La novela La amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain, 1969; Planeta / Bruguera, col. Best Sellers, 1985), está perlada de dosieres, télex y capturas de pantalla clasificados como “alto secreto”, adoptando su autor el papel de un investigador real dentro de la ficción. Michael Crichton (1942-2008) sabe jugar con el género literario sin caer en los excesos cultistas de la metaliteratura. Al punto de dar las gracias, en el apartado correspondiente, a toda una serie de personalidades (¿reales, inventadas?) que supuestamente le ayudaron en el desenvolvimiento y acceso a la información relacionados con el microbio Andrómeda. A partir de ahí, este libro narra la historia de los cinco días de una crisis científica americana de primera magnitud, incidiendo en que he tratado de conservar la tensión y el interés de los acontecimientos de aquellos cinco días, porque el caso de Andrómeda encierra un dramatismo innegable, y si constituye una crónica de errores estúpidos, letales, es al mismo tiempo un canto de heroísmo e inteligencia (casi añadiría que de providencia, como sucede con la directriz “7-12”) (Doy las gracias). Además, advierte Crichton que si el lector tiene que salvar de vez en cuando algún pasaje árido, lleno de detalles técnicos, pido perdón por ello. Algo que se puede hacer extensible a la pulcra y modélica adaptación cinematográfica de Robert Wise (1914-2005), como ya sabemos, nada ajeno al género de la ciencia ficción.
La Amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain, Universal, 1971), se abre con uno de esos informes con apariencia de verosimilitud y fidelidad, respecto a los sucesos que se van a narrar a continuación. Estamos -o estuvimos- ante una grave crisis científica, aquí circunscrita a cuatro días de temor y descubrimientos fascinantes. Concluye el expediente con la presunción de que pronto se harán públicos los informes. Puede que sea así, pero el espectador tiene la sensación de que va a conocer de primera mano unos hechos que puede que no vean la luz.
La cápsula Scoop (la número VII en la novela) se ha salido de su órbita y precipitado sobre el suelo de Piedmont, una pequeña localidad de Nuevo México (EEUU). Aquel pueblo había sido herido por una catástrofe terrible (Día 2: VII). Los hombres de ciencia Jeremy Stone (el eficaz y no siempre aprovechado Arthur Hill) y Mark Hall (James Olson) inspeccionan el terreno después de que se haya perdido el contacto con una avanzadilla exploratoria del ejército. Piedmont no cuenta con una gran población, pero la sonda venida del espacio la ha diezmado. Los cuerpos de los lugareños responden a una extraña patología, y proporcionan a Robert Wise la ocasión de una inquietante composición en formato cinemascope, difícilmente olvidable. Precisamente, el primer intento de exploración del lugar fue narrado por el realizador a través del audio de unos altavoces, con objeto de acrecentar la incertidumbre ante la posterior llegada de los dos científicos. Ambos personajes auscultan el terreno contaminado y a su población como si estuvieran en la superficie de otro planeta.
Recuperada la cápsula, esta es enviada a una ingente base experimental, una estructura científico-militar donde se puede estudiar el germen procedente del espacio. En suma, se trata de una especie de Wright Patterson (Ohio) o Área 51 (Nevada), pero en Flatrock (también Nevada), que tiene por tapadera la apariencia de un centro de investigaciones agrícolas. El complejo de Wildfire, que así se llama, cuenta con unos laboratorios subterráneos y unas precisas técnicas de asilamiento que, en sí mismas, constituyen, para el que esto suscribe, un sugestivo mecanismo de intriga argumental. Ellas articulan la primera parte de la película, además de la inclusión de algunos aspectos narrativos en prolepsis (como una encuesta política sobre lo sucedido), o el reclutamiento de los miembros del equipo que van a trabajar en el patógeno Andrómeda. A estos científicos se les convoca con celeridad, pues la situación es apremiante. Ellos son los referidos Jeremy Stone, bacteriólogo ganador del premio Nobel, el cirujano Mark Hall, y sumándose al grupo, la microbióloga Ruth Leavitt (Kate Reid) y el patólogo Charles Dutton (David Wayne). Los actores ayudan a transmitir esa apariencia de realismo ante lo inesperado.
