Noticias: Próximamente en BdC

31 marzo, 2016

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Generalife, Granada (fotografía de MB)
Entre poesía, primavera y Semana Santa ha pasado el mes de marzo y nosotros hemos estado aquí para seguir comentando y reseñando. Un mes de altibajos porque tanto nosotros como nuestros lectores, vosotros, hemos estado de vacaciones, yendo y viniendo. Permanecemos en torno a las 11.000 visitas mensuales y nos mantenemos en Blogger con 156 seguidores, mientras que subimos a 169 en nuestra página de Facebook, con dos más, y a 573 en Twitter, con 10 nuevos seguidores.

En cuanto al contenido, nos hemos mantenido en los mismos números que febrero, algo dispar debido a las vacaciones. No obstante, ha habido tiempo para dedicar dos entradas al Día Mundial de la Poesía, con las obras de Machado, Campos de Castilla, y Bécquer, Rimas, además de acudir a otros clásicos como las Meditaciones de Marco Aurelio o Miau, de Galdós. En cuanto al cine, y como viene siendo habitual en esta época de Semana Santa, hemos dedicado unas cuantas reseñas al péplum, como El signo de la Cruz o La caída del Imperio Romano, pero también hemos visitado algunos populares obras de directores como Brian de Palma, con Carrie, o Tim Burton, con Big Fish.

Para el próximo mes, algunas de las entradas que nos han quedado en el tintero de este mes de marzo. Reseñaremos alguno de los últimos estrenos, aunque no adelantamos cuál, y también seguiremos por la senda de las obras clásicas. Prometemos teatro. Y, por supuesto, más cine.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Siguiendo con poesía, os dejo esta versión coral del poema Señor, me cansa la vida, de Antonio Machado, realizada por Numen Ensemble.


"Un buen libro es el mejor de los amigos, lo mismo hoy que siempre"

                  -Rubén Darío




Ordet (La palabra), de Carl T. Dreyer

29 marzo, 2016

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La palabra -Ordet, en danés- (Palladium, 1955) comienza con una panorámica sobre Borgengaard (la granja de Borgen), uno de los más fructíferos enclaves del entorno agrícola, cronológicamente indefinido, en el que se va a desarrollar el grueso de la narración. Pero, a su vez, es esta una panorámica sobre las palabras; algunas de ellas con efecto retroactivo, como semillas que se siembran y se recolectan más tarde.

En la Cábala, por ejemplo, se requiere una decodificación verbal -el lenguaje entendido como acto de creación- para acceder a la comprensión del pensamiento divino. De este modo, la cámara se desliza por el interior de las viviendas y el paisaje, proclamando no solo el valor de la imagen, sino además, la importancia de dichas palabras, sustento de la necesidad de trascendencia del ser humano; esto es, del valor de la oración como un acto intimo y potencial. La granja en cuestión está administrada por Morten Borgen (Henrik Malberg), patriarca viudo de una familia compuesta por sus hijos, Mikkel (Emil Hass Christensen) y Anders (Cay Kristiansen), la esposa del primero, Inger (Brigitte Federspiel), las respectivas hijas y algunos sirvientes.

Los presumibles ataques de sonambulismo que afectan a otro de los vástagos, Johannes (Preben Lerdorff Rye), pronto se revelan como accesos místicos o, más específicamente, como manifestaciones de la creencia por parte de este de ser la reencarnación de Cristo resucitado. O bien actúa Johannes como un mistérico intermediario, o bien su locura es genuina. Dicho de otro modo, hasta qué punto su desequilibrio es únicamente producto de sus delirios teológico-filosóficos, una enfermedad mental o consecuencia de un extremado fervor piadoso, es algo que, de cara al espectador, no tendrá contestación hasta el final de la película.

Por esta razón, no puede decirse que exista una sola respuesta al conflicto que atenaza a Johannes y que se propaga por toda la familia Borgen. Existirán tantas como espectadores haya. La puesta en escena de Carl Theodor Dreyer (1889-1968) es austera, pero enormemente expresiva, y tiene como punto de partida una obra teatral de su paisano Kaj Munk (1898-1944).


A Johannes dedica Dreyer resoluciones visuales muy significantes; simples pero complejas (es decir, no aparatosas). Por ejemplo, cuando lo muestra por primera vez, el personaje queda encuadrado en un elocuente picado: la imagen se asemeja a una estampa popular en la que se funden persona y naturaleza. Además, cuando Johannes es interpelado (respecto a unos candelabros, pongamos por caso), la cámara evidencia sus respuestas permaneciendo aislado dentro del plano; solo. La notable excepción a esta regla será cuando el presunto profeta dialogue con la joven Maren (Ann Elizabeth Groth), una de las hijas de Inger y Mikkel, en un ejemplar, intenso e inolvidable plano circular.

Realmente, Johannes no puede hacer nada sin el convencimiento de los demás. Para el joven pastor que visita a la familia (Ove Rud), está claro que Dios no infringe las leyes naturales que él mismo creó. Lo que ocurre es que frente al “sensitivo” Johannes, el pastor no ve, en una visión particular del fenómeno de la fe por parte de Dreyer, por la cual la explicación teológicamente racionalista cede ante la posibilidad de lo sobrenatural, que a su vez, carece de una explicación cientifista. A todo ello, añade el realizador su personalísima construcción por medio del empleo de la luz. Ni siquiera irrumpen primeros planos a lo largo de esta planificación (Inger con el abuelo Morten).


Pero también por medio de las palabras se producen los enfrentamientos. En este caso, con el riguroso luterano Peter, el sastre (Ejner Federspiel), lo que da pie a un fascinante duelo de creencias. En realidad, de la luz frente al oscurantismo. Para Dreyer, este antagonismo representa la inevitable lucha encaminada a sentirse mejor interiormente; en esta ocasión, por medio de una fe que no llega al mismo tiempo a todo el mundo -cuando llega-. Ambas facciones se “disputan” el Reino de los Cielos, fraccionado por las respectivas soberbias.

Solo los que profesan una fe auténtica serán admitidos en dicho Reino, que se nos antoja particular de cada uno. Curiosamente, para el referido pastor, hoy en día no existen los milagros. Y es que, como bien sintetiza Johannes ante la persistente oposición de los dos cabezas de familia, las personas solo creen en milagros ocurridos hace dos mil años, pero difícilmente en otros mucho más recientes. Un ideal en sintonía con lo expuesto anteriormente por Inger, para quien sí existen los “pequeños milagros” diarios.

A lo largo de su encuentro con el pastor, Johannes (al que de nuevo la cámara va aislando progresivamente de su acompañante), añade que la Iglesia le ha traicionado, asesinando en su nombre. La certidumbre vertida por el personaje, como toda espiritualidad sincera -y esto no es más que una lectura personal-, carece de intermediarios. Por eso Johannes no ve con buenos ojos a un representante de tan previsible y formularia fe.


