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31 mayo, 2016

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Parque Federico García Lorca, Granada (Fotografía de MB)
El mes de las flores nos conduce a un verano de expectativas. Mayo ha sido un mes que ha continuado en las tendencias de esta primavera: superando las 11000 visitas mensuales y aumentando el número de seguidores, aunque sea poco a poco: 1 más en Blogger, donde alcanzamos los 160, y 1 más en Facebook, con 170; nos mantenemos en Twitter con 574.

En cuanto al contenido del mes, ha estado polarizado entre clásicos literarios, donde ya alcanzamos el centenar, como Un mundo feliz, La Regenta o la cara B de El sueño eterno, y el cine, con obras tan relevantes como Ciudadano Kane o joyas recientes como Bailar en la oscuridad así como nuestra visión del cine de superhéroes, con ejemplos como Batman v Superman o X-Men: Apocalipsis.

Seguiremos este camino de literatura, cine y mucho más. Para junio, traeremos más poesía, como la de Rubén Darío, y por supuesto, más cine clásico y quizás alguna de animación. Esperamos que os guste.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Aunque no sea nuestro estilo musical favorito, a veces por las redes se encuentran estas formas de disfrutar de nuestros clásicos.


"Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma"

                  -Cicerón

Clásicos Inolvidables (C): Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra

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Probablemente sean los Poemas y Anti-poemas (1954) la obra más emblemática de Nicanor Parra (1914). No es la única que suscita un brioso interés, pero sí fue la precursora. Sus versos constituyen la iniciación del poeta, físico y matemático chileno en el reino del cuestionamiento intelectual y la autodefensa personal. Una suerte de cubismo expresivo donde se hermanan distintas facetas aparentemente contrapuestas. Razones por las cuales es Nicanor Parra un creador que siempre ha sabido enfrentarse a la tiranía de lo poéticamente correcto.


Pero frente a lo que pudiera parecer, la poesía de Nicanor Parra -pues de poesía hablamos, al margen de etiquetas, como bien recuerda René de Costa (1914-) en su introducción a la edición de Cátedra (Letras Hispánicas, 1988-2011)- no se ve privada del bagaje cultural de aquello que conocemos por tradición. Tan a la contra se ha mostrado siempre Nicanor Parra que no ha querido prescindir, salvo en calculadas y muy particulares ocasiones, de ese lenguaje poético tradicional.

Lo que nuestro moderno cantor hace es subvertirlo, ampliarlo y amplificarlo, para de ese modo devolvérnoslo como el instrumento interactivo y reflexivo que es. Pero el verbo también se sustenta en la imagen pues, como la palabra, el lenguaje visual ha de existir siempre, sobre todo ahora que se halla más incorporado a la cotidianidad. Ello favorece una poesía al alcance del gran público (pg. 9), de igual modo que intercede por el monólogo o el soliloquio. Ciertamente, el discurso es adverso, pero nunca se suelta de la mano del estro poético gracias al equilibrio entre la sintaxis fluida y su regularidad rítmica (11).

En la década de los cincuenta, por no retrotraernos al recorrido de las distintas vanguardias, comienza a cuestionarse la idea de progreso. De este modo, asistimos al florecimiento de una temática de la desilusión (14), cuya raíz es la toma de conciencia del fracaso del ser humano como organismo grupal.

Sin embargo, Parra no adopta un posicionamiento elitista, sino que se reconoce como uno más entre esos seres humanos, con sus defectos y virtudes, e insta a no tomarse los aspectos académicos e intelectualoides demasiado en serio, disfrutando de la chanza que supone toda esa puesta en escena existencial. Con la distinción fundamental, eso sí, de no ceder ante las amenazas del relativismo, es decir, de caer en la arbitrariedad (18).

Los Poemas y Anti-poemas se dividen en tres secciones. Los primeros son de talante neo-romántico y los segundos, post-modernistas, hasta desembocar, finalmente, en los anti-poemas, de marcada percepción expresionista. Es esta última una poesía anti-todo(s), pero en la que resuenan todos los ecos (cit., pg. 20).

Pintura de Villa Thynell
De este modo y a diferencia de otros poetas comprometidos con el aburrimiento o el ideologismo, Parra sabe auto-ironizarse porque es anti-solemne. Es un vate de la (verdadera) libertad, en la que también subyace el respeto hacia la forma poética, como demuestra su empleo de la silva -siete y once sílabas- en su conocido Autorretrato o en su Epitafio

Una poética que sale al encuentro burlón de un angelote en Sinfonía de cuna o propina un sonado varapalo ornitológico a las palomas de su Oda a las palomas.  Como si se tratara de una sibila, la voz poética se muestra reveladora de una sustantividad oculta entre los pliegues de la realidad. Es un anti-héroe que se desdobla para poder alcanzar la plena contemplación de una objetividad que se le antoja todo un rompecabezas.

Y es que Nicanor Parra no desea escribir en contra del público o expresarse por mor de un subvencionado yermo. Sus poemas poseen el dinamismo y espectáculo de la cotidiana existencia en la que todos andamos involucrados (35). Lo que Nicanor Parra desea es entrar en complicidad con el lector.

Artefactos
Por medio de la sustitución crea imágenes nuevas y proporciona una atmósfera de normalidad que se enfrenta a lo que carece de lógica (35 y 36). Ya en sus famosos Artefactos (1972), Parra recordaba como el pensamiento moría en la boca, o definía al poeta como un locutor que no responde de las malas noticas.

De ahí su inolvidable Defensa del árbol o el esclarecimiento de si es más real el agua de una fuente o la muchacha que se contempla en ella (Preguntas que se hacen a la hora del té). A lo que suma el recuerdo, componente fugaz pero persistente, bien familiar (Hay un día feliz), bien referido a otra persona, como la desconocida de Es olvido.

Un paso del tiempo que, como en Soliloquio del individuo, también involucra a toda una especie, la humana, sin distinciones, y pese al verso que nos repite -¿para no ceder a la desmemoria?- yo soy el individuo; como una personificación de dicho orden natural y antropológico. Todas ellas son formas poéticas de arrebatarle al olvido todo lo que se lleva.

Escrito por Javier C. Aguilera

Adaptaciones (LIX): El sueño eterno, de Howard Hawks

29 mayo, 2016

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Casi todo el mundo miente en El sueño eterno (The Big Sleep, Warner Bros., 1946), a excepción del general Sternwood (Charles Waldron), el ex contrabandista Harry Jones (Elisha Cook) y el amigo de Philip Marlowe, Bernie Ohls (Regis Toomey). Por descontado, tampoco lo hace el detective por excelencia encarnado por Humphrey Bogart (1899-1957). Pero el resto de personajes engaña o se engaña como quien respira.

No en vano, la novela original de Raymond Chandler (1888-1959), El sueño eterno (The Big Sleep, 1939; Alianza, 2001), despliega, con escasas cortapisas, un entramado de drogas, ninfomanía, ludopatía y conductas psicopatológicas, evidenciadas en la adaptación cinematográfica sin ninguna clase de subrayados, gracias al estilo elegante de la puesta en escena de Howard Hawks (1896-1977), en cuyo universo particular, la mujer es siempre quien toma la iniciativa.

Estos rasgos de rotunda modernidad son trasladados por el novelista William Faulkner (1897-1962) y la guionista Leigh Brackett (1915-1978), con la intervención de Jules Furthman (1888-1966), aunque como veremos más adelante, también hemos de consignar la incorporación de otro escritor clásico del estudio.

Al excelente guión, se añade la música de ese gran compositor que fue Max Steiner (1888-1971), el sincopado montaje de Christian Niby (1913-1993) y una contrastada fotografía de Sidney Hickox (1895-1982).


