Big Fish, de Tim Burton

17 marzo, 2016

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Conforme crecemos, dejamos atrás partes importantes de lo que había sido nuestra vida cuando éramos niños para adentrarnos en el mundo adulto. No solo renunciamos, sino que también olvidamos, obviamos y creamos un vacío en torno a toda una serie de vivencias que, sin embargo, nos han marcado para ser las personas en las que nos hemos convertido. En esa renuncia, dejamos atrás los juegos, la fantasía, la inocencia, la falta de responsabilidades, los cuentos... y en ese olvido dejamos caer los recuerdos de todo lo que nuestros padres hicieron por nosotros, una labor que queda resumida en breves estampas mentales, en ideas más o menos aproximadas, incluso en memorias inventados, pero que no se corresponden con lo que realmente vivimos.

En muchas ocasiones, comenzamos a valorar esa etapa de nuestra vida desde una nostalgia algo egoísta, en otras, nos damos cuenta de todo aquello que pasó ante nosotros sin que nos diéramos cuenta, y valoramos entonces el trabajo de quienes velaron por nosotros. Puede ser cuando nosotros mismos nos convertimos en padres. O quizás cuando uno de ellos está a punto de marcharse para siempre.

Tim Burton junto a Albert Finney durante el rodaje de Big Fish
Tim Burton está ligado de forma innegable a la estética gótica, una caracterización que ha estado presente desde su visión de Batman (1989), su repaso a los cuentos fantasmales con Sleepy Hollow (1999) o hasta en sus obras más personales, como Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990). Pero, en todos los casos, ha subyacido cierta relación íntima con el mundo de los cuentos de fantasía, de esos elementos que tendemos a catalogar de infantiles, pero que esconden tras de sí reflexiones en torno a la vida y sus peligros. 

Burton también ha sabido jugar con los contrastes, como vimos cuando enfrentó a Eduardo con el mundo del barrio americano perfecto y colorido o a Jack Skellington con el universo de la Navidad en Pesadilla antes de Navidad (The Nightmare Before Christmas, Henry Selick, 1993), y finalmente acabó por realizar una película que se pierde en el otro lado del espejo: el del colorido mundo de fantasía naif al que se circunscribe Big Fish (2003).


A Will Bloom (Billy Crudup) le ha pasado como a muchos de nosotros: nos hemos dejado embaucar por la vida corriente y hemos rechazado u olvidado la felicidad que reside en la fantasía o, incluso, en el arte. Su padre, Edward Bloom (Albert Finney) se sitúa en el polo diametralmente opuesto: embellece su vida con historias que parecen extraídas de los cuentos de hadas, sin negar nunca su veracidad. El choque entre ambos no tarda en surgir y también el silencio en su relación, hasta que una enfermedad deja al padre a merced de la muerte, ocasión en la que el reencuentro es inevitable y también la búsqueda de la verdad... aunque al final esta tome la forma de los cuentos de hadas.

Sucede en Big Fish algo similar a algunas películas de animación que, estando dirigidas a un público infantil, logran transmitir mensajes que lleguen y complazcan al público adulto. Aquí incluso podríamos advertir que de forma inversa. La historia, como en tantos otros casos, se bifurca en dos planos bien diferenciados tanto argumental como estéticamente. El primero es el mundo real, más apagado, con ambientación dramática, en la que se fomenta las sospechas del hijo frente a las historias del padre, una incesante necesidad de descubrir la verdad ante la incredulidad en las anécdotas de Edward, pero también se ofrece ocasión para la despedida, para la intimidad de un moribundo que no puede evitar seguir amando (con esa excelente escena en la bañera), ni seguir soñando.

Este plano, menor en duración, permite una mayor fuerza dramática a las interpretaciones y por tanto es aquí donde encontramos una mejor oportunidad para el lucimiento actoral. Será el caso de Albert Finney como el anciano Edward, también lo aprovechará la veterana Jessica Lange interpretando a la esposa, Sandre Bloom, con cierta actitud comedida, aunque sabiendo reflejar esa combinación entre una madre situada ante dos bandos y una mujer que contempla los últimos días de la persona a la que siempre ha querido. Billy Crudup mantiene su papel por inercia, aunque sin destacar, mientras que Marion Cotillard, su pareja Joséphine en la ficción, se iniciaba en el mundo de Hollywood con este pequeño papel sin dejarse eclipsar por sus compañeros.


El otro plano ocupa más en la pantalla y se reviste de coloridos planos en su estética mientras bebe de cuentos y elementos fantásticos en su trama. A partir de pequeños relatos se va conformando la historia de la vida de Edward Bloom (Ewan McGregor en su forma juvenil, Perry Walston como niño) desde la sencilla anécdota inverosímil (como su nacimiento) hasta la extravagancia paródica de una misión militar. Así, los géneros que circulan por la pantalla se agolpan: utopías con trampa (Spectre), el cuento de terror (la bruja adivina o el hombre lobo), la historia de amor melodramática, el atraco de bancos y hasta el mundo circense.

El aspecto positivo de este plano narrativo es el uso de lo inverosímil para crear una historia humorística imbuida, a su vez, de un espíritu de honestidad abrumador, lo que se relaciona con los rasgos morales clásicos del cuento. En efecto, los personajes que protagonizan las hazañas de nuestra infancia no se plantean por qué las hacen, sino que deben hacerlas. Por esa misma razón, podemos observar con asombro cómo Edward acomete toda una serie de acciones disparatadas, más allá del simple hecho de que se enfrente a hechos que se podrían catalogar como paranormales. A su vez, somos testigos de su inocencia, de la que se aprovechan diversos personajes, aunque finalmente el provecho sea mutuo.