Paul Schrader (1946) dijo que el estilo trascendental del cine de Dreyer transforma la racionalidad del mundo sin cambiar su aspecto exterior (El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer, 1972; JC, 1999, pg, 145). Para el realizador danés los opuestos se atraen, y así lo asegura cuando explica que la nueva ciencia nos proporciona un entendimiento más íntimo del poder divino, e incluso está empezando a darnos una explicación natural de sucesos sobrenaturales. No he rechazado la ciencia moderna a favor del milagro de la religión; he entendido la obra de Munk con novedad, de manera que ha cobrado mayor significado para mi (…); he establecido una conexión natural que ha ido más allá de las coincidencias sobrenaturales que se encontraban en la película (citado por Schrader, en nota a pie de página, pg, 161). Un simbolismo que incluso se traslada a los elementos ornamentales, como un reloj de pared; casi el único elemento decorativo que “adorna” las estancias de la granja.

Pero esta espiritualidad no se contrapone a las relaciones de cordial familiaridad entre los personajes, sino que, por el contrario, las refuerza. De este modo, Morten confiesa a su nuera haber estado casado con la mujer adecuada, así como el haberse enamorado no menos de diez veces; de lo que Inger deduce, efectivamente, que Morten no ha estado realmente enamorado en su vida. Lo cual no impide que a lo largo de esta indagación personal y familiar, el abuelo no se conduzca como una persona responsable que, a su vez, aprende a ponerse en la piel de los demás: en primer lugar, en la de su hijo menor, Anders, por quien intercede en su compromiso con Anne (Gerda Nielsen), la hija de Peter; y finalmente, en la del descreído Mikkel.


Destaca en Ordet la mística de las palabras, su valor espiritual y trascendente, más allá de su revestimiento confortador (en contraposición a las tópicas fórmulas de cortesía del pastor o el médico del lugar). Y esto, pese a que (casi) nadie en la familia Borgen toma verdaderamente en serio la posibilidad de lo milagroso, pues esta convive con lo cotidiano solo a un nivel teórico.

El rechazo o acercamiento a esta dimensión espiritual pende de una sola palabra, de una actitud. De hecho, no sería la primera vez que el “Bien” se ha comunicado por boca de algunos seres ¿humanos?

Escrito por Javier C. Aguilera


El signo de la Cruz, de Cecil B. De Mille

26 marzo, 2016

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La premisa de El signo de la Cruz (The Sign of the Cross, Paramount, 1932) es cinematográfica e historiográficamente atractiva. Se basa en el posible hecho de que el incendio acaecido en la ciudad de Roma en tiempos de Nerón (54-68) fuera un acontecimiento fortuito (más que un acto achacable al propio Nerón), que el emperador, vil pero hábilmente, supo volver en contra de los cristianos.

De este modo, no solo se los “sacudía de encima”, sino que proporcionaba al Circo (a la plebe) buenas raciones de “pan” (de espectáculo).

Pero la película dirigida por Cecil B. De Mille (1881-1959) presenta otras características interesantes. Además de la imagen de un Nerón (el excelente Charles Laughton) embelesado por el espectáculo de las llamas, y proclamando que “mi luz sí será eterna”, estas imágenes culmen sirven al pionero cineasta no como conclusión, sino como arranque de la película, cuya acción se sitúa en torno al año 64 de nuestra era. Sosegadas las llamas, un movimiento expresivo y elegante de la cámara muestra el entorno ciudadano a la llegada de un peregrino llamado Tito de Jerusalén (Arthur Hohl), testigo de los Hechos del apóstol San Pablo.


Poco después, este dibuja en la arena “el Signo de la Cruz” para hermanarse con su colega Fabio Pontelo (Harry Beresford). Otra situación ejemplarmente expresada es el pavor que los romanos sienten hacia los cristianos, contemplados como un exotismo más, en el mejor de los casos, o como una secta oscura y altamente perjudicial, a la que achacan toda clase de infortunios (en este sentido, debemos señalar la excelente figuración que de continuo viste la película).

En otro feliz momento cinematográfico, la grúa desciende sobre los espectadores que acuden al abarrotado Circo y se infiltra en las celdas donde los cristianos aguardan su suerte. A continuación, la cámara asciende de nuevo desde la arena hasta Nerón, enmarcándolo en un único plano: el gobernante está entre el pueblo, pero no se cuenta entre él.

De hecho, el relato se focaliza en el prefecto de Roma (algo así como el jefe de la policía), Marco Superbo (Fredric March), aún portador de las mejores virtudes romanas (ya en extinción), y en su relación con la joven cristiana Marcia (Elissa Landi). Una ligazón pura, en el sentido de no depender de ningún interés ajeno al romántico. Lo que Marco siente por Marcia es un auténtico flechazo, situación resuelta con bastante gracia y convencimiento.


Pero entre los romanos también se encuentra Popea (una estupenda Claudette Colbert), que pretende a Marco. Sobre este personaje recaen unas gustosas dosis de desinhibición, que complementan el ambiente de crudeza que impregna la película (estamos a pocos meses de la instauración del Código Hays). Una aspereza argumental que se hace patente en la masacre de los cristianos reunidos “en secreto” en el bosque y, desde luego, en la extensa secuencia del Circo, que articula la segunda parte del relato y que sorprende por su rotunda modernidad. En ella, además de la cinematográfica coreografía antes referida, destaca el inserto de una mujer que llora, en medio de un público entusiasta.

Pero Omnia Vincit Amor y, pese a las argucias de Tigelino (Ian Keith), Marco socorre al joven Esteban (Tommy Conlon), en trance de tormento, con objeto de prevenir a Marcia. Una muestra de humanidad sobre la que recae la silueta de lo espiritual-amoroso. Curiosamente, Marco no deja de recordar a Marcia que ella puede ser distinta a los demás, y no solo en cuanto a sus creencias se refiere. De hecho, ambos lo son, y de esta manera, ambos deciden su destino en común, al modo que lo hacen los amantes de La túnica sagrada (The robe, Henry Koster, 1954). Y es que para Marco, el cristianismo es todo un quebradero de cabeza, como bien ilustra la imagen de la sombra de una cruz, que se proyecta sobre la puerta de su casa, en el momento en que más aborrece lo que tal señal representa. Para él, la molesta y novedosa creencia “ha hecho imposible nuestro amor”.

Poco antes, durante una fiesta orgiástica en su casa, Marco ha recriminado a Marcia que “el cristianismo es cruel” si conlleva tales sacrificios. En esos momentos, el prefecto la ha dejado en compañía de sus invitados para ver si se aclimata a sus ideas. Pero lo extraordinario del caso, como queda dicho, es que ambos personajes se quieren realmente, del mismo modo que Popea quiere a Marco (no solo lo desea). Incluso Marcia llegará a cuestionarse el por qué de tantos padecimientos. Además, De Mille proporciona otro buen momento durante la secuencia de la mencionada fiesta, aquel en que el canto báquico de Ancadia (Joyzelle Joyner) queda sofocado por las resignadas pero jubilosas voces de los cristianos que son conducidos al Circo.