Pienso que para poder sacar partido a la presente adaptación, conviene tener en consideración las -pertinentes- diferencias de matiz y los giros narrativos que presenta la película respecto al original literario. Pese a todo, la conducta y caracteres de los personajes siguen prevaleciendo por encima de un entramado argumental de compleja estructura narrativa y de los aspectos más anecdóticos, sin anularlos ni perder de vista toda la sordidez atmosférica de la novela y, en cualquier caso, trasladando buena parte del humor de esta a los diálogos cinematográficos. Ahora bien, una de las diferencias más significativas -y bien ejecutadas- reside en la resuelta representación del general Sternwood, interpretado con vivaz determinación por el referido Charles Waldron (1874-1946).

El general ha sido chantajeado, primero por el apostador Joe Brody (Louis Jean Heydt), y ahora por el librero encubierto A. G. Geiger (Theodore von Eltz). El caso que recae sobre Marlowe siempre se nos muestra polarizado, por lo que tampoco es de extrañar que sean dos vehículos los que abandonen el escenario de un crimen (en la novela, el segundo solo es intuido): el de Owen Taylor, chófer de los Sternwood (al que no vemos, pero que ha cometido un delito y huye con unas comprometedoras fotografías), y el de Joe Brody (que según se nos cuenta, da alcance a Owen, le arrebata las famosas fotografías y, muy posiblemente, acaba con su vida precipitándolo al mar -esto nunca queda claro-). En el colmo de la desubicación, cuando Marlowe regresa al domicilio de Giger, ¡el cuerpo de este ha desaparecido!

También son muy expresivos los momentos de solitaria reflexión. Personalmente, me agrada el plano que muestra a Marlowe tratando de desentrañar la agenda de direcciones de Geiger o el que lo sitúa en un despoblado bar.


Pero todos estos aciertos visuales y narrativos no son más que la antesala de una variación bastante más sustancial, que tiene por protagonista al personaje de Vivian Rutledge (Vivian Regan, en el original). Por ejemplo, la joven no ha estado casada con el esquivo Regan (aquí llamado Sean y en la novela Rusty). El personaje que encarna Lauren Bacall (1924-2014) es, probablemente, igual de sofisticado que el descrito por Chandler, pero más vulnerable y, tal vez, más atractivo. Y en cualquier caso, resulta mucho más protagonista de todo el segmento final de la película.

Romántica y argumentalmente hablando, la implicación de Vivian es mayor, como sucede cuando Marlowe la devuelve a casa, primero desde las propiedades de Eddie Mars (John Ridgely), destinadas al juego, y, más tarde, desde el lugar donde se refugia la esposa de este último (Peggy Knudsen); un viaje de vuelta que, en la novela, Marlowe efectúa en compañía de la recluida. Así mismo, Agnes (Inés en el doblaje español; Sonia Darrin) es un personaje que también troca su naturaleza, de oportunista aunque noble, a más despiadada e impasible respecto a su relación con Harry Jones. En el caso del irlandés Regan, como advertíamos, este ha sido únicamente considerado por el general Sternwood como un amigo; un hijo, casi. De esta forma, la imagen de Vivian se cimenta de forma menos “viciada”.

Podemos añadir otras curiosidades a la adaptación, como el simpático viraje que convierte al taxista que originariamente acompaña a Marlowe, en pos de los empleados de Geiger, en una chica (Joy Barlow). Ciertamente, el personaje del detective resulta más ambiguo en la novela. O el hecho de que sea Vivian quien acuda a casa del chantajista Joe Brody, aunque se mantenga la sorpresiva aparición de su hermana Carmen (Martha Vickers) y el resto de la secuencia sea fiel al libro. Además, Vivian sale al encuentro de Mars, convencida por este de la culpabilidad de la hermana, para de este modo poder el extorsionador disponer de su complicidad y su dinero. En justa recompensa, Vivian y Marlowe le toman la delantera en casa de Giger.


Pero con toda probabilidad, la incorporación más sugestiva al relato fílmico sea el acercamiento entre Marlowe y Vivian en el local donde tratan de intimar. Una aportación escrita, como adelantábamos, por un cuarto guionista, Philip Epstein (1909-1952), que redactó “a última hora” la mítica secuencia, ausente -por improbable- en las páginas de la novela. Gracias a su diestra y estilosa puesta en escena, Howard Hawks proporciona una gran significancia a los gestos más cotidianos de los personajes.

La inevitable condensación argumental también queda reflejada en la somanta propinada al detective en un callejón, que sirve para introducir de forma más directa al personaje de Harry Jones. Más aún, la descripción del edificio desvencijado donde el detective se ha citado con Jones es resumida visualmente de forma magistral por Hawks por medio de un solo plano, en travelling. Una concreción que se hace extensiva al hecho de que Marlowe guarde dos armas en un escondite de su vehículo, ya que, en efecto, va a necesitar de ambas.

Escrito por Javier C. Aguilera



Clásicos Inolvidables (LXXIII-B): El sueño eterno, de Raymond Chandler

28 mayo, 2016

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Desde el primer párrafo de la magistral El sueño eterno (The Big Sleep, 1939; Alianza, 2001) de Raymond Chandler (1888-1959), somos testigos presenciales del talante independiente y decidido del detective Philip Marlowe, por medio de una descripción tanto física como psicológica.

Como se suele decir, no puede comenzarse mejor una novela. El relato queda expuesto en primera persona bajo la saludable perspectiva del ande yo caliente, a través del empleo de metáforas brillantes, por esclarecedoras, raudas e imaginativas, que nos adentran en una de las mejores novelas de género jamás escritas, y que forman parte de esa literatura tan popular como sugestiva que, por desgracia, aún sigue siendo objeto de menosprecio por parte de los adalides de las letras más aburridamente comprometidas y teóricamente endogámicas y autocomplacientes. Por el contrario, quizá algunos recuerden las adaptaciones pulp de esta y otras obras del género a comienzos de los ochenta por parte de Bruguera (Club del Misterio, 1981).


Ese párrafo inicial es la antesala de la visita de Philip Marlowe a la residencia Sternwood, un día nublado de mediados de octubre. Momento en el que, a la descripción -¿impresionista?- del entorno, se suma la expresiva profundidad de campo que de dicho lugar efectúa el investigador. El lenguaje cinematográfico nunca anda demasiado lejos en tan orgánica exposición: sillas huérfanas, habitaciones desoladas pero solares o unos prístinos recovecos que son la contraposición espacial de la propia vida del detective privado, cuyas mejores armas estriban en resultar punzante y un observador sagaz y metódico.

Un aspecto al que también podemos añadir la despiadada pero jacarandosa hipérbole; por ejemplo, en el mortecino análisis que Marlowe hace del general Sternwood, y su encuentro en el invernadero (al contrario que su émulo cinematográfico, Philip Marlowe es descrito como un hombre alto y apuesto [capitulo II]).

Acuarela de D. Hooper
Tales descripciones son como radiografías analíticas y precisas, y, como adelantábamos, tan fisiológicas como psicológicas, marcadamente humanas, propiedad de unos personajes encadenados a una insatisfacción vital perpetua, precisamente por disponer de casi todo. Como los pozos de petróleo que, significativamente, despuntan en la lejanía, formando parte del panorama que ofrece una de las ventanas de la mansión (II). Un escenario en el que transcurrirá una de las más sustanciales secuencias del caso (pero que no tuvo su correlato en la versión cinematográfica). Más aún, las estribaciones de la Sierra ya son percibidas por el detective desde el señorial domicilio de los Sternwood, a modo de anticipo del enclave último en que acontecerá un misterio que, por añadidura, hace que Marlowe reflexione acerca de lo que se oculta en el interior cada casa (VI).

