La casa roja, de Delmer Daves

28 agosto, 2017

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En su admirable prólogo, y casi participando del tono documental de algunas de las espléndidas películas de la época, La casa roja (The Red House, Thalia-United Artist, 1947) hace uso de la voz en off para situar al espectador en una geografía muy determinada y en un ámbito muy misterioso. Comenta que, al igual que en otros lugares, en Finey Ridge (de ubicación indefinida en la película), modernas carreteras han invadido su oscuridad y le han llevado la luz.

Este comentario es de lo más interesante, por su carácter atmosférico, que da a entender que antes de la llegada de la civilización, el entorno de Finey Ridge pertenecía al dominio de lo primordial y de la naturaleza, en su más amplio espectro. Característica que “invade” toda la película visual y argumentalmente, remarcando el hecho de que la consciencia de la luz es, en muchas ocasiones, consecuencia de la propia consciencia de la oscuridad (esto es, que cuando se es consciente de la una surge el entendimiento de la otra).

Pese a todos estos adelantos de la civilización, prosigue la voz en off refiriéndose a la pervivencia de unas antiguas veredas tapizadas, que cambian repentinamente de dirección. Una de ellas conduce a la granja de Pete Morgan (el estupendo Edward G. Robinson, artífice de la producción y sostenedor del acentuado hermetismo de toda la trama).

Es este un entramado en el que la naturaleza y la psicología se dan la mano, incluso para mantener un agreste y decisivo pulso, y en el que el llamado Bosque de Oxhead, se erige en protagonista esencial, receloso y mayestático, portavoz presente pero oculto de la propia personalidad de Pete Morgan. Unas contraposiciones que, sin embargo, se ajustan y definen el clima que se vive en la granja que habitan Pete, su hermana Ellen (Judith Anderson), y la joven adoptada Meg (Allene Roberts). Por algo el lugar es definido como un castillo amurallado.


El señor de dicho castillo es el agricultor Pete Morgan, según la novela de George Agnew Chamberlain (1879-1966), The Red House (1943; que sería muy grato se publicara en español alguna vez), dándose la circunstancia de que hace algunos años, sufrió la amputación de una de sus piernas. Su discapacidad se revelará pronto tanto física como mental (o nuevamente, la una, consecuencia de la otra).

Los Morgan no suelen ir al pueblo, no por ser autosuficientes, como comenta Pete a modo de excusa, sino para evitar el trato con la gente “normal” (léase, no traumatizada, ¡o no al mismo nivel!), y para no enfrentarse a los chismorreos que conciernen a su escueta familia. La granja de los Morgan se ha convertido en un reducto donde, como ocurría con la mansión de Baskerville Hall, todo lo demás conforma un traicionero, desolado y nada bucólico páramo. Más aún, para Pete, los alrededores, y en concreto el bosque Oxhead, están malditos, porque rezuman muerte y se revisten de cierta parafernalia sobrenatural, aunque en este caso, en su vertiente estrictamente psicológica, algo con lo que el realizador Delmer Daves (1904-1977) sabe jugar hábilmente (me refiero, con bastante mejor fortuna que en otros ejemplos del torpón subgénero psicoanalítico de la época). Aunque el escenario es completamente real, este casi se contempla como el acceso a otra dimensión, más mental -o temporal-, que espacial, si bien, insisto, más tangible que onírico. En suma, un lugar insólito, pero en absoluto ajeno a la realidad.


Hasta el joven Nath Storm (Lon McCallister), que trabaja como aparcero en las tierras de Pete, advierte que hay algo en esos bosques. En este sentido, la proyección psicológica es plena, siendo el espectro sobrenatural tan solo una intrigante posibilidad. El enclave se las ingenia, por sí mismo, para recrear en las mentes el brumoso misterio de una pasada tragedia. Incluso, cuando el lugar es testigo de las acometidas románticas de los jóvenes protagonistas, lo que incluye a la despierta Tibby (Julie London), joven provinciana pero no pueblerina, sujeta a sus ganas de escapar de dicho entorno (al contrario de Pete), sobre todo, si es en compañía de Nath. De hecho, el bosque se comporta como un personaje asfixiante y omnisciente, con su propio guardián y custodio, el cazador Teller (Rory Calhoun). Así se muestra cuando, una ventosa noche, un sugestionado Nath toma un atajo, bosque a través, en el que se pueden oír los “gritos” provenientes de la Casa Roja, edificación (supuestamente) deshabitada y, literalmente, devorada por la espesura. El coraje del muchacho hará que, a la noche siguiente, vuelva a enfrentarse a sus miedos, acudiendo al mismo terreno incógnito, con ánimo de traspasarlo finalmente (una intrusión más reveladora, aunque no menos accidentada).

En realidad, no es Freud (1856-1939) quien sustenta el relato, sino Jung (1875-1961), al advertir, como ya he señalado antes, que del conocimiento de la oscuridad emerge la luz, y que aquellos que no asumen e incorporan los hechos desagradables de sus vidas, fuerzan a la conciencia a reproducirlos una vez tras otra; de forma que aquello que negamos nos somete. Así lo rubrica la pertinente fotografía de Bert Glennon (1893-1967), que cubre de progresivas sombras al personaje de Robinson (1893-1973).

Pero no se trata tan solo del espacio. También el tiempo es una faceta complementaria dentro del relato. No en vano, los traumas mal pagan los favores recibidos. Por ejemplo, Ellen Morgan ha quemado su vida por tal de hacerse cargo de la de su hermano, hasta el punto de sacrificar la ocasión de un futuro prometedor junto al doctor Byrne (Harry Shannon). No por casualidad, nunca les vemos juntos a lo largo de la película.


Por su parte, a Pete el pasado le pesa tanto que se haya estancado en el presente. De improviso, la joven Meg le parece una persona adulta. No quiere que se marche de la granja; lo que semeja ser una prevención, pronto deriva -o se revela- en una conducta psicopática de egoísmo y proyección (una vez más), llevada a sus últimas consecuencias (Meg es tomada, literalmente, por otra persona, pasando a ocupar su lugar). La estoy perdiendo, se lamenta Pete, que también se muestra, en su progresivo estado de enajenación, supersticioso respecto al muchacho (piensa que las cosas comenzaron a ir mal desde que este apareció, cuando se trata de lo contrario, estas comienzan a aclararse).

Por ello, para Pete, se hace imperioso el que nada se halle sujeto a cambio, el que todo permanezca igual, como si el tiempo, en efecto, se hubiera detenido. Contempla la granja como un eterno horizonte en el que todos deben vivir para siempre. En su mente, incluso se repite la misma situación dramática que desembocó en los actuales conflictos, cuando al fin se produce su forzoso retorno al “hogar”, la Casa Roja. Momentos antes, Delmer Daves ha deslizado la cámara hacia la pernera de Pete, equiparando la minusvalía del granjero con el percance que acaba de sufrir Meg, en una de sus incursiones por el bosque. Al fin y al cabo, el secreto de la Casa Roja le concierne a ella más que a nadie, y es ella quien lo desentraña en solitario. Si para Pete, el pasado se ha convertido en una losa siempre presente, para Meg no puede haber futuro sin el esclarecimiento de dicho pasado. El día y la noche poseen otro significado en La casa roja.

La reciente reedición de la partitura de Miklós Rózsa (1907-1995), por el sello Intrada (Excalibur Collection, MAF 7122, 2012), permite apreciar, por medio de su habitual personalidad y colorido orquestal, el excelente trabajo atmosférico del compositor. Qué reconfortante tan buena partitura y qué bien casa en una película tan digna y sugerente.

Escrito por Javier C. Aguilera


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