Adaptaciones (LXIII): El príncipe y el mendigo, de Richard Fleischer

23 septiembre, 2016

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Al comienzo de El príncipe y el mendigo (Crossed Swords, Fox, 1977), vivaz adaptación de la novela homónima (The Prince and the Pauper, 1881) del genial escritor Mark Twain (1835-1910), el joven ladronzuelo Tom Canty (Mark Lester), lee a los chiquillos un cuento “de hadas”. Tras las amonestaciones de su padre (el entrañable y especializado en roles de duro, Ernest Borgnine), Tom pasará a formar parte de su propio cuento.

El caso es que tras robarle la bolsa a un gentil hombre (el impagable Peter Cellier), el trapacero acaba dando con sus presurosos huesos en el jardín del enrevesado Enrique VIII y toda su troupe (el monarca está admirablemente servido por Charlton Heston). De hecho, Tom cae a los pies de este, lo que a la larga, tras la decisión del monarca de expulsarlo de allí, precipita el que será el último quebradero de cabeza del propio rey.

¿Qué ha sucedido para ello? Que tras salir huyendo, el mendigo ha mudado sus vestimentas con las del príncipe heredero (también encarnado por Lester), debido al enorme parecido entre ambos. “Una interesante impertinencia”, con la que Eduardo VI desea causar un sano desconcierto.

Más tarde, al tratar de ocultarse en una gran chimenea, el asustado mendigo da otra vuelta de tuerca a la ocurrencia, al ser tomado por el auténtico príncipe, portador de un disfraz de pordiosero para una fiesta.


Así, mientras que Eduardo ha sido arrojado fuera de palacio, Tom Canty trata de comportarse con integridad, asegurando que él no es el príncipe de Gales. Algo que es tomado como una perturbación pasajera. Cuerdo o loco él príncipe gobernará, concluye de forma taxativa -y no exenta de ironía- Enrique VIII. La relación con la futura y seca Isabel II (Lalla Ward) no es muy halagüeña con ninguno de los “Eduardos”, pero al menos, el usurpador hallará consuelo en la cortesana lady Jane (Felicity Dean), con la que aprenderá a disfrutar de su nuevo cargo como niño con zapatos nuevos.

Pese a todo, la suerte también sonríe a Eduardo, que se ve acompañado de un soldado de fortuna que acaba de volver de multitud de guerras, aunque aún le queda por librar la última. Se trata de Miles Hendon (un formidable Oliver Reed), que en su marcha hacia el hogar, donde le aguarda su prometida Edith (Rachel Welch), presta su ayuda al desvalido príncipe, al que, en principio, toma por un menesteroso desequilibrado.


Divertida paráfrasis histórica fotografiada por Jack Cardiff (1914-2009), no deja de llamar la atención el hecho de que Mark Twain tratara de introducir algo de humor y de humanidad en la corte de los Tudor. Una idea respetada por los guionistas Berta Domínguez (-2008) y Pierre Spengler (también productor; 1947), debidamente supervisados por el interesante y ocurrente George McDonald Fraser (1925-2008), el creador del jovial sinvergüenza Harry Flashman (1969-2005).

Así lo confirma el desangelado baile de la gallarda (nada gallardo) de un desconcertado Tom o su visita al duque de Norfolk (el siempre eficaz Rex Harrison), inquilino de la Torre de Londres, merced al rey. Por lo que respecta a Eduardo, él presentará sus respetos a la banda de Ruffler (El Matón; encarnado por el estupendo George C. Scott). A lo que sumará el misterio de la procedencia de Hendon. Una identidad que, igual que le sucede al príncipe, le será negada al ex combatiente. Engañado por su hermano (David Hemmings) y desengañado de las nobles causas militares, Miles también hallará un sólido apoyo en el muchacho.

De este modo, la triquiñuela inicial multiplica sus consecuencias, incluso cuando el relato concluye por medio de un sarcástico epílogo. La gracia del asunto es que solo los dos muchachos se reconocen como “iguales” entre sí, lo que no ocurre con los adultos. Ninguno de estos será capaz de apreciar la similitud, salvo forzando la vista, ya durante la coronación del nuevo monarca.


Unidos por una chiquillada, ambos personajes aprenderán las lecciones correspondientes; sobre todo el príncipe, al modo en que otros reyes y pontífices han accedido al pueblo llano, vestidos de incógnito. Pero la honestidad será moneda común, tanto a la hora de asumir los nuevos roles como a la de regresar a los viejos. Como señalaba, en un primer momento, Tom Canty no ha pretendido ser quién no es, ofuscando a los miembros de la corte y al propio rey, que no se explican el que un impostor que gozara de tal estatus negara su condición, poco menos que un regalo caído del cielo. Por su parte, Eduardo mantendrá su identidad todo el tiempo, como es lo preceptivo.

Richard Fleischer (1916-2006) filma los distintos enfrentamientos físicos y verbales con ejemplar limpieza (¡a pesar de los sucios escenarios en los que se desarrollan la mayoría de ellos, y de los mezquinos comportamientos de algunas de las pobres gentes!). Con ello hace gala de su propia honestidad a la hora de hacer frente a todo tipo de relatos cinematográficos. Debemos anotar por último la extraordinaria banda sonora compuesta por Maurice Jarre (1924-2009) para la película. Sin duda, una de las mejores partituras de la década de los setenta (editada en vinilo por Warner [1977] y en CD por FSM, Silver Age Classics [2005]).

Escrito por Javier C. Aguilera


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