El lenguaje de Chandler avanza por toda la narración vivificando los objetos más materiales o incorpóreos, a modo de sinestésicas personificaciones, como esos cláxones que pitaban y gruñían, junto al autobús que pasó por delante refunfuñando (III); o bien, cuando las campanas de los tranvías resonaban enfadadas (VI) o los neumáticos cantaban sobre el cemento del bulevar (XXIII). Otro ejemplo sobresaliente es el memorable y dicharachero examen que el detective nos ofrece de su propio despacho, desde un punto de vista más tangible en el capítulo XI, o más emocional en el XIV.


En este magnífico juego psicológico desplegado por Chandler a través de sus descripciones y diálogos, nadie sabe encajar bien el verse reflejado, salvo Philip Marlowe. Así sucede cuando este asegura, sin asomo de lamentación aunque con relativo sarcasmo, que su oficina está algo descuidada porque no se gana mucho si uno parece que es honrado (XI). El personaje ha alcanzado un estadio en el que realmente se conoce a sí mismo. Pero la honestidad del detective no afecta únicamente a sus finanzas, sino también a su integridad profesional. Al referirse al resto del personal con quien ha de tratar, Marlowe afirma sardónicamente que el cine los ha hecho a todos así (XIII).

Por otra parte, los rasgos físicos desgranados a lo largo y ancho de la novela evitan el tener que resultar tópico o enfático, ya que resumen con seguridad y prontitud un carácter o el pasado de una vida; incluso, la visión rocambolesca y ardua del propio entramado narrativo. Ello no obsta para que el autor nos regale una bienvenida recapitulación de los enmarañados acontecimientos, en el capítulo XX y parte del XXI, que “airea” la narración y sirve al lector, siempre en la piel del detective, para que reconsidere lo sucedido hasta ese momento. En este sentido, destaca la entrevista con Harry Jones, el noviete de Agnes, empleada del librero Geiger (XXV), que con igual nervio descriptivo, culmina en el minucioso escenario de un desvencijado edificio al que acude Marlowe (XXVI).


De igual modo, cabe destacar la visita de Marlowe y su amigo Bernie Ohls, investigador de la policía, a la casa del fiscal del distrito, como si fuera un conciliábulo (XVIII). Como tenemos ocasión de saber, Marlowe ya ha trabajado antes para el fiscal (II). A su vez, el detective recibirá la ineficaz ayuda de un capitán del departamento de personas desaparecidas del ayuntamiento (XX), una evidencia más de la podredumbre de una ciudad en la que el Océano Pacífico está demasiado cerca.

Y es que dentro de esa excelente composición que el autor nos ofrece de su personaje, está la intuición del propio detective. Un olfato producto de una filosofía mundana y fisiología criminal que, en realidad, responde a una perspicacia entendida como una especie de juego en el que el detective casi siempre gana, como factor definitorio y determinante de sus facultades intrínsecas. Marlowe es castizo, terrenal y como queda dicho, honesto.

Dejando al margen algún leve descuido en la traducción (papers –periódicos- por papeles), quisiera resaltar, por último, cómo el latido de la ciudad permanece siempre como telón de fondo sonoro y visual en El sueño eterno. Como suele ocurrir -salvando las debidas distancias- en los mejores textos del Romanticismo, dicho escenario queda siempre matizado, incluso sometido, por el estado de ánimo del protagonista (que en este caso se corresponde con el narrador); como cuando la campana de un tranvía resuena a una distancia casi infinita(XXVI).

Escrito por Javier C. Aguilera

Puedes leer también la cara A de esta reseña



X-Men: Apocalipsis, de Bryan Singer

27 mayo, 2016

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Este análisis comenta cuestiones relativas al argumento y a detalles de la trama (spoilers).

Los mutantes más famosos del mundo del cómic regresan de nuevo a la gran pantalla con X-Men: Apocalipsis (2016) para completar un nuevo círculo y cerrar, podemos suponer, la nueva trilogía que surgió tras X-Men: Primera generación (Matthew Vauhgn, 2013) y abrir nuevos horizontes de futuro. Estos héroes víctimas del rechazo social fueron protagonistas del renacer de los superhéroes en el cine a principios de este siglo, pero tras lo que podríamos calificar como un bache, regresaron con fuerza en pleno auge del boom marvelita. No obstante, frente a otras grandes superproducciones, su presencia en los cines durante los últimos años ha sido menos populosa, a pesar de que siempre suelen situarse en boca de todos, como sucede con cualquier película de este estilo.

Bryan Singer vuelve a tomar la batuta como hiciera con las dos primeras películas de la franquicia y la anterior, X-Men: Días del futuro pasado (2014), que le sirvió precisamente para concluir con las incongruencias de la primera trilogía y avanzar en la historia que comenzó en la década de los sesenta con X-Men: Primera generación ya en los setenta, aunque a cabo con un mundo post-apocalíptico para los mutantes. 

Ahora con X-Men: Apocalipsis nos situamos a inicios de los ochenta, intuimos que en 1983 por el guiño al estreno de El retorno del Jedi (1983), completando así el paso por tres décadas del pasado, a falta de los noventa, y orientando la saga para la formación del equipo de X-Men que todos conocemos. La base de la historia parte de una amenaza latente en la Tierra con forma de un mutante todopoderoso, que en una época milenaria dominó el mundo y mantuvo su reinado transfiriendo su mente a otros cuerpos mutantes y absorbiendo sus poderes, incorporándolos a su arsenal. 

En la actualidad, un accidente provocará que ese peligro vuelva a despertar, ocasionando un conflicto que acabará con la débil paz lograda hasta el momento. En este tiempo desde el incidente con el presidente Nixon se ha hecho pública la existencia de los mutantes y nuestros protagonistas adoptaron distintas formas de vivir desde entonces. Sin embargo, cuando el peligro acecha, es el momento de recuperar aquella idea de un grupo de mutantes guerreros: los X-Men.


Espectacularidad y entretenimiento son la base de la mayoría de estas producciones, que suelen apostar por tratar temas de mayor o menor calado de una forma generalmente superficial. La franquicia de X-Men ha tratado siempre la problemática de ser diferente a los estándares impuestos; todos podemos recordar la incómoda escena familiar en X-Men 2 que tan bien funcionaba para mostrar la similitud de lo mutante con otras situaciones que son más cercanas. Este fue el asunto principal de la primera trilogía y del espíritu antiguo de la saga, pero es imposible que no sea un tema recurrente en una saga donde se habla de marginación y del miedo a lo desconocido y al otro. Un miedo que desde el bando humano se ha tratado desde el odio, representado por enemigos como William Stryker (Josh Helman en esta ocasión), bastante recurrente y presente también en esta obra, o Bolivar Trask, uno de los antagonistas de Días del futuro pasado.

Ahora bien, tanto Primera generación como Apocalipsis proyectan otra visión sobre el asunto, una referida a cómo el poder de los mutantes podría doblegar el mundo. En Primera generación se vio cómo la estrategia de un único mutante podía enfrentar a grandes potencias en el mundo. Días del futuro pasado abordaba, sin embargo, el reverso: cómo los humanos buscaban un arma para someter y/o acabar con los mutantes. En Apocalipsis se retoma en gran medida la idea de un ser capaz de alterar las nociones que la humanidad tiene sobre el mundo, tanto en creencias como en el dominio mundial. En este sentido, hay cierta sensación de que esta película es la heredera espiritual de la que hubiera sido la tercera película de la trilogía original que Bryan Singer nunca llegó a realizar, tras abandonar la franquicia mutante y dejar el puesto a Brett Ratner en X-Men: la decisión final (2006). De forma paralela a aquel cierre, aquí tenemos a un enemigo superior que con apenas esfuerzo logra desarticular todo el poder armamentístico de las grandes potencias y arrastrar consigo a mutantes poderosos para su causa, quieran o no.