Ahora bien, se trata de un mundo impostado y, por tanto, reluce actuaciones invadidas por la incredulidad. No encontramos una gran actuación en Ewan McGregor, aunque su corrección y presencia siempre estén a un buen nivel, y tampoco se permite mucho más a otros actores que desfilan por estos cuentos: Helena Bonham Carter, Matthew McGrory, Danny DeVito o Steve Buscemi son algunos de los más relevantes. Por otra parte, no se deja escapar la oportunidad de lanzar ciertas críticas al sistema estadounidense. Así se muestra al pueblo de Spectre como el ideal del sueño americano, que sufrirá además los efectos del progreso de una forma devastadora. También se critica la situación laboral, el fraude de ciertos negocios o la bancarrota que realmente ocultan los bancos, sirviéndose del engaño a sus clientes. No obstante, como Edward representa la honestidad y los valores positivos de todo héroe clásico, todo le sale bien en la vida, incluso aunque él no obtenga beneficio y acabe por ayudar a otros a hacerse millonarios.

El tramo que mejor enlaza la fantasía con la realidad se halla en la última acción positiva de nuestro protagonista para con el misterioso pueblo de Spectre. Allí acudirá Will a tratar de averiguar la verdad, mientras que el espectador contempla que detrás de la bondad superflua e inocente de Edward, realmente existía una persona íntegra. La conclusión de los cuentos coincide con un oscurecimiento progresivo de las escenas para adaptarlas cada vez más a la óptica estética de la realidad dramática. Así, se contraponen, pero también se entrelazan, el plano naif de las historias inverosímiles con el plano realista y dramático que se centra en la reconciliación de un padre y un hijo, esos dos desconocidos que se conocen muy bien.


Si la película funciona tan bien es por la contraposición de ambos planes, porque si nos detuviéramos tan solo en una de las dos partes, nos encontraríamos o bien con una melodramática historia entre un padre y un hijo, o bien con una fantasiosa colección de historietas vacías de auténtico espíritu que las soporte. Precisamente, por este último aspecto, es por donde la obra puede cojear: los cuentos de hadas que se nos muestran están vacíos, no tienen ningún interés más allá del puramente lúdico y de lo que se pueda deducir entre los elementos sueltos que hay presentes en ellos. Si funciona todo el conjunto no es solo porque esté bien hilado, sino porque encuentra su contrapunto y sustento con la realidad gris. Gran parte de los relatos que se intercalan podrían omitirse a la par que añadirse otros, lo que demuestra que, salvando un par de excepciones, no tienen fundamento por sí mismos.

Esta afirmación se evidencia en el tramo final, en la que el plano de la realidad se sumerge en la fantasía, es decir, se crea una historia sobre la realidad; pero en esta ocasión, no por parte de Edward, sino por su hijo Will. Durante toda la película nos hemos encontrado con una oposición entre ambas personalidades, pero en el último tramo somos testigos de un transvase y somos conscientes de la necesidad de embellecer la realidad, de como algo tan inútil como narrar un cuento (o en términos más crudos, una mentira sobre lo que realmente está sucediendo), puede llegar a convertir en único un momento tan trascendentalmente humano. Cabe mencionar aquí la sutil semejanza que existe entre este final y la conclusión de Don Quijote (1615), con la quijotización de Sancho ante los últimos días de su señor.


El valor humano que reside en Big Fish se engarza con cierto valor artístico: tiene una fotografía decente que se adecua al espíritu naif y dramático que solicita la película, la música de Elfman está presente de forma sutil, sin restar protagonismo a la imagen, mientras que el montaje no resulta pesado para lograr entrelazar los flashback con el presente. También debemos tener en cuenta algunos efectos que se emplean en consonancia con las necesidades narrativas, como el uso de la perspectiva para engrandecer al gigante o la escena en que la acción se detiene para después comenzar a avanzar a cámara rápida. Por su parte, Burton aporta con su dirección algunos elementos propios, como ese bosque oscuro que atraviesa Edward, y crea un universo fantástico creíble como ya hiciera en anteriores ocasiones; sin duda, el californiano se luce en estos cuentos. En origen, la película iba a ir a manos de Steven Spielberg, pero nunca sabremos cómo hubiera sido.

Al final, Burton toma la opción de mostrarnos qué se escondía detrás de las historias de Edward Bloom, pero sin añadir ninguna palabra de más, ninguna explicación engorrosa. Incluso se permite mostrar un momento en el que Billy niño defendía los cuentos de su padre, cerrando un círculo con la ocasión en que él se convierte en el narrador de la vida de su padre. Con todo ello, se concluye este cuento de hadas que apunta directamente al niño (o al padre) que hay en cada espectador.

Escrito por Luis J. del Castillo


2 comentarios :

  1. Y uno pensarìa que tantos elementos tan diversos no combinarìan, pero el resultado es formidable. La verdad es una pelìcula muy emotiva que me gustò mucho por las escenas y relatos increìbles, mezclados con un conflicto padre e hijo muy interesante y que suele ser muy frecuente en las familias. Por lo menos en la mìa mi relaciòn con mi madre es amor/odio y es algo que ambas sabemos pero que nunca hemos conversado. De todas formas siempre estamos presentes cada una a su manera.

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    1. La verdad es que si sacáramos de contexto algunas escenas, resultaría bastante extraña, pero tienes razón al señalar que todo el conjunto unido funciona. Creo que los lazos paternofiliales son así de complejos y de especiales.

      De nuevo, gracias por comentar :)

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