El autocine (XLIV): El hombre invisible, de James Whale

12 diciembre, 2017

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Mientras algunos han anhelado ser tragados por la tierra en algún momento de su vida, ante una situación sumamente embarazosa e incómoda, y otros han deseado poder ser más visibles en una sociedad que los opaca, hay terceros que incluso habrían dado dinero por la facultad de poder ser invisibles, al menos, en calculados periodos de tiempo. Precisamente, la novela El hombre invisible (The Invisible Man, 1897; Anaya Tus Libros, 1983), del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946) parece alentar a estos últimos, ¡aunque hasta cierto punto!

Tildada de “fantasía científica”, como era usual al término de la época decimonónica, y comienzos de la venidera, se ha solido asociar el contenido de la presente novela de Wells (y de otras), con la circunstancia de habitar los seres humanos entornos en los que se pasa a ser un número más que un nombre. Sin dejar de ser cierto, pienso que, pese a todo, no hay necesidad de pretender ir abrazando cada farola a nuestro paso. Quiero decir que, sin perder de vista el agrio componente social de esta y otras creaciones de ciencia ficción o especulación científica, tampoco debemos invisibilizar con tanto ahínco el elemento puramente científico, que tanto atraía a Wells, ya que se corre el riesgo de resultar existencialista en exceso, cuando es indudable que, en términos generales, nunca se ha vivido en las ciudades tan bien como ahora.

La edición de la que dispongo se muestra, en este sentido, más equilibrada en el análisis histórico-literario que en los prolegómenos, hallando especial fortuna, por ejemplo, en el balance que atañe a la sociedad victoriana, en un bien entendido y resumido cómputo, capaz de sortear los incesantes tópicos que, para cualquier estudioso, hace años que quedaron arrinconados.

Desengañado como cualquier persona lúcida, Wells mostró una abierta desconfianza ante una versión absolutamente materialista del progreso, es decir, ajena al emparejamiento espiritual (que no es lo mismo que confesional). Ahora bien, si la “materialidad” de los avances técnicos competían a toda una sociedad, el progreso espiritual, aun siendo bien común a todos, es tarea particular de cada individuo. En este sentido, se enmarcan las ficciones entre anticipadas y contemporáneamente críticas de la obra del escritor inglés, perfectamente consciente de que, con la buena intencionalidad, no es suficiente.


En el caso de El hombre invisible esto resulta evidente. Los adelantos no privan al protagonista de padecer hambre, frío o soledad. Más bien lo avocan a la locura de ambicionar un mayor número de cosas, de forma desmedida.

Por medio de una prosa sencilla y directa, en la citada edición, traducida por el estupendo Julio Gómez de la Serna (1895-1983), la novela propone un viaje en el que, el hecho de ser invisible, al menos en teoría, es posible que sea extraño, pero no es un crimen. A priori, pues los condicionamientos humanos no solo se mantienen, sino que se ven seriamente alterados, física y mentalmente.

Los sucesos acontecen, en buena parte, en Iping, población de Sussex (Inglaterra). La adaptación cinematográfica respeta muchos de los pasajes de la novela, como aquel en que la hospedera olvida el tarro de la mostaza, y ha de regresar al cuarto del hombre invisible para dárselo, con la reacción que de ello se deriva (capítulo I). También se exhibe en la película la presencia del hombre invisible por medio de su invisibilidad. Como sucede en su salida y posterior regreso a Iping, provocando toda una serie de altercados (XII). O en el instante sarcástico en el que el doctor Kemp se da de bruces con la historia que esa misma mañana se había atrevido a ridiculizar, es decir, con nuestro protagonista (XVII). Es en este pasaje de la novela donde el hombre invisible se describe a sí mismo, por primera vez. Se trata, según propias palabras dirigidas a Kemp, de un estudiante más joven que tú, casi albino, con un metro ochenta de estatura y hombros muy anchos, cutis blanco y rosado, y ojos encarnados (XVII). La larga charla con su colega Kemp se desarrolla por medio de un flashback que da cuenta de sus andanzas y experimentaciones (XIX a XXII). También por primera vez, se sincera con Kemp (y con el lector), confesando que esta invisibilidad era algo muy distinto de lo que yo esperaba (XXI). La irritabilidad de su carácter es mostrada como otra alteración debida al experimento. Al punto de acabar hasta el gorro de los habitantes del pueblo (IV).