Hacíamos referencia al Código Hays, aplicado de 1934 a 1967. Fue esta una normativa destinada a cercenar tanto descoco verbal y visual. En este caso, El signo de la Cruz pudo salvarse a sí misma por razones cronológicas, legándonos el esplendor de todo su ambiente no reprimido, sazonado por intrigas palaciegas y favores imperiales…

Pero De Mille sabía cuando la explicitud tenía su razón de ser y cuando no. Por ejemplo, el tormento que padece Esteban no se nos muestra de forma directa, puesto que la conversión de Marco aún no se ha materializado (o espiritualizado). Más que mostrarse insensible a estos sufrimientos “gratuitos”, sigue sin comprenderlos; lo que no sucede cuando acontece el martirio de los cristianos en la arena. En cualquier caso, si su conversión no es total en el aspecto religioso, sí lo es a nivel amoroso, lo que para De Mille y otros muchos católicos pueden ser aspectos análogos.

Como curiosidad, cabe destacar la presencia del futuro realizador Mitchell Leisen (1898-1972) como responsable del vestuario. Y como peculiaridad aún mayor, el acompañamiento musical en la versión doblada al español recoge fragmentos del compositor ¡James Bernard! (1925-2001); una concordancia no tan extravagante puestos a relacionar misterios.

Escrito por Javier C. Aguilera


Los cristianismos derrotados, de Antonio Piñero

24 marzo, 2016

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Durante el anterior periodo de Semana Santa comentamos la miniserie televisiva A.D. (Anno Domini, 1985) y en esa reseña hacíamos alusión a la labor del catedrático de filología clásica Antonio Piñero (1941); autor y trayectoria que ahora retomamos por vía de uno de sus más apasionantes ensayos históricos -si es que no lo son todos-. Un rico y esclarecedor análisis sobre el periodo en el que se configuró el cristianismo.

Sin duda, es Antonio Piñero un nombre que deseábamos que estuviera presente en nuestra particular revista electrónica de historia, cine y literatura.

Allá donde hay seres humanos se producen divisiones. Es una actitud que concuerda con nuestra naturaleza. Desde el ajusticiamiento de Jesús de Nazaret (c.7 a.C.-30 d.C.), coexistieron diferentes formas de acercarse y entender su mensaje. Exégesis teológicas en las que prevaleció una sobre todas las demás (arrianas, nestorianas, cátaras, gnósticas, monofisitas, priscilianistas…); cada una de ellas, con su particular calado doctrinal y filosófico. Por coexistir, hasta coexistieron diversas acepciones que trataron de delimitar el verdadero significado de la palabra “muerte”.

Los trabajos de Piñero abarcan el conflictivo y, hasta cierto punto, misterioso periodo del siglo primero después de nuestro personaje. A tal periodo y a la figura del Mesías ha dedicado el historiador el grueso de sus investigaciones, compartidas en la red y a través de sus libros.

De entre todos ellos, destaca Los cristianismos derrotados (Edaf, 2011), en el que quedan expuestas esas corrientes de pensamiento teológico que propiciaron la (in)definición de la figura carismática de Jesús y de sus discípulos. Una diversidad que se manifestó con cierta fuerza hasta el siglo V d.C., y que tras el periodo medieval, resurgió en forma de escisión en el marco de la reforma protestante (pg.17).

Ciertamente, la teología cristiana nace como una interpretación del propio Jesús, centrada en su figura y doctrina, en lugar de como una corriente específica fundada por este. Y es que, pese a lo que se ha sostenido “indocumentadamente” la mayoría de las veces, Jesús nunca quebrantó la fundacional Ley de Moisés, sino que la interpretó a su manera. Las sectas tildadas de herejías fueron consecuencia de la aparición de esas otras formas de (re)pensar dicha doctrina, por parte de determinadas facciones religiosas. Al morir Jesús, este legó a sus discípulos (núcleo de doce componentes, en representación de las tribus de Israel), un caudaloso patrimonio oral -básicamente, que sepamos-, que finalmente quisieron plasmar por escrito, y que Pablo de Tarso (c. 5-58) universalizó.

De este modo, el grupo cristiano no fue un bloque uniforme, ya desde sus inicios. Y es lógico que así ocurriera. Para algunos, la salvación derivaba de la aceptación de la ley mosaica y de las costumbres judías, en tanto que para otros, los gentiles (los no judíos), podían salvarse igualmente sin necesidad de convertirse a su religión (parte de la propuesta de Pablo).

Símbolo cristiano del pez
La comunidad cristiana de Jerusalén quedó así dividida en una pluralidad de reinterpretaciones de Jesús. Por medio de diversos sistemas de análisis, se enlazaba su figura con todo lo considerado y escrito con anterioridad (principalmente, con el Antiguo Testamento).

No obstante, el hecho de que Jesús no estableciera una iglesia en forma estricta no quiere decir que la comunidad primitiva no se sintiera como tal; esto es, como una auténtica asamblea (de acuerdo con la etimología griega y, posteriormente, latina). Piñero concreta que, con respecto a la actitud hacia los paganos, existieron tres posturas: la de los judeocristianos estrictos (por la cual, los gentiles debían judaizarse); la de los moderados (liderados por Pedro, en base a la exigencia del cumplimiento de las leyes “de tiempos de Noé”), y la de Pablo (la referida admisión por medio de un acto de fe sincero).

Naturalmente, el cristianismo paulino encuentra su sentido primordial en la resurrección de Cristo, otro de los aspectos más intrigantes, y sin duda más atractivos, de todo el fenómeno cristiano (y ahí está la “incómoda” Sábana Santa para atestiguarlo, si es que se está debidamente informado, es decir, sin prejuicios ateístas).

Cristo pantocrátor
Particularidad que enlaza con otra de las vertientes más sugestivas de esos inicios del cristianismo. Nos referimos al legado y conocimiento esotérico de la gnosis, procedente tanto del Mediterráneo como de Egipto, Mesopotamia o la India, y centrado en la interpretación filosófica e investigación metafísica de la creación del universo y, no menos importante, en la relación del ser humano con la divinidad, con lo inaprensible. Una investigación “ultra-terrena” que, de algún modo, afectó tanto al judaísmo como al sector más pagano (el llamado hermetismo) y, sobre todo, al cristianismo primigenio de los siglos II y III.

En los documentos gnósticos como el Evangelio de Tomás o el Evangelio de Judas, no se insiste tanto en la muerte de Jesús por crucifixión, como en el hecho de una salvación por medio de la liberación de los lazos con lo material y la materia (el propio cuerpo), dejando, igualmente, que el espíritu se uniera con Dios (lo que no quiere decir que se tenga que estar de acuerdo con este posicionamiento esotérico, aunque teológica o espiritualmente también posea cierto valor; en definitiva, esta interpretación no se aleja en exceso de las enseñanzas del propio Cristo).

Por su parte, los Hechos Apócrifos de los Apóstoles, compuestos entre el 150 y el 250 d.C., son relatos de aventuras que mezclan entretenimiento con teología, y cuentan, ante todo, los últimos momentos de la vida de los apóstoles.

Catacumba cristiana
Los cristianos acabaron separándose del judaísmo normativo y oficial en torno al año 80, cuando comenzaron a circular los Evangelios canónicos (pg. 171). Hacia el 200, ya había una lista o canon de escritos sagrados cristianos (173). Como sabemos, con el Edicto de Milán, en 313, el emperador Constantino (272-337), convierte el cristianismo en religión tolerada por el Imperio y, posteriormente, en el Concilio de Nicea, convocado también por Constantino, en 325, se deliberó sobre la divinidad de Jesús.

