es adicto a la dexedrina, las anfetaminas, el tabaco y un colirio para los ojos. Tampoco le hace ascos al alcohol. Este personaje es el émulo o alter ego del propio Fosse, reconocido profesional en los mismos ámbitos y realizador de la película. Una barroquizante dramatización que danza en torno a su propia figura, distinta al exhibicionismo formal de propuestas más actuales pero menos modernas, sea de cantantes o de personajes históricos: estas te sacan de la película en tanto que Fosse te introduce en ella.

Sintetizando su filosofía de la vida o, simplemente, dando cuenta de su carácter, Bob Fosse explica en palabras de Gideon que estar en el alambre es vivir, el resto esperar. Sin embargo, este talante de funambulismo vital no deja de pasar factura tanto a uno mismo como a los demás. A las citadas adicciones, Gideon añade una salud quebradiza derivada de una disposición a la epilepsia siendo niño, y el haber padecido una pulmonía doble. Pero como todo parte de la infancia, también podemos anotar que el ídolo de nuestro personaje siempre fue Fred Astaire (1899-1987).

En una de las más célebres secuencias de la película, la de apertura, el escenario de un teatro donde se van a realizar unas pruebas de selección, se muestra repleto de aspirantes. Poco a poco, este escenario se va despoblando, lo que se narra a través de la imagen y la música. Pero de lo que está contenido dicho espacio es, primordialmente, de ilusiones y expectativas. A los bailarines no solo se les exige saber bailar, sino que, en un grado de progresiva dificultad, habrán de demostrar sus capacidades como cantantes, acróbatas y hasta su sensualidad sobre el entarimado.

Al final, solo un grupo de elegidos es seleccionado para formar parte de la nueva obra teatral y musical de Joe Gideon, que ya presenta esa diatriba que le obsesionará el resto de su carrera profesional, sobre qué hacer para, sin dejar de ser el mejor, disfrutar y hacer disfrutar al público.


Todo esto lo logra Bob Fosse por medio de un montaje dinámico; otra característica de ese cine al que hacíamos referencia. De hecho, en la película interactúan dos niveles de narración, ya que el presente del protagonista se desdobla. Por un lado, los avatares cotidianos; por el otro, la puesta en escena más o menos simbólica de un examen de conciencia; un balance y confesión al mismo tiempo. En este marco alternativo, se le presentan a Gideon mujeres y situaciones del pasado, que le muestran sus recuerdos biográficos profesionales y familiares (o sus relaciones personales), desde sus comienzos como artista en algunos clubs de striptease y cabarets, mientras atendía sus exámenes académicos de latín, hasta su posición coetánea en el exigente Nueva York. Junto a la valiosa evocación de dichos teatros de variedades, forjadores de carácter, emerge la figura de la muerte como una bella y comprensiva mujer (Jessica Lange), una auténtica maestra de ceremonias conectora de mundos (vida-muerte, frustración-espectáculo).

De este modo, juega Fosse con calculados saltos temporales y espaciales a lo largo de toda la narración. La recapitulación se describe por medio de escenas cortas, características de una vida fragmentada, con sus respectivos cambios de ángulo y perspectiva, algún ralentí y unos económicos zooms en la descripción de su quehacer diario; esas tareas rutinarias a las que Gideon trata de extraer la parcela más creativa. También se entremezclan momentos sin sonido, como expresión de un ensimismamiento o aislamiento creativo. Ya en el presente histórico, debemos señalar el montaje en paralelo que contrapone la operación quirúrgica a la que es sometido Joe, con la reunión de ejecutivos y financieros (facinerosos) de su nuevo espectáculo, al que Gideon desea añadir esa nueva ola de erotismo que impera.

Pese a todo, queda visualmente claro que la vida de Fosse / Gideon está descoordinada. El trabajo es más importante que la familia o el matrimonio. Lo cual podría estar bien, de no haber establecido ya vínculos y obligaciones en ambos apartados. No hay otra cosa que el trabajo, concreta, como sustituto del resto de parcelas de la vida. Como eslogan de esta entrega sin reposo, sus compañeros aseguran que la obra musical no estará completa hasta que salga como él quiere.

Frente a eso, le espeta su última conquista creativa (no solo amorosa), la bailarina en ciernes Victoria (Deborah Geffner), que yo solo quiero conocerte. Pero Gideon no está dispuesto a comprometerse salvo con su trabajo, con ese deseo de legar algo personal al resto de la humanidad. Para él, el amor es una cualidad que se demuestra danzando, pero que no ha de trasladarse necesariamente a la vida real (si por real la tenemos). El resto de placeres vienen por añadidura, y siempre los ha tenido Gideon al alcance de la mano. Por algo el dominio de quien ostenta el poder de decidir se da en todos los ambientes.