De igual modo, si en la película se produce una inevitable y hasta ágil reducción de personajes, aglutinados en una mínima aunque representativa expresión, la novela se expande narrativamente algo más, incorporando a un relojero (II), un boticario (IV), un vicario y su esposa -a los que el Hombre Invisible roba- (V), etc. Su relación con Marvel, un mendigo y posterior ayudante (IX), con el que va dando rienda suelta a su progresiva paranoia (XII), es empleada por Wells para hacer notar el lujo que le supone al protagonista el disponer de un colaborador... o alguien con el poder hablar. Un lujo que no se puede permitir perder. Necesito tener un colega, volverá a repetir más adelante (XVIII). El mismo Kemp se da cuenta del peligro que supone esta inestabilidad emocional, siendo el suyo un encuentro no planificado por el hombre invisible, sino debido al azar (XXIII). Así, ocurrentes percances, como la mordedura de un perro (III), conviven con el asesinato gratuito (si es que alguno no lo es) de un mayordomo (XVI).


De forma llamativa, el tema de la invisibilidad resultaba ser potencialmente muy visual. Producida por el simpático y afín Carl Laemle, Jr. (1908-1979), El hombre invisible (The Invisible Man, Universal, 1933) continuaba la senda de adaptaciones sobre autores de prestigio, dentro del género de terror y ciencia ficción. La realización fue asignada, de nuevo, al responsable de las muy rentables y ya míticas El doctor Frankenstein (Frankenstein, Universal, 1931) y La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, Universal, 1935); sin olvidar otros logros igualmente sustanciosos e imaginativos, en el mismo estudio, como El caserón de las sombras (The Old Dark House, Universal, 1932) o el entonado y fastuoso musical Magnolia (Show Boat, Universal, 1936).

Para la escritura del guión, James Whale (1889-1957) quiso contar con la aportación de un conocido autor de teatro, Robert Cedric Sherriff (1896-1975), que aceptó acometer la adaptación de El hombre invisible. No olvidemos que, antes que realizador, merced a su ventajoso contrato con la Universal, James Whale había sido actor y escenógrafo dramático.

Por supuesto que se acometieron algunos cambios con respecto al original, pero estos fueron más de forma que de fondo, como ya he tratado de explicar. Por ejemplo, la película incorpora al personaje de Flora Cranley (la recordada Gloria Stuart), novia del estudiante convertido en hombre invisible. Ello aumenta el conflicto entre el protagonista, su invisibilidad y la chica, al tiempo que lo propaga hacia otro científico, Kemp (William Harrigan), que corteja a la joven (¡sin ningún resultado práctico!).

Pero la película también añade otras estupendas aportaciones de interés, pese a su escueto metraje, como que el extraño visitante solicite una habitación con chimenea; forma hábil y expresiva de recalcar el frío que padece exteriormente (en el resto del mundo). A ello se suman unos estupendos decorados, la mayoría de los cuales son amplios y espaciosos, como algunas de las estancias de la casa de Flora y su padre, el profesor Cranley (Henry Travers), de la de Kemp, o como la habitación del hospital donde acaba Jack Griffin (Claude Rains; asimismo, proveniente del teatro), el joven científico contratado por Cranley para el estudio de la conservación de los alimentos. Igual de acogedor resulta el aposento que ocupa en la posada de Iping.

Son estos escenarios característicos de las producciones Universal de los años veinte y treinta. Como los movimientos panorámicos, de acercamiento y alejamiento, u otros planos generales con la cámara que en ellos se producen, lo son del particular estilo de James Whale. Movimientos que convierten el proceso cinematográfico en parte de la estructura narrativa del relato, pues la cámara se acerca o se aleja de la escena, junto con los sucesos que en ella se han referido. Otro ejemplo sería el vehemente plano cenital sobre las escaleras de la posada, que dan acceso a la habitación del huésped, en la referida posada, La Cabeza del León. O el plano general del interior de la misma, cuando bastantes lugareños se encuentran allí reunidos. Naturalmente, Whale encuentra el debido apoyo comunicativo en la fotografía del estupendo Arthur Edeson (1891-1970).


