Clásicos Inolvidables (LXXXIX): Martes de Carnaval, de Ramón del Valle-Inclán

20 febrero, 2016

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En la mayoría de casos somos complacientes con nuestra realidad, aún incluso cuando tratamos de cambiarla aceptamos a la perfección que gran parte de lo que vemos sirva para sustentar aquello que valoramos de forma positiva: series, libros o películas que elevan a héroes que encarnan lo mejor de la sociedad, o que dudan como cualquiera de nosotros, o, incluso, que a pesar de no tener un comportamiento ejemplar, goza de un buen fondo.

Son las tres elecciones más frecuentes a la hora de elegir un protagonista, aquellas que lo observan desde abajo y, por tanto, lo admiran, las que se compadecen de su realidad como un igual, mirándolo hombro a hombro, o bien los que se elevan moralmente sobre él y lo justifican o lo disfrutan bien porque hace lo que no se haría dentro de esta superioridad moral o bien porque notamos que, a pesar de no ser un modelo ejemplar, guarda un fondo moral con el que nos sentimos relacionados.

Aún marcando la distancia, podemos elegir el modelo del superhéroe actual, con producciones que muestran a esos personajes generalmente acartonados, firmes, como representa el Capitán América de las producciones Marvel en películas como Los Vengadores (Joss Whedon, 2012) o Capitán América: el primer vengador (Joe Johnston, 2011), frente a esos antihéroes que protagonizan ficciones tan dispares en el panorama actual como Guardianes de la Galaxia (James Gunn, 2014) o Deadpool (Tim Miller, 2016). En efecto, no se equivocan de artículo, estoy empleando ejemplos cinematográficos de actualidad, muy recientes, para introducir las ideas de un dramaturgo que escribió un siglo antes, entre finales del XIX y principios del XX: Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936).

La división que he establecido anteriormente entre los tres enfoques (desde abajo, en igualdad y desde arriba) fueron mencionados por Valle en una entrevista que concedió a Martínez Sierra en 1928 y que servía para explicar qué era el esperpento. Mucho se ha escrito y explicado en torno a este concepto que acuñó el autor gallego, pero en breves palabras podríamos referirnos a una manera de ver la realidad a través de una visión distorsionada de la misma, es decir, proyectar una imagen grotesca de la realidad para poder apreciarla mejor. En la base de esta idea podemos situar, por ejemplo, la idea de que todos actuamos realmente con máscaras sociales, por lo que en verdad cuanto más grotesca sea la actitud de los personajes y de la acción, más real será la representación del mundo. Aunque a su vez, Valle plasma en las voces de sus personajes las críticas directas al sistema según le importa y no fue precisamente una persona reservada y cauta; por contra, se ganó una considerable reputación que le acompaña aún en la consideración actual de autor extravagante.

D. Ramón Mª del Valle-Inclán en el Paseo de Recoletos (Alfonso Sánchez Portela, 1930)
Valle-Inclán estaría en la línea de escritores-personajes como han llegado a representar en una época más reciente los televisados Francisco Umbral (1932-2007), Fernando Arrabal (1932) o Camilo José Cela (1916-2002). Controvertidos y provocadores en definitiva, aunque detrás de sus respectivas obras literarias hubiera algo más profundo que el fantoche representado para el público. A simple vista, las obras teatrales de Valle son extrañas en comparación a las habituales, incluso si lo comparamos con el otro dramaturgo considerado de los mejores de su misma etapa, Federico García Lorca (1989-1936), observamos diferencias drásticas entre dos propuestas que, sin embargo, se han ganado su puesto en el panteón literario español.