No fueron los únicos escollos que la nueva doctrina hubo de superar. Se enfrentaron dos escuelas teológicas rivales: Antioquía y Alejandría. Su propósito fue, sin embargo, el mismo, entender la doble naturaleza, humana y divina, de Jesucristo. Un proceso en el que también se recuerda al primer “hereje” ajusticiado (inconvenientes de haberse establecido un canon, ya fuera político o religioso), Prisciliano, nacido en el norte de España en el siglo IV y acusado de magia. A él le siguieron los cátaros, un movimiento de renovación por el cual se sometía la creación a la existencia de una sustancia previa, conformada por los cuatro elementos presocráticos (aire, fuego, tierra y agua). Los cátaros del sur de Francia se denominaban albigenses porque su sede principal se situaba en la ciudad de Albi. En 1209, el papa Inocencio III (1161-1216) les declaró una guerra que no culminaría hasta 1224.

El Crismón cristiano
Imprescindibles resultan en Los cristianismos derrotados las valorativas conclusiones del autor, así como el sintético cuadro de vencedores y vencidos (pg. 65), la relación de las disputas teológicas más relevantes, y unas tablas comparativas (116-7), que se hacen extensivas a las doctrinas del arrianismo (230) o el donatismo (280).

No en vano, con la relajación de costumbres comenzó a predicarse el regreso a los orígenes y la simplicidad de la Iglesia primitiva (caso de Teresa de Jesús [1515-1582]). Consecuencia de todo ello serán el Cisma de Oriente, primero, y la Reforma protestante después.

Como ha señalado en otras ocasiones Antonio Piñero, la base de todo ello debió ser un ser humano excepcional, con probables capacidades paranormales -no necesariamente sobrenaturales- que, sin duda, se distinguió del resto de sus contemporáneos, en aquella bulliciosa Palestina del siglo I.

Escrito por Javier C. Aguilera


Clásicos Inolvidables (XCIV): Rimas, de Gustavo Adolfo Bécquer

22 marzo, 2016

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La influencia del pasado en el presente es ineludible en todos los aspectos, también en el arte, a pesar de que los enfoques puedan variar. En esta actualidad tan voluble, resulta curioso observar cómo el movimiento romántico sigue estando muy presente en nuestra forma de concebir aspectos sociales como las relaciones, el amor o la figura del artista, concepciones que en la actualidad poco tienen que ver con la figura medieval o con la ilustrada, de carácter más didáctico y utilitario. Hay varias voces críticas con la concepción del amor romántico, pero a pesar de ello, sigue estando muy vigente y, quizás por ello, resulta tan fácil realizar una lectura de la poesía romántica e identificar nuestros sentimientos y emociones, como si esa fuera la expresión idónea de nuestra atracción y de nuestras pasiones.

Este tipo de lectura tan visceral y sincera a la par se aleja del sistema de pensamiento que regía realmente la escritura de esta poesía. Nos ofrece en muchas ocasiones puro sentimiento, pero su interpretación más radicalmente histórica quizás nos sorprenda y nos aleje de esta forma de pensar. Pese a ello, queremos valorar y apreciar las distintas lecturas que se pueden realizar de una obra y también el sentimiento más íntimo que se crea entre lector y literatura. 

En mi caso, me he acercado a estas Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) en tres ocasiones puntuales, aparte de alguna relectura casual y fragmentaria, lo que me ha permitido observar hasta tres interpretaciones distintas. La primera ha sido la más primaria, la más esencial, que es aquella referida al puro sentimiento, a lo bonito llanamente de la poesía; la segunda me descubrió la importancia de la división entre razón y corazón y lo que realmente significó para Bécquer su célebre verso Poesía eres tú. La tercera, esta última, me ha permitido abrir la puerta a cualquier de las anteriores dos opciones y a la que tenga que llegar. En ocasiones, la crítica se empeña en buscar y dar sentido a una obra a raíz de lo expresado por el autor, y si bien es cierto que no podemos eludir la radical historicidad de cada libro, tampoco podemos desdeñar la visión que un lector actual o incluso futuro pueda tener de esa misma obra. Siempre será enriquecedor conocerlo y así debe defenderse, pero no considero que imponer una determinado interpretación sea algo coherente con la libertad que impregna al acto de leer en cuanto a que una obra literaria solo se completa cuando alguien la lee, y no cuando es escrita.

G.A. Bécquer (fotografía de M. de Herbert)
Entre la multitud de ediciones que se han realizado de las Rimas, incluyendo la habitual de Cátedra, las numerosas versiones didácticas o incluso el interesante ensayo que plantea sobre la obra Luis García Montero en Gigante y extraño, en esta ocasión he escogido una edición reciente que resultará atractiva para lectores que quieran acercarse a la poesía de Bécquer sin un excesivo estudio. 

Este es el caso de este libro de Izana Editores, orientado como puente para Francia, incluyendo traducciones de algunas rimas; con una amena introducción, se realiza una síntesis biográfica, temática y hasta métrica que es suficientemente exhaustiva, quizás algo excesiva en el caso métrico, pero que resultará adecuado para comprender la suerte y el fondo de la poesía becqueriana. Además, se altera el orden clásico, que fue realizado por los editores y amigos del poeta, para adecuarlo al Libro de los gorriones, el manuscrito que se conserva de la poesía de Bécquer y de la forma en que este realmente las distribuyó. Por ello, en nuestro comentario realizaremos una señal entre números romanos (orden clásico) y arábigos (orden de esta edición).

La atracción que Bécquer ha suscitado se debe a la claridad de su poesía, que ha sido un referente y una influencia clara para importantes poetas posteriores, desde Rubén Darío (1867-1916) hasta Luis Cernuda (1902-1963). Pertenece este poeta a una segunda generación de poetas románticos, de los más importantes junto a la gallega Rosalía de Castro (1837-1885), aunque diferenciados de los primeros románticos españoles por la depuración de lenguaje, menos retórica, más parco y, por tanto, más próximo y cotidiano para el lector. Una palabra más desnuda que aún hoy resulta cercana para cualquiera que se acerque a la poesía becqueriana.

Lo que no resulta tan evidente es la lectura que se esconde tras esta poesía. Porque el poeta, como planteó en sus textos teóricos, no concibe la creación poética cuando siente, sino que tan solo escribe, cuando no siente, lo que nos demuestra que detrás de sus pasionales rimas se haya realmente una meditada creación artística. Hay una división del mundo que procede de la Ilustración y que señala dos polos: razón y corazón. Durante el Romanticismo, la balanza se inclinó hacia el corazón, el sentimiento, pero pasado por el filtro de la razón. Porque, en efecto, esta división afectaba a más aspectos de la realidad y demostraban una ideología alejada de nuestro ideal contemporáneo y considerablemente machista: la razón es lo masculino, lo construido por el hombre, el poeta, el corazón es lo femenino, la naturaleza, la mujer a la que se refieren los versos. Así, la mujer queda divinizada, apartada de la realidad, puro sentimiento en ebullición, pero alejada de la razón. De ahí procede la alusión a la poesía como una mujer, que ha sido una constante en la literatura (ahí tenemos Vino, primero, pura de Juan Ramón Jiménez o la revisión que realizó Javier Egea en su poema Poética y que demuestra su cercana vigencia).