Ahora Gideon encara con la sinceridad de que es capaz lo que hasta ahora ha sido su vida, tal vez intuyendo que no le queda mucha. Hasta el poco ocio que se permite está programado, o en función de dicho trabajo. Entre otras cosas, porque el coreógrafo y realizador sabe que puede ser reemplazado en cualquier momento, por alguien de peores cualidades que él o, en el mejor de los casos, equivalentes, aunque nunca las mismas: esa impronta personal del artista. Así sucede al caer enfermo, cuando los productores tantean a su colega Lucas Sergeant (un avieso y divertido John Lithgow).

Gideon puede ser seco, cortante, desconsiderado, pero es bueno en su cometido; de los mejores. Preparar este nuevo espectáculo, tratando de ofrecer algo inédito, le hace consumir todas las energías. En tanto esta obra surge trabajosa y afanosamente, Joe Gideon ejecuta el montaje de una película (la intervención de un cómico que nos retrotrae a la experiencia de Lenny [United Artist, 1974]). Es un hombre muy inseguro, se mueve y gira por impulsos, y la Musa que está al acecho, es exigente y hacer pagar un precio.

Especialmente reveladora es la charla que el personaje mantiene con su ex esposa Audrey (Leland Palmer), mientras ella practica su número junto al pianista Paul (Anthony Holland). Cuando Joe conversa con Audrey o con su hija Michelle (Erzsebet Foldi), también lo hace sin dejar de interactuar con la danza. El escenario es la vida. Por eso se muestra muchas veces vacío. Incluso lo es la sala de un hospital donde Gideon conversa con un empleado de la limpieza.

Así, la vida como representación escénica es lo que se expone, de una forma más directa que otras si se quiere, en All That Jazz, bajo los auspicios de la fotografía de Giuseppe Rotunno (1923). Un existir que incluye el padecimiento y la muerte (mucho más aterrador lo primero que lo segundo). En este devenir concreto, los sentimientos parecen un atrezo, y los diálogos parte de un texto escrito previamente. Al tiempo, Fosse traslada algunos efectos escénicos a la película, mediante luces, cortinajes y lentes “vaporosas”, ese flou característico de algunas producciones de la época.

De este modo, All That Jazz, empieza el espectáculo es una película sobre el estrellato, las responsabilidades adquiridas y las antepuestas, donde el contexto habla. Gwen Verdon (1925-2000), la tercera esposa de Fosse, comentaba en el documental Bob Fosse, Dancing on the Edge (History Channel Biography, 1999), que el artista le confesaba que me impulsa el miedo. Miedo de no llegar a producir lo que él sabía que podía hacer. Cuando esto se manifestaba, sobrevenía la depresión, las inseguridades, los abusos de barbitúricos. Hay que agregar, sin que sirva de excusa, que a Bob Fosse le afectó bastante el fallecimiento prematuro de su segunda esposa, la actriz Joan McCracken (1917-1961).


Enemigo de lo fácil, fanático del trabajo desde los diez años, para Bob Fosse el espectáculo era sinónimo de perfección. Además, sintonizaba con las mujeres. Los amores nuevos, fueran efímeros o de los que dejan huella, le aportaban creatividad. La seducción era su musa. Sin duda se trataba de un carácter complejo. Exigente, variable, obsesivo, impredecible, perfeccionista, atormentado e inseguro. A veces manipulador. Bob Fosse trataba de alcanzar algo sin llegar a creer que lo había logrado nunca. Entre brillos y oropeles, y un particularísimo toque espectacular, trabajar a su lado era como pisar un suelo en continuo movimiento (en palabras de la coreógrafa Kathryn Doby [-], insertas en el antedicho documental). Entendía los movimientos como cualquier otra persona entendería las palabras, añade el crítico Clive Barnes (1927-2008).

El resultado de toda esta entrega fue una obra creativa sin parangón, dos infartos, y un tercero que acabó por cimentar su leyenda. Tímido en la vida y talentoso sobre el escenario, eminente artista visual, Bob Fosse representa todo lo bueno y lo menos aconsejable del ser humano, enfocado en el mundo del espectáculo, ese al que canta con conocimiento de causa Ethel Merman (1908-1984) en el tema que ilustra los títulos de crédito finales de la película.

No en vano, ¿hasta qué punto se puede cambiar un carácter? Como sabemos, existen dos muertes, la física y el olvido (de la memoria que pervive tras la primera), ese que se da cuando ya nadie te recuerda: ni se evoca quién has sido ni tus obras.

Se permitió ser adorado pero no amado, podría ser el epitafio compartido de Bob Fosse y Joe Gideon. Sus últimas actuaciones consistieron en aceptar la muerte. Pero solo la física.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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