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30 abril, 2015

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Fuente de la Cibeles nocturna, Madrid (Fotografía de MB y LJ)
En abril, aguas mil, y aunque el tiempo ha acompañado la mayor parte del mes, también han venido lluvias, aunque no sea en el caso de nuestro blog. Continuando con el volumen de visitas de marzo, en torno a las 12.000, con media de 400 diarias, han servido para alcanzar precisamente hoy las 700.000 visitas totales. Hemos tenido, sin embargo, menos entradas, 14, aunque seguimos aumentando en seguidores: 2 más en Blogger, con 163, 2 más en Facebook, con 154 me gustas, y 12 más en Twitter, con 486.

Abril siempre es especial para nosotros por el Día del Libro, celebrado el día 23, al que siempre hemos atendido de alguna forma. En esta ocasión, tanto el 22 como el 23 hemos tenido reseñas sobre libros: Las máquinas del cosmos, de Antonio Ribera, y La casa del padre, de Justo Navarro. Además, en nuestras redes sociales hemos realizado un recuento de los libros reseñados más visitados; os dejamos a continuación el listado de los diez primeros, donde destacan los integrantes de nuestra sección Clásicos Inolvidables:

  1. La malquerida, de Jacinto Benavente (10489 visitas)
  2. Marina, de Carlos Ruiz Zafón (7244 visitas)
  3. Égloga III, de Garcilaso de la Vega (6977 visitas)
  4. Cantar del Mío Cid (6962 visitas)
  5. Cartas marruecas, de José Cadalso (3693 visitas)
  6. Los placeres prohibidos, de Luis Cernuda (3203 visitas)
  7. El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder (2314 visitas)
  8. Noche de alacranes, de Alfredo Gómez Cerdá (2225 visitas)
  9. El mundo amarillo, de Albert Espinosa (2314 visitas)
  10. Pesadillas, de R. L. Stine (1982 visitas)

No obstante, la literatura ha conformado uno de los temas de este mes, que también ha visto mucho cine, ahí tenemos la tercera adaptación de la saga de J.K. Rowling, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, pero también una célebre obra de Spielberg, Encuentros en la Tercera Fase, u otra entrega de nuestro Autocine, con El beso mortal, de Robert Aldrich. Y en un año con tanta cuestión política, nos hemos detenido a reflexionar sobre la publicidad detrás de la propaganda electoral con un especial titulado Elecciones publicitarias.

No podemos, sin embargo, cerrar este mes sin tener en el recuerdo las tragedias que se han ido sucediendo durante estos días de abril. Debemos tener un recuerdo para las 152 personas asesinadas en la Universidad de Garissa (Kenia), en su mayoría estudiantes, y, por supuesto, para todos los afectados en Nepal por el terremoto y en Chile y Argentina por los afectados por el Volcán Calbuco. Devastaciones que no podemos olvidar y que se unen a muchas otras, causadas por el hombre o no, que nunca deseamos que se hubieran producido.


Y en España debemos recordar al profesor asesinado, Abel Martínez, porque la labor de los docentes merece este justo recuerdo, especialmente ante quien dio la vida en su desempeño.

Un saludo,
L.J.

PD: Concluimos con Lacrimosa, del Réquiem de Mozart.

"Nunca consideres el estudio como una obligación, sino como una oportunidad para penetrar en el bello y maravilloso mundo del saber"

                  -Albert Einstein


Testigo de cargo, de Billy Wilder

29 abril, 2015

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El oscurecimiento de la justicia a manos de la ley ha sido objeto de numerosos tratamientos literarios y cinematográficos. Una ley que a veces no está a la altura de la buena labor policial ampara delitos graves que prescriben por conveniencias políticas o sobrevuela todo tipo de vericuetos legales… más que la aplicación de la ley, los demandantes suelen reclamar justicia.

Esta puede llegar tarde, incluso convertirse en poética, pero a la larga, ya sea a causa de una buena instrucción, de la perseverancia de un letrado o debido a una concienzuda labor historiográfica, suele aparecer, por mucho que el olvido se asemeje a un monstruo de mil cabezas que lo devora todo.

Tales son los cimientos de Testigo de cargo (Witness for the prosecution, United Artist, 1957), dirigida por Billy Wilder (1906-2002) y puesta en escena de una celebérrima obra teatral de Agatha Christie (1890-1976), adaptada por Harry Kurnitz (1908-1968) y el propio realizador.

Entre otros destacados profesionales, que a estas alturas no son en absoluto ajenos a nuestro blog, hemos de señalar la fotografía del gran Russell Harlan (1903-1974) y el no menos estimulante diseño de producción del colaborador habitual de Wilder, Alexandre Trauner (1906-1993), cuya labor se pone de manifiesto en los “decorados” del despacho del letrado protagonista, la cantina semiderruida situada en Hamburgo y, por descontado, la sala del Tribunal de Justicia. Marlene Dietrich (1901-1992) contó, además, con la inapreciable colaboración de la diseñadora Edith Head (1897-1981) en el vestuario.


La acción transcurre en 1952. Tras dos meses de reclusión forzosa en un hospital, a causa de un leve ataque cardiaco, el abogado criminalista sir Wilfrid Roberts (el portentoso Charles Laughton) regresa a su hogar y despacho (ambas cosas forman un todo, el escenario está compartido). Sir Wilfrid presenta un aire de distinción y unas formas que recuerdan la figura de Winston Churchill. Es el típico paciente pejiguera, además de un profesional entregado, de sobrada experiencia y honestidad. Desde luego, Wilfrid contempla el aspecto vocacional de su profesión con mucho más entusiasmo que el vacacional. Para él la justicia es un puntal primordial de la sociedad, un elemento constitutivo del ser humano, centrado en la defensa del cliente.

El resto de personajes de soporte también posee su relevancia. Entre ellos, están el secretario personal de Wilfrid, Carter (Ian Wolfe), su colega y ex pupilo Brogan Moore (John Williams), el fiscal Mayers (Torin Tatcher), y su viejo amigo el procurador Mahyew (Henry Daniell).

El caso es que Wilfrid se halla a dieta de asuntos criminales, quedando a merced únicamente de “pleitos claros y bien retribuidos”. Se encuentra en el limbo de una especie de “arresto domiciliario”, al cuidado de la abnegada enfermera Miss Plimsoll (Elsa Lanchester). La complicidad entre ambos irá en aumento a lo largo del relato.


Como podrán suponer, Wilfrid se involucra en “un caso más” cuando comienza a tratar con sus amigos el asesinato de Emily French (Norma Varden), una viuda adinerada de Hampstead. El principal sospechoso es el joven y algo tarambana Leonard Vole (Tyrone Power), un “chapuzas” descentrado desde su licenciamiento en el ejército, con ribetes de inventor, eventualmente ha trabajado como mecánico o en unos grandes almacenes.

Mediante dos flashbacks, Wilder narra el modo en que el acusado conoció a la futura víctima –introduciendo la animadversión de la criada, Janet (Una O’Connor)- y, posteriormente –en cuanto al tiempo cinematográfico se refiere-, el encuentro, narrativamente anterior, con la que será su esposa, Cristina Vole (Marlene Dietrich). Un buen detalle durante el primer flashback apunta al carácter de la viuda: se mete en un cine, donde coincide con Vole, porque pese a su condición pudiente, se trata de un personaje solitario.

Durante el segundo, se produce un divertido juego de corte amoroso en base a los productos de estraperlo que porta Leonard como moneda de cambio. “Es un placer hacer negocios contigo”, le dice Cristina en su estancia arruinada por los bombardeos. Poco antes, Wilder ha mantenido a Vole apartado del resto de soldados en la desnortada cantina donde Cristina canta, haciendo notar así su singularidad, su diferencia con respecto a los demás.