Cuadro de Cayetano de Arquer Buigas
Obviamente, desde la perspectiva actual, podemos desprendernos de esa visión y considerar una alabanza positiva toda esta poesía, pero ese es el pensamiento que subyace en Poesía eres tú, una forma de pensar que aleja a la mujer de poder intervenir en la realidad social, porque ella es la propia materia poética. La otra visión de la mujer en la época era la denominada ángel del hogar (en esa triple concepción de madre, esposa e hija) por parte de autores como Campoamor (1817-1901). En Bécquer observamos el contraste de forma continua entre razón y corazón, ¿pero existe realmente la mujer o tan solo es ese otro lado del propio hombre, su corazón, en esa irrefutable lucha que todos mantenemos en nuestro interior? 

A su vez, nos da la clave de nuestra realidad: Podrá no haber poetas; pero siempre / habrá poesía (Rima IV o 39), porque siempre existirá la naturaleza o las mujeres, que pertenecen a la poesía, pero no necesariamente la capacidad estética del poeta que escribe. Y ese es el interés del poeta, como nos revela de una forma cruda en la Rima XXXIV (65), donde se demuestra la atracción por una mujer estúpida (sic), pero bella y mantenedora del secreto del que se extrae la poesía. Finalmente, sobre esta dualidad, Bécquer también planteará que solo el genio puede dominar la inspiración y la razón en su Rima III (42), donde describe ambos conceptos de forma poética y alejado de la tendencia amorosa.

Cuadro de I. Aivazovski e I. Repin (1877)
No obstante, recalamos de nuevo en la multitud de lecturas e interpretaciones. Hay quienes han visto en esta poesía el amor desmedido de un amante al ser amado y esta forma de lectura es tan lícita como la interpretación de su tiempo. La poesía en tanto que refleja gran parte de nuestra intimidad y esencia como ser humano no solo es expansiva, sino también profunda. Así lo revela Bécquer en su Rima XLVII (2), donde se nos muestra cómo el conocimiento puede permitirnos ver los límites de nuestro mundo (cielo, mares, tierra, abismos), pero que la profundidad de nuestro corazón es insondable (¡Tan hondo era y tan negro!). 

Resulta curioso pensar que albergamos en nosotros mismos todo un universo capaz de competir con el que nos rodea, pero incluso yéndonos al parámetro de la ciencia, es una realidad que somos una composición tan grande como el universo, aunque a diferente escala. Nuestros sentimientos o, en fin, lo que somos, nos turba, en palabras del poeta, y aunque en este caso pueda referirse al amor (en tanto que la rima anterior era una queja amorosa y esta temática atraviesa todo el poemario), realmente cabe pensar en cuántas cosas caben en las acciones de la humanidad.

El deseo por la amada se refleja en la pasión y la fuerza que desprenden las Rimas XXIII (22) y XXV (31), la primera de una forma más sencilla y efectiva (Por un beso... ¡yo no sé / qué te diera por un beso), y que revelan la entrega absoluta por el amor o, quizás, por la fuerza más sensual; así vemos tanto el beso, más carnal, como la ardiente chispa que brota / del volcán de los deseos, en lugar de otros elementos de admiración por la amada. En este sentido, no hay descripción de la amada como sucede, por ejemplo, en la poesía renacentista y barroco, sino una enumeración que conforman un conjunto de lo que se da por lo que se entrega, algo paralelístico a la relación carnal y amorosa. 

Cuadro de Caspar D. Friedrich
Cabe destacar el valor panteístico que se otorga a esta tipo de relación, que también estará presente en autores posteriores (queremos destacar aquí a Vicente Aleixandre [1898-1984], que también relacionará a la muerte con el amor, recuperando el tema de la Rima LXXVI [74]), o la proyección del sentimiento hacia la realidad. Sobre este último caso, tenemos la popular Rima LII (38), que empieza Volverán las oscuras golondrinas, donde se hace la relación de los elementos que se compartieron con la amada y el desengaño del amante que recrimina la ruptura de la relación, en un estilo similar al poema El cuervo de Poe, con el estribillo ¡No volverán!, un recurso poético habitual en las Rimas. Por otra parte, y regresando al panteísmo, encontramos la mímesis entre los personajes poéticos con los elementos de la naturaleza o del paisaje, tanto para el rechazo mutuo o la imposibilidad del amor, como reflejan estos versos: Tú eras el huracán y yo la alta / torre que desafía su poder: / ¡tenías que estrellarte o abatirme!... / ¡No pudo ser! de la Rima XLI (26); o, por contra, la perfecta unión y sincronía entre amantes, como sucede en la Rima XXIV (33), con esas dos ideas que al par brotan, / dos besos que a un tiempo estallan, / dos ecos que se confunden...: / eso son nuestras dos almas

Como vemos, no solo se detienen las Rimas en la admiración por la amada, sino que también hay espacio para lo pendiente, para el choque y el enfrentamiento. Ahí tenemos la Rima XXXVII (28) que recala en las conversaciones pendientes, en un diálogo que será inevitable tras la muerte, empleando aquí Bécquer una simbología tradicional relacionada con la muerte (como la ola que a la playa viene / silenciosa a expirar). Siguiendo con la presencia de elementos tradicionales en la poesía de Bécquer, incluso esta llega a ciertos poemas de tono petrarquista, como la Rima XX (37) con esa relación entre el alma que habla y besa a través de los ojos. El poder de la mirada que también está presente en la Rima XVII (50), donde ese poderoso cruce visual entre amante y amada provoca que la naturaleza sea maravillosa y que el poeta crea en Dios. También hay cierta consonancia mística que remite a San Juan en la referencia a la oscura noche del alma de la Rima LXII (56), relacionando el amor con el amanecer y la ausencia de ese sentimiento con la noche oscura y el pesar.

Nubes de luna (Fotografía de LJ)
Resulta curioso pensar que al final el pensamiento que sustenta esta poesía, tanto en una lectura como en otra, es traicionado por el propio poeta. En la Rima LXIX (49) plantea inicialmente la brevedad de la vida (tema esencial de la Rima LXVI [67]), en comparación con un relámpago, pero después señala la quimera del amor, como sombras de un sueño, cuyo despertar es el morir, otra idea tradicional que se rescata del barroco, sustituyendo la vida por el amor. En este mismo sentido, la Rima XI (51) plantea la imposibilidad del amor real, dado que siempre perseguimos un ideal, una figura fantasmagórica que nos atrae, pero que, en definitiva, tan solo es nuestra perdición: la insatisfacción de nuestros deseos (y, por tanto, de nuestro sueño). Y en el otro lado, pese a relegar a la mujer al ámbito del corazón, asume en algunos poemas espacio para la igualdad. Así habla en la Rima XXX (40) del arrepentimiento mutuo ante una acción de orgullo, donde ni ella llora (sentimiento) ni él habla (razón), pero en definitiva los dos acaban igual: preguntándose por qué (razón).