El suspense que se crea es inmediato y letal, y aventaja a los aspectos más circunstanciales de una posible acción trepidante. De resultas de ello, es esta una película (y una novela) más encauzada a la reflexión científica. Empero, Robert Wise no deja escapar la ocasión de transmitir dicha inquietud por medio de la imagen, como sucede en los planos donde se muestra una calculada profundidad de campo, presentando objetos y personajes en primer término, junto a otros en disposición general o media. Un contraste visual donde la realidad parece trastornarse, en un detallismo que se hace extensivo a la composición del plano en varias imágenes. Son como focos dentro de una configuración más amplia, que denota dos o más niveles de percepción, tales como la cotidianidad y la emergencia (señalada por un soldado armado al fondo del plano), o la posibilidad de una contingencia y su materialización. Incluso la distinción entre lo grande y lo pequeño, cuando la planificación se vertebra en torno al plano (los científicos estudiosos) y el contraplano (Andrómeda).
Este suspense, como observaba, incluye el fascinante recorrido de los protagonistas por el interior de la base científica, un enclave sujeto a una posible autodestrucción. A lo largo de este proceso, los personajes pueden ser vistos como los anticuerpos de un organismo mayor. Una tesitura en la que los cobayas son tanto roedores y primates como seres humanos.
En esta línea, si una alarma biológica es activada por computador para sellar el complejo, cabe pensar si, en efecto, no es mejor para la raza humana esta inmolación, como forma de inmunización preventiva. De forma premonitoria, hasta la biblioteca del centro se halla en el interior del ordenador. Aparte de que una trama donde tratan de convivir científicos, militares y políticos es de por sí una combinación explosiva.
Pero la aportación más trascendente de La amenaza de Andrómeda es la que atañe a la cuestión de cómo puede ser la vida extraterrestre. La detección y aislamiento del virus foráneo organiza el argumento tanto como la sorpresa y ampliación de conciencia que conlleva. En esta segunda parte del proceso, los científicos disponen de los dos únicos supervivientes de Piedmont, un anciano llamado Jackson (George Mitchell), y un bebé de pocos meses (Robert Soto). Como hace notar la enfermera Karen Anson (Paulla Kelly), hasta ahora Wildfire ha sido un juego.
El punto de partida de toda esta arriesgada investigación se centra en la química de la sangre; el exceso de acidez o de alcalinidad sanguíneos. Pese a todo, la amenaza es doble, pues Andrómeda primero ataca a la sangre humana y luego a los polímeros, dependiendo de su fase de mutación.
La adaptación de Nelson Gidding (1919-2004) sigue al pie de la letra el desarrollo argumental, e incluso algunos diálogos, del original (la captación de los protagonistas por la policía militar, la indisponibilidad de uno de los sabios convocados, la voz seductora que se escucha a través de unos altavoces…). Si bien, como es lógico, también se dan algunas ligeras variantes que dan más juego en el ámbito audiovisual. Como el descubrimiento de uno de los supervivientes durante una primera ronda exploratoria (Día 1: III). En la novela, se incide en el conocimiento del Proyecto Scoop respecto a la captación de formas de vida extraterrestre micro-orgánicas (Día 2: V). De igual modo, Stone se hace acompañar en el libro por Charles Burton -apellidado Dutton en la película-, durante la visita a Piedmont, en tanto el microbiólogo Peter Leavitt es, en la película, Ruth Leavitt, aunque ambos personajes (en realidad, el mismo personaje) padecen de epilepsia (Día 3: XX).
Interesante es señalar el terrible suicidio de un muchacho que ha ingerido un disolvente (Día 2: VII), lo que junto a la anciana que se ha quitado la vida, y otros ejemplos manifestados en la novela (en parte en la adaptación), significa que no todos los habitantes de la aldea fallecieron a un mismo tiempo. Asimismo, el orden de los colores en los niveles del complejo Wildfire varía (azul en el libro para el último nivel, donde se desarrolla el grueso de la acción, blanco para la película), así como los intervalos previos a una detonación nuclear, de tres minutos a cinco en la película, junto al tiempo que resta para su cumplimiento, de treinta y cuatro segundos a tan solo ocho.
Completan la interesante premisa de La amenaza de Andrómeda los efectos ópticos de Douglas Trumbull (1942), la fotografía del poco prodigado pero ecléctico Richard H. Kline (1926), y la sugestiva música electrónica de Gil Mellé (1931-2004).
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