Por su parte, Wilfrid recordará cómo “el amor puede más que la evidencia”, lo que anticipa la previsible y fácilmente manipulable actitud de la llamada “opinión pública”, esa corriente oculta de simpatía o antipatía de un jurado y público en general hacia un personaje determinado. El hecho es que no puede condenarse a nadie sin pruebas, de forma circunstancial. Wilder resuelve visualmente los excelentemente escritos interrogatorios por medio de ágiles cambios de ángulo, de puntos de vista del caso, podríamos aventurar, en el tribunal.

Aún no he tenido ocasión de leer la pieza teatral de la autora (publicada por RBA, 2011), pero sí otros libros suyos, y conociendo además la obra de Billy Wilder, hay que convenir que el habitual sentido del humor de Agatha Christie casa bastante bien con el del cineasta.

De forma magistral, Testigo de cargo ofrece un relato que se desenvuelve con soltura en el ámbito de aquello que, aún siendo legal, no es justo.

Escrito por Javier C. Aguilera


Clásicos Inolvidables (LXIV): Granada la Bella, de Ángel Ganivet

28 abril, 2015

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No hay que destruir nada; lo que no sirve se cae sin que lo empujen” (Ángel Ganivet, VI)

Ángel Ganivet
¿Qué habría pensado Ángel Ganivet (1865-1898) al pasear por la actual ciudad de Granada? ¿Con cuántos nuevos elementos del XXI condescendería y cuáles encontraría reprobables? No lo sabremos nunca con certeza, pero sí lo que opinaba con respecto a los del XIX.

Con todo, la colección de artículos conocidos como Granada la Bella (publicados en el diario El Defensor de Granada entre el catorce y el veintisiete de febrero de 1896) forman un conjunto de reflexiones, muchas de las cuales se pueden extrapolar sin dificultad a otras ciudades europeas. Los aspectos que por ellos desfilan son tan particulares y personales como universales.

Cuando Ganivet redactó estos artículos no se encontraba en la ciudad andaluza, sino ejerciendo como cónsul en la finlandesa Helsingfors -la actual Helsinki-, donde al poco de aparecer publicados en el diario, conocieron una primera tirada en forma de libro gracias a una edición privada. El ejemplar de que dispongo fue editado por la Diputación de Granada (1996-2008).

Granada la Bella es un texto breve pero sustancioso y, en muchos sentidos, atendiendo a ese carácter genérico, puede considerarse un preludio a su inmediatamente posterior Idearium español (1897). Es por ello que, junto a la amena exposición del carácter granadino y sus vericuetos, y pese a focalizar sus comentarios en la ciudad de La Alhambra, una parte de lo escrito se puede aplicar a otras localidades y latitudes. Como queda dicho, su contenido serpentea entre lo particular y lo general, y viceversa.

Un contenido cuya finalidad es hacer frente a un urbanismo que se muestra ajeno a los aspectos más idiosincráticos, adoptando las propuestas abanderadas poco después por Le Corbusier (1887-1965), las cuales se centraban en la exclusión de todo lo anterior. Como réplica, en palabras del abogado y escritor Francisco Seco de Lucena (1867-1904), Granada la Bella es una obra “plagada de pensamientos felices”.

La ciudad es contemplada como un gozoso cementerio en ruinas por los románticos. Un lugar de quieta belleza y “un espejo en el que el tiempo ha quedado detenido(Introducción, pg. 15). De hecho, la actitud de Ganivet, romántico tardío, nos evoca la particular vitalidad que anima las Baladas Líricas (1798) de Wordsworth (1770-1850) y Coleridge (1772-1834). Un talante que también tiene que ver con la figura del flâneur –el paseante introspectivo- e incluso con la del peripatético más contemplativo. Tradición que encuentra otro ejemplo posterior en los Paseos por Berlín de Franz Hessel (1880-1941), y que desarrolla otras curiosas actitudes, como la de Charles Baudelaire (1821-1867), que se nutre de esa “energía negativa” de la ciudad moderna, sirviéndose de ella al modo de una criatura de la noche.

Plaza Bib-Rambla (Granada), por José Garrido, 1930
En una época en que se iniciaba la protección del patrimonio histórico, los románticos perciben como punto referencial aquellos elementos insustituibles del paisaje urbano. Es cierto que a veces era fácil precipitarse en el exceso –qué corriente no los ha tenido-. Así, frente a los específicos extremos de la industrialización surge la vanagloria de lo medieval, un tanto exagerada, pero con la que se pretende tender puentes con una tradición clásica y humanista, cuyos “presentes” siempre sirvieron para enlazar con las “glorias del pasado” -no solo arquitectónicas-, en lugar de para prescindir de ellas.

Son aspectos que compiten con la frialdad de lo geométrico y que, además, entroncan con una cierta preocupación de la Europa más septentrional por el urbanismo, por parte de periodistas y escritores. Pero Ganivet no desea sustituir lo urbano por el ámbito rural. Su intención es destacar la banalización del “moderno” arte ciudadano por medio de apreciaciones que conviene entender en su contexto.

Fuente de Las Batallas, Archivo Municipal, c. 1945
En este sentido, hemos de comprender que lo que le mueve es su temor a la pérdida de la identidad local y el olvido de una historia labrada en piedra y almas. Pienso que la clave de lectura del texto ha de ser esta, alejada de la visión más hiperbólica y trivializada de los epígonos correspondientes, que sistemáticamente negaron la inevitabilidad de la evolución (época que Ganivet ya no vivió para juzgar). Y es que tampoco es cuestión de demonizar a los románticos en base a nuestro pragmatismo del XX o XXI.

De hecho, y aunque sugiera lo contrario, la intencionalidad de la obra es más literaria y emocional que pragmática –la visión unívoca de la invasión napoleónica, de un costo indudablemente elevado (77)-. No es tarea de Ángel Ganivet procurar una solución definitiva y rigurosa, sino ofrecer su parecer con respecto a una Granada en la distancia, como equipaje sentimental, pero con el peligro cierto de quedar aún más desfigurada “con el pretexto de dar jornales a los obreros(29).

Desde su visión romántica, advierte el autor del peligro que suponen los abusos burocráticos y el empleo inadecuado de la ciencia (el ineficaz suministro del agua, la invasión de la electricidad…). Manifestaciones donde late un miedo real a la desvinculación del arte con lo bello. No en vano, parece que lo artístico ya ha alcanzado un nivel de invisibilidad casi ontológico, pues no “existe” hasta que un determinado buscador celebra una efeméride o se adapta al cine una obra literaria que “lleva ahí” décadas o siglos.

Grabado de David Roberts
De forma personal, Ganivet asegura que “mi intención es cantar bellezas ideales(Capítulo I: Puntos de vista). Ilustrados con atinadas vivencias e imágenes –como puede ser un traje-, no exentas de humor y sentido del detalle, los artículos de Granada la Bella abordan aspectos como la iluminación por gas, el riego, las modernas “posadas” (II: Lo viejo y lo nuevo), el problema del agua (III: ¡Agua!), la “segregación social” urbana y las revueltas populares debido a la carestía (V: No hay que ensancharse), las raíces cristianas europeas –esas que se pretenden aniquilar, comenzando por la propia Europa-, una interesante reflexión acerca del misticismo en el arte y una inolvidable descripción de lo que es un Congreso Internacional (VI: Nuestro carácter), la naturaleza integradora del arte andaluz, sin desembocar en el ombliguismo local (VII: Nuestro arte), aspectos de nación y cultura (VIII: ¿Qué somos?), el retrato del político sin preparación alguna y la figura del funcionario, junto a la apreciación de las estaciones de ferrocarril como puertas de entrada a una ciudad (IX: Parrafada filosófica ante una estación de ferrocarril), el fenómeno de los pisos modernos (X: El constructor espiritual), o la atención a todo lo digno de ser representado –cualidad no del instante histórico, sino del paso del tiempo histórico- (XI: Monumentos), para concluir ofreciendo un bello y honesto elogio de la mujer (XII: Lo eterno femenino).