En definitiva, la pasión desmedida, el amor imposible, el juego de contrarios que chocan en la relación, la lírica sencilla y la simbología cercana y accesible recrean un tipo de poesía en las Rimas que llega con facilidad al lector y que en ocasiones ha sido rechazada con facilidad por quienes no observan la construcción más reflexiva que existe tras este conjunto poético. Muchos ojos se han acercado a estos poemas sintiendo, porque como las grandes obras, trasciende cualquier pensamiento y cala en algo más profundo.

Escrito por Luis J. del Castillo



Clásicos Inolvidables (XCIII): Campos de Castilla, de Antonio Machado

21 marzo, 2016

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Cuando Antonio Machado (1875-1939) comenzó a escribir poesía, lo hizo auspiciado por el espíritu modernista, que había descubierto de primera mano con Rubén Darío (1867-1916), Francisco Villaespesa (1877-1936) y un joven poeta aún desconocido, Juan Ramón Jiménez (1881-1958). En efecto, cuando nos acercamos a la obra poética de Antonio Machado, esta parece dividirse claramente en dos etapas, una representada por sus Soledades, galerías y otros poemas (editado por primera vez como Soledades en 1903 y ampliado y editado en numerosas ocasiones a partir de 1907), que está marcado por la estética modernista y un intimismo tardorromántico que recuerda a Bécquer, y Campos de Castilla (1912, reeditado en 1917 con nuevos poemas), contundente en su crítica tras el contacto con la Castilla profunda e imbuido por el espíritu regeneracionista de la Institución Libre de Enseñanza y de los componentes de la Generación del 98

Por ello, en Campos de Castilla nos encontramos con el foco expuesto hacia los problemas de España, realizando cuadros de la vida española, pero también hacia cuestiones de carácter existencial y trascendental en relación a la naturaleza humana: el amor, la muerte, Dios, las pasiones o incluso la envidia son temas que atraviesan varias de las piezas que componen este poemario. Una obra que quedaría completa en Baeza, en una reedición de 1917, desde donde Machado proyectaría también el sufrimiento por la pérdida temprana de su esposa, Leonor Izquierdo (1894-1912). 

No nos adentraremos en exceso en la biografía del poeta de origen sevillano, aunque cabe recordar, como ya hemos mencionado, sus vivencias y viajes entre Madrid y París, acabando finalmente como profesor en Burgos donde conocería a una joven muchacha que se convertiría en su esposa. Tras la muerte de Leonor, se trasladaría a Baeza, donde completaría el poemario que hoy comentamos, y finalmente se trasladaría a Segovia, cercano así al círculo intelectual madrileño. La muerte le alcanzó en el exilio, huyendo de la victoria franquista en 1939, en el pueblo de Colliure.

Como mencionábamos, el Machado que encontramos en Campos de Castilla no mantiene la estética modernista, aunque en su Retrato, arte poética con el que se inicia el poemario, no desmiente haber pertenecido a esta corriente, a pesar de rechazarla en su actualidad. Se trata de la reafirmación de un hombre sincero, una voz poética que no teme expresarse con contundencia.

Antonio Machado junto a Leonor Izquierdo
El tiempo es uno de los temas que atraviesa un poemario tan diverso en sus temas, pero tan similar en su tono. Por ejemplo, resulta habitual encontrar una imagen pendular, que compara el pasado con el presente; así realiza una comparación entre el ayer glorioso de Castilla (o su espíritu guerrero, también frecuentemente relacionado con el paisaje en otros poemas como El Dios íbero) y su presente árido, de esa Castilla miserable [...] / envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora (A orillas del Duero), como también opone su pasado feliz junto a Leonor y ahora voy caminando solo, / triste, cansado, pensativo y viejo (Allá en las altas tierras), también en Otro viajeAdemás, también es reiterado el retrato del ciclo natural de la vida. Así, en A José María Palacio, toda la vida del paisaje castellano prosigue adelante, floreciendo y dando frutos, de forma ajena al dolor de la pérdida; es decir, todo renace anualmente, y aunque esa es su tierra, ella ya no está, ni volverá a estarlo. 

En efecto, la naturaleza que retrata es eterna, un paisaje ajeno a lo humano mortal. Así, en Amanecer de otoño, la presencia del hombre solo servirá para concluir el poema, casi como si se representara como última creación de la naturaleza; por cierto, una naturaleza idílica sin presencia humana se alcanzará en la sublimación cósmica de Sombra del Paraíso (1944) de Vicente Aleixandre (1898-1984), aunque también estará presente en autores posteriores, como Sánchez Robayna y Julio Llamazares (en este último caso, la idea de una naturaleza perdida). También en Noviembre 1913 se nos remite al tiempo cíclico de la naturaleza (Un año más [...]), pero con la presencia humana al inicio del poema, aunque en este caso el paisaje es el andaluz, como se observa en la mención a Cazorla, Mágina o Granada.

Ahora bien, que el tiempo de la naturaleza no se corresponda con la mortalidad humana, no quiere decir que el alma humana no se funda e influya en ella. Precisamente, Machado también se proyecta en la naturaleza que retrata y esta se convierte según el estado de ánimo de la voz poética. Una unión cósmica (y con cierta sintonía panteísta, aunque no se produce un misticismo apasionado como pudiera suceder en la poesía de Aleixandre) que se relaciona tanto con la felicidad vivida entre esos parajes como con la tristeza y la nostalgia que le produce recordarlos tras su pérdida dolorosa. 

De esta forma, y por señalar un ejemplo concreto, encontramos la nostalgia en ese cúmulo de acontecimientos tan rutinarios que existen en el mundo campestre y que, por ejemplo, recoge Machado en A José María Palacio, con una naturaleza que vive a pesar de la muerte, no solo ya la de Leonor, sino la de cualquiera de los habitantes castellanos. Por ejemplo, en Campos de Soria V, donde incluso es la propia naturaleza, con su fría nieve, la que se convierte en culpable de la muerte de un arriero. O acaso la frialdad del momento no sirva para acompañar a los corazones helados de sus padres.

Atardecer en el río Duero a su paso por Zamora (fotografía de Alonso Iglesias)
Amanecer de otoño

Una larga carretera
entre grises peñascales,
y alguna humilde pradera
donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales.

Está la tierra mojada
por las gotas del rocío,
y la alameda dorada,
hacia la curva del río.
Tras los montes de violeta
quebrado el primer albor.
a la espalda la escopeta,
entre sus galgos agudos, caminando un cazador.

Quizás desde la visión actual algunos de los poemas iniciales, centrados en el campo castellano, no resulten tan atractivos o poderosos, especialmente a quienes desconozcan el paisaje al que Machado se refiere o las conexiones con el pasado histórico; no obstante, también a partir de ese paisaje se transmite en ocasiones una realidad íntima que nos remite a unos sentimientos ancestrales. Precisamente, esos poemas donde se alcanza esta relación entre paisaje, historia y transcendentalismo nos resultan más cercanos e interesantes, como comentábamos anteriormente. Así, por ejemplo, en A un olmo seco, nos muestra a través de este árbol el final de una vida, pero también la esperanza de una posible recuperación, esa rama reverdecida, que hace esperar otro milagro de la primavera, es decir, la esperanza en la recuperación de Leonor, insatisfecha finalmente. Volverá a remitir a ello, aunque en clave melancólica, en A José María Palacio: ¿Tienen los viejos olmos / algunas hojas nuevas?