El villano En Sabah Nur (Oscar Isaac), alias Apocalipsis, se desarrolla como un antagonista arquetípico: muy poderoso y con el plan de conquistar el mundo con su poder. Se erige como el claro ejemplo ex contraria de lo que un gobernante debería ser, es decir, un dictador o tirano solitario cuyo máxima ambición es obtener un poder que aún no tiene y con el que el control sobre todas las personas estaría garantizado a fin de evitar las traiciones del pasado. Es decir, un poder que se basa en la desconfianza hacia los demás a partir del odio que puede levantar no por ser un ser todopoderoso, sino malvado y cruel. Sería fácil adjudicar a este tipo de personaje la célebre cita de Unamuno (1864-1936): venceréis, pero no convenceréis.

Su modo de proceder no se basa en la atracción intelectual o ideológica, sino que atrae a secuaces por su capacidad para otorgarles mayor poder. Aunque es inteligente a la hora de buscar en la situación de estos mutantes para unirlos a su causa: erigirse como un liberador, cuando en realidad pretende esclavizar. Precisamente, hará notar la incoherencia del mundo en que vivimos, aún inmerso en una lucha fría entre potencias dentro de la carrera nuclear. La destrucción de toda esta armamentística sirve para dos cosas: mostrar cómo de indefensos están los humanos frente a los mutantes, pero también cómo sin ellos siguen siendo capaces de destruirse o de empeñarse en ello; no en vano el rearme comienza pronto y eso es señal inequívoca de cuánto puede desviarse la humanidad de sus ideales. Puede que no haya una gran lucha entre la humanidad y los mutantes reflejada en la película (tampoco ha sido el hilo general en la franquicia), pero esta nota, apenas anecdótica en la obra, nos señala: no han sido mejores las grandes potencias que Apocalipsis, no son los humanos tan buenos como desearía Charles Xavier (James McAvoy), pero los X-Men se basan en mantener la esperanza en el cambio, en un futuro mejor.

De forma paralela o, mejor dicho, de forma previa a la aparición de Apocalipsis, podemos ser testigos de las vidas que los personajes que ya conocíamos han escogido vivir. Así tenemos a Charles Xavier, alias profesor X, dirigiendo su escuela, recuperado ya de su depresión, aunque manteniendo su ideal pacífico sin aceptar la propuesta de Hank McCoy (Nicholas Hoult), alias Bestia, de preparar a sus alumnos para la batalla como los X-Men de antaño, aquel germen que pudimos ver en Primera generación. Erik (Michael Fassbender), alias Magneto, parece haber optado por una vida humana, siguiendo así el camino de redención por el que optó tras el final de la anterior película. Por su parte, Mística (Jennifer Lawrence) lleva una vida solitaria ayudando en lo posible a otros mutantes en situaciones indeseables, actuando de una forma realista ante problemas por todo el mundo, pero sin ser capaz de retomar su vida junto a quienes alguna vez quiso. Además, se ha erigido como una leyenda para los mutantes del mundo entero por sus acciones en el pasado, al detener a Magneto, por lo que ha acabado convirtiéndose en un símbolo que no deseaba ser.


La película no se detiene demasiado en ampliar la historia de estos personajes, a excepción de Magneto al que ya volveremos, dado que su historia continúa a partir de lo visto en las dos entregas anteriores. No obstante, sí introduce a nuevos personajes tanto para un bando como para otro, regresando a un número algo elevado que recuerda a lo que sucedió en Primera generación: resulta casi imposible profundizar plenamente en ellos, recurriendo muchas veces a lo que el espectador sabe que a lo que se muestra en pantalla. Este hecho es importante, dado que Apocalipsis tiene un tramo final donde se establece con claridad lo que se intuye en toda la película: que es una película de un grupo, un grupo en formación en este caso, pero coral a fin de cuentas. Al no detenerse en un determinado personaje, acaba por no ahondar en ninguno más de la cuenta, lo que impide profundizar en exceso y dejarnos más bien detalles de personalidad.

Quizás los casos más peculiares sean los de Charles Xavier y Magneto, dado que a ambos se les entrelaza en historias románticas y personales que engarzan con todo lo visto en esta trilogía, haciendo patente que son los personajes más trabajados y cuya relación mutua ha sido la base de las aventuras mutantes desde la creación de los X-Men en Primera generación o, incluso, desde siempre en la saga (la redención o reconciliación en Días del futuro pasado por parte de Magneto servía precisamente como punto culmen de su confianza y amistad en el profesor X, quien siempre creyó en él y en su bondad, como le ocurriría, por establecer un paralelismo, a Padme en La venganza de los sith (George Lucas, 2005) respecto a Anakin.

El primero ha erigido por fin su escuela para mutantes tras superar su depresión, pero sigue reticente a volver a crear a un grupo de héroes. Esta aventura cambiará esa determinación como también le hará reencontrarse con alguien a quien había borrado de su pasado: la agente Moira MacTaggert (Rose Byrne, de regreso a la saga para ejercer de única humana relevante en el bando del bien), y volveremos a ver así a un nervioso profesor que, a pesar de su poder psíquico, no puede reprimir sus emociones. El profesor X sigue siendo el idealista que cree en la tercera salida, es decir, en la convivencia entre humanos y mutantes sin el dominio de unos sobre otros. Un camino complicado que tratará de defender frente al convencimiento de Apocalipsis y el dolor tan humano de Magneto. La construcción del personaje desde la seguridad tan jovial y juvenil de Primera generación se completa por fin en Apocalipsis tras haber atravesado varias crisis al concluir con un personaje determinado que mantiene el mismo ideal, pero aceptando que el mundo necesita aún protección, vigilancia y, sobre todo, esperanza.


Respecto a Magneto, regresamos a su ambigüedad, siendo sin duda el personaje que más vueltas ha dado entre un bando u otro. En la primera trilogía, la decisión de Magneto siempre se decantaba por la destrucción de los humanos, pero en la reciente trilogía siempre ha actuado con menor determinación, marcado finalmente por las influencias de otros personajes cercanos, como Charles en Primera generación o Mística en Días del futuro pasado. Precisamente, el final de la anterior película orientó a Erik hacia un cambio en su vida y así lo encontraremos al inicio de Apocalipsis. Sin duda, entre los secuaces de Apocalipsis, es el personaje que cuenta con mayor fundamento para aliarse al villano, dado que es convencido tras atravesar uno de los momentos personales más dramáticos de la saga, habiendo retornado al lado oscuro por la destrucción de la vida que había construido.

El final de esta vida pacífica se relaciona de forma evidente con un clima político áspero o dictatorial, donde los vecinos se denuncian entre sí. Resulta curioso cómo el miedo a lo desconocido o a la relación con este tipo de personas provoque la traición de quienes eran amigos (no falta la referencia a que se compartieron momentos familiares, como una comida), aún más cuando Magneto es descubierto por salvar la vida a uno de sus compañeros. El resultado no puede ser más nefasto para la evolución maligna del personaje, que comenzará una escaramuza personal y sanguinaria perfecta para que Apocalipsis lo lleve a su bando. Esto responde de una forma práctica a una cuestión que también se planteaba en El hombre de acero (Zack Snyder, 2013) pero tan solo como hipótesis dialogada, cuando Jonathan Kent cuestionaba a su hijo por haber salvado la vida de sus compañeros en un autobús escolar. Por cierto, es una de las pocas veces que se nota una acción tan evidentemente negativa contra un mutante por parte de humanos normales no protagonistas de la película. Y cabe señalar también que toda esta idea se refuerza con la posterior visita a Auschwitz, donde Erik perdió por primera vez a su familia también a manos de humanos y que se convierte en el lugar donde se produce la comunión con los ideales de Apocalipsis.