La lectura de Valle-Inclán no puede ser catalogada como agradable, dado que sin duda hubiera fracasado en su intención original. Si somos testigos de los acontecimientos de Luces de bohemia (1924), no hay nada más reprobable que la actitud de la mayoría de sus personajes en un universo sin redención, sino con muerte, algo de menor gravedad en Divinas palabras (1920), aún cuando esta obra no escape de lo grotesco, especialmente para la época, sino que se sumerge en ello. El teatro del esperpento crece en moldes similares a la imagen desprendida de los Caprichos de Goya, pero también del ingenio mordaz de Quevedo, esa visión ácida del mundo que el autor barroco reflejó sobre todo en su prosa (La vida del Buscón o Sueños y discursos). En concreto, nos acercaremos a una trilogía de esperpentos que, aunque aparecieron de forma separada, fueron reunidos a raíz de compartir referencias similares (sobre todo al estamento militar o sobre el concepto de honor) y el mismo estilo con el título Martes de Carnaval (1930).

Capricho 79. Nadie nos ha visto, de Goya
La primera pieza que compone esta trilogía es Las galas del difunto (1926), con una trama que se sumerge en la cuestión del honor familiar realizando una deformación del Don Juan Tenorio (1844), de Zorrilla. En esta breve obra teatral, ocurren hechos casuales que acaban desembocando en un final conjunto y azaroso: a su regreso de Cuba (suponemos que en 1898), Juanito Ventolera conoce casualmente a una prostituta y, con el fin de poder conquistarla, decide hacerse con la ropa con la que fue sepultado su antiguo patrón, fallecido recientemente delante de él. A su vez, la prostituta trata de recuperar el favor de su padre mediante una carta. El orgullo del padre se debe a la defensa del honor familiar, que acaba finalmente deshecho no solo por la hija repudiada, sino también por la profanación, el maltrato e incluso el robo no solo de Juanito, sino también el de los encargados del finado, en este caso, el barbero que lo adecentó y el sacerdote encargado de la misa. A lo largo de la obra, Valle-Inclán muestra el menosprecio por las normas morales que rigen la sociedad y lanza críticas hacia diversos sectores, desde la institución tradicional de la familia, basada en la conserva de la honra, hasta los eclesiásticos y el ejército.

Precisamente, será un militar el que incurra en los actos de mayor sacrilegio moral, llegando a profanar una tumba o a robar a una viuda. A raíz de la acción de este personaje, llegará la tragedia fatal a la prostituta, todo ello en forma de trasunto de los personajes clásicos de Zorrilla: don Juan Tenorio, doña Inés y su padre. De la trilogía, seguramente la pieza más asequible y sencilla, con un juego de giro de tuerca gracias a la relación de los personajes, que ellos desconocen para suerte del espectador, aunque la truculencia está servida (y por tanto el esperpento) en las acciones de Juanito o en los deseos familiares. No obstante, no se trata de la pieza más álgida ni de la más retorcida del teatro de Valle, incluso su representación sería factible con facilidad (a pesar de la cantidad de espacios frente a un desarrollo temporal breve) y goza, como era habitual en el dramaturgo gallego, de unas acotaciones y descripciones de tono poético. La escena final se corta de una forma irónica: ante la tragedia personal de La Daifa, prosigue la vida y se espera el café, en la superación definitiva del dolor y de la risa.

Cabezas y caretas (1943), de José Gutiérrez-Solana
La segunda pieza, central, más amplia y con mayor fama, es Los cuernos de don Friolera (1921), donde Valle-Inclán nos da una muestra de su teoría estética a partir de las versiones que ofrece de una misma historia, con la deformación que se explica en el diálogo entre don Manolito y don Estrafalario. Mediante la metáfora del bululú, esa especie de titiritero, se permite mostrar cómo las historias están compuestas por marionetas, representaciones grotescas de la realidad que nos permiten, con ese distanciamiento, alcanzar una comprensión mejor o, al menos, más crítica del mundo. No obstante, el argumento de la obra en su desarrollo central nos remite al teatro trágico clásico, con la cuestión del honra por encima de la vida, el honor calderoniano que tan presente estaba en la Rosaura de La vida es sueño (1635).

La burla de Valle-Inclán se realiza a partir del planteamiento dramático de esta historia: el Teniente Pascual Astete, conocido como Don Friolera, es avisado mediante una nota anónima de ciertos devaneos de su esposa Loreta con Pachequín, aunque el lector sepa que esa relación no va más allá de una cierta coquetería inocente.