A un olmo seco (fragmento)
[...]
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas, de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Continuando con esta temática del dolor, Machado nos ofrece algunos poemas la angustia ante el vacío existencial, clamando así a la soledad, a la muerte (simbolizada generalmente con el mar) y a Dios. Por ejemplo, en Otro viaje, comparando el dolor por el recuerdo de la amada con una mano fría que le aprieta el corazón, finalizando con los siguientes versos: Soledad, / sequedad. / Tan pobre me estoy quedando, / que ya ni siquiera estoy / conmigo, ni sé si voy / conmigo a solas viajando. De forma más popular y similar a una coplilla es el poema Una noche de verano, que nos narra la visita de la muerte al lecho de su amada, mientras esta ignora a la voz poética, que descubrirá al final la trágica respuesta a sus preguntas. Cabe mencionar en este clamor que mencionábamos al serventesio alejandrino que también forma parte del poemario y que, en tan poco espacio, ilustra perfectamente y con gran fuerza la soledad existencial (incluso podríamos excluir a Dios) ante la muerte: Señor ya me arrancaste lo que yo más quería / Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

Sobre estos poemas dedicados al clamor existencial, resulta irónico advertir que una reflexión tan profunda sobre la religión cristiana como la que se halla en La saeta, con ese rechazo obvio a la expresión pasional de la religiosidad en Semana Santa con la preferencia, enigmática, del Jesús que anduvo en el mar, quizás más humano, quizás como vencedor de la muerte (ese mar tantas veces referido y que tanto nos remite siempre a Manrique), se haya convertido, sin embargo, en uno de los himnos más habituales de las procesiones de la citada festividad.

Cristo del Abismo (fotografía de Francesca KIX D'Errico)
Alejándonos del existencialismo y del paisaje castellano, debemos detenernos por último en el aspecto de la crítica a la situación de España. Por una parte, dedica varios versos a mostrar la dualidad del país entre el desfase, de vacío en la cabeza, y el prometedor futuro, entre una España de charanga y pandereta y una España implacable y redentora como nos muestra en El mañana efímero. En este sentido, es célebre el número LIII de sus "Proverbios y cantares", del que citamos el final: Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios, / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón. Por otra parte, y en relación a la sección a la que pertenece este último poema, encontramos una serie de breves poemas que componen estos "Proverbios y cantares", algunos de ellos bastante popularizados también a través de su musicalización, y que reúnen toda una serie de consejos o escenas vitales que entroncan con los temas ya mencionados. 

Se une a la tendencia sapiencial bíblica, que se intuye ya desde el título de la sección, e incluso ahonda en la cuestión de la existencia de Dios, otro tema presente en este poemario como comentábamos antes (XLVI: Anoche soñé que oía / a Dios gritándome: ¡Alerta! / Luego era Dios quien dormía, / y yo gritaba: ¡Despierta!), pero también incluye piezas irónicas y críticas, como el proverbio L (-Nuestro español bosteza. / ¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío? / Doctor, ¿tendrá el estómago vacío? / -El vacío es más bien en la cabeza).

Machado centra su atención en varios poemas en lo que se ha denominado cainismo, es decir, la actitud agresiva y (auto)destructiva de los españoles (en concreto en el contexto de la obra, pero añadimos al ser humano en general) con nuestros prójimos. Será evidente, por ejemplo, en Por tierras de España ([...] por donde cruza errante la sombra de Caín) o el proverbio X (La envidia de la virtud / hizo a Caín criminal / ¡Gloria a Caín! Hoy el vicio / es lo que se envidia más), y estará muy presente en el intenso poema narrativo que es La tierra de Alvargonzález, el extenso romance, de 712 versos) dividido en diez secciones que forma parte de este poemario (como curiosidad, está dedicado a Juan Ramón Jiménez, a quien también dedicaría un Elogio en este poemario, junto al realizado para Unamuno).

Caín y Abel, de Pietro Novelli
La tierra de Alvargonzález (fragmento)

III

Mucha sangre de Caín
tiene la gente labriega,
y en el hogar campesino
armó la envidia pelea.

Casáronse los mayores;
tuvo Alvargonzález nueras,
que le trajeron cizaña,
antes que nietos le dieran.

La codicia de los campos
ve tras la muerte la herencia;
no goza de lo que tiene
por ansia de lo que espera.

Sin duda, es una de las más logradas piezas poéticas y de las más interesantes de estos Campos de Castilla, reproduciendo la narrativa de los romances originales, pero adaptándola a otro tiempo y a otras circunstancias sin perder con ello el espíritu mítico del romancero original. La historia que cuenta podría ser verídica, pero roza la leyenda con elementos oníricos (que permiten alcanzar el conocimiento) y fatales que elevan las circunstancias posibles a algo más ancestral, casi una parábola bíblica contra el parricidio y la actitud propia de Caín, como advertíamos anteriormente. Este romance no solo resulta interesante y atrapa al lector, sino que muestra además un cuidado estilo poético anclado, eso sí, en la visión que Machado sostiene sobre el inhóspito paraje castellano.

En definitiva, una obra completa donde Machado dio un paso hacia delante con una voz más personal, frente al Modernismo de su anterior obra, y logró aunar lo tradicional con lo moderno, como podemos observar claramente en este último poema mencionado. Su visión de la España que le rodeaba puede resultar funesta, pero sigue estando muy presente y pareció vaticinar la cercana guerra civil. No obstante, donde más hondura poética encontramos es en la representación del dolor, de la soledad y del recuerdo o la nostalgia por el amor, todo ello imbuido de un paisaje castellano que pocas veces ha sido tan retratado con tanta fuerza y belleza.

Escrito por Luis J. del Castillo


La caída del Imperio Romano, de Anthony Mann

19 marzo, 2016

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Como tuvimos ocasión de comprobar cuando nos referimos al texto de las Meditaciones de Marco Aurelio (121-180 d. C.), este emperador hubo de hacer frente a dos problemas difícilmente resolubles aunque convergentes: los conflictos sociales y políticos internos de Roma y la presión bárbara, (in)directamente animada por el primero de los factores. Y esta es la base argumental de La caída del Imperio romano (The fall of the Roman Empire, Bronston-Rank, 1964), excelente puesta en escena de Anthony Mann (1906-1967) sobre los inicios de la decadencia de un poder territorial como pocas veces han visto los siglos.

Como muchos aficionados saben, se trata de una producción de Samuel Bronston (1908-1994) filmada en España, que contó con la música de Dimitri Tiomkin (1894-1979), la excelente fotografía de Robert Krasker (1913-1981), una ejemplar edición de Robert Lawrence (1913-2004) y la colaboración de otros profesionales relevantes, como el uruguayo afincado en nuestro país, Jaime Prades (1902-1981), en labores de productor asociado; el especialista Yakima Canutt (1895-1986), o el filósofo e historiador Will Durant (1885-1981), requerido como consultor histórico.

Teniendo como sustento la monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon (1737-1794), el lucido guión -demasiadas veces minusvalorado-, corrió a cargo de Ben Barzman (1911-1989), Basilio Franchina (1914-2003) y Philip Yordan (1914-2003).