Junto a pasajes tan intemporales que siguen estando de plena actualidad, quisiera destacar apuntes como el de esa inherente “tristeza de la Alhambra” (XI), o el golpe de gracia al que igualmente invito al lector curioso, en las dos palabras españolas, ya incrustadas en diversas lenguas, que el autor ha encontrado sin traducir (XII). Tampoco me resisto a recomendar el comentario relativo a aquellos autores literarios que, tomando muchas veces la historia como rehén, escriben para componer “folletos de propaganda” en lugar de para crear (VII).

Café Alameda, 1909
Por semejanza u oposición, también son valiosas las referencias a otros países y ciudades, como Könnigsberg (II), París (V), Rusia, Flandes (X), y otras geografías bien conocidas por el autor (IV: Luz y sombra).

Bajo la tesis de que “si en este caso hay algo censurable no es la evolución, sino el mal gusto(III), Granada la Bella es la sublimación de la singularidad cañí, tan pesarosa como irremediablemente distendida, y del tipismo despreocupado pero siempre hospitalario. Una obra, en suma, en pos de una innovación que nazca rindiendo honores y respeto a sus mayores, a la búsqueda de una funcionalidad estética que no sacrifique la identidad en el altar de lo moderno.

Escrito por Javier C. Aguilera


El eunuco, versión de Jordi Sánchez y Pep Anton Gómez

27 abril, 2015

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El planteamiento de que todo está escrito nos puede poner ciertas vendas creativas en los ojos, puesto que por una parte negamos que existan ideas originales así como podemos impedir ver la riqueza innovadora de un pasado artístico muy rico. En efecto, es difícil resultar original, pero ello no nos debe impedir ni acercarnos al pasado para disfrutarlo ni mirar al futuro para tratar de innovar o de, al menos, traer una nueva opción artística a los escenarios. El retorno a los clásicos grecolatinos está en vigor gracias a la labor de compañías teatrales dedicadas a su recuperación o a su reelaboración, aún cuando estamos en un país que cada vez dedica menos tiempo de estudio al repaso de nuestro pasado occidental más antiguo, base de todo el pensamiento posterior y actual.


Una reelaboración es justo lo que vamos a comentar a partir de la obra teatral El eunuco, recuperada del original de Terencio (s. II a.C.), autor latino de comedias durante el periodo de la República Romana. Sin embargo, no encontramos en la versión realizada por Jordi Sánchez y Pep Anton Gómez fidelidad al texto original o la dramaturgia clásica, sino una actualización en diversos planos, escogiendo gags de Terencio, pero también de otros autores de la época, como Plauto, o incluso anteriores. 

Los propios autores de esta versión no dudan en advertir en el programa sobre esta cuestión, considerando que los propios escritores latinos tomaron como herencia (versionando, revisitando o directamente plagiando, aunque sin la consideración negativa actual) muchos elementos del teatro griego. Se suma a esta cuestión la presencia de versiones de esta obra realizadas desde la original hasta la realizada por Sánchez y Gómez, así como a los recursos e ideas que dos milenios de historia les proporcionan.

Jordi Sánchez, Terencio y Pep Anton Gómez
De esta forma, nos encontramos ante un argumento de tintes y referentes grecolatinos con un tratamiento contemporáneo, más similar al de las sitcom que copan las televisiones actuales que a la dramaturgia clásica. La meretriz Thais (Anabel Alonso), tras los mejores años de su vida, donde había logrado ser amada por ricos y jóvenes pretendientes, se ve despojada de su belleza física, como advierte en el monólogo inicial, y pretendida por dos hombres que no cumplen con los dos requisitos que ella anhela juntos: dinero y belleza. Uno de ellos es el apuesto y joven Fedrias (Antonio Pagudo), inocente y enamorado personaje cuyas penas soporta Parmenón (Jorge Calvo) y cuyo poco dinero se desvanece en regalos para Thais, mientras que el otro es el gordo e impotente, pero rico, militar Fanfa (Pepón Nieto), que está siempre apoyado y engañado por la fervor dedicación de su sirviente Pelotus (Jordi Vidal). Todo era perfecto para Thais, hasta que ambos pretendientes se enteran de la existencia del otro, por lo que no tardan en solicitarle que abandone al contrario.

A base de engaños, Thais pretende recibir un último regalo de Fanfa prometiéndole que ha dejado a Fedrias: este regalo no es otra que la esclava Pánfila (María Ordóñez), una joven bella que no para de hablar, a quien Thais conoce desde hace años y por la que sabe que se ofrece una recompensa para recuperarla, debido a que fue raptada de su familia, de quien solo queda su hermano Cilindro (Eduardo Mayo). Paralelamente a esta acción, tenemos al hermano menor de Fedrias, Lindus (Alejo Sauras), un donjuán que cae rendido ante la belleza de Pánfila y por la que se hará pasar por un eunuco, regalo de su hermano a Thais, para poder estar junto a ella.


Como podemos observar, una comedia de enredos y equívocos que adopta también los recursos del vodevil tanto en su forma (bailes, composiciones corporales y hasta canciones, la mayor parte de corte cómico, sin pretensiones de musical) como en su fondo (los mensajes que nos transfieren no son de gran calado, sino que sirven para sostener un humor ligero, con un contenido sencillo y fácilmente asumible para el espectador). También lo notamos en el variado vestuario, que trata de ofrecer distintas versiones de los personajes y servir de referencias a múltiples contextos. Ahí tenemos a Thais transformada en una prostituta con aspecto perteneciente a los felices años veinte, al general romano Fanfa transfigurado en mariscal de la Primera Guerra Mundial, a Fedrias como un apuesto caballero novecentista, casi de toque romántico, o a Cilindro configurado como un pijo norteamericano. Tan solo Lindus, que en la introducción aparece vestido como civil, ofrecerá un vestuario propio de la época grecolatina, quizás junto a Pánfila, que, no obstante, también mostrará prendas íntimas muy actuales. 

La escenografía también es sobria, tan solo un cubo de paneles móviles que los propios actores se encargan de ordenar en la escena para crear diferentes sensaciones: la esquina de una calle, una pared, un pasillo de un prostíbulo o el interior de una casa. En tonos blancos y con espacios internos para hacer de puertas o apoyos, transfiere la sensación de ser un personaje más de la obra, incluso con coreografía en la primera canción, que sirve justamente de ecuador de la representación.


A falta de un intermedio, la realidad es que estamos ante una obra que absorbe al público, incluso traspasando la cuarta pared (sin lugar a dudas, de los momentos más divertidos de la función ante el animal escénico en que se convierte Anabel Alonso como Thais), funcionando además con rapidez y con chistes fáciles, la mayoría de ellos con referencias sexuales o relacionadas con el equívoco de las situaciones que se suceden. Ahí tenemos, por ejemplo, la conversación entre Thais y Fanfa donde la primera trata de convencerlo de que le regale el Eunuco que, realmente, no es suyo. 