La serenidad del protagonista se ve revuelta en la confusión y la duda, como nos muestra su dramático monólogo inicial, y no duda en acusar a la vieja Tadea Calderón (a remarcar el nombre, por cierto) de alterar su vida, que ya considera irrecuperable. Esta vieja, como el bululú del prólogo, animará al ajusticiamiento cruel y sanguinario, disfrutando de la tragedia vil y sinsentido basada en los celos y en la defensa de un supuesto honor.

De esta forma, se incide constantemente en el castigo mortal que supone el adulterio para la mujer en tanto que se debe defender el honor conyugal. Aunque es cierto que también se plantea, al menos por parte de don Friolera, el asesinato del supuesto amante, Pachequín, el resto de acusaciones contra Loreta siempre reforzarán la idea de la muerte de la esposa para solventar y recuperar la honra perdida. Incluso Valle-Inclán lleva esta locura a la formación de un Tribunal de Honor militar, que obligará a Friolera a renunciar a su trabajo o a vengarse de los supuestos amantes. El final dramático se vuelve contra el protagonista, que paga con su mala fortuna la presión de una sociedad injusta, habiéndose convertido en un fantoche de las ideas ajenas, en lugar de erigirse contra ellas. Hasta se abre la posibilidad del divorcio, cuestión muy novedosa en España para la época en que se publica la obra, pero que sin duda testifica la modernidad tan necesaria de una sociedad anclada en el honor medieval (al menos según el retrato esperpéntico de esta obra).

Los cuernos de don Friolera revive otras tragedias clásicas en un escenario moderno y allí donde en otras obras percibimos y se nos justifica la necesidad de la venganza, del castigo divino o de la muerte, aquí se culmina señalando el absurdo que subyace ante la acción teatral: ¿acaso vale más la honra que la vida?

Escena del montaje de Alberto Castilla de Los cuernos de don Friolera
Una pieza más oscura y confusa será La hija del capitán (1927), aunque igualmente deformadora de la realidad, aquí abarcando desde las capas militares hasta la propia realeza. El planteamiento de la trama nos lleva prácticamente a la prostitución de una hija, la Sini, por parte de su padre, el capitán Sinibaldo Pérez, alias Chuletas de Sargento. Este hombre emplea a su hija para complacer al Gobernador Militar, de forma que se impida el procesamiento de un pleito pendiente con la justicia. Sin embargo, cuando el Golfante del organillo, prendado de la Sini, trate de quitarle la carga y satisfacer también su odio personal contra el General, acabará asesinando por error al Pollo de Cartagena, don Joselito, provocando una situación inesperada tanto para la pareja como para el General y el Capitán. La decisión escabrosa de ocultar el cadáver conducirá a toda una serie de acontecimientos inesperados, que recalarán finalmente en contra del honor del General, quien hará todo lo necesario para protegerse.

Hay aquí un doble juego en torno al tema del honor, en tanto que se trata de mantener la honra pública a partir de unas actuaciones deshonrosas, lo que sirve a Valle-Inclán para revelar al lector la hipocresía del concepto. Pero también sirve la obra para atacar la dictadura de Primo de Rivera (el General personaje es un trasunto del general histórico), ofreciendo una explicación grotesca al golpe de estado: en lugar de las posibles explicaciones relativas a la patria, se plantea una situación denigrante y escabrosa como auténtica causa. Si Las galas del difunto deformaban las claves de una obra literaria, en La hija del capitán se deforma la realidad histórica española. No obstante, el estilo de esta tercera obra teatral puede resultar más oscuro para el lector, especialmente en comparación a las dos anteriores.

Miguel Primo de Rivera con el rey Alfonso XIII en septiembre de 1923
De forma general, cuando nos acercamos a obras de tanta ironía y elementos grotescos, como sucediera con Quevedo o en la poesía de Góngora, resulta necesario observar la utilidad de esos elementos para comprender realmente cuál es la finalidad del autor. Ahora bien, mientras Quevedo criticaba su realidad circundante por no ser acorde al ideal casticista, misógino y cristiano que este autor tenía, en el caso de Valle-Inclán, se trata de juzgar la moral imperante a través de la deformación de la realidad, de forma que se señalan todos sus defectos: ¡cuál absurdo es el dolor de una hija y un padre que no son capaces de volver a verse por el que dirán, el asesinato de una mujer por la honra conyugal o que el destino de un país cambie de rumbo para mantener el honor público de un militar!