Por su parte, Raven, alías Mística, es el personaje básico de esta trilogía que apenas consta de evolución en esta película, salvo por situarse como líder de una patrulla de mutantes que sirve de base a lo que serán los futuros X-Men, con el equipo clásico y habitual que comentaremos a continuación. No ayuda en esta cuestión que la actriz no parezca tampoco demasiado interesada en aportarle algo más al personaje, ofreciendo una sensación de cansancio. Su rol en esta película sirve de nexo entre el profesor X y Magneto, dado que tratará de convencer a ambos de tomar un objetivo diferente al que habían decidido (retomar los X-Men por una parte, abandonar a Apocalipsis por otra), además de ejercer finalmente como la heroína que todo el mundo mutante considera que es. Cabe destacar, por último, su papel en el tramo inicial, al actuar como una especie de mercenaria libre que trata de ayudar a liberar a mutantes en peligro o maltratados, como el caso del joven Rondador Nocturno (Kodi Smit-McPhee). Mencionamos también aquí a otros dos personajes que proceden de esta trilogía y que no cuentan en esta película con ningún desarrollo: Alex Summers (Lucas Till), alias Havok, cuya intervención en esta obra se reduce al reclutamiento de su hermano para la escuela del profesor X, la destrucción de Cerebro y su muerte (a la que apenas se le da alguna importancia, uno de los grandes defectos argumentales, además de haber desaprovechado al personaje tanto aquí como en Días del futuro pasado), y el ya mencionado Bestia, que colaborará principalmente en la batalla final como uno de los antiguos X-Men.

La línea de estos últimos personajes es la seguida a la hora de desarrollar a los nuevos personajes, lo cual desmerece bastante a la película, al no otorgar un trasfondo mayor a sus protagonistas, dado que, a diferencia de Charles, Erik o Raven, no tienen un pasado reciente sobre el que asentarse (quizás, en todo caso, un futuro, aunque sea distorsionado del que conocemos). Este hecho será más evidente con los secuaces de Apocalipsis, cuyas motivaciones están vacías, a excepción de Magneto; algo muy similar a lo que sucedía con el Club Fuego Infernal de Primera generación. Ahí tenemos a Ángel (Ben Hardy), del que sabemos que ha sido obligado a combatir contra otros mutantes, de lo que obviamente derivará su odio a los humanos, pero desconocemos todo lo demás, a Mariposa Mental o Psylocke (Olivia Munn), de la que solo sabemos que ejercía como guardián de Caliban en una especie de mercado negro y cuya posible motivación sea dejar de ser una esclava (aunque a fin de cuentas sigue siéndolo, pero para otro amo), y finalmente a Ororo Munroe (Alexandra Shipp), alias Tormenta, la primera en ser reclutada, una joven ladronzuela que roba para vivir, que se muestra idealista y que tiene como ídolo a Mística, pero que acaba seducida por la magnitud del poder de Apocalipsis, sin más. Con esta base tan pobre, es fácil tanto que el villano sea traicionado como que nos demos cuenta de que estamos más ante estereotipos que ante personales plenos.


En cuanto al bando de los X-Men, encontramos a las versiones jóvenes de distintos mutantes. Podemos comenzar por Rondador Nocturno, que regresa a la franquicia desde su aparición estelar como adulto en X-Men 2 (2003), rescatado por Mística, se muestra como un ser inocente y muy religioso, inseguro con sus poderes; se desconoce todo sobre él y parece actuar más por supervivencia y amistad que por alguna motivación concreta. Por otra parte, tenemos a Cíclope (Tye Sheridan), cuyo punto de vista es uno de los principales en el primer tramo de la película al desarrollar sus poderes de visión, comenzando posteriormente un entrenamiento que nos recuerda a lo que vimos en Primera generación. Cíclope siempre ha sido un personaje que ha recibido un tratamiento anodino en su traslación al cine, quizás por tratarse de un héroe más clásico en su código de honor. El hecho de tenerlo aquí en su etapa inicial, más inseguro, lo potencia y ayuda a situarlo. Sin embargo, aún queda mucho trabajo para lograr algo mejor que lo visto en esta película, aunque con ello nos haya parecido mejor a lo ya visto antes.

En cuanto a Jean Grey (Sophie Turner, conocida por su papel de Sansa Stark en Juego de Tronos), la encontramos en la misma posición que Cíclope: la inseguridad de un poder que la sobrepasa y aislada del resto de sus compañeros por miedo (en el caso del joven Summers, por ser el recién llegado). No obstante, este personaje acabará por ser crucial y será el que evidencia cómo ha cambiado Charles al enterarse del futuro que le mostró Lobezno en Días del futuro pasado, dado que en lugar de reprimir el poder del fénix, trata de conseguir que Jean lo controle, lo que al final determinará su victoria.

Por último, pero no menos importante, el retorno de Mercurio o Quicksilver (Evan Peters), que vuelve a protagonizar una de las mejores escenas de la película, similar y superior a la anterior, con mayor espectacularidad, y además cuenta con mayor peso en el tramo final de la película. Cabe mencionar que es un buen personaje para aligerar la tensión con ciertas notas humorísticas y, por otra parte, es el principal exponente de que nos encontramos en los ochenta, gracias a la estética de su habitación. Sin embargo, presenta, según mi opinión, dos defectos argumentales: el parentesco con Magneto, que proviene de los cómics, pero que nos resulta forzado y algo inverosímil, además de que al final quede en un secreto para el principal implicado, sin aportar nada a los sucesos de esta película, y, por otra parte, la desaparición de su hermana pequeña, que apareció brevemente en Días del futuro pasado, sin saber si eso tiene alguna repercusión para la saga. Dentro de la línea general de personajes más o menos esquemáticos, todos cumplen con su papel de forma correcta, estando más bien limitados a lo que el guion les ofrece.


En cuanto a otras cuestiones argumentales, debemos mencionar una confusión importante bastante extendida. Hay muchas personas que reclaman mayor congruencia con la trilogía original, dado que esta se distancia de algunos hechos que allí se contemplaron; lo cual no tiene sentido, dado que desde la película anterior, Días del futuro pasado, cambia el futuro y hasta hay un personaje, el profesor X, que conoce esa línea temporal y estaba dispuesto a cambiarla, con el resultado que vimos en el final de Lobezno. En este sentido, cuestiones como la importancia de Mística en esta cinta, la aparición de Lobezno que difiere de su spin-off o de lo visto en X-Men 2, el control de Jean Grey sobre los poderes del fénix o la forma de lidiar con ellos del profesor, etc. son cuestiones que no implican relación directa con el resto de películas, a excepción de los acontecimientos de esta trilogía (Primera generación y Días del futuro pasado).

Esa era la razón de ser de la entrega anterior, solventar estos problemas y zanjar aquella línea temporal, y precisamente esta película ya no cuenta con esa carga, sino que se desarrolla sobre sí misma, además de la base de los cómics. La forma en que Singer se apoya en el uso del flashback para potenciar el estado emocional de los personajes y enlazar con los acontecimientos de las películas anteriores sirve también para enlazar entre sí esta nueva trilogía y aportar una mayor sensación de cierre. En cuanto a curiosidades de la trama, esta entrega ha servido para explicar varios elementos habituales en la franquicia, como el origen del aspecto capilar de Tormenta o la calvicie del profesor X, pero deja también alguna inverosimilitud, como aquella escena final de la entrega anterior donde Mística era quien realmente se llevaba a Lobezno, al que aquí vemos en el proyecto del Arma X; algo inexplicable, que por entonces ya nos pareció innecesario, dada la situación de ambos personajes y de Stryker en esta película. Por último, cabe destacar que aunque el humor sigue estando presente, lo hace en menor medida, al estar concentrado sobre todo en el primer tramo, antes de la aparición pública de Apocalipsis.