Peca, por otra parte, de hacerse pesada en la acumulación de números musicales durante la segunda mitad, una concentración que se debe, entre otras cuestiones, a su completa ausencia en la primera parte, lo que otorga mayor sensación de carga a la cantidad de interpretaciones musicales que se suceden en una obra que no se esperaba de este tipo. No obstante, algunas de ellas están muy logradas como canciones humorísticas (ya sea por el absurdo de las letras o por la parodia que se realiza de temáticas como el amor oculto) y la mayoría despliegan un gran trabajo coreográfico, a destacar aquellas donde participa todo el reparto.


No obstante, no nos dejemos engañar por el espectáculo de luces, bailes, música y humor, la obra versionada que nos traen a escena recurre a recursos que enganchan, pero que no profundizan ni dejan huella. Aunque algunas temáticas tratadas, como la cuestión del descubrimiento de la auténtica orientación sexual, el peso que esto tiene en el ejército, el paso del tiempo en la belleza (¿tempus fugit?), el valor del amor frente al dinero, etc., pueden tener cierto valor reflexivo, el tono en que se desarrolla la comedia no lo pretende realmente, basándose finalmente en el claro y efectivo (o efectista) mensaje de que el amor es lo que todo el mundo necesita y de lo importante que es revelarlo así, incluyendo algún giro en la trama que no se sostiene, aunque está claro que tampoco es la pretensión.

En definitiva, lo que esta versión de El eunuco trata de construir es entretenimiento con humor, y eso al menos lo logra con cierto nivel gracias a unas dignas actuaciones, con especial mención a Anabel Alonso, Pepón Nieto, Jorge Calvo, Jordi Vidal y María Ordóñez, una excelente música (obra de Tao Gutiérrez y Asier Etxeandia) y a los chistes y gags que emplea, recurridos o recurrentes, pero siempre efectivos. Será por eso que se ha ganado el favor del público tras su debut en el Festival de Teatro Clásico de Mérida y en cualquier escenario al que se haya acercado su gira.



Para el sábado noche (XLIII): Encuentros en la Tercera Fase, de Steven Spielberg

25 abril, 2015

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A causa de cierto desgaste, desilusión o desinterés, Steven Spielberg (1946) se ha ido desvinculando de su entusiasmo original por los aspectos relacionados con la vida extraterrestre (los distintos medios y modos de encubrimiento han acabado pasando muchas facturas), una coyuntura de distante resolución que se solapa con la muy terrestre circularidad de las modas, en este o cualquier otro asunto. Su periplo por la “madurez” en el género ha conllevado acercamientos más pesimistas y algo dogmáticos, carentes de la sincera emotividad y desenvoltura primerizas. Por ello, es precisamente esa “primera fase” de su carrera la que me resulta más llamativa, fresca e interesante -análisis estrictamente cinematográficos aparte-, siquiera porque lleva aparejada una visión más “incontaminada” y desenvuelta de los relatos.

Pero siendo la presente y E.T., el extraterrestre (E.T., the extraterrestrial, Universal, 1982) dos de sus mejores logros artísticos –taquillas al margen, aunque de coincidentes resultados en ambos casos-, no es extraño que la reflexión que sobreviene inexorable tras la “madurez” le haya hecho contemplar la vuelta al género una vez más (deseamos que de forma menos aforística). Y quede claro que esta opinión, exclusivamente personal, solo se refiere a sus trabajos en el ámbito de la ciencia-ficción, que nunca he tenido el menor reparo en afirmar, contra la opinión de muchos, que una película como Lincoln (Fox, 2012) constituía una excelente realización.

Cuando los móviles eran inmóviles y asistir al cine una experiencia única y asombrosa, en lugar de una rutina gastada, cuyos misterios son ya reproducibles en cualquier hogar, una película como Encuentros en la tercera fase (Close encounters of the third kind, Columbia Pictures, 1977) era una magnífica razón para dejarse llevar durante unas horas y conmoverse en la butaca de un cine. Escrita por el propio realizador, con fotografía de Vilmos Zsigmond (1930) y un gran trabajo de edición por parte de Michael Kahn (1935), al protagonismo evidente de los magníficos efectos especiales, siempre al servicio del relato, hay que sumar la descripción de unos personajes “de carne y hueso”.

Ahora bien, que la película tratara acerca del fenómeno OVNI no quería decir que tuviera que plegar su narración a los parámetros especulativos del mismo (que a veces no se ha comprendido bien este aspecto: por ejemplo, las objeciones al punto de encuentro en la Torre del Diablo, en Wyoming). Ello no obsta para que la película sea una muy bien ensamblada puesta en escena de los aspectos más referenciales –míticos, si se quiere- del fenómeno, junto a una brillante elucubración, sostenida por unos personajes en la encrucijada.

En definitiva, una portentosa fantasía basada en unos hechos tal vez bastante reales, y defendida por unos efectos especiales sorprendentes, de naturaleza artesanal (como lo es el empleo de la luz difuminada por medio del humo), puntualmente apoyados por los incipientes avances de la era digital. El resultado fue, sin duda, espectacular, por lo que, tras su estreno, el estudio accedió a los requerimientos del joven realizador para poder filmar algún material adicional. Los insertos fueron una sombra que se proyecta sobre el suelo nocturno y, sobre todo, la secuencia en el desierto de Gobi (hubo otra que mostraba al protagonista en el interior de la nave nodriza, pero que Spielberg, con buen criterio, ha suprimido del “montaje definitivo”).


Roy Neary (Richard Dreyfuss) trabaja como operario en una planta de electricidad. Su matrimonio dista de ser idílico, pues siempre se muestra en desacuerdo o, si se prefiere, está divorciado antes de saberlo. Los niños, tal vez como sinécdoque, ya no están para Pinochos. Pero este icono es empleado con acierto por Spielberg hasta en tres ocasiones para definir el carácter infantil -peterpanesco, por recurrir a otro icono- del protagonista. La primera es el comentario de Roy acerca de ir a ver la película homónima, ante la desgana del resto de miembros de la familia; la segunda es una figurilla musical de Pinocho, y la tercera ya es exclusivamente musical, al integrarse una frase melódica de la obra maestra de Walt Disney en la banda sonora, hacia el final del relato.

Tras el avistamiento de Neary, un personaje “predispuesto” pero que probablemente no se había planteado la cuestión OVNI con anterioridad, el cielo nocturno muestra cosas que ya (casi) nadie se toma la molestia de observar o que, sencillamente, no pueden contemplarse en las ciudades debido a la “contaminación lumínica”. El hecho es que tras esta experiencia, Roy ya no puede dejar de mirar el cielo, o verlo por primera vez, de la misma forma. Por oposición, su esposa Ronnie (Teri Garr) no participa de lo maravilloso, su escepticismo apriorístico y su rutina le alejan de ello. No en balde, Spielberg inserta un significativo plano de sus pies “sobre la Tierra”, cuyos zapatos más parecen estar anclados a ella.

Frente a la visión “prístina” y honesta del fenómeno que representa Roy Neary, el realizador también acierta al mostrar el epifenómeno del mesianismo, en la fundamental secuencia en la que el estamento militar “alecciona” a los diversos testigos (se supone que en una comisión de investigación) acerca de los OVNIS. Un grupo de ciudadanos en el que -junto a la explicación oficial de rigor-, se haya el iluminado de costumbre, que contamina el fenómeno, lo que les viene muy bien a las “autoridades” para tomar el fraude por el todo.