Resultaba complicado en su momento entender y admitir unas obras como lo suponen estos esperpentos, incluso Valle-Inclán era consciente y creaba un teatro que se ha considerado tradicionalmente irrepresentable; precisamente hasta la democracia en España solo se representarían algunas de estas tres obras en dos funciones universitarias: una en 1959 y otra en 1964, no siendo representadas las tres juntas hasta 1995. La cuestión técnica plantea la dificultad del cambio continuo de espacios, además de, por supuesto, ser una corriente de pensamiento generalmente contraria a las fuerzas superiores: gobierno (críticas a Primo de Rivera), Iglesia (justificadora generalmente del honor calderoniano) o el ejército, como revelan las actitudes de los personajes militares de los tres esperpentos (valgan sus personajes principales: el profanador Juanito, el desgraciado don Friolera y el golpista General).


Hubo quien no entendió en su momento el fondo crítico y social de Valle-Inclán, incluso Ortega y Gasset consideró que, a pesar de ser un escritor interesantes, no abordaba cuestiones sobre la condición humana. Y si bien puede parecerlo con una lectura superficial, en la que veamos a sus personajes como grotescas caricaturas de la realidad, lo cierto es que la reflexión posterior en torno a este reflejo deformado nos permite alcanzar la auténtica valía de estos textos esperpénticos. Unos antihéroes que remarcan el distanciamiento con el lector precisamente para que este sea capaz de observarse desde lejos.

Valle-Inclán resulta duro, su lectura no es amena, aunque recabemos dentro de él toda la sustancia que realmente contiene y nos dejemos caer en ese mundo de máscaras donde estas cosas pasan. Porque nos puede sorprender y desagradar que alguien se haga con el atuendo de un enterrado, o que se asesine a quien se ama por la honra o que ante un equivocado asesinato haya quien trate de sacar provecho, pero lo cierto es que nuestro mundo está repleto de casos peores, y al final lo que más nos duele de leer a Valle-Inclán, es que está apuntando a las llagas que como sociedad tratamos de ocultar.

Escrito por Luis J. del Castillo



4 comentarios :

  1. No he leído este clásico y es una pena porque me gusta mucho este tipo de literatura. Sin embargo, esos elementos grotescos, la figura antihéroe y manifestaciones clarísimas del machismmo común de la época; las he sentido en obras como Las flores del mal de Charles Badulaire o en Justine del Marqués de Sade. Ciertamente no es lectura para cualquiera, pero no está de más conocer y someter a análisis sociedades anteriores a la nuestra, que como tan bien afirmas, vestigio de ello aún nos queda en la actualidad, complejos y depravaciones similares y hasta peoores.

    Excelente post como siempre.

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    1. De nuevo, muchas gracias por tu comentario Arethusa :)

      Te invito a conocer la obra esperpéntica de Valle-Inclán si no has tenido oportunidad, tanto esta trilogía como cualquiera de sus otras obras, por ejemplo, Luces de bohemia. Por otra parte, tienes razón en que al conocer y analizar sociedades anteriores comprendemos mejor de dónde venimos para saber exactamente dónde estamos. Gracias también por las referencias, no he tenido oportunidad de leer nada del Marqués de Sade, pero quizás algún día caiga.

      ¡Un saludo!

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  2. Leí Martes de Carnaval en la carrera y me gustó mucho, por lo que no me ha venido nada mal refrescar dicha lectura con esta entrada tan gratificante :)

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    Respuestas
    1. Me alegro de que te haya gustado mi reseña :)
      La verdad es que conocía las obras de forma independiente (especialmente Los cuernos de don Friolera), conocí la "trilogía" Martes de Carnaval de forma más reciente y me decidí a darles una oportunidad.

      ¡Gracias por comentar!
      ¡Un saludo!

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