En cuanto a aspectos técnicos y musicales, debemos señalar cómo el nivel de efectos especiales alcanza su máximo nivel en esta franquicia (precisamente, han contado con una cantidad considerable de empresas dedicadas a este aspecto), algo notable sobre todo en el último tramo, que ofrece en muchas ocasiones la sensación de ser una imagen falsa o de saturar, a pesar de lo cual el nivel es bastante bueno. Con todo ello, la obra aúna un formato de película de superhéroes junto al de catástrofes, con la destrucción de diferentes sitios en el planeta. La banda sonora de John Ottman se luce bastante a lo largo de la película, siendo una de las mejores composiciones de la saga, como nos muestra la introducción o los momentos de mayor dramatismo, además de ser incapaz de incluir una versión de la séptima sinfonía de Beethoven en la misma película donde oímos Sweet dreams de Eurothmics o Kill'em all de Metallica. Quizás como detrimento musical, el subrayado excesivamente épico de algunas escenas donde no hayamos tal correspondencia, algo similar a lo que sucedía con Batman v Superman: El amanecer de la Justicia (Zack Snyder, 2016), aunque en menor nivel, lo cual es positivo.

Sobre el ritmo de la película, tenemos una introducción donde encontramos un desarrollo independiente y que se sitúa entre los mejores de la saga, tras la que sigue una secuencia inicial de créditos bastante espectacular y en línea con lo que ya estableció Singer en entregas anteriores, en esta ocasión con un viaje a través del tiempo. El primer tramo consta de algunos cortes algo abruptos entre las perspectivas de los personajes, encadenados de forma poca fluida al querer presentar y plantear pronto las diversas historias. Por suerte, esta cuestión de montaje mejora cuando todos los personajes se concentran en grupos, como comprobamos en el segundo tramo, seguramente el más lento de la película, y la parte final, que se dirige al clímax.

Otra cuestión que en su momento causó cierta controversia es el aspecto de Apocalipsis. Aunque Oscar Isaac trate y consiga por momentos darle una entidad seria al personaje, el maquillaje y su estética desmerece el resultado, especialmente en planos más iluminados. Si bien es cierto que no resulta ser un parche como podía aparentar en un principio, quizás se podría haber optado por otra decisión más sencilla, en línea con el aspecto mejor llevado de Rondador Nocturno o Mística (que, por cierto, aparece poco en su estado natural). No obstante, hay que valorar el esfuerzo de buscar un recurso más artesanal en vez de optar directamente por el CGI.


En conclusión, otra película más de superhéroes y una más de la franquicia mutante. Sin duda, de un buen nivel general, pero con poca profundidad y desarrollo de personajes. El guion no resulta tan redondo como se podría esperar y la amenaza o el villano de turno actúa de forma típica, aunque su magnitud no lo sea. X-Men: Apocalipsis nos ofrece un cierre digno a esta última trilogía, quizás sin la brillantez de Primera generación o la complejidad de Días del futuro pasado, pero otorgándonos algunos momentos inolvidables para la saga y construyendo un relato que se siente real y coherente con lo construido hasta ahora, a pesar de ciertas irregularidades. El final deja una puerta abierta a continuar y quizás eso resta valor a lo que se suponía una conclusión, pero seguro que hay muchos que quieren volver a disfrutar de estas aventuras deseando que el nivel no decaiga, sino que se vuelva a elevar.

Escrito por Luis J. del Castillo


Ciudadano Kane, de Orson Welles

24 mayo, 2016

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En una imborrable puesta en escena del tempus fugit más descarnado, Ciudadano Kane (Citizen Kane, RKO, 1941) se estructura en torno al desamor, el desencanto de la amistad y el pasado que reaparece como un doloroso atisbo de lucidez, junto a la certeza de no poder recuperar ninguna de estas facetas perdidas de la vida.

Un pasado que se hace presente no solo en los recuerdos de la infancia, sino también por medio de las imágenes reales de la mansión Xanadu y los terrenos que la circundan, ingentes jardines y recintos fantasmales envueltos por la neblina y un claroscuro tenebrista, símbolos de un personaje progresivamente apartado de un mundo que él mismo ha ayudado a alienarTales son los cimientos sobre los que se edifica el pesadillesco sueño de la justamente célebre Ciudadano Kane, segundo cometido cinematográfico de Orson Welles (1915-1985), si tomamos en consideración la recientemente recuperada Too much Johnson (1938).

El carácter precursor de una obra cinematográfica como la presente estriba en el hecho de haber sabido reinventar, más que en inventar per se, todo un entramado de procedimientos creativos al servicio de un relato cinematográfico que, hasta entonces, no se había narrado de igual forma.

Son innovaciones que los aficionados conocen bien, pero que procedemos a recordar, ya que de recuerdos hablamos, comenzando por el novedoso empleo del espacio escénico y la sublimación de las diversas atmósferas, ufanas u ominosas, pero siempre arropadas por la expresiva fotografía de Gregg Toland (1904-1948) y armonizadas por la telúrica partitura de Bernard Herrmann (1911-1975). Recursos a los que se suma todo un lenguaje de picados y contrapicados, encadenados visuales y sonoros, movimientos con grúa que ubican a los personajes en varios de los entornos descritos (como esa cámara que se eleva para mostrar el gesto de desaprobación de dos operarios de la Ópera de Chicago) o el juego con múltiples perspectivas, en el que se inserta el uso de la cámara subjetiva, la indagación semántica proporcionada por la profundidad de campo, y las elipsis, favorecidas por la labor de edición de un joven Robert Wise (1914-2005), que conforman unas excelentes transiciones narrativas entre las que destaca el paso del amor al desapego a lo largo de varios planos superpuestos, en forma de desayunos, servidos mediante una sucesión de implacables planos-contraplanos.

Por añadir otros ejemplos significativos, baste recordar el salto temporal que se nos ofrece por medio de la fotografía que cobra vida y que muestra a los nuevos miembros del periódico de Kane; o el que se refleja en el progresivo envejecimiento del rostro del albacea Walter Thatcher (George Coulouris).


Todo ello, son herramientas al servicio de los magníficos diálogos orquestados por Welles y Herman Makiewicz (1897-1953). Verbigracia, encadenados y fundidos que relatan tanto las ambiciones como la desolación de una vida consagrada al éxito, tal cual deja traslucir el noticiario que repasa la vida y ego de Charles Foster Kane (un excelente Orson Welles). El empleo de cortinillas forma parte de esa métrica que inserta en las imágenes desde titulares de periódicos hasta intertítulos, más todo tipo de misivas y notificaciones a lo largo de la película.

En definitiva, Charles Foster Kane ha muerto. Tenía setenta años y, como sabemos, tal personaje “de ficción” era el trasunto de William Random Hearst (1863-1951), “poseedor” de multitud de cadenas radiofónicas, periódicos y revistas (cuando estaba vivo, claro). Pese a todo, y respecto al noticiario al que hacíamos referencia, de este personaje solo se conoce lo que hizo, no quién era, por mucho que aspirantes a ocupar su vacante no hayan faltado ni falten. Sí son evocados unos titulares destinados a “hacer opinión”, ¡si son lo bastante grandes y llamativos!, como recomienda el propio magnate. Kane es lo que hasta ahora se ha dado en llamar sin sonrojos “un forjador de la opinión pública”. Se asegura que sus periódicos siempre comentaron los asuntos más candentes, por medio de soflamas retóricas con las que el potentado elaboraba la verdad de los hechos.

Un periodismo sin duda adaptado “a los tiempos”, pero no necesariamente de recorrido más ético, y cuya “verdad oficial” siempre toma en balde el nombre de los más desfavorecidos… figura retórica que muestra la más elaborada hipocresía, de “cara a la galería”, que escenifica una corrupción que, sin pretender entrar en perspectivas más trascendentes, parece consustancial al propio ser humano, como lo es el caminar o el alimentarse. Por ello, no sorprende el empeño de Kane en meterse en política. Tentativa frustrada ya que cómo fiarse de una persona que engaña a su propia esposa; circunstancia que, naturalmente, el candidato interpreta de forma irónica como un intolerable ataque a la sagrada causa de la moral.