De igual modo y perspicazmente, la secuencia inicial en una Torre de Control no muestra ningún contraplano del avistamiento que se narra o del avión: el efecto recae exclusivamente en el personal que allí trabaja y mediante el audio, en los pilotos, gracias a la planificación (volveremos a referirnos a este momento más adelante). Tampoco hay contraplano del visitante cuando el pequeño Barry (Cary Guffey) observa el desbarajuste organizado en su casa, aunque obviamente este se encuentra presente. La primera persona que se nos muestra interactuando dentro de un mismo plano con lo insólito es, precisamente, Roy, primero durante su ronda nocturna y, más adelante, en compañía de Jillian (Melinda Dillon), en la citada Torre del Diablo, cuando ambos se encuentran en el lugar físicamente.

La planificación también tendrá su raíz semiótica durante el interrogatorio que soporta Roy por parte del científico e investigador Claude Lacombe (François Truffaut) y su intérprete, David Laughlin (Bob Balaban). De igual modo quisiera destacar la plástica y semántica de los planos en scope en los hogares de Roy y Jillian, por ejemplo, cuando esta última busca a su hijo Barry o cuando procede a cerrar puertas y ventanas con posterioridad. A ello podemos añadir los elegantes travellings al inicio del relato, durante la secuencia del descubrimiento en el desierto de México; el momento en que los juguetes se ponen en funcionamiento o el reencuentro de Roy y Jillian en el andén de la población de Wyoming que está siendo desalojada.

Por descontado, destaca la imagen de la Nave Nodriza o Portadora, junto a otras buenas ideas, como el vistoso uso de las nubes como fenómeno atmosférico que sirve de refugio a las naves procedentes del espacio, o la de esa “cara oculta” de la Torre del Diablo, primer monumento nacional del país e imagen televisiva que se superpone a la inmensa maqueta que Roy ha fabricado en el salón de su casa.


Y naturalmente, resulta inolvidable el empleo del lenguaje de la música como forma de comunicación entre humanos y extraterrestres. En otro momento brillante, la conocida tonada de cinco notas compuesta por John Williams (1932) sirve para enlazar al investigador Lacombe con el pequeño Barry, que está ejecutándola en un xilófono. Finalmente, solo logrará alcanzar la anhelada meta un -más que selecto- afortunado dúo de escogidos, por medio de esta clave numérico-musical, y su relación con la referida montaña. En otro buen plano, el realizador muestra a los “testigos molestos” siendo literalmente deportados en un helicóptero del ejército que se aleja.

Pero hacíamos referencia al aspecto místico y psicológico. Frente a la capacidad de Roy como contactado, su esposa Ronnie pretende asistir –reducir el hecho- a terapia de grupo, y ni siquiera se atreve a comentar lo sucedido con amigos o vecinos. Si superar la barrera del idioma es otro paso importante en el entendimiento de otras culturas y pareceres, lo irónico será que Roy está abocado a hacerlo mejor con los visitantes que con las personas que le rodean. Abundando en ello, se encuentra la renuencia a comprometerse por parte de los pilotos del avistamiento aéreo, evitando dejar ningún tipo de testimonio formal que se refiera al asunto. Concluyen que “negativo, no queremos comunicar” (es curioso como la ficción se traslada tantas veces a la realidad).

Más aún, en una de las secuencias descartadas (incluidas en la edición en formato DVD), en ese mismo aeropuerto se les pide a los pasajeros del citado vuelo que entreguen las fotografías que hayan tomado del fenómeno. En esta secuencia, el científico Lacombe parece estar más en connivencia con las agencias gubernamentales y el ejército, cuando posteriormente su figura se desmarca claramente de tales actuaciones. Poco después, en otra de esas secuencias, en una comisaría de policía y también para evitarse problemas, los patrulleros reescriben sus informes a instancias –forzadas- de un superior, que no cree en “tales tonterías”.

Spielberg con Truffaut
Pero para Neary, la experiencia colma todas las expectativas. Como espectador privilegiado, se le dibuja un nuevo mundo –un universo- de posibilidades. En su caso, las estrellas parecen brillar como recién estrenadas y, al final, los seres humanos volvemos a quedar expectantes y a convertirnos en expedicionarios.

Con su “primitivo” sentido de la aventura, la emoción y el suspense, en un tempo narrativo cada vez menos frecuente en el cine –alejado de lo soporífero, naturalmente-, Steven Spielberg proporcionó en Encuentros en la Tercera Fase su propio monumento a la imaginación, la independencia y lo incógnito.

Escrito por Javier C. Aguilera


La casa del padre, de Justo Navarro

23 abril, 2015

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España vivió una época tras la instauración de la democracia en los años setenta de necesidad de recuperar la memoria acerca de la guerra civil y de la posguerra, especialmente por parte de aquellos que no habían podido hacerlo durante la dictadura por la represión y por formar parte de quienes fueron derrotados en la guerra y no pudieron elevar su voz como los autores en el exilio, caso de Francisco Ayala con La cabeza del cordero (1949).

En gran medida, esto ha provocado una multitud de ejemplos literarios y cinematográficos que han creado un subgénero, el de la guerra civil española y la posguerra, de manera mayoritaria dirigida a un reconocimiento de la labor republicana frente a los golpistas, de la víctima frente a los vencedores, aún cuando existen obras que han analizado la derrota real: la de todos los españoles como sociedad humana, incluyendo la crítica y la autocrítica a ambos bandos desde el lado humano o, como acuñó Unamuno, desde la intrahistoria. Podemos notar esta corriente en obras recientes como Los girasoles ciegos (Alberto Méndez, 2004).

Pero si nos remitimos a la época justamente posterior a la instauración de la democracia, entre los años ochenta y noventa, nos encontramos con autores que analizan las consecuencias de la guerra civil en ese presente, como fue el caso de Beatus ille (Antonio Muñoz Molina, 1985) o La casa del padre (Justo Navarro, 1994), a la que nos acercamos hoy.

En otras palabras, se trata de una revisión a los sucesos posteriores a la guerra y a las actuaciones de los personajes que participaron en los mismos, teniendo en cuenta que fueron quienes sobrevivieron y quienes, finalmente, actuaron en su tiempo para alcanzar el presente. De la misma forma que sucedía con la obra de Ayala o de Méndez, hay también un rechazo a la visión maniquea a favor de una búsqueda de personajes grises, de matices. 

En la novela, la acción se acota en seis meses del año 1942, desde la visión de un narrador presente, Navarro, que ha combatido en la División Azul, por lo que es condecorado con la Cruz de Hierro, y que regresa ese año a Málaga con una herida por metralla mortal, la cual le arrebatará la vida en unos meses.

Sin embargo, se traslada a vivir con su tío a Granada para pasar sus últimas semanas de vida en un entorno que se considera más saludable y donde podrá hacer algún provecho. La elección de ambas ciudades y la aparición de personajes en una y en otra nos dará cuenta de la situación tan radicalmente distinta que se vivió en ambas durante la guerra: mientras que Granada fue tomada de forma veloz por el frente nacional, Málaga sufrió cruentamente la guerra en un considerable periodo de tiempo. No obstante, pese al recurso del trasfondo histórico, no estamos ante una historia real, sino ante materia de ficción, como defiende el autor, Justo Navarro.

Justo Navarro
Seguramente sea el gris el color y el tono que inunda toda la obra a partir de la voz narrativa, de carácter muy personal. Para comenzar, en su estilo excesivo y muy reiterativo, que provoca el cansancio en la lectura ante la reformulación de frases que cuentan la misma idea tornando al sujeto y a los objetos, aunque en ocasiones estos cambios produzcan una variación en el significado. En efecto, es una obra para permanecer atentos, que deja claves de interpretación y donde no se resuelven las cuestiones, sino que se da una visión parcial, la del narrador, que en todo caso se exculpa.

