El autocine (LIV): La dama de Shanghái, de Orson Welles

15 octubre, 2018

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Aunque concebida como una serie A, La dama de Shanghái (The Lady from Shanghai, Columbia Pictures, 1947; estrenada al año siguiente), fue sometida a severos recortes. Fundamentalmente porque, por lo general, no se piensa en el público del futuro, sino en el del estricto presente. Y esto resulta fatal para un creador con las miras siempre puestas en lo venidero. Aparte de que, el adelantado es, con frecuencia, un inadaptado.

Pese a todo, La dama de Shanghái continúa siendo una película magnífica, adscrita al género negro y policiaco, aunque no respondiera a las aspiraciones de su autor, el brillante Orson Welles (1915-1985), aquí en labores de dirección, producción, escritura e interpretación.

Más rocambolesca que imposible, la trama de La dama de Shanghái se centra en la figura del marino y trotamundos Michael O’Hara (Orson Welles), receloso de la autoridad y envuelto continuamente en la sordidez de unos escenarios abiertos o cerrados.

Caminado por Central Park (Nueva York), Michael se siente atraído por la figura femenina de Elsa (Rita Hayworth), que pasea en calesa. Lo cual es un gozoso fastidio porque, como admite nuestro protagonista a través de la voz en off, ahora tan solo queda el rememorarla de forma continua y en silencio, un mes o toda la vida. Quien esté libre de tal delito que alce la mano.

Pero no se hará necesario este proceder. Ocasión (calculada) habrá de que Elsa y Michael entablen una conversación y surja entre ellos un vínculo, en primera instancia, de orden laboral. En el que es uno de los momentos más inspirados de la película, Michael le ofrece a la dama un cigarrillo, que ella acepta pero guarda en el bolso, ya que declara que no fuma.


Elsa está casada con el criminalista Arthur Bannister (un estupendo Everett Sloane), pero necesita a alguien que pueda manejarse como contramaestre en la tripulación de su yate. De modo que le ofrece el trabajo a Michael. Se supone que después, cada cual ha de seguir su propio camino.

En realidad, es la de la película la historia de una atracción; solo que quien se creía el seductor pasa a ser el seducido. Y también lo es sobre el fingimiento. Hay gente que olfatea el peligro, yo no, corrobora Michael. Welles se encarga de visualizarlo de forma sutil cuando, a bordo del yate de lujo, Elsa llega a encender un pitillo al fin, tal vez, a causa de la incomodidad creciente entre los personajes de este triángulo que parece expandirse a un cuadrado, con la incorporación del maquiavélico y sudoroso socio de Bannister, George Grisby (Glenn Anders). Hasta que la citada figura simbólico-geométrica retrocede a su condición originaria, del individuo solitario que se va por donde ha venido, aunque con una lección más aprendida. Por algo señaló Elsa, a lo largo de su primer encuentro con Michael en el parque, que me gano la vida jugando, habiendo residido y trajinado en sitios tan exóticos y remotos como Macao o Shanghái (China).


Todo transcurre con la celeridad y aturdimiento de un torbellino, casi se diría que pesadillesco. Incluso los certeros diálogos. Nubes de tormenta se forman al comienzo de la narración cuando observamos que, además de lo expuesto, el personaje de Arthur Bannister es proclive a la (mala) bebida. Lo que no impedirá que se conduzca como un brillante, y en el fondo muy humano (con todo lo que ello comporta), abogado.

A bordo de un yate que responde al nada arbitrario apelativo de Circe, la diosa y hechicera de la mitología griega, emprenden estos cuatro personajes un crucero por el Caribe, visitando luego otros lugares como México y San Francisco, el puerto de partida. Son caracteres de soterradas o levantiscas complicaciones y complicidades psicológicas. Sugestiva resulta la escena en la que Michael los compara con unos tiburones dispuestos a devorarse a sí mismos. El marinero no es rico, pero presume de ser independiente. Aunque para alcanzar tal condición habrá de superar los distintos niveles de dificultad que le brinda su relación con Elsa y también con George. Este último le ofrece una bonita suma de dinero por asesinarlo, ya que un suicida no puede reclamar el correspondiente patrimonio empresarial. Se trata, por lo tanto, de un crimen fingido.

Visualmente, la película resulta admirable, como demuestra la planificación de algunos encuentros entre los personajes, o las imágenes aumentadas de los seres marinos de un acuario. A su vez, el segmento del juicio mezcla la farsa con el humor, la intriga y la sorpresa, sin salir damnificado. Todo un logro. De igual modo, el desenlace en la sala de los espejos, sita en el barracón de feria, o casa de los locos, de un parque de atracciones, pone el broche al relato de forma tan simbólica como rotunda, argumentalmente hablando. En esta secuencia, que contiene una grotesca y ágil alucinación por parte de Michael, debida a unos comprimidos, los protagonistas acaban disparando a las imágenes de los demás, hasta que dan con la última (no diremos que la más auténtica o verdadera), y se aniquilan.


Desplazamientos laterales, expresivos picados y planos con grúa, como el bello momento que muestra a Elsa conduciendo por una calle de San Francisco, jalonan esta película fundamental, a veces por motivos muy extra cinematográficos. Además, Orson Welles era un excelente realizador tanto en exteriores como en interiores, trabajando de forma imaginativa y elocuente la atmósfera de cada plano y escena.

Desconozco la novela en la que se basa la película, una obra de Sherwood King (1904-1981) titulada Si muero antes de despertar (If I Die Before I Wake, 1938), de modo que me he limitado a comentar la adaptación. En ella, un acusado grado de nihilismo se insufla a los protagonistas, sobre todo Michael. Para este, parece difícil escapar a la rueda del infortunio, si es que realmente se empeña en ello.

Tampoco podemos pasar por alto la soberbia fotografía, que despliega un psicológico empleo de la luz, a cargo del estupendo Rudolph Maté (1898-1964), ayudado -no sé si socorrido, dado lo tempestuoso de la producción-, por los no menos competentes Joseph Walker (1892-1985) y Charles Lawton (1904-1965), que es finalmente quien la firma.



1 comentario :

  1. Como te decía en reseñas anteriores, tengo que pegar un gran repaso al cine en blanco y negro.
    Besos.

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