Pero como hacíamos notar en un principio, la biografía de Ciudadano Kane es la de una infancia cercenada; la de un joven que tiene la “fortuna” de tener como tutor legal a un banco, quedando así en manos del citado señor Thatcher hasta los veinticinco años. Lo que explica que Kane trate de recobrar, o al menos extrapolar, parte de esa juventud perdida cuando conozca a Susan Alexander (Dorothy Comingore), su segunda esposa. Al final, Wordsworth (1770-1850) tenía razón cuando afirmaba en uno de sus más bellos versos que el niño es el padre del hombre (en el caso que nos ocupa, por defecto).

Divorciado de Emily Norton (Ruth Warrick) y abandonado por Susan, fracasada cantante de ópera que acaba sus días en una sala de fiestas de Atlantic City -enfréntate al público, le insta Kane, en un sentido que convierte su derrota en tragedia-, tampoco le irá mejor con su amigo más íntimo, Jeff Leland (Joseph Cotten), que le devolverá su personal y vulnerada declaración de principios. En otro de los momentos clave de la película, Leland le recuerda al aspirante a político que la libertad no es un regalo de él al resto de ciudadanos, sino un derecho de estos. La modernidad de esta apreciación, como tantas otras en la película, no puede ser más contundente. De este modo, Charles Foster Kane es definido como el Kublai-Kan (1212-1294) de América. Desde que partiera con la fortuita propiedad de una mina “sin valor”, que se desveló como productiva, construye un Imperio de fábricas, transportes y comunicación. Lo que le permite incitar a tomar parte en una guerra cuando le conviene (el conflicto hispanoamericano instigado por Hearst, cuya perla fue la adquisición del Canal de Panamá), en tanto que se permite oponerse a participar en otra cuando las circunstancias lo desaconsejan.

En definitiva, una personalidad lo suficientemente estimulante como para propiciar una encuesta, encabezada por el periodista Jerry Thompson (el posteriormente productor William Alland); a su vez, representación arquetípica, pues nos es mostrado como otro de esos rostros a contraluz. Excelente resulta su encuentro con el apoderado de Kane, luego Presidente del Consejo, Mr. Bernstein (Everett Sloane). Secuencia que se complementa con el resto de entrevistas y con la cuidadosa y contenida ceremonia que tiene lugar a lo largo de la consulta de un manuscrito de Thatcher, que se refiere al señor Kane. Son imágenes que componen el ritual de una fascinación.


No obstante, llega un momento en que todo el mundo del potentado se ha convertido en historia, como él mismo, figura anacrónica en la que Xanadu, el monumento más grande construido para sí mismo, permanece sin terminar, como negación metafórica de una vida repleta de supuestas -y muy materiales- cimas.

Otra magnífica imagen que corrobora tal fracaso es la del almacén donde yacen, aún empaquetados, los recuerdos acumulados a lo largo de toda esa vida, y que incluyen infinidad de obras de arte saqueadas -pues no necesariamente fueron adquiridas de forma legal- de Europa. Pero, tal vez, ninguna representación ejemplifique mejor dicha soledad que la de la procesión de vehículos que acuden a una excursión en la playa y que personifican a los amigos de Kane, junto con la de la despedida de Leland del periodista, a manos de dos enfermeras.

Por tanto, una existencia pública aunque enigmática que se concentra en la búsqueda del significado preciso de la palabra Rosebud. Todo parece indicar que oída por una enfermera y por Raymond (Paul Stewart), el mayordomo principal de Kane (demos por sentado que todo lo que muestran las estampas de la defunción y los últimos momentos de Kane no son una reconstrucción fidedigna de los hechos, sino una interpretación fraccionada, que combina distintos puntos de vista, incluidos los del propio Kane y los del vacío más absoluto: esa imagen de la citada enfermera, reflejada en la bola de cristal). De este modo, Charles Foster Kane sigue suscitando un vivo interés incluso después de muerto.

Escrito por Javier C. Aguilera


Bailar en la oscuridad, de Lars Von Trier

22 mayo, 2016

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El drama y la tragedia han sido desde siempre los géneros considerados de máxima seriedad y altura, desde el fatum y la catarsis griega hasta el choque entre la sociedad y el individuo o el individuo consigo mismo de forma más moderna. Igual que sucede con la comedia, las temáticas concretas se han reiterado y se han reformulado a lo largo del tiempo y la innovación o la búsqueda de la originalidad resulta compleja en la actualidad. Además, es fácil caer en ciertos vicios y recursos que busquen la lágrima fácil, forzando situaciones que, vistas desde lejos, pueden llegar a caer en la autoparodia. Sucede precisamente con esa gran cantidad de telefilmes que copan la parrilla televisiva del fin de semana y que viven de los mismos tópicos, del drama plano y de las tragedias sin catarsis.

Por todo ello, el espectador suele estar acostumbrado a esos argumentos lineales y simples, y cuando algún director se propone dar un golpe en la mesa, puede o bien caerse por el precipicio o alzarse con el aplauso del público y el favor de la crítica, dado que una tragedia bien conducida y realizada suele conquistar con facilidad. Pero también puede golpear con fuerza a las conciencias.

Ya hablamos de Lars Von Trier en relación a su corriente artística  cinematográfica con respecto a Melancolía (2011) y ahora regresamos a otro de sus dramas, en esta ocasión perteneciente a su trilogía Corazón dorado, conformada por Los idiotas (1998), Rompiendo las olas (1996) y la que hoy comentamos, Bailar en la oscuridad (2000). Si en Melancolía Von Trier se adentraba en el mundo de la ciencia ficción, en Bailar en la oscuridad toma elementos del melodrama en su argumento, que en ocasiones en su desarrollo recuerda con facilidad a los telefilmes antes mencionados, y de los musicales, que ofrece un contraste que aumenta la fuerza de lo dramático en esta película.


La obra se centra en la historia de Selma (la cantante Björk completamente entregada a su papel), una inmigrante checa que reside en Estados Unidos durante el año 1964, donde trata de ahorrar todo el dinero necesario para operar a su hijo, Gene (Vladica Kostic), de una enfermedad que provoca una ceguera progresiva, enfermedad que ella misma padece. Y, por cierto, una discapacidad que ha sido frecuentemente tratada por distintas tragedias u obras del siglo XX, como En la ardiente oscuridad (1950) de Buero Vallejo, Ensayo sobre la ceguera (1995), de José Saramago, y Sobre héroes y tumbas (1961), de Ernesto Sábato. 

La obra incidirá precisamente en el deterioro de la visión de Selma mientras ella se empeña en esforzarse cuanto pueda por lograr aumentar sus ingresos. Para ello, trabaja en una fábrica, junto a su amiga, Kathy Cvalda (Catherine Deneuve), inmigrante francesa, y vive arrendada en una caravana dentro del jardín de dos norteamericanos de clase media, el policía Bill Houston (David Morse) y su esposa Linda (Cara Seymour). Además, participa en los ensayos de la obra teatral y musical Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, su musical favorito; Robert Wise, 1965), parte de su sueño de emular los números musicales que la fascinan. Sin olvidar tampoco la presencia del enamorado obsesivo pero pusilánime que es Jeff (Peter Stormare), quien siempre la espera al salir de su trabajo y que a pesar de haber resultado una especie de carga para el personaje, será apreciado de forma positiva en la película e incluso será relevante en el último tramo.