La película también articula el desorden mental que padece Jack Griffin. Una evolución progresiva en el libro, pero severa en la película. En ella, el protagonista tan solo ruega una vez, al posadero y tabernero que lo acoge (Forrester Harvey), para que le deje seguir ocupando su estancia, convertida en un laboratorio químico.

Entre tanto, el relato dispuesto por Sherriff y desplegado por Whale, incide en esa inhumanidad del personaje, que le lleva a cometer actos terribles. Tales como la agresión a un guardavía, con el posterior descarrilamiento de un tren; el ajusticiamiento de su ex colega Kemp, o el robo de un banco, curiosamente, no para quedarse con el dinero, sino para repartirlo entre los transeúntes. Idea bien traída, ¡pues de un auténtico enajenado estamos hablando!

En fin, un trastorno que también incluye el escarmiento que el hombre invisible proporciona a un capitán de la policía, cuyo pecado no ha sido tanto el representar una amenaza de orden para él, sino el no haber creído en su existencia. Error de apreciación que no cometerá el comisario (Dudley Digges), consciente de su materialidad. Dejará huellas aun siendo invisible, es humano, advierte.

Esta obnubilación por el poder es atribuida a una sustancia llamada monocaína, extraída de una flor, y es mostrada por Whale por medio de algunos elocuentes contrapicados, incluso, en el reencuentro con Flora: la enfermedad no entiende de protocolos. Una megalomanía, en cualquier caso, que aun estando presente en la novela de Wells, es el cruce de un elemento incorporado por otra novela posterior, The Murderer Invisible (1931), de Philip Wylie (1902-1971).

Necesito tener un cómplice, especifica Griffin ante Kemp, al igual que en el libro, tras hablar de asesinar abiertamente. Somos cómplices, insistirá más adelante. De hecho, aunque Griffith se cree un superhombre, el espectador constata cómo la paranoia ya se ha desarrollado de forma completa en su conversación con Kemp.


Respecto a este último, al convertirse en un rival amoroso en la película, Kemp pasa a estar irremisiblemente sentenciado por su ex colega. De forma parecida, los habitantes de Iping se muestran recelosos y chismosos, en una caricatura no exenta de gracia, focalizada, principalmente, en la escandalosa esposa del posadero, la simpar Una O’Connor (1880-1959), auténtica debilidad para Whale (que se divertía mucho con ella).

En cuanto al malhadado protagonista, es en su indefensión -pues ha de estar desnudo para poder seguir siendo invisible-, donde encuentra su mejor oportunidad de poder escapar. Su único compañero de viaje serán los estornudos, como recalca Wells (VII).

No obstante, no serán dichos estornudos los que le delaten en la película, sino los ronquidos. Algo que tampoco se puede invisibilizar. Una resolución, sin duda, ingeniosa, junto a las pisadas que se originan solas en la nieve, elemento natural que es quien en verdad lo acorrala. Además, policías y lugareños forman un cordón con objeto de atrapar al hombre invisible, al igual que en el libro. Lo único que varía es la supervivencia del personaje de Kemp, revestido de atributos menos prosaicos en la novela. En cualquier caso, el protagonista acaba por hacerse carnal, porque de alguna manera, ya había venido siendo visible hasta entonces (XXVIII).

James Whale
Por último, no debemos dejar de recordar la sustancial aportación de los efectos especiales, asombrosos incluso hoy en día, llevados a cabo por el igualmente mítico John P. Fulton (1902-1966). Baste recordar planos y escenas tales como los que muestran al hombre invisible abriendo o cerrando puertas y ventanas, fumando, librándose de las vendas que le proporcionan apariencia física, o recogiendo sus libros de la posada (de la que ha debido salir por pies).

El respeto a los pioneros es algo que cualquier aficionado a las grandes obras del pretérito, siempre con vistas al presente, ha de tener. Gracias a ellos, el cine que podemos apodar de clásico continúa siendo visible.

Escrito por Javier C. Aguilera


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