Aunque el estilo empleado no resulta nada agradable, al contrario, es irritante, y precisamente es uno de los mayores impedimentos para su lectura; no obstante, podemos considerarlo como una característica realizada adrede para incomodar y para entrar a su vez en una especie de mantra que actúe como filtro de la realidad. Esa voz, de un carácter muy personal, actúa como filtro de la historia en todos sus aspectos: los sucesos, las descripciones, los personajes... Efectivamente, es un narrador interesado en lo que cuenta y, por lo tanto, capaz de engañar al lector.


Yo sabía que Portugal era periodista, protegido de un protegido de Serrano Suñer. Decían que había estado en Pamplona y en Burgos en el Servicio de Prensa y Propaganda, adonde había llegado desde Granada, fiel a la causa nacional, aunque en Granada los nacionales habían fusilado a su hermano. Portugal era sospechoso porque habían fusilado a su hermano, que se parecía mucho a Portugal. Llegó a decirse, con el tiempo, que Portugal no era el verdadero Portugal, sino su hermano.

A través de ese filtro mencionado se configura todo lo que sucede y se ve en la novela el tono gris que lo inunda todo. Así, la descripción de las ciudades nos traslada un clima irreal, pese a la precisión. Por ejemplo, Granada da la sensación de ser una ciudad fantasmagórica y turbia, que traslada la moralidad gris que el autor pretende otorgar a la sociedad que describe a la propia configuración de la ciudad, como un ser vivo más de la novela.

La historia que nos transmite Navarro es el conjunto de tres tipos diferentes de novela a partir de las características que podemos extraer de su narración. El argumento se centra en la relación de Navarro con varios personajes de Granada, centrándose especialmente en el Duque de Elvira, muerto en el presente, y en su esposa, Ángeles, por la que el protagonista está enamorado y con la que parece mantener una relación de amantes.


En todo este proceso, el protagonista nos narra su entrada en la etapa adulta, afrontado las características de una novela de formación, como pudiera serlo El guardián entre el centeno (J. D. Salinger, 1951), pero distorsionada, entre otras cuestiones porque el protagonista no tiene la mirada inocente al principio, todo lo contrario, pues además tampoco es un niño y tiene entre sus experiencias, la vivida en el frente ruso. Pero también porque hay una cuenta atrás hacia la muerte por los seis meses de vida diagnosticados que le quedan, así que no tiene toda la vida por delante. Sin embargo, no hay una tragedia tratada de forma trascendental, ni siquiera la muerte de su padre, que resulta ridícula, ni el descubrimiento del sexo o ni siquiera un amor triunfal y justo, ya que está enamorado de una mujer casada, para cuyo amor deberá esperar (o colaborar en) la muerte del Duque de Elvira. 

La actitud del protagonista sí se relaciona con la de un adolescente que se queja y que se considera una víctima, sin considerar las consecuencias de lo que él provoca para satisfacer sus deseos. Precisamente, la narración que se establece en la novela es la de la memoria, manipulada para justificarse y quedar impune moralmente del juicio sobre su pasado, pese a que se establece la trampa en la novela con múltiples referencias a su mala memoria y a la construcción de recuerdos falsos. Incluso en las ocasiones en que parece confesar alguna verdad difícil para su situación, orienta la narración hacia otro tema.


En el plano relativo a la novela histórica, destaca más que la narración de hechos reales, pese a la intervención de personajes que sí existieron (como el comandante Valdés o Queipo de Llano), la construcción de un tono de posguerra gris, donde destaca la creación de una realidad a base de rumores que transmiten inseguridad y desconfianza a la sociedad. Se añade a esto diversas sensaciones de rechazo y agobio por la presencia de soldados mutilados por culpa de la guerra o de la División Azul, que causan incomodidad en los demás, pero también por las numerosas traiciones y la represión franquista, con el claro ejemplo del baile en los Baños del Carmen, cuando la ausencia de uno de los componentes de la orquesta que está tocando se debe a su asesinato. El peso del pasado, incluyendo las relaciones con familiares opuestos al régimen, es otra continua sombra que ensombrece a la sociedad de la novela.

Cruz de Hierro
No obstante, no quiere esto revelar que existan malos y buenos, pues todos colaboran en la creación de esta atmósfera, que a su vez se corresponde con la novela negra, complementada con varios factores: misterios tales como los sucesos relativos a la carrera militar de Navarro en la División Azul para alcanzar el mérito a la Cruz de Hierro, el asesinato del Duque de Elvira o la verdadera identidad del hermano Portugal muerto; el tráfico de dinero a través de chantajes y, también, el transvase y la negociación a través del uso de la información y de los secretos, estos últimos moviendo los intereses reales de los personajes y que se relacionan directamente con los misterios, ahí tenemos al Duque de Elvira, cuyo trabajo en la novela es dedicarse a rentabilizar su conocimiento de secretos: O nadie tenía nada malo que decir del Duque de Elvira, o el Duque de Elvira tenía cosas malas que decir de todos, el Duque de Elvira, traficante de secretos y silencio, que compraba con silencio propiedades inmobiliarias.

En definitiva, una obra en la que Justo Navarro trata de justificar la miseria moral de la sociedad en su actualidad a través de la creación de esta misma miseria en los personajes del pasado de la posguerra. Y este retrato se completa precisamente por el protagonista que narra los hechos: un impostor que medra y progresa socialmente gracias al uso de secretos y a la lucha por el mantenimiento de mentiras que guarden su vida y su progreso. Una visión pesimista sobre nuestro mundo que no nos lega ninguna esperanza. Una historia que si bien puede resultar interesante, aunque se sume a un subgénero muy visitado en la producción española, lo cierto es que se desarrolla con una narrativa que responde a la lógica del autor, pero que dificulta, irrita y convierte su lectura en una experiencia difícil.



Otros mundos (XI): Las máquinas del cosmos, de Antonio Ribera

22 abril, 2015

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A decir de algunos, los interesados por el fenómeno O.V.N.I. están –o estamos– abocados a la credulidad o la inmadurez. En esta, como en otras tantas materias, parece que únicamente podemos pasar del escepticismo al misticismo. Es cierto que razones no parecen faltar para ello: timos, iluminados, escépticos rampantes, especialistas en distintas materias científicas totalmente desinformados con respecto al fenómeno, algún que otro oportunista televisivo o literario de exótico nombre...

Pese a todo, hablar de la cuestión O.V.N.I. es adentrarse, por más que su resolución se nos escape, en uno de los mayores misterios que el ser humano tiene planteados, un enigma que convive con la necesidad –que a esos algunos parece que les entusiasma negar– del individuo por lo misterioso, sin que esto quiera decir que toda explicación haya de ser necesariamente irracional o tenga que doblegarse al ámbito de lo psicológico, vertiente demasiado afín a la mayoría de ufólogos de segunda o tercera generación. De un tiempo a esta parte ha venido teniendo mejor prensa –y seguramente venta– la introspección soporífera en el interior de la Gran Pirámide que la posibilidad de presencia de otras vidas inteligentes en nuestro planeta. De este modo, el interesado no tiene, ni ha tenido nunca fácil, la búsqueda de una información fiable.


Ya he comentado en alguna otra ocasión que esta sección pretende ofrecer un material sugestivo acerca de los aspectos más insólitos y desconcertantes de nuestra realidad, así como traer a la memoria situaciones y personajes por medio de textos, dado que es una sección bibliográfica, de cierta solvencia literaria, referidos a ese mundo del misterio.

Aunque el fenómeno de los no identificados permanece en tablas o en punto muerto, ya sea por razones terrestres o extraterrestres, sí me gustaría recordar que el conjunto de manifestaciones categóricas y displicentes tienen más que ver con la (des)información de que uno disponga que con una cuestión de fe (de creencia o no en el fenómeno), así como de una actitud no apriorística frente el análisis. Debemos tener en cuenta que muchos de los mejores estudiosos del tema partieron del escepticismo.