La protagonista está en la misma línea que otras heroínas trágicas de Von Trier, cargando un enorme peso dramático a pesar de su pusilanimidad, algo que podemos relacionar incluso con el esperpento de Valle-Inclán, pero sin el matiz burlesco, sino puramente crítico y grotesco. Si Bess, la protagonista de Rompiendo las olas, mostraba una ingenuidad entremezclada con un proceso psicológico-místico de bipolaridad o conversación con Dios, aquí tenemos la misma actitud dejada e inocente, pero marcada en esta ocasión por la constancia y la tenacidad de Selma, que la lleva a su propio sacrificio, y el mundo paralelo en el que se refugia, en esta ocasión no religioso, sino musical, con el que trata de ensalzar la realidad que le rodea.

El camino que recorre este personaje es el trayecto hacia un destino injusto, pero aceptado, que mantiene también paralelismos con la historia bíblica de Cristo, pero sin referencias directas. En un primer momento tenemos a una inmigrante en proceso de quedarse ciega, su enfermedad propia y su condena personal, que se encuentra en un estado de pobreza, pero refugiada en un país más rico para buscar una solución a la vida de su hijo, afectado por la misma enfermedad, mientras que trata de ocultarlo todo mediante mentiras poco relevantes, dado que nadie realmente se preocupará en indagar sobre ellas. El destino del dinero que gana en la fábrica y que ahorra de forma continua se esconde tras el telón de un falso padre (ni siquiera su hijo sabe la verdad), pero también miente sobre su enfermedad para evitar que la despidan. Esta situación se conoce al comenzar la película, adentrándonos en su mundo personal y actuando también de cómplices. La situación inicial, bañada de humildad, pobreza y una lógica angustia vital por el futuro, se muestra feliz y encuadrada en el cumplimiento del sueño americano: sus amigos la apoyan, sus caseros se muestran atentos con ella e incluso la regalan una bicicleta a su hijo a pesar de sus reticencias. La vida, a pesar de su dureza, parece encaminada a satisfacer sus pequeños sueños.


Sin embargo, todo se trunca por la traición y el robo por parte de una persona en quien había confiado, su casero Bill, representante no solo de la legalidad, en tanto que trabaja como policía, sino también de la ciudadanía media estadounidense junto a su esposa Linda. Von Trier se carga este mundo de apariencias mostrándolo como una enfermedad: la avaricia y la ostentación que enarbola Bill se enfrentan, y pierden, contra la humildad y al sueño justo de Selma. El policía acaba por convertirse en un Judas y en el motivo de la perdición de nuestra protagonista, comenzando el camino de la tragedia. Y el mundo tan perfecto que representaba Estados Unidos (aunque en ningún momento nos lo parezca en la pantalla, pero se intuía por la actitud y los diálogos de los personajes) se desmorona conforme muestra una maquinaria que avanza inexorable sin prestar no solo la debida atención, sino la necesaria justicia.

Seremos testigos de un juicio marcado por la xenofobia (con el uso de tópicos de la Guerra Fría, usuales a lo largo de la obra), lo que elimina el ansiado sueño americano, por el dinero, dado que al no contar con esos medios, Selma no puede luchar en igualdad de condiciones, y por las mentiras inocentes de la protagonista, que se convierte al final en su propia víctima. A pesar de ello, cuando se brinda la oportunidad por parte de otros personajes positivos, como Jeff o Kathy, de solventar la situación o al menos lograr más tiempo, nos encontramos con un destino inevitable dado que es la propia protagonista quien toma la decisión determinada y digna de aceptarlo. Así, somos testigos de su sacrificio por el futuro de su hijo y, por expansión, de sus amigos, que solo lo podrán comprender al final y que deja una puerta abierta a la esperanza, a través precisamente de unas gafas y de su última y desgarradora canción a capella.


La injusticia es completa para una persona que estaba cerca de cumplir sus sueños, dado que el fatum, representado aquí por la maquinaria estadounidense y plasmado por Von Trier, nos muestra este largo calvario de frustraciones y oscuridad, una oscuridad que crece y que solo encuentra refugio en las fantasías de la protagonista. La muestra más evidente de la bondad del personaje, más allá de su determinación final, es ese refugio que crea con los pedazos de musicales que ha visto en su vida. Esos musicales que son hoy clásicos del cine y que solían vender a mediados del siglo pasado una vida idílica, donde nada malo podía suceder, y que solía tener como fondo a Estados Unidos, son empleados aquí como una cruel ironía de las expectativas e ilusiones de esta heroína trágica.  Aunque no se lo debemos, ni la película lo hace, reprochar, ¿quién no ha encontrado en una obra de arte (un libro, una película, una canción...) un refugio donde sentirse seguro y mejor?

La realidad prosaica y dura se nos muestra en un mundo de tonos atenuados y ocres, con poca saturación, frente al mundo colorido de los números musicales, de la poesía y viveza en la que se esconde el espíritu soñador de Selma. Su pasión por este tipo de aparente vida perfecta la llevará a usar el nombre de un célebre bailarín checo, Oldřich Nový (1899-1983, interpretado por Joel Grey), como si fuera el de su padre. Las canciones y su música no se prestan, sin embargo, a un ambiente festivo, sino que tienen un aspecto sombrío acorde a la estética de la película. Precisamente, su banda sonora son los ruidos cotidianos que la rodean, desde la maquinaria de la fábrica hasta el traqueteo del tren o los pasos de las personas. En definitiva, son momentos de evasión que interrumpen generalmente la escena, sin ser parte orgánica del avance de la trama (con excepciones, como las dos últimas canciones de la obra), en gran medida porque todo transcurre dentro de la mente de la protagonista, y que sirven como recurso para partir del género del drama musical en una crítica que podríamos calificar de grotesca. A pesar de lo cual, debemos destacar lo fascinantes e incluso hipnóticas que resultan algunas de estas escenas, como la interpretación en el tren de I've Seen It All, o la fuerza de otras, como 107 Steps.


Resulta curioso comprobar como el estilo realista de la película, que es seco gracias a su montaje de estilo documental y una estética dura, incluso con granulado que envejece la película, no está exento de ciertos momentos de belleza. Incluso se juega con las apariencias, ahí tenemos el que se establece entre Jeff y Bill, los dos personajes masculinos más relevantes. El primero parece obsesionado por Selma e incluso podría aparentar la típica figura del acosador manso, pero psicópata que tantas veces nos han dejado diferentes películas y series de género negro; sin embargo, su preocupación y entrega hacia la protagonista le lleva a obedecerla, a cumplir con lo que le pide e, incluso, a tratar de ayudarla en todo lo que pueda. Por su parte, el segundo parecía un hombre honrado e exitoso, que al final resulta ser un personaje cobarde y débil, víctima de su apariencia y de un funesto destino que origina con sus mezquinas acciones. Por último, debemos destacar al personaje de Kathy, que a pesar de su aparente dureza, siendo el necesario equilibrio realista para a las ilusiones y ensoñaciones de Selma, es otra muestra de esa bondad y entrega que existe en el mundo, sin caer en el sentimentalismo, pero mostrando una fraternidad que va más allá de los lazos sanguíneos.

No es una película agradable, no se trata de una historia para sentirse cómodo ni está contada de una forma que pueda satisfacernos. No hay aquí efectos especiales que deslumbren, ni siquiera se pretende que la música te atrape. Incluso en su conjunto se la ha tachado de pretenciosa y de un exceso en su melodrama. Sin embargo, no se puede negar que sea una obra rotunda, que silencia las ilusiones coloristas de los musicales y que, a pesar de su desolación íntima y humana, deja visos de esperanza en la bondad de las personas, pero sin salvar a las sociedades utópicas que nos venden con asiduidad. No esperéis aquí vivir una experiencia reconfortante, sino lanzaros hacia la densidad de la injusticia, de la incredulidad, de esa insatisfacción entre la realidad y el deseo, de ese baile en la oscuridad que es, a veces, la vida.

Escrito por Luis J. del Castillo



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