Mortal y rosa, de Francisco Umbral

16 enero, 2019

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Como si un vate fuera, se ha cumplido lo que Francisco Umbral (1932-2007) deseaba en Mortal y rosa (1975): convertirse en un olvido, abandonando toda solemnidad y siendo uno de esos escritores que se recuerdan ocasionalmente, descubierto casi por casualidad por un lector. Sin más. Aunque sin que él lo sepa su recuerdo ha quedado asociado a lo que podríamos considerar un meme ibérico, como ya comentamos que le pasó también a Fernando Arrabal (1932), dado que su exabrupto televisivo (He venido a hablar de mi libro) le ha eclipsado como escritor. Y dado que su obra más numerosa, las columnas de opinión a las que dedicó casi toda su vida, está anclada a un tiempo y unas circunstancias sociopolíticas muy concretas, cabe rescatar entonces su obra literaria y sorprendernos de descubrir detrás de su comportamiento y palabras bastas la existencia de un ser profundo, invadido de aristas, pesadumbre, melancolía y decepción.

Desde 1958, con veintiséis años, Umbral empezó su carrera periodística colaborando en El Norte de Castilla y pasando también por medios provincianos de León. Recalaría en Madrid y frecuentaría la tertulia del Café Gijón siendo apadrinado por escritores como José García Nieto (1914-2001) y Camilo José Cela (1916-2002). Tras un tiempo comenzaría a hacerse un nombre relevante como columnista y cronista en diarios de tirada nacional, como El País o El Mundo, en esta última con su columna Los placeres y los días. Pero antes de convertirse en un autor entregado a ese mundo de crítica contracultural, polémicas y enemistades, vivió un tiempo de felicidad que recogió en su diario, un diario que se convertiría finalmente en el testimonio de su mayor desgracia personal: la muerte de su hijo Pincho, Francisco, con tan solo seis años a causa de la leucemia. Ese diario, híbrido que mezcla estilos, géneros y temas, apareció publicado en 1975 con un título que recuperaba un verso de Donde habite el olvido, de Pedro Salinas (1891-1951): Mortal y rosa.


Se trata de una obra peculiar, invadida de reflexiones, con poca narración directa, pero sí descripciones, secuencias de una vida fragmentada, nunca expuesta de forma concreta con fechas, y donde se mezcla lo personal e íntimo con lo social y literario. Así, podemos hablar de una obra con múltiples facetas imbuidas todas por un tono lírico general, pero abordados de muy distinta forma.

En primer lugar, el tema primordial que aborda Umbral es el paso del tiempo. Desde un principio, nos muestra su esceptismo recordándonos el crecimiento continuo del cuerpo, es decir, el recorrido hacia la muerte. Desde la inusual pero certera descripción de cómo el cabello desaparece, el cuerpo se deforma, aparecen las arrugas... Sin duda, el primer tramo del diario sorprende por cómo se asoma al lado más íntimo y pudoroso del autorretrato, que pronto dejará espacio para la presencia del hijo, el hijo como la representación del paraíso perdido e inalcanzable (La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, solo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse). Conforme avance el diario, avanzará la sensación de profunda pérdida del ser humano. Para el autor, la infancia del hijo supone un revivir del tiempo de su propia infancia, que llega incluso a incidir en la trascendencia de los hechos cotidianos como la forma de resucitar y poner en comunión el pasado con el presente. Por ejemplo, en el hecho de cortar las uñas a su hijo, descubre la conexión con aquel mismo momento de su infancia en que su madre le cortaba las uñas. Es tan solo un ejemplo de la forma en que Umbral logra imbuir de belleza lo cotidiano y lo hace trascendente a través de sus reflexiones, cargadas tanto de emotividad como de sentido trágico, una tragedia que se irá acentuando.

Vestigios atávicos después de la lluvia, de Salvador Dalí
Hacia el final del libro, se sustituyen los paseos por el parque con el hijo con los paseos por el hospital, portando la silla de ruedas. El diario crea un contraste cruel entre la luz que desprendía la niñez del principio con la oscuridad y el dolor que se apoderará de la voz final, una voz sincera que no recuerda, sino que vive en el momento, dado que el autor al empezar su diario no conocía el final de la historia. Resuenan en el final los ecos de las reflexiones iniciales y así, si en los paseos por el parque se sentía desaparecer en la observación de los niños que juegan, acompañando a su hijo en el paseo por el hospital se siente muerto, y desearía aún vivir eternamente en ese momento tan mecánico en que los juegos infantiles eran sustituidos por las miradas tristes del resto de pacientes. Pero en ambas circunstancias, en la vida y en la muerte, siente la fragilidad de la existencia, la importancia de la realidad tan auténtica de la niñez frente al ansia inalcanzable de la madurez, del ser adulto que anhela una felicidad que jamás alcanzará, porque solo existe en el pasado. Podría ahondar y repetirme en las reflexiones de Umbral, porque sin duda el carácter con que se acerca a la infancia, con que aborda el absurdo de la existencia y el dolor, sobre todo en los capítulos finales, incluye la dura carta a su mujer, madre del niño, son lo mejor de este diario. Lo mejor y lo más trágico, y lo más duro, y lo que más te golpea. Por tener una carga de universalidad y lirismo como pocas veces encontramos en las memorias emborradas de la vida o en la ficción más dramática.

En un segundo lugar, podríamos destacar las reflexiones sobre otros aspectos de la vida, incluyendo la crítica literaria. El autor no evita las críticas directas ni el halago fácil hacia los autores, reivindicando a su vez cierto tipo de obras y también cierto tipo de escritor. No obstante, como un buen ser humano, y más en plena crisis, es inconsistente: acaba por rechazar el realismo, dado que no ve ninguna utilidad en regodearse en lo que ya es crudo de vivir, pero no puede evitar admirar a Proust, como tampoco puede huir de los mismos libros de siempre, esos libros que siente más como suyos que del autor al que pertenecían. Cuestiones como la fama, a la que remitíamos al principio de la entrada, la cuestión religiosa o el necesario esfuerzo para dedicarse a la escritura.

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Por último, tan solo hay un aspecto, reiterado a lo largo de la obra pero más presente al principio, que no me convence e incluso llego a detestar en el conjunto de Mortal y rosa: las reflexiones en torno a la mujer, a la que el autor demuestra su admiración, pero que no deja de cosificar como un objeto para el deseo y el placer sexual. Si bien es cierto que Umbral defendió varias veces, como lo hiciera Cela en La colmena (1950), la necesaria libertad sexual de las mujeres frente al recato puritano impuesto por épocas más grises, la lectura de los fragmentos que aquí se les dedica parecen extraídos de un acosador que solo las contempla como esferidades, como algo a lo que perseguir o con lo que tener sexo. Contrasta tanto con la calidad de todo lo demás, que me resulta irritante las ocasiones en que se perdía por esos desvíos innecesarios y de resultado siniestro.

En definitiva, Mortal y rosa no es una obra literaria al uso, no encaja en los moldes habituales, y está cargado de lírica, de reflexiones existenciales trágicas y rotundas, de trascendencia de lo cotidiano, pero también de los tintes más oscuros del ser humano, de cierto realismo sucio que no huye de lo escatológico ni de lo sexual. En fin, la unión de los elementos buenos y malos que componen al ser humano y que finaliza con la rotundidad no de un fallecimiento, sino de sentirse muerto en vida.


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