Aparte de que una cosa es pasarlo bien o entusiasmarse con los arcanos que a uno le agraden y otra, muy distinta, hacer mofa de todo aquello que se desconoce, que suele ser la salida más cómoda y ordinaria, acrecentada por la actual impunidad que proporciona el anonimato; para ello basta con darse una vuelta por cualquiera que exprese su parecer, inmediatamente surge un aludido: las crucifixiones no son cosa exclusiva del pasado.

Fotografías de Arturo Robles
En cuanto al espinoso asunto de la ocultación de documentos, conviene recordar que, la mayoría de las veces, han sido los propios militares los que han levantado esta curiosa e incómoda liebre, siendo además las primeras víctimas de un opresivo pacto de silencio. Un personal militar no sujeto ya a un secretismo administrativo endiablado, por medio de rúbrica en documento severísimo, que visiblemente aliviado con respecto a esta conspiración de silencio, se vio relativamente libre de poder transmitir una información sorprendente, por la cual supimos que, más que los gobiernos –siempre de turno–, eran determinadas agencias gubernamentales –perennes–, las que sabían más de lo que ofrecían al contribuyente medio, y que, en efecto, procedieron a negar sistemáticamente el fenómeno que nos ocupa, principalmente por vía de la coacción y ridiculización del testigo. ¡Demasiadas molestias para tratarse únicamente de testimonios subjetivos!

La reciente desclasificación de archivos del proyecto Blue Book (primero Sign y más tarde Grudge), tampoco ha sido tal, sino una mera digitalización de documentos que ya estaban a disposición de los especialistas desde los años setenta. En este sentido, tampoco está de más recordar que el astrofísico J. Allen Hynek (1910-1986), bien conocido de Antonio Ribera (1920-2002), se interesó en proseguir con la investigación de los O.V.N.I.S de modo independiente, sin ataduras, después de haber soportado años de censura como asesor científico de las Fuerzas Aéreas americanas y director del referido programa de encubrimiento (lo que no obsta para que un elevado porcentaje de avistamientos atendiera a causas conocidas por la ciencia).

En cualquier caso, el ciudadano inquieto ha venido haciéndose las mismas preguntas desde hace décadas. Por ejemplo, si el estamento militar ya sabía que el fenómeno se reducía a supuestas pruebas de misiles secretas, ¿para qué investigar entonces la cuestión, tal y como han venido haciendo por su cuenta los distintos ministerios de defensa, invirtiendo en ello ingentes cantidades de dinero?


En este sentido, hasta tal punto llegó la cerrazón informativa en la antigua Unión Soviética, que toda la cuestión quedaba justificada en base a los consabidos globos sonda o de investigación, cohetes, bolsas de gas, satélites espía, efectos físicos tales como fuentes térmicas o lumínicas, cuando no se atribuía a fenómenos alucinatorios gestados por la mente del testigo, proyecciones mentales o visiones místicas, y otras teorías aún más pintorescas y alambicadas.

La enfermiza necesidad de algunos por creer que todo tiene explicación siempre que “suene a científico” (si non è vero…) ha contaminado el fenómeno de igual modo que han hecho los visionarios del mismo, cuando lo más aconsejable estriba en no esperar que ese todo responda a una explicación inmediata; ni siquiera, a una sola explicación. De este modo, a los fraudes y ocultaciones se suman las interpretaciones de los racionalistos, tan pueriles que ofenden a la razón misma. Sea como fuere, resignémonos al escarnio y procedamos con el texto que he seleccionado para esta ocasión.

Antonio Ribera
Tan grata de leer hoy como lo fue en su día es la obra de Antonio Ribera. Y, concretamente, el estudio que hoy recordamos, Las máquinas del cosmos (Planeta, colección Documento, 1983), un ensayo bien nutrido de ejemplos, a modo de relatos siempre sorprendentes, que salpican al lector con aspectos inquietantes y lo mueven a la reflexión. ¿Realidad, ficción… o ambos?

El libro se completa con un útil índice onomástico, una fértil bibliografía y un impagable documento en forma de transcripción de una entrevista radiofónica efectuada al referencial Allen Hynek. En sus textos para Planeta, Antonio Ribera decidió enfocar la cuestión O.V.N.I. desde sus vertientes más idiosincráticas e inquietantes (también incómodas), ofreciendo sus conclusiones personales cuando las había, y que, cercanas o alejadas de la realidad del fenómeno -que eso nadie puede asegurarlo como tampoco negarlo-, eran el testimonio sincero de quien dedicó gran parte de su vida y de forma pionera, al estudio y exposición de lo que acontecía en los cielos. Como ejemplo tenemos el posible origen de las “envolturas” de los tripulantes de O.V.N.I.S estrellados, que bien podrían ser el producto de una clonación (pg. 58 en adelante).

Una de las primeras cosas de las que advierte Ribera es que el vocablo O.V.N.I. no ha de ser necesariamente sinónimo de nave extraterrestre, sin que tampoco quiera decir con ello que tal posibilidad deba ser desechada (de hecho, es la que él prefería personalmente, como la “menos insatisfactoria de las hipótesis”). Como “notario ufológico”, los enxiemplos se alternan con datos que contienen pruebas tangibles y verificadas (como los efectos electromagnéticos de larga duración, sin que a un motor se le descubra ningún fallo mecánico, las captaciones por el radar o las huellas en el terreno con un anormal índice de radiación…).

En Las máquinas del cosmos el autor se interesa por esos extraños artefactos que mediante su desconocido y asombroso sistema de desplazamiento –más que de propulsión-, parecen manejar a su antojo el campo unificado einsteniano, como sabemos, conformado por las fuerzas electromagnética y gravitatoria (que el físico alemán trató de comprimir en una sola fórmula al final de sus días). Los tan cacareados límites en la velocidad, que en principio harían imposible el poder recorrer las mayúsculas distancias siderales, son tales exclusivamente aplicados a la actual ciencia terrestre. 

Por no mencionar –que lo hacemos– la patochada campestre de que estos fenómenos solo acontecen en tiempos de crisis o que todo el que cree en estas fábulas es porque ha dejado de creer en otros asuntos mucho más provechosos. La visión antropocéntrica del ser humano se extrapola al universo entero y (pre)determina que solo existe un medio de viajar, así como un solo origen, una sola clase de máquinas o una única explicación del fenómeno.

A la ingente casuística de avistamientos, aterrizajes y encuentros se suman en el libro los enriquecedores testimonios del ufólogo, relaciones públicas y especialista en marketing de productos químicos, Leonard Stringfield (1920-1994), y de Maurice Chatelain (-), este último, director de los sistemas de comunicación de las cápsulas Apolo, un grupo de científicos al que también podríamos agregar al filósofo Carl Gustav Jung (1875-1961), afecto al fenómeno.

Virgen con el Niño y San Juan, autor incierto, c. 1490
Una primera sección dedicada a “O.V.N.I.S estrellados”, hace especial hincapié en un posible empleo de campos de fuerzas como método de desplazamiento. Por ejemplo, para Stringfield una característica interesante consiste en lo que él denomina como “test de extrañeza(17), fenómeno por el cual el O.V.N.I. evidencia su condición de objeto “foráneo” según se aproxima al observador –prefiero que el lector descubra tan interesante aportación por sí mismo, producto de una “curiosidad evasiva”, en terminología del propio Stringfield (pg. 25)-.

