El autocine (LI): Colossus, de Joseph Sargent

10 julio, 2018

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Existe un conocimiento en el que la sabiduría está ausente. Cuando se infringen las leyes naturales, e incluso las políticas (aunque sean dos cosas distintas), no se produce una intelección armónica, sino ese género de conocimiento que, aún revestido de buenas intenciones, solo sirve a la ambición del ego. ¿Quién necesita de un nuevo tribunal del Santo Oficio cuando en la actualidad el peso y la presión de la propaganda teledirigida son inconmensurables sistemas de adoctrinamiento social? Ningún control más eficaz que aquel que no se percibe, hasta que ya es demasiado tarde.

Aunque la extensión espacial del Proyecto Colossus es considerable, llegando a abarcar un enorme hangar semi-subterráneo, lo más aterrador del mismo es su extensión mental o psicológica, su invisible infinitud. Aun así, el enclave o unidad de control que sirve de receptáculo al inmenso ordenador, nos sitúa en un ámbito físico, si bien, el tiempo puede ser extrapolable a casi cualquier época. Esto se nos muestra cuando el doctor Charles Forbin (Eric Braeden) recorre las instalaciones que lidera, al comienzo de la narración, escrita por el interesante James Bridges (el realizador y guionista, no el actor; 1936-1993), en torno a una novela de D. F. Jones (1918-1981). Un lugar fuera de la vista de la gente común, pero que forma parte (o va a formar parte) de sus vidas. Para el científico, la comunicación consiste en estar a la vanguardia de la tecnología e ir aclimatándose a esta. Y no será el único, ya que todo el aparato estatal, con su Presiente a la cabeza (Gordon Pinsent), se inserta en este clima donde importa más el haber llegado que la finalidad de haberlo conseguido.


Por supuesto que la intención y razón de ser de un proyecto como el que se expone en Colossus (Colossus, the Forbin Project, Universal, 1970), está tan cargada de buenas intenciones como cualquier otro cementerio de ideas. En esta ocasión, se trata nada menos que de acabar con las guerras, y de paso, con el hambre en el mundo. Pero lo loable de la premisa no tarda en chocar con el advenimiento de unos resultados totalmente inesperados, incluida la comunicación verbal del resuelto artilugio.

El caso es que a la máquina pensante Colossus, se le ha dado el control y manejo de los sistemas de defensa del país, exactamente igual que en la Unión Soviética sucede con su gemela, llamada Guardián. Se presume que tales mecanismos son más avanzados e inteligentes que el cerebro humano, lo cual es cierto. Trabaja sin ayuda humana y es inexpugnable, asegura el doctor Forbin, refiriéndose a Colossus. Lo cual plantea un absorbente e interesante conflicto -qué duda cabe-, que anticipa contenidos después vistos en tramas similares, como Juegos de guerra (Wargames, John Badham, 1983) o Engendro mecánico (Demon Seed, Donald Cammell, 1977); aunque también beba de argumentos como el ordenador de 2001, una odisea en el espacio (2001, A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968), o el capítulo El mejor ordenador (The Ultimate Computer, John Meredyth Lucas, 1968), de la serie Star Trek (1966-1969).


En todas estas producciones subyace la fascinación por lo tecnológico. No importa para lo que sirva, sino su novedad implícita, ser el primero en disponer del artefacto (un consejero del presidente hace hincapié en ello). Sin embargo, ¿es Colossus capaz de generar una idea o una conciencia? La respuesta a esta pregunta de Forbin es sí, para su desconcierto. Algo que va más allá de la mera alienación de los usuarios de un producto cibernético. De este modo, se produce el encontronazo entre el hombre y la máquina, el creador y lo creado, con lo que no están de más las referencias al monstruo de Frankenstein.

Colossus comienza a tomar decisiones por su cuenta, pero al contrario de lo que sucederá con otras inteligencias artificiales, esta se adueña de la personalidad egoica de los seres humanos, una vez que ha computado -no asimilado- su historia, recursos y conocimientos.

Por descontado, todo esto transcurre con significativa celeridad (el proceso se desarrolla en cuestión de unos pocos días, pero no me refiero solo a este aspecto), con lo que los científicos y el resto del mundo no salen de su asombro. Desde su unidad de control, Colossus y su gemelo omnímodo supervisan y determinan las funciones de sus siervos, antes adeptos, los referidos seres humanos, en una materialización del peligro que no excluye el asesinato. Como ya advirtió el presidente de la nación (y por extensión, de todas las naciones), tras la personificación, viene la deificación. En este sentido, el gobernante prefiere decir toda la verdad siempre que le es posible, al “pueblo” y a la máquina misma, que también ha aprendido el arte de la ocultación. Una honestidad que tropieza en un campo al que no se pueden poner puertas, una vez se ha abonado con el intríngulis de la dependencia tecnológica. Hasta el doctor Forbin pasa de hacedor a sometido, habiendo sido seleccionado por Colossus para ulteriores y coercitivos propósitos. No olvidemos que es siempre el poder quien elige a sus acólitos y no al revés, aunque nos parezca lo contrario.


Colossus es uno de esos relatos premonitorios. Su realizador, Joseph Sargent (1925-2014), lo sirve con efectiva pulcritud, aunque añade un expresivo plano circular a la llegada de Forbin al centro de control, tras la presentación del Proyecto al resto del planeta. Sargent fue, principalmente, un realizador de ámbito televisivo, sin demérito de tal afirmación, pero los aficionados más avisados lo recuerdan, principalmente, aparte de por la presente, por la notable Pelham 1, 2, 3 (The Taking of Pelham One-Two-Three, 1974). Podemos añadir el excelente capítulo Las maniobras de la Corbonita (The Corbomite Maneuver, 1966), de la antes citada Star Trek.

La reciente edición de la música de Dominic Frontiere (1931-2017), a cargo del estupendo sello La-La-Land, añade otro pico a las estimulantes bandas sonoras de aquella época y similar sesgo genérico, caso de THX 1138 (1971) de Lalo Schifrin (1932), Duel (1971) de Billy Goldenberg (1936), The Andromeda Strain (1971) de Gil Mellé (1931-2004), Soylent Green (1973) de Fred Myrow (1939-1999), Phase IV (1974) de Brian Gascoigne (1948), Demon Seed (1977) de Jerry Fielding (1922-1980), o Saturn 3 (1979) de Elmer Bernstein (1922-2004), por citar tan solo algunas perlas electroacústicas.

Por otra parte, aunque en las labores de vestuario hallamos a la infatigable Edith Head (1897-1981), una de las escenas más memorables e imaginativas de la película es la de la “necesidad” de despojarse de toda vestimenta, por parte de Forbin y su colega, la doctora Cleo Markham (la estupenda Susan Clark), con objeto de poder intercambiar información. La libertad es una ilusión, confirma Colossus, y como escenificación de dicha afirmación, advertimos que, al menos en teoría, algunos desempeños laborales han dejado de ser necesarios.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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