Nuestro introspectivo relato da comienzo entre el paisaje nocturno y gélido de las cercanías del Danubio, y ya Anthony Mann otorga preponderancia visual a la narración por medio del empleo del plano general, herencia de sus espléndidos westerns; pero no únicamente para mostrar figurantes, describir visualmente el paisaje o imbricar a los personajes en él, sino también para relacionar estados de ánimo y conductas.

Tomemos como ejemplo la inicial aunque postrera llegada de un nuevo día. Qué cabe esperar de este cuando un cansado Marco Aurelio (Alec Guinnes) lleva diecisiete años de continuas luchas en las tierras del norte. Incluso su tarea meditativa está ya casi concluida… O bien, el duelo final en el cuadrilátero -humano- entre Cayo Metelo Livio, (ex) comandante de todos los ejércitos (Stephen Boyd) y el hijo de Marco Aurelio, el ya regente del Imperio, Cómodo (Christopher Plummer). Pero junto al general, destaca igualmente el plano medio: Anthony Mann nunca pierde de vista la circunstancia -el entorno- de los personajes, por medio de su señalada y calculada puesta en escena.


La abrumadora fatiga y sobrecarga existencial de Marco Aurelio la corrobora el hecho de que no sea capaz de reconocer ni a la mitad de gobernantes, cónsules o príncipes adscritos al Imperio (y a la pax romana), cuando estos le rinden tributo. En su discurso, el César advierte que no os parecéis en nada, refiriéndose a la mezcla de bárbaros del norte, persas del este, etc. Una unión que se sustenta en el derecho supremo de la ciudadanía romana, junto a otros intereses dispersos, y que pese a la buena voluntad del emperador por compaginar distintos pueblos y culturas, propicia que esta pueda tornarse, en cualquier momento -como así sucederá-, en un igualitarismo forzado, anti-idiosincrático y difícilmente sincrético, étnicamente volátil.

Asegura en su discurso que no desea más provincias ni colonias, en favor de una igualdad que agrupe a todos los pueblos (en base a dicha ciudadanía). Probablemente, el emperador (al menos el de la versión cinematográfica) es muy consciente del diagnóstico, de tal “desigualdad”, así como de la dificultad de “igualarla” convincentemente. Es probable que de ello dependa -y explique, finalmente-, un proceso de decadencia que duró trescientos años.


La designación de Livio como sucesor de Marco Aurelio, en lugar de Cómodo, constituye una línea argumental “paralela” bien llevada dentro de la narrativa de la película. Cómodo representa un carácter opuesto al del padre, y ambos son conscientes de ello. El choque de caracteres potenciará en el hijo una actitud patológica que raya en la crueldad más taimada y el resentimiento con derecho a pataleta; sin duda, es inadecuado como gobernante, aunque no es un cobarde, como bien demuestra su lucha en los bosques del norte con el líder bárbaro Balomar (John Ireland). Cómodo sabe aprovechar todas las oportunidades, incluso indirectamente, cuando un nuevo -aunque tardío- “giro” del guión, advierta sobre la verdadera procedencia de su linaje. Una revelación que correrá a cargo del fiel Verulo (Anthony Quayle) y una aportación totalmente plausible, aún siendo producto de la ficción.

En suma, resoluciones argumentales que conviven con otros aspectos nada irrelevantes, como el orgullo grecolatino del abnegado Timónides (un estupendo James Mason), personaje axial que, como buen maestro, se encuentra entre lo mejor que pueden ofrecer ambas culturas, la griega y la romana; lo que le coloca en la posición más sacrificada de todas.

En análoga situación se encontrará Lucila, la hija del César (Sophia Loren), quien constata cómo la deriva, no ya solo personal o amorosa, sino gubernativa, queda en manos de la fatalidad, las luchas internas y la indisposición de articular el reinado por vía de unas leyes limitadas pero que, a su vez, promuevan y garanticen una libertad sin límites, individual, y por lo tanto, común a todos. Casi podríamos decir que, en la película, el personaje de Lucila asume las características (reales) del progenitor.


En La caída del imperio romano los personajes están sujetos a los mismos anhelos que el resto de los mortales frente a sus dioses -o un solo Dios-. No es, por tanto, una cuestión de número sino de sustancia. Por otro lado, la película no esconde o dulcifica los errores cometidos por un sistema estatalizado y mastodóntico. Así sucede con el “diezmo” ejemplarizante que aplica Livio y que muestra (desde nuestra posición actual) la faz más descarnada del Imperio. Cuando pienso en Roma, pienso en el mundo, recuerda Marco Aurelio; un aserto que si en este revela una intención honesta, en el hijo desemboca en la impunidad de unos actos delictivos que, incluso, son los que han favorecido su acceso al trono; por medio de un crimen que, en este caso, no recae en Cómodo, sino en el sirviente de Marco Aurelio, Cleandro (Mel Ferrer).

La alianza con el rey de los armenios (Omar Sharif) ilustra intentos tan efímeros como las vidas de quienes se afanan por el poder. La fidelidad humana se compra y se vende, pero también se testimonia por medio de los extraordinarios momentos en que Marco Aurelio conversa consigo mismo y con el universo. La tergiversación del sucesor se sustenta en pactos con distintos pueblos y facciones, apenas contemplados hasta entonces.

En definitiva, en la pugna entre la “igualdad efectiva” de Timónides y la “igualdad estatal” e impuesta del endiosado Cómodo. Un drama que se condensa entre los muros de la fortaleza del Danubio, durante el primer tercio de la película, y que se expande a lo largo del resto del metraje. De este modo, la estructura narrativa fluye de lo particular a lo general, y desde los confines de Roma, se propaga por bosques, poblados y ciudades, hasta alcanzar el mismo corazón del Imperio.


Prueba de ello son el sometimiento propugnado por el hipócrita Juliano (Eric Porter) en el Senado, rebatido por la exhortación de un -curiosamente- senador anónimo (Finlay Currie), encaminada a saber adaptarse con generosidad a los cambiantes tiempos. Breve pero certeramente, se muestra como es este último uno de los pocos senadores auténticamente libres, no sometido a ninguna “disciplina de partido” (es decir, de líder), cuyo equivalente en el ejército sería el personaje de Polibio (Andrew Keir). Ambos se enfrentan a la facilidad con la que se puede comprar la voluntad y conciencia de población y huestes.

No es de extrañar, por lo tanto, que Livio pida finalmente a Cómodo que no le entregue el mando del ejército (buena parte del poder, sino toda), cuando vienen muy mal dadas, a causa de la rebelión en oriente. Después de todo, lo primero que hace el flamante y flamígero emperador es duplicar los impuestos a las provincias del este.

La creación de la facción oriental del Imperio ya está en marcha. Comienza cuando vencen los intereses particulares, generalmente puestos en manos de quienes presumen de todo lo contrario. Toda una corriente que propone el igualitarismo en nombre de la libertad. De personas libres, sí, pero siempre y cuando se conviertan en ciudadanos de Roma y claudiquen ante unos impuestos abusivos.

Escrito por Javier C. Aguilera


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