No se trata, por lo tanto, de un problema de “credulidad”, sino de cierta apertura. Como resulta imposible que cada dato pueda ser verificado por cada aficionado, o se confía en una adecuada investigación (por parte de ufólogos, físicos, personal militar -cuando trasciende-, astrónomos…), y en los testimonios ya “cribados” de toda suerte de profesionales, hasta ese momento ajenos al fenómeno (agricultores, pilotos, sacerdotes, astronautas, médicos, abogados, biólogos, capitanes de barco, alcaldes, oficiales de policía…), o la “cerrazón” anula cualquier posibilidad. Para un científico, como para un filólogo, pongo por caso, resulta fascinante constatar cómo las “humanidades” ¡realmente existen!

Restos del OVNI de Roswell, Nuevo México, en 1947, mostrados por el mayor Jesse A. Marcel
Seguidamente, Ribera aborda en otro capítulo los casos de “O.V.N.I.S averiados”, donde destacan sucesos como el avistamiento de la misión anglicana de Boianai (Nueva Guinea), con el reverendo William Booth Gill como testigo principal, junto a otros colegas maestros, en junio de 1959 (89). O el de Socorro (Nuevo México, 1964), donde se obtuvieron raspaduras de metal y otros restos de metales poco comunes, como demostraron los análisis de laboratorio. Una tarea que, como recuerda nuestro “antólogo”, más se asemeja a una investigación policial que a una cuestión esotérica (98). También recoge el autor el impresionante “incidente” en el bosque de Rendlesham, Bentwaters, en Reino Unido (corroborado años después en el interesante -y espeluznante- documental UFO Files: Great Britain’s Roswell, 2005). 

En la sección tercera, Tres abducciones y una sola máquina, Antonio Ribera recuerda el no menos sorprendente asunto del O.V.N.I. barroco contenido en Los viajes de Gulliver (1726) de Johnathan Swift (1667-1745), o el jocoso O.V.N.I. “mal aparcado” del agente de policía Herbert Schirmer, que se llevó la sorpresa de su vida, y que está pormenorizado en otra obra anterior del autor, Secuestrados por extraterrestres (Planeta, Documento, 1981). Una casuística que convive junto a teorías que se refieren a las formas de comunicación, cuestión resuelta –por raro que suene– mediante el empleo de la telepatía en el idioma oriundo. Posibilidad no tan sorprendente si tenemos en cuenta que nosotros mismos seguimos desconociendo los fondos oceánicos de nuestro propio mundo.

Recreación del OVNI de Socorro
En el capítulo La posible tecnología, Antonio Ribera aborda los “atajos dimensionales que se valen del campo unificado einsteniano(247), un apartado que incluye el caso de la desintegración sobre la playa brasileña de Ubatuba, en el estado de Sao Paulo (285). Seguidamente, aporta sus conclusiones (293) junto a las teorías de otros investigadores competentes, que incluyen un interesante y extenso informe acerca de la “anti-gravitación” (302), elaborado por el enigmático profesor Marcel Pagès.

No en vano, algunas veces el misterio también se traslada a -o se encarna en- los propios investigadores, caso del español Francisco Aréjula (327), el astrónomo estadounidense Morris K. Jessup (1900-1959) (340), o el malogrado locutor Frank Edwards (1908-1967) (66 y 210), autor de otro excelente libro sobre O.V.N.I.S publicado en la colección Otros Mundos de Plaza & Janés: Platillos volantes, aquí y ahora (Flying saucers, here and now, 1967). Muertes y desapariciones escalofriantes, envueltas por la oscuridad y el secreto.

Frank Edwards y Morris K. Jessup
Ribera se pregunta finalmente (360), ¿por qué el gobierno norteamericano ha gastado más de doscientos millones de dólares en comisiones de encuesta para estudiar algo “inexistente”? ¿Por qué nuestra Junta de Jefes de Estado Mayor creó la Materia Reservada para asuntos relacionados con los O.V.N.I.S?

También cabe la posibilidad de que, aunque dispongan de más dossiers, no tengan necesariamente una mayor información, pese al placer que han demostrado en tachar párrafos –a veces completos- en documentos oficiales que, más que la luz, solo han llegado a ver la oscuridad. Documentos que afectan al departamento de defensa, puesto que se refieren a la violación de los espacios aéreos nacionales por parte de objetos que no se identifican, por lo que el asunto pasa casi inmediatamente a convertirse en un secreto militar gestionado por los distintos servicios secretos de información, tales como la C.I.A., el K.G.B. o el M.I. 5, siendo además objeto de estudio por parte de entidades eufemísticas como la “Oficina de Investigaciones Especiales” o la “Policía Secreta”.

En cualquier caso, “¿y si lo que nos parece una posibilidad teórica fuese una realidad natural en otro planeta?(330). Estas consideraciones siguen siendo válidas en la actualidad, y hemos de recordar que en numerosas ocasiones se han puesto de manifiesto gracias a unos inesperados aliados naturales –elementos que escapan al largo brazo de las agencias de intoxicación-, como sucedió en 1991 con el eclipse sobre una franja de México, que permitió la observación de multitud de objetos que en condiciones habituales están vedados a simple vista. Con Las máquinas del cosmos, Antonio Ribera reclama el interés científico de un fenómeno apasionante.


No quiero dar a entender con lo expuesto que toda la información que circula sobre el fenómeno sea fiable. Si en asuntos tan vitales como son la política o la historia la tergiversación es casi una condición sine qua non, no parece que haya mucha razón para exigir al ciudadano medio un conocimiento especialmente relevante en la materia. Pero el aficionado e interesado sí debería tener en cuenta que hubo autores que desde su honestidad profesional y pese al –relativo– tiempo transcurrido, merecen una consideración especial. Hasta el punto de que, “se crea o no se crea”, textos como el que hoy traemos a colación pueden contemplarse como una buena ocasión para reflexionar acerca de la naturaleza del fenómeno, o incluso de disfrutar –por qué no– de unas historias muy humanoides, a modo de breves relatos de suspense. Narraciones de unos sucesos sumamente extraños que, en muchas ocasiones, dejaron una huella bastante física sobre el terreno o en un dispositivo de radar.

Por otra parte, es justo señalar que el ejército, como institución, no es algo monolítico: las explicaciones de corte académico les afectan en igual medida, y a ellos mismos se les oculta información, cuando no se les obliga a firmar documentos restrictivos, como mencionábamos anteriormente.

Mostrando humildad ante lo inconmensurable del fenómeno, Antonio Ribera no elude los casos fraudulentos, ni oculta los errores, propios o ajenos, de apreciación (213), expone sus dudas (230 y 240), y refuta teorías absurdas, como la de una Tierra hueca (216). ¡Bastante ocultamiento existe ya con respecto a la cuestión! Pero más aún, en todo este periodo de “estancamiento”, o de “no injerencia”, la ciencia ha venido corroborando muchos de los aspectos del espacio-tiempo hasta entonces tildados de meramente fantásticos. Esa “apertura” mental sigue siendo la mejor aliada del ser humano.


Estamos inmersos en un universo conformado por un tejido tan manipulable como la propia actuación por parte de determinadas agencias, cuya interpretación de los derechos humanos es, la mayoría de las veces, abracadabrante. Frente a estos groseros inconvenientes, la vasta erudición, inigualable amenidad y sentido del desparpajo, son la cálida comunicación que Antonio Ribera sigue tendiendo al lector desde los confines estelares.

Si alguna certeza hemos tenido en todo este tiempo con respecto al universo es que el ser humano está, en buena parte, constituido por elementos venidos de las estrellas. De modo que, si nosotros mismos estamos compuestos de materia extraterrestre, qué mejor prueba de que ellos sí existen.

Escrito por Javier C